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TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO. Aventuras de Macarena II



Alejandría. Egipto.net


TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO

    Antes de su affaire con el palestino Jalil, a quien había plantado sin reparos en Belén, Macarena había visitado Egipto. La joven granadina era especial. Treinta años, soltera, profesora de letras en su ciudad natal. No tenía grandes compromisos. Le gustaba gastar sus ahorros en recorrer el mundo sola. Así lo había hecho desde los veinte años. Después de Israel quiso volver al lugar que la había conquistado. El Cairo, encrucijada cultural de oriente y occidente. Una historia milenaria condensada en dinastías, pirámides, templos, dioses, imperios, faraones, invasiones y guerras santas. Inagotable fuente de estudios culturales. Pero también soñaba con ver el Mediterráneo desde África en vez de su tradicional panorama europeo. Apreciar el “ponto” homérico como lo hicieran los egipcios, fenicios, griegos y romanos. Ya había recorrido las pirámides de Guiza, la Ciudadela de El Cairo, el cosmopolita barrio de Zamalek, la iglesia Colgante ortodoxa, el Museo de arte islámico. Deseaba completar su aventura en Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno trescientos años antes de Cristo bajo el dominio persa. Sus conocimientos de literatura griega y musulmana la animaban. 

    Mientras paseaba por las amplias avenidas de El Cairo contrastó las zonas de refinados hoteles cinco estrellas, desde cuyas terrazas se podían admirar las pirámides, con los barrios pobres de asentamientos precarios, bazares y callejuelas. Intentó comprender la decadencia de una civilización que se remontaba a dinastías de más de tres mil años antes de Cristo. No entendía el subdesarrollo contemporáneo. Había pensado en hacer un crucero por el Nilo, pero le llevaría casi una semana, por lo que se decidió por Alejandría a orillas del Mediterráneo. 

    Después de un intenso día cenó un plato típico de arroz y verduras. No deseaba hacer sociales así que a pesar del bullicio turístico se fue a su habitación y durmió a gusto esperando recuperar las fuerzas para emprender el viaje a Alejandría. Tenía varias opciones. Ir por la carretera más rápida del desierto o atravesar el delta del Nilo por tren o en avión. Eligió, con su consabido espíritu aventurero, alquilar un auto para viajar por el oasis y apreciar el paisaje agrícola milenario del bajo Egipto. Mientras transitaba se sumergió en lo que había leído sobre los modos de vida ligados al cultivo de cereales, legumbres, forrajes y el papiro. Recordó el calendario que seguía el régimen anual del río para la siembra y la cosecha. Una vida no tan idílica como se solía enseñar en el colegio, por la lucha sin fin en los turbios pantanos, las yermas sequías y las catastróficas inundaciones. 

    Los paisajes se sucedían como en una película a medida que atravesaba el delta. Su mente comenzó a trastocar pasado y presente. Experimentó una rara sensación, una especie de retorno en el tiempo, pero no cercano sino muy antiguo, como en un túnel. Algo así como un corredor de ensueño. Notaba que mientras recorría el paisaje deltaico, las escenas iban mutando. El presente se transformaba en un pasado impreciso. No había rastros de modernidad. Ni rutas, ni autos, ni postes de luz, ni estaciones de servicio. Atravesaba un área agrícola pero el espectáculo era pretérito. Divisaba a los agricultores con el torso desnudo, falda y pañuelos blancos, cántaros en sus manos o el antiguo “chaduf” con una palanca que sostenía el recipiente con el contrapeso del otro lado. Las casas eran de barro con techos de troncos cubiertos por hojas de palmera. Se preguntó si así sería el interior del Delta del Nilo durante el período grecorromano. Recordó que en esos tiempos Alejandría había sido un centro literario, científico y cultural. Pero estaba en el ámbito rural, quizás por eso la confusión. Debía continuar. 

   Cuando se acercó a Alejandría, todavía pensando en el desconcierto del pasado y el presente vio una columna altísima de humo en el horizonte. No sabía qué pensar. ¿Incendios de pastos o de algún edificio? Entró a la ciudad. El fuego se había extendido a las zonas más próximas a los muelles. Concluyó que se encontraba en tiempos romanos, cuarenta y ocho años antes de Cristo. Se dio cuenta porque se quemaba la Biblioteca más grande de la antigüedad. Ella conocía la historia, sabía de Julio César y el sitio de Alejandría. Al acercarse a la ribera del Mediterráneo vio a soldados con vestimenta romana incendiando sus propias naves. Macarena no sabía qué pensar. En el Museio, en las nueve musas de las artes, en los eruditos, en los manuscritos de papiro. Deliberó que Cleopatra recibiría el obsequio de Marco Antonio para reponer la destrucción parcial de la biblioteca. 

