Mostrando entradas con la etiqueta RÍO NEGRO. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta RÍO NEGRO. Mostrar todas las entradas

LAS HOJAS DE MAYO

 

                                   



     

LAS HOJAS DE MAYO

Caminaba por la acera de la avenida 9 de Julio, una arteria comercial del este de la ciudad, rumbo a mi consultorio. Miré con atención el suelo donde las hojas de otoño de los ciruelos contrastaban con la nieve congelada de la nevada temprana del día anterior. Me llamó la atención el pequeño paisaje ya que esas hojas nunca contrastan con la nieve. Parecían una composición de Juan Lascano. En junio, cuando empiezan las nevadas, los ciruelos ya están desnudos y recién estaba a principios de mayo.

El precoz manto blanco de la comarca me remontó súbitamente a una cifra exacta, cuarenta años atrás. Llegué a San Carlos de Bariloche un 8 de mayo de 1984, adelantado a mi mujer que vendría un mes después, una vez concluidos sus trámites de desvinculación laboral.

Tras un accidentado viaje desde Viedma donde me matriculé como médico clínico llegué a destino luego de un vuelo dificultoso. Al despegar en Neuquén a bordo de un viejo Fokker B 27 biturbo hélice de LADE se produjo un severo inconveniente mecánico. El ruido metálico del avión nos asustó junto al viraje abrupto para volver a aterrizar en la capital neuquina.

Durante unos días tuve marcadas las uñas de la docente que estaba a mi lado que me clavó en el antebrazo al grito de “nos matamos”.

Mientras despegábamos y en un violento desvío, el manto dorado otoñal del follaje de los álamos de las chacras valletanas cubrieron las ventanillas del estribor del avión. Otro detalle paisajístico bello y atípico, aunque inoportuno por las circunstancias.

Tras el salvador aterrizaje pensé que era el momento de gritar ¡tierra! como un náufrago que llega a un islote en medio del Pacífico abrazado a un resto de madera.

Mi suegro me esperaba en el aeropuerto muy preocupado. Faltaban años para que se usara la telefonía celular por lo que tuvo que esperarme varias horas en la confitería. Con apagones intermitentes llegamos al departamento con terribles ventarrones gélidos.

Si bien en la ciudad no había nieve, los cerros Otto y Cuyín Manzano estaban ampliamente nevados, por lo que se entremezclaban con los colores ígneos de las lengas y ñires, la blancura de las cumbres nevadas, la perenne tintura verde de los cipreses y coihues y el intenso tono del cielo despejado reflejándose en el lago calmo. Ambos con un azul cerúleo esplendoroso.

Nada hacía sospechar lo que pasaría con el clima tan solo dos semanas después: la nevada de 1984.

Cuatro décadas después, en la ventana de mi cuarto sigo el ciclo de un árbol que revivió desde que podaron el bosque de enormes pinos que tapó desde su nacimiento el sol del oeste.

El árbol estaba inclinado hacia el este buscando vestigios de luz solar. Árbol bandera le dicen burlonamente desconociendo su sufrimiento. Su ciclo era simple, no tenía frutos y sólo algunas florcitas blancas, pero cuando el bosque de pinos fue talado, el árbol despertó. Como si hubiera recibido un tratamiento salvador, enderezó su tronco y sus ramas. El feliz follaje explotó. Esa primavera se llenó de flores y en el verano resulto ser un portentoso guindo que nos llenó junto a los zorzales de agridulces y deliciosas guindas negras.

Ahora, en este otoño crudo, veo resistir sus hojas luego de las tormentas tempranas. Se está preparando, el bosque de pinos ya no lo protegerá del gélido viento que llegará desde el Pacífico. Un mantel de hojas doradas descansa a sus pies fertilizando su tierra y lo protegerá de las crudas heladas de julio.

Las hojas de mayo tienen muchas virtudes. Son esponjas, sotobosque, alimento de insectos, conservación de la humedad, protección a distintos animales y a los ricos hongos de pino.

Las doradas hojas, pese a estar en descomposición expulsadas por su madre, son inspiradoras de cientos de poemas de amor. Quizás por la nostalgia, por su belleza, acaso por ese aroma otoñal. Indolentes esperan la lenta caída y el rastrillaje violento cumpliendo funciones hasta su final.

En mi jardín, el roble, el guindo, el abedul, el sauce eléctrico y los sorgus se visten de oro cada mayo pese a que es un preanuncio del despojo y que el sol andará escondido. El viento y el agua impúdicamente los castiga y desnuda.

