TERREMOTO Y AMNESIA
Cuando desperté sentí que la cama se movía de un lado al otro. Esa
sacudida me produjo un sobresalto tremendo. Al mirar a mi alrededor, me di
cuenta de que estaba en un hospital. El olor típico a desinfectante y el
trajinar detrás de la puerta semiabierta me lo advirtieron. Me sentía confuso
en la habitación blanquecina y triste. Estaba acostado en un lecho articulado
con barandillas que me provocaban una fuerte sensación de encierro. Nadie en la
otra cama. En la cabecera colgaba una cruz de madera. Una mesita con un vaso de
agua a mi lado y otra mesa que supuse rodante a mis pies. La turbación aumentó
súbitamente cuando se produjo un nuevo zarandeo que duró casi un minuto hasta parar.
Nadie apareció. Al fin se asomó una enfermera quien con una ligera sonrisa me
explicó apresurada que algunos de los pisos más altos del hospital, el edificio
se había movido con mayor fuerza y que pronto vendrían a auxiliarme. Como si yo
supiera de qué estaba hablando. Agregó que pronto llegaría mi familia. Me señaló
que todo había salido bien y partió raudamente. ¿Qué familiares?, ¿qué hago
aquí? me pregunté irritado. Lo único que acudió a mis pensamientos fue que estaba
solo en un lugar desconocido. No recordaba cómo había llegado allí. La
sensación de vacío me consternaba. Tal vez fuera el abandono de la enfermera,
pensé. Estaba solo de pura soledad. Sentía las piernas acalambradas y el cuerpo
entumecido, pero no tenía dolores y me había percatado de que no tenía vendaje
en la cabeza ni en las piernas por lo que no había sido un accidente. Advertí
que estaba conectado a un suero y que mi abdomen se veía algo hinchado. Intenté calmarme y pensar con tranquilidad qué
me estaba sucediendo, pero me sentía perdido. Mi única referencia era el sitio hospitalario
y la presencia fugaz de la enfermera.
Escuché tras la puerta que se había producido un terremoto en Santiago
de Chile con remezones en Mendoza y San Juan. ¿Santiago de Chile?, ¿Mendoza?,
¿San Juan?, ¿dónde estoy?, me pregunté. Buceé en mi mente. No recordaba
nada. Ni mi nombre, ni mi lugar de residencia, ni mis familiares. Entonces me
di cuenta de que algo grave me pasaba. Llamé a los gritos a la enfermera quien vino luego de un largo rato.
Me dijo que se había producido un sismo de cuatro grados que había llegado a
sentirse fuerte en la ciudad. Le pedí avergonzado que me dijera qué me sucedía.
Contestó con extrañeza y su sonrisa perpetua. Está operado de la vesícula,
señor. En un rato vendrán el médico y su señora que fue a buscar a sus
hijos. Mi confusión llegó entonces a su máxima expresión. No recordaba
estar casado y mucho menos tener hijos.
¿Qué maldita circunstancia me había llevado al hospital al mismo tiempo
que en algún lugar de la Tierra se había producido un terremoto que por un
minuto había sacudido la cama en que la que me encontraba? Todo era confuso. Solo
acudían imágenes instantáneas de lo ocurrido en las últimas circunstancias. Hospital,
terremoto, vesícula, ¿familia?, me repetí para ubicarme.
Así estuve postrado y aturdido hasta que llegaron dos médicos que me explicaron
en detalle el éxito de mi operación de vesícula. Tuve vergüenza de contarles que
no recordaba nada, que mi psiquis estaba en blanco. Cuando se retiraron intenté
recobrar la cordura. Quizá el cúmulo de acontecimientos me había perturbado. El
estar en un hospital, el movimiento de la cama, los personajes desconocidos. Abrumado
cerré los ojos intentando dormitar.
Caí en una profunda somnolencia en la que comenzaron a desfilar imágenes.
La primera que afloró fue la silueta cónica de un volcán nevado contra un cielo
azul cerúleo. Luego siguió un aluvión de detalles que fluyeron en mi mente. Estampas
que me llevaron a lugares ignotos aparecieron como una película en cámara rápida.
Vi rutas divergentes hacia distintos sitios. Una de ellas atravesaba un bosque
nevado al borde de un angosto río surcado por rápidos y cascadas. Otra sucesión
de paisajes me transportó a elevadas alturas en las que los bosques se
transformaron en páramos entre riscos y acantilados verticales. Al descender emergió
una selva de hojas anchurosas cruzada por lianas y cañaverales. Luego resurgieron
los bosques hasta alcanzar un valle estrecho de color verde brillante y, por
último, las costas sinuosas de un océano bravío.
Súbitamente comencé a recordar con claridad los destrozos que había
dejado el tsunami del Pacífico. Corría el año 1985 y vivíamos en Algarrobo, mi pueblo,
devastado por las fuerzas geológicas de la naturaleza. La tierra había comenzado a moverse compulsivamente por un
terremoto de gran magnitud, que alcanzaría una intensidad de 7,8 en la escala
de Richter. Con epicentro en la costa central de la región de Valparaíso, el
terremoto había
producido dos mil quinientos
heridos y la muerte de más de ciento setenta personas.
Algarrobo quedó destruido.
Dormí casi un día. Al despertar, mi mujer y mis hijos me rodeaban prodigando
amorosas caricias. Supe que estaba en el Hospital Del Salvador de Valparaíso,
ciudad donde después de la catástrofe de mi pueblo nos habían relocalizado. Muchos
años más tarde, casado y con hijos, había planificado la operación.
Agradecí infinitamente volver al tiempo y el espacio cotidianos.
© Diana Durán, 1 de julio de 2024
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