EL PIANO ABANDONADO
Eran las cuatro de la tarde.
Había tenido solo dos horas de clase porque la profesora de Semiótica había
faltado. Bello viernes soleado y apacible. Caminaría unas cuadras hasta la
parada del ciento veintiuno y de allí a casa. Si el colectivo tardaba iría a
pie. Mientras me dirigía por la calle Agustín Álvarez a tomar el colectivo
apreciaba los modernos chalets con frentes de ladrillo a la vista y otros
coloniales con rejas repujadas. Me habían distraído dos murales que estaban en la
esquina, uno de un hermoso paisaje serrano multicolor y otro algo extraño con raras
y pintorescas cabezas de hombres y mujeres. Llegué a la parada en el cruce con
Gaspar Campos y me quedé admirando la señorial casa de la esquina. Siempre
pensando en historias para escribir. ¿Qué podía suceder en esa casa?, ¿qué
personajes la habitarían? Pasaron quince minutos y como no venía el transporte
empecé a caminar. Faltaban unas doce cuadras. Muchas veces había hecho ese recorrido.
De forma súbita apareció una
camioneta blanca de la que bajaron dos hombres encapuchados que me metieron con
brusquedad adentro del vehículo. No alcancé siquiera a gritar cuando me habían
tapado los ojos y cerrado la boca con unos trapos sucios.
Me bajaron a los tumbos en un
lugar desconocido. Todo estaba oscuro en la habitación del encierro. Difícil
que me pudieran rescatar. ¿Quién iba a saber que yo había desaparecido? Mis
padres estaban de viaje. No tenía idea de qué querían los secuestradores. No me
lo habían dicho. Pensé abatida que nadie me iba a encontrar. Estaba condenada.
Sentí una transpiración fría.
Gotas heladas recorrían mi cara, me faltaba el aire y no veía nada. Ese lugar que
parecía abandonado debía estar plagado de arañas y ratas. Había golpeado la
puerta con impotencia. Me separaba una pared muy gruesa o un muro con una pila
de muebles que advertí al atravesarla cuando me llevaron. Era imposible abrir
la puerta, aunque golpeara con todas mis fuerzas.
Sabía que la violencia
reinaba en los suburbios de Buenos Aires, si bien se suponía que en zona norte la
situación era menos temible. Sin embargo, aquí estaba encerrada y sin idea de
lo que me podía suceder.
Pasaron horas y nadie
aparecía. Solo tenía en mi bolsillo un alfajor que comí con desesperación. Me
quedaba un poco de agua en el termo que siempre llevaba al profesorado. Pensé
en cuidarla, quién sabe si alguien me traería bebida y comida. Hasta ese
momento nadie lo había hecho.
Cuando mi miedo había
llegado a su punto cúlmine empecé a escuchar una melodía que surgía tras la
puerta del encierro. Primero me causó estupor. ¿Quién tocaba el piano? Reconocí
la secuencia de notas. Era si bemol-la-do-si. Yo sabía de música, la
había escuchado y estudiado en mi infancia y adolescencia. Mi mente voló y
empecé a repasar: ¿Bach, Mozart, Beethoven? Supe que era el principio de la “Tocata
y Fuga en re menor” de Bach. Una parte. Luego paró. Mi corazón que se había
calmado pegó un brinco. Volví a sentir un pánico sudoroso y frío. Pero al
instante siguió la “Sonata para piano N° 16 en Do mayor” de Mozart. Pude
tranquilizarme. Quien fuera el intérprete me traía recuerdos de cuando de niña escuchaba
a mi madre tocar el piano de cola en la sala de estar. Hasta hoy ese instrumento
está en el mismo lugar de la casa cubierto por un paño rojo, pero ya no se percibía
más. Mamá había dejado de ejecutar su amada música.
La encontraron en la
habitación del fondo de un depósito abandonado en las cercanías de la costanera
de Vicente López. El cuarto estaba bloqueado por muebles y un piano vertical
casi imposible de mover. Cuando la policía le preguntó a la joven cómo había
llegado allí y qué le había sucedido solo pudo recordar la música de Bach y
Mozart que había escuchado. Ninguna otra circunstancia.
© Diana Durán, 15 de julio de 2024
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