EL PIANO ABANDONADO

 


Imagen creada con IA el 15 de julio de 2024

EL PIANO ABANDONADO

 

Eran las cuatro de la tarde. Había tenido solo dos horas de clase porque la profesora de Semiótica había faltado. Bello viernes soleado y apacible. Caminaría unas cuadras hasta la parada del ciento veintiuno y de allí a casa. Si el colectivo tardaba iría a pie. Mientras me dirigía por la calle Agustín Álvarez a tomar el colectivo apreciaba los modernos chalets con frentes de ladrillo a la vista y otros coloniales con rejas repujadas. Me habían distraído dos murales que estaban en la esquina, uno de un hermoso paisaje serrano multicolor y otro algo extraño con raras y pintorescas cabezas de hombres y mujeres. Llegué a la parada en el cruce con Gaspar Campos y me quedé admirando la señorial casa de la esquina. Siempre pensando en historias para escribir. ¿Qué podía suceder en esa casa?, ¿qué personajes la habitarían? Pasaron quince minutos y como no venía el transporte empecé a caminar. Faltaban unas doce cuadras. Muchas veces había hecho ese recorrido.

De forma súbita apareció una camioneta blanca de la que bajaron dos hombres encapuchados que me metieron con brusquedad adentro del vehículo. No alcancé siquiera a gritar cuando me habían tapado los ojos y cerrado la boca con unos trapos sucios.

Me bajaron a los tumbos en un lugar desconocido. Todo estaba oscuro en la habitación del encierro. Difícil que me pudieran rescatar. ¿Quién iba a saber que yo había desaparecido? Mis padres estaban de viaje. No tenía idea de qué querían los secuestradores. No me lo habían dicho. Pensé abatida que nadie me iba a encontrar. Estaba condenada.

Sentí una transpiración fría. Gotas heladas recorrían mi cara, me faltaba el aire y no veía nada. Ese lugar que parecía abandonado debía estar plagado de arañas y ratas. Había golpeado la puerta con impotencia. Me separaba una pared muy gruesa o un muro con una pila de muebles que advertí al atravesarla cuando me llevaron. Era imposible abrir la puerta, aunque golpeara con todas mis fuerzas.

Sabía que la violencia reinaba en los suburbios de Buenos Aires, si bien se suponía que en zona norte la situación era menos temible. Sin embargo, aquí estaba encerrada y sin idea de lo que me podía suceder.

Pasaron horas y nadie aparecía. Solo tenía en mi bolsillo un alfajor que comí con desesperación. Me quedaba un poco de agua en el termo que siempre llevaba al profesorado. Pensé en cuidarla, quién sabe si alguien me traería bebida y comida. Hasta ese momento nadie lo había hecho.

Cuando mi miedo había llegado a su punto cúlmine empecé a escuchar una melodía que surgía tras la puerta del encierro. Primero me causó estupor. ¿Quién tocaba el piano? Reconocí la secuencia de notas. Era si bemol-la-do-si. Yo sabía de música, la había escuchado y estudiado en mi infancia y adolescencia. Mi mente voló y empecé a repasar: ¿Bach, Mozart, Beethoven? Supe que era el principio de la “Tocata y Fuga en re menor” de Bach. Una parte. Luego paró. Mi corazón que se había calmado pegó un brinco. Volví a sentir un pánico sudoroso y frío. Pero al instante siguió la “Sonata para piano N° 16 en Do mayor” de Mozart. Pude tranquilizarme. Quien fuera el intérprete me traía recuerdos de cuando de niña escuchaba a mi madre tocar el piano de cola en la sala de estar. Hasta hoy ese instrumento está en el mismo lugar de la casa cubierto por un paño rojo, pero ya no se percibía más. Mamá había dejado de ejecutar su amada música.

La encontraron en la habitación del fondo de un depósito abandonado en las cercanías de la costanera de Vicente López. El cuarto estaba bloqueado por muebles y un piano vertical casi imposible de mover. Cuando la policía le preguntó a la joven cómo había llegado allí y qué le había sucedido solo pudo recordar la música de Bach y Mozart que había escuchado. Ninguna otra circunstancia.

© Diana Durán, 15 de julio de 2024

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