Foto: Santiago Durán
MI LUGAR EN EL MUNDO
No sé por qué tantas
mudanzas o sí lo sé: deseo de conocer lugares, amor por la naturaleza, sabor de
barrios urbanos y suburbanos, impulso de cambio. En suma, espíritu migratorio.
Me mudé de domicilio más de
veinte veces. Una asombrosa suma para quien no es un militar o ejerce alguna
otra profesión que demande el traslado continuo: viajante, visitador médico,
profesor itinerante, camionero. Hay muchas actividades que exigen andar, pero
mudarse, no tantas.
En mi niñez y adolescencia
tuve tres domicilios, no muchos para mi espíritu de trasiego, claro que no eran
mis decisiones en ese entonces. No recuerdo en detalle porque por ser chico no
participaba de armar y desarmar canastos. Sí sé que tuve una niñez muy feliz en
Villa Urquiza, ese barrio tranquilo y arbolado, un jardín en la ciudad, algo
lejano del centro y de los colegios decididos por mis padres. Allí fui dichoso en
la vereda, la plaza y la cortada. Hasta en la terraza de una casa sencilla de
dos pisos donde tenía muy buenos vecinos y residían muchos niños con los que
jugaba.
A mis once años nos mudamos
a la avenida Libertador en Belgrano donde estuvimos poco tiempo, menos de un
año. Era el conocido barrio de mis abuelos, luminoso y apacible. Allí coexistían
enclaves residenciales lujosos con casas antiguas que con el tiempo serían
derribadas por la modernidad y el lucro inmobiliario, entre ellas, la de mis queridos
viejitos. Entrañable la banda de adolescentes en bicicletas que dábamos la vuelta
manzana por la vereda para horror de los porteros. En ese departamento, de
hermosa vista a la avenida y cercano a las Barrancas de Belgrano, me divertía mucho
con mi hermana. Recuerdo el juego de la librería en el que envolvíamos los
libros de la biblioteca familiar con papeles de diario y hasta hacíamos fichas para
su simulada venta. También las casas de fantasía construidas alrededor de una
vieja cocina sobre el piso de alquitrán de la terraza. Jugábamos mucho a la
pelota con la pandilla de varones perseguidos por las vecinas que barrían la
vereda o algún comerciante que veía peligrar sus ventanales.
Cuando murió mi abuela
paterna, nos mudamos a su departamento en Combate de los Pozos, calle
tradicional del barrio Balvanera: céntrico, histórico, kilómetro cero de la
historia argentina y localización del Congreso Nacional. En ese tiempo cursé la
secundaria y atesoré las amistades esenciales que aún conservo. También allí
cometí las peores fechorías junto a mis compañeros del Salvador, colegio no por
religioso menos fuente de atorrantes que de día
combatían con los portafolios en la esquina y de noche vestían de smoking en
las fiestas de quince. Viví en el mismo barrio cuando cursé la carrera de
medicina en tiempos políticos fluctuantes entre dictaduras y gobiernos
democráticos. Si habré corrido desde la facultad a mi casa luego de tomas o
marchas estudiantiles.
Durante la etapa
universitaria afloró en mí la idea de residir en el sur. Por aquellas épocas se
consideraba un destino relevante para los jóvenes. Probé en Neuquén donde se
presentó la oportunidad de una residencia en cirugía. Viré mi destino diametralmente a gran
distancia de mis afectos. Sin demasiada conciencia dejé un tendal de nostalgias familiares. Durante un lustro me fui mudando por etapas a
distintas localidades del rosario urbano del Alto Valle. Ninguna me convencía. Volví
a Buenos Aires por un corto período, pero no me atrajo residir nuevamente en la
gran urbe. No me conformaba el ser porteño, me sentía limitado por el gris
urbano, el anonimato y la ciudad de la furia (1).
Entonces encaré el gran
cambio de mi historia. Fue cuando resolví probar en San Carlos de Bariloche,
tierra de turismo y aventura, algo banal, pero prometedora y pujante. Allí tuve
que crearme un sentido diferente al vivido hasta entonces, una existencia adaptada
a un medio contrastado a la gran ciudad. Busqué disfrutar del paisaje potente
de la cordillera andina, las nieves eternas, los lagos cristalinos, los bosques
selváticos. Así fue como gocé de cada rincón del terruño, tanto que pude
conocerlo como la palma de mi mano. Cada playa rocosa, cada sendero de ascenso
a un refugio, cada circuito grande o chico, cada brazo del gran Lago Nahuel
Huapi, el perfil de los cerros, las cascadas escondidas y los arroyuelos
sinuosos. Terminé dominando al dedillo mi entorno local. Poco a poco me fui
construyendo una identidad barilochense, a pesar de que se tratara de una
comunidad cerrada y heterogénea.
Logré pertenecer
gracias a mi profesión y a mi espíritu aventurero. Lo cierto fue que cuando
recalé en Bariloche culminó la búsqueda. Me acostumbré al frío invernal; a los
aislamientos por la nieve residiendo en los kilómetros (2);
a la necesidad de acumular víveres y tener un grupo electrógeno para cuando se
corta la luz por los cables truncados en épocas de nevadas severas. Pero también
a disfrutar de los maravillosos colores estacionales del jardín; a los zorzales
de pico naranja, las bandurrias de puntas corvas y los cauquenes reales de
torsos rojizos. Pude integrarme tanto a los compañeros adinerados de golf y la
clase media del ámbito médico, como a mis pacientes mapuches. Y, por si todo
esto fuera poco, aquí formé una familia. Nacieron y fueron criados mis hijos.
Supe finalmente que no iba a
mudarme más, al menos fuera de esta ciudad. Había encontrado mi lugar en el
mundo.
© Diana Durán, 22 de julio de 2024
1 Canción
de Gustavo Ceratti.
2 Se dice
“los kilómetros” a la distancia entre el kilómetro cero de Bariloche y los
kilómetros de la ruta al Llao Llao.
Me encantó! Tan claro tu relato que parecía verte. Gracias, Diana, por compartirlo.
ResponderEliminarGracias a vos Tati, por leer los cuentos y comentarlos. Abrazo inmenso
Eliminar