Llegará luego otra etapa de brotes, brillos, mariposas, germinaciones y polinización dando vida y bienestar a los parques, calles, bosques, insectos, aves y nidos que cotidianamente ignoramos con simples miradas en vez de soñar como lo hacía Jacques Prévert en su libro de poemas “Paroles” donde habla del otoño y el amor.

 

© Santiago Durán, 9 de mayo de 2024

Las hojas muertas.

Oh, me gustaría tanto que recordaras Los días felices cuando éramos amigos...

En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy.

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo...

¿Ves? No lo he olvidado...

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo Los recuerdos y las penas, también.

Y el viento del norte se las lleva En la noche fría del olvido ¿Ves? No he olvidado la canción que tú me cantabas.

Es una canción que nos acerca Tú me amabas y yo te amaba Vivíamos juntos Tú, que me amabas, y yo, que te amaba...

Pero la vida separa a aquellos que se aman Silenciosamente sin hacer ruido Y el mar borra sobre la arena El paso de los amantes que se separan.

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo.

Los recuerdos y las penas, también.

Pero mi amor, silencioso y fiel siempre sonríe y le agradece a la vida.

Yo te amaba, y eras tan linda...

¿Cómo crees que podría olvidarte?

En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy Eras mi más dulce amiga, mas no tengo sino recuerdos y la canción que tú me cantabas, ¡Siempre, siempre la recordaré!

 

Jacques Prévert

UN VIAJE DECISIVO A LA PATAGONIA

 


Isla de los Pájaros. Península Valdés. Chubut

Un viaje decisivo a la Patagonia

Elegir una carrera universitaria y concretar el viaje eran desafíos para nuestros cortos dieciocho años.

Yo quería hacer todo a la vez. Recién terminado el secundario seguiría arquitectura. Mis padres insistían que estudiara economía. Una tan artística y deseada; la otra ligada a la posibilidad de trabajar con mi padre. Futuro asegurado. Estudiaba los planes de estudio, aunque no me resultaba tan arduo decidir. La arquitectura implicaría diseñar hasta que la obra quedara tal como la había proyectado. Sabía que ambas eran formaciones que llevarían años, pero una significaría empezar desde cero en la profesión, mientras que en el otro caso recibiría gran ayuda familiar. Me imaginaba en el estudio de papá ocupándome de empresas y presupuestos. De solo pensarlo sentía apatía y desazón.

Mientras tanto estaba pendiente el plan organizado con Horacio. Habíamos ideado durante un año que cuando termináramos el secundario viajaríamos al sur. Sería un periplo por las costas marítimas y la ruta cuarenta de la Patagonia. Yo lo había diseñado con esmero consultando mapas, guías turísticas y enciclopedias. No había dejado un pueblo sin investigar. Ese era nuestro objetivo, nuestro mayor anhelo. No queríamos viajes de egresados inútiles como algunos de nuestros compañeros. El dinero lo teníamos. Eran nuestros ahorros y nos lo merecíamos. Ninguno de los dos se había llevado materias. Habíamos estudiado mucho durante quinto año del colegio que compartíamos.

Horacio dudaba ir al viaje. Su familia lo obligaba a tomar una resolución y a estudiar para el examen de ingreso. Él no tenía claro qué iba a hacer.

Llegué a imaginar que si no me acompañaba terminaría nuestro noviazgo de los quince a los dieciocho años. Después me arrepentía al pensar que él había sido mi compinche durante toda la secundaria, mi compañero, mi amigo y, sobre todo, mi primer novio. Sin embargo, me parecía que alguien minaba esas ganas de emprender un proyecto juntos. Especulaba que él iba a seguir los dictados familiares de estudiar abogacía. Especialmente, de la madre. Se frustraría la notable capacidad de lectura y escritura que yo admiraba. Esa de la que me había enamorado a través de las novelas que me recomendaba leer y de las poesías amorosas que me dedicaba. Bien podía seguir la licenciatura en letras o la carrera de periodismo, pero a su familia le parecían poca cosa y lo empujaban a elegir derecho para trabajar en el estudio de su padre. Ambos en la misma situación frente a nuestros padres, pero nada más ajeno en mi caso a los deseos de libertad.

Logré convencerlo a regañadientes utilizando toda la seducción posible. Nos fuimos al sur contra viento y marea. Yo estaba admirada de nuestra rebeldía.