     Sus estudios de literatura comparada en la Universidad de Granada fluían como una catarata. Se acordó de Zenódoto de Efeso y los poemas homéricos en orden alfabético; de Calímaco y el primer catálogo de biblioteca; de Apolonio de Rodas y el poema épico los Argonáuticas; de Aristófanes y la pronunciación del griego. 

    Entonces volvió en sí. Pensó con jactancia que era la única persona que había conocido la localización de la Biblioteca de Alejandría a orillas del Mediterráneo. Tomó la avenida costanera y visitó la Gran Biblioteca Modernista de fachada curva con ocho millones de libros, cuatro museos y un planetario. La ubicación exacta de la antigua biblioteca todavía no se conoce aunque se especula que está bajo el mar. 



 Declaran los infieles que, 
si ardiera, ardería la historia. 
Se equivocan.
Las vigilias humanas engendraron los infinitos libros. 
Si de todos no quedara uno solo, 
volverían a engendrar 
cada hoja y cada línea. 
Cada trabajo y cada amor de Hércules 
Cada lección de cada manuscrito.

La biblioteca, En Historia de la noche. Jorge Luis Borges, 1977

Museion (en griego, templo de las musas), Museo de Alejandría. Fue un centro dedicado a las musas. Allí vivían y trabajaban los mejores poetas, escritores y científicos del Mundo Antiguo. Fue fundado por Ptolomeo I Soter y cerrado en el 391 por el patriarca Teófilo.


© Diana Durán. 13 de enero de 2022

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN. Aventuras de Macarena I

 


Dheisheh. Campo de refugiados. Alessandro Petti


 UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN 

 Belén es una ciudad santa en la ladera aterrazada de los montes de Judea. Para los cristianos, allí nació Jesús y para los judíos allí fue coronado el rey David. No puede estar más colmada de historia. Se localiza al sur de Jerusalén en Cisjordania, Palestina, teatro de ocupaciones permanentes y violentas. En Belén viven cristianos, judíos y musulmanes. En el siglo XXI todavía hay campos de refugiados. No hay paz para los niños. 

Imagino el lento paso de los tres camellos que se acercan a Belén llevando a los Reyes Magos a través del desierto, desde la India, Etiopía y Mesopotamia. Imagino el cielo y la estrella que los guía. Imagino que llevan oro, incienso y mirra. Imagino las advertencias de Herodes, que después cumple matando a los niños menores de dos años de Bethlehem. Imagino a José y María huyendo con el Niño a Egipto. 

Evocaba Macarena estas tradiciones mientras observaba el perfil nocturno de Belén algo cansada por las emociones vividas en su estadía en El Cairo y Jerusalén. Había viajado desde Granada, su ciudad, a Medio Oriente. Belén era el destino más esperado. Halim, el taxista, la había llevado a su hotel resort y había conversado animadamente con esa joven de feminidad andaluza que le parecía oriental. Macarena repasó su plan para el día siguiente. Visitaría la Plaza del Pesebre, la calle de la Estrella y la Basílica de la Natividad. Sublime. 

Halim era un muchacho de treinta años, tercera generación de palestinos refugiados tras la ocupación israelí. Vivía en Dheisheh, un campamento superpoblado del sur de la ciudad. Había cursado el terciario profesional en una escuela de las Naciones Unidas. Su educación era fruto del esfuerzo de su madre que había visto morir a balazos a niños y jóvenes en el campo. No quería lo mismo para sus hijos. El padre estaba cansado de las guerras. Había pasado hambre y abandonado todas sus posesiones al huir de Zacaría, un pequeño poblado cerca de Jerusalén. Ya no le importaba el “derecho al retorno”. Pensaba que nunca se cumpliría. Se había dado por vencido. Halim, en cambio, tenía otras expectativas. Podía emigrar hacia oriente a una tierra musulmana no ocupada, o abrirse camino en Cisjordania. Mientras tanto trabajaba con el taxi. 

Macarena salió esa mañana a recorrer la Belén turística. Tenía presente un posible encuentro con Halim en el acceso a la Basílica. La sorprendieron las calles muy estrechas, en subida y bajada, los alambres enrollados en las terrazas, los pasos vigilados, los muros, las rejas. La vegetación mediterránea salpicaba con algunos verdes el predominio del ocre claro de los edificios de cemento. La atraían los portones azules que al irse abriendo mostraban los negocios de artesanías. Se vendían figuras religiosas de madera, postales, túnicas, rosarios, hiyabs, tapices, banderas, pañuelos y hasta tortillas hechas en hornillos. La extrañaban esos faroles tan españoles; la inquietaban los alambrados de púas que había arriba de las paredes en muchas casas de departamentos. 

Iban caminando por Milk Grotto, una de esas callecitas sinuosas y en pendiente de Belén. Ella subiendo, él bajando. Macarena miraba por sobre sus hombros un pesebre en madera de olivo que quería comprar; Halim se cuidaba del entorno como todo refugiado. Tenía la esperanza de encontrarla. A pesar del gentío y casualmente rozaron sus espaldas y voltearon reconociéndose. La piel morena, los ojos grandes y el cabello largo renegrido de Macarena lo deslumbraron más que el día anterior. A ella le atrajeron la cara serena y la figura esbelta de Halim. No le causó inseguridad su pañuelo en la cabeza y recordó sus diálogos en un buen inglés. Tras un intercambio de sonrisas ella le consultó si por esa calle llegaría a la Plaza del Pesebre. Él asintió y pensó cómo retenerla. Le explicó que la iglesia era probablemente la más antigua del mundo y que se iba a encontrar también con la mezquita de Omar. Ella no fue reticente a la conversación. Caminaron juntos. Macarena se dejó guiar. Halim se esforzaba por interesarla con relatos palestinos. Dialogaron hasta llegar a destino. Ella entró a la Basílica. Él se quedó en la plaza. Esperó y esperó. Al fin la vio salir con lágrimas en los ojos conmovida por lo que había visto en el interior de la iglesia. Trató de reiniciar una conversación con Macarena, pero ella estaba demasiado emocionada. La llevó a su hotel y se despidieron con un apretado abrazo y la promesa del reencuentro. 

¿Cómo detenerla? Sabía que se iría pronto de Belén. Por ser turista tenía más derechos que él. Halim no podía circular por los puntos de control de la ciudad, tampoco acompañarla. Denostó su vida de refugiado frente a la libertad de una paseante española. Esa noche en su humilde cuarto del campamento Halim recordó que la palestina fue la primera comunidad cristiana del mundo. Esas convergencias lo acercaban a Macarena en un contexto de culturas dispares. 

A la mañana siguiente fue al resort a buscarla. Preguntó en el lobby y le dijeron que ella había partido hacia Kalia Beach, a solo una hora de Belén, a orillas del Mar Muerto. El placer de un baño en las aguas más saladas del mundo resultó más atractivo para Macarena que el comienzo de una relación. Allí disfrutó plenamente de un paisaje abierto al mar, de la inusual forma de flotar en el agua, de las carpas azules y los baños sanadores de barro. Un tour de relajación que dejó muy lejos su encuentro con Halim. 

Él maldijo su condición de destierro. Divagó con su taxi por la periferia de Belén donde había otros centros de refugiados. Repasó las miserables situaciones de vida de sus hermanos. Pensó en los setenta años de ocupación supuestamente temporal de Dheisheh. En la exclusión, el desplazamiento, la solapada esclavitud. Una supresión humana resuelta en muros, vallas, “tiendas de hormigón” y puentes. La rabia lo embargó. Entonces tomó una decisión. Lucharía por sus derechos como fuera. Era inútil relacionarse con una mujer occidental por más aspecto oriental que tuviera. 

Mientras volvía comenzó a recitar en voz alta el poema de la resistencia que le había enseñado su madre, volveremos entre las sombras de la nostalgia, entre las tumbas de la añoranza. Hay un lugar para nosotros. Va corazón, no te hundas, fatigado en la senda del regreso. Volveremos. Volveremos. (1) 

(1) Sobh, M. (1972). 20 poemas palestinos de la resistencia. Madrid.


©  Diana Durán. 3 de diciembre de 2021

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