Empezamos el camino en micro desde Bahía Blanca donde residíamos. Viajamos por la ruta tres percibiendo la aridez patagónica, los suelos yermos, la vegetación esporádica y arbustiva, las lagunas salitrosas y rosadas en sus bordes por una incalculable cantidad de flamencos. Así llegamos a la inmensidad del Mar Argentino en Puerto Madryn, la célebre ciudad de las ballenas. No era tiempo de verlas, pero sí de ir a Península Valdés donde descubrimos las aves apostadas en el guano de la Isla de los Pájaros y los lobos y elefantes marinos echados en sus plataformas acantiladas. Disfrutamos, enamorados, dos días únicos. Hasta ese momento nos sentíamos unidos por la aventura, seguros de nuestras decisiones. Reímos y gozamos como nunca. Fueron los mejores momentos de nuestra relación desde que había comenzado hacía tres años. Me cuidaba, me completaba, era un compañero ideal.

Decidimos emprender la travesía de cruzar la meseta hasta Esquel. Optamos por viajar a dedo porque queríamos conocer la geología ruinosa del Valle de Los Altares en vez de recorrer sin puntos intermedios los seiscientos kilómetros que distaban hasta la cordillera. Sabíamos de la soledad y aspereza del camino, pero no nos importaba. Éramos amantes de los paisajes patagónicos. Paramos en el motel del Automóvil Club de Los Altares. Allí comenzó la letanía, en el lugar menos esperado. Horacio no pudo olvidar sus próximas opciones universitarias. No estaba dispuesto como yo a disfrutar del cielo estrellado o a hablar de naderías como frente al mar. Repetía una y mil veces que quería asegurarse el futuro siguiendo abogacía y, luego a los pocos minutos decía que en realidad lo que más le gustaba era literatura. Su desconcierto empezó a cansarme. Yo trataba de desviar la conversación. No lo lograba, él volvía a los temas repetitivos. María, hablemos un poco de nuestras próximas decisiones. Dudo entre dos carreras. Es algo muy importante para mí, me decía. Ya lo sé, Horacio, pero intentemos disfrutar de este presente inolvidable, le respondía mientras revisaba entusiasmada la cartografía de la próxima etapa.


                                                                        Paso de los Indios. Street View

Al día siguiente llegamos a Paso de los Indios, un pueblito planificado y construido con la estructura de un hexágono, de poco más de mil habitantes. Los exploradores lo describieron como un manantial, “un rayo de luz en la nada misma”. Su historia nos atrajo como para quedarnos. En ese lugar desértico y aislado, tan atractivo por sus cuentos de herrerías y rifleros conseguimos una pequeña posada muy romántica. Pensé que en ese entorno recuperaríamos la relación. En vez de gozar a mi lado, Horacio continuó la discusión del día anterior. Nuestra relación era tan árida como el mismísimo desierto en que nos encontrábamos. Yo casi no lo escuchaba. Mi preocupación estaba en la próxima etapa, la esperada llegada a la zona andina.

El sinuoso acceso a Esquel fue maravilloso. Aprecié al fondo de la ruta la cordillera nevada, primero entre álamos y pinos; luego adentrándonos en el exuberante bosque andino patagónico. El desierto se había transformado en una sinfonía de verdes cuando atravesamos la casilla de piedra que cruzaba la entrada a la ciudad. Los carteles de venta de cerezas y frutillas se entreveraban con los avisos de posibilidad de incendios. Rara combinación que me fascinó en esos paisajes sureños. Una localidad turística de más de treinta mil habitantes. Allí la discusión recrudeció. Yo ya no quería pensar en carreras y expuse una odiosa sentencia. O nos centramos en el viaje o cada uno sigue por su lado, le dije desafiante. Es que son temas muy trascendentes, me quitan el sueño y me impiden disfrutar del viaje, María, me contestó angustiado. Ese día nos dormimos sin más comentarios. Un abismo se abría en la relación. Nada que no hubiera estado ya presente. Yo suplía la frustración interesándome más y más por lo que me rodeaba. Me llevaba folletos y guías de cada lugar para seguir aprendiendo sobre lo que veía y tomaba notas en mi libreta de viajera.

Desde Esquel continuamos al Bolsón, la famosa “Comarca Andina del paralelo cuarenta y dos”. Tierra de artesanos emplazada en el valle del cordón del Piltriquitrón que significa colgado de las nubes. Así estábamos. Entre los nubarrones de una relación que se iba extinguiendo. Casi no nos hablábamos, cada uno rumiaba sus pensamientos.

Seguimos a Bariloche, territorio que ambos conocíamos. Habíamos viajado de vacaciones con nuestras respectivas familias. Pensé en la influencia que tenía la madre de Horacio sobre su personalidad. La maldije. Nos mantuvimos mudos y patéticos a esa altura del partido.     

Seguimos por el camino de los Siete Lagos a San Martín de los Andes. En medio del esplendor paisajístico de vestigios glaciarios y lagos encajonados en las montañas ya no nos aguantábamos más. Del silencio que nos oprimía culminamos en disputas irreconciliables. Yo porfiada en disfrutar del viaje me sumergía en la búsqueda de libros locales y relatos de guardaparques, guías de turismo y escritores locales. Horacio, ausente de toda ausencia, me ignoraba y se comunicaba con Bahía Blanca para averiguar todo lo relativo a su ingreso universitario.

Finalmente, cada uno volvió por su lado. Él se tomó un micro directo a la ciudad. Yo, en cambio, opté por viajar con lentitud por el rosario urbano del valle del río Negro para conocer cada localidad frutícola, muy entusiasmada con los contrastes regionales.  

En marzo decidí estudiar geografía. Lo hice sin duda a raíz del viaje por territorios patagónicos. Ni arquitectura, ni economía. Había encontrado mi vocación. No estaba triste por el fracaso del noviazgo, sino esperanzada en el futuro. Horacio siguió derecho según los dictámenes de su familia. Me enteré por amigos comunes.

Nos hemos cruzado en las calles de Bahía Blanca alguna vez.  

© Diana Durán, 27 de noviembre de 2023

ESO NO ERA TODO

 


Casita en El Frutillar. San Carlos de Bariloche. Street View.

ESO NO ERA TODO

Santiago Durán

 

El escenario: una tarde más de tantas de consultorio de Clínica Médica. En el listado de turnos no se destacaba su nombre, no me generaba nada distinto. Cuando lo recorrí, su apellido mapuche común para Bariloche pensé: ¡ah! Doña Lilien, seguro que viene a buscar la receta. Vino con su nieto de diez años.


Con puntualidad entró a mi consultorio saludándome como todos los descendientes de aborígenes con la mano extendida, fláccida, con su piel encallecida. Jamás intentan apretar la mano del profesional, quizás por respeto, quizás por aquella huella ancestral del poder chamánico. Vaya a saber.

 

─¿Las recetas doña Lilien?

 

─Si, mi doctorcito.

 

Tenía sesenta y dos años cronológicos y una década más de calidad de vida. Lo atestiguaba la piel de su rostro incendiada de teleangiectasias por la rudeza del clima local.  Sus dedos toscos, sus uñas engrosadas con suciedad noble, de nuestra tierra, no de mugre. Uno lo sabe. Un ojo blanco por una catarata traumática. Su cuerpo encogido e inclinado, marcha renga, deteriorada… Abrigada como una cebolla con varias camisetas y pullovers raídos por el tiempo. Medias de lana largas y un viejo calzado liviano inadecuado para el invierno patagónico. Tapado gris con el forro descosido.

 

Eso no era todo. Ya se iba cuando le pregunté por qué rengueaba. No la recordaba coja y en su historia clínica solo había datos de resfriados, sinusitis y más recientemente su hipertensión arterial.

 

─¿Qué le pasó en la pierna, doña?

 

─Ay, doctorcito, me pasó con un raigón que no vi por la nieve, pero me dijo el traumatólogo que solo son las carnes y que ya me va a pasar.

 

Raigón en la nieve, pensé y me fijé en su historia clínica. Vivía en un barrio muy alto al pie del Cerro Otto. El Frutillar.

 

─¿Qué andaba haciendo, Lilien’?

 

Con una sonrisa vergonzosa me confesó:

Estaba picando palos pa’ la salamandra. Nos cuesta encontrarlos allá arriba cuando nieva. Y na… iba con el nene y no vi el raigón. Caí con la pierna torcida. Tuvimos que bajar con mi nieto, pobrecito, con la leña.

 

El nene con su corta edad, que al revés de su abuela parecía de siete por la madurez y envergadura, ya llevaba vestigios de la rudeza invernal en su piel. Sus cachetes teñidos de púrpura para siempre. Pocos dientes en su diluida sonrisa. Averigüé luego que su madre lo había dejado con su abuela cuando decidió irse con un hombre de plata y nunca más se supo. El tipo era un viejo y no quería al nene. Su madre lo dejó pensando que algún peso le iba a pasar, pero nada. Allí vivían los dos en un ranchito en lo alto del Alto, ladera sur del Otto, con mucha sombra, frío, viento, lluvia y nieve durante varios meses al año. Allí estaban los dos, solos de toda soledad. Ninguno de sus seis hermanos mayores los ayudaba con el nene. Lilien era viuda de un alcohólico que murió de hipotermia o ahogado una vez que, tras una changa, el tinto barato le arruinó la subida nocturna al barrio y cayó inconsciente en una zanja helada.

 

Después supe, porque la vergüenza me apaleaba, porque quise saber más de mis pacientes, que desde el rancho hasta el bosquecito de lengas había unos 600 metros escarpados. Allí llegaban los dos para picar palos, que el nene arrastraba un trineo casero con los palos porque a su abuela el cuero no le dejaba tironear, iban al rancho y cuando la leña estaba húmeda no había forma de calentarse ni siquiera el cuerpo, ni la sopa o el guiso. Si había.

 

Luego de que se fueron pensé mucho. Los imaginé en el medio del silencio removiendo nieve, buscando palos. Asocié que doscientos metros más arriba chicos y jóvenes disfrutaban del esquí nórdico. Imaginé el dolor de cuerpo y alma que aquejaba a mi pobre paciente. La pobreza, soledad, hambre y frío son mucha cosa para esta gente tan vulnerable. También pensé que yo no hacía mucho por ellos. Hay que parir estos sinsabores profesionales, no inculparse y tratarlos con el respeto y la dignidad que merecen. Hay que mirarlos a los ojos. Hacerlos sentir que al menos en ese momento de la consulta, alguien se va a preocupar por ellos. Pero lo peor que de estos casos es que hay cientos de miles. Los médicos somos testigos del abandono social y protagonistas de la impotencia.

 

En el caso de mi paciente, eso no fue todo. Tiempo después en un diario local leí en la primera plana “Anciana y niño mueren calcinados en una casilla del Frutillar”. No quise leer más.  Estuve tentado, pensé, dudé casi desesperado. ¿Serían ellos? Hacía meses que ya no me visitaban. ¿Cambiaría confirmarlo?

 

San Lucas, médico de cuerpo y almas, sentía lo mismo que sus pacientes. Lejos del santo colega sufrí una tibia y triste melancolía por ambos. No me quemaba el cuerpo, me latía la rabia. ¿A quién acusar? Lo mastico aun en un vergonzoso silencio.

 

Ahora sé que, en cada consulta, cuando se escarba y despeja el sufrimiento de los pacientes, siempre hay más. Un adicional enmascarado que estamos obligados a sacar y a protagonizar con sentido profesional. Aunque nos duela. Siempre hay más.


© Santiago Durán, 17 de enero de 2023

 

TIERRA INCÓGNITA


Paisaje de la Meseta de Somuncurá. Por Julpariente.



T
IERRA INCÓGNITA 

    Los unía el amor por la naturaleza, la necesidad de conocer nuevos horizontes, el hábito de explorar. No necesitaban mucho dinero. La camioneta les permitía hacer viajes por lugares lejanos e incógnitos. Ellos medían el tiempo en kilómetros surcados. Así habían conocido el interior salvaje de los esteros del Iberá y su biodiversidad; la riqueza de la Puna argentina y sus altiplanicies coloridas e historias prehispánicas; el empobrecido Chaco occidental y su impenetrable bosque seco. Habían atravesado los paisajes latitudinalmente dispares de la ruta cuarenta de norte a sur y de sur a norte. Elegían los caminos más apartados y allí iban con sus enseres de camping y mochilas. En caso de no poder acampar paraban en hostales. El asunto era seguir y seguir por los caminos planificados. Su amor estaba basado en el común apego a descubrir lugares y se afianzaba en los recorridos. 

    Francisco y Malena eran una joven pareja. Veinticuatro años él, veintidós ella. La cuatro por cuatro, un aporte del padre de él, rico comerciante de maquinaria agrícola, que le daba los gustos a su hijo por su exitosa trayectoria educativa y profesional. Él era geólogo, ella licenciada en turismo, por lo que explorar el país era un plus en su formación, además de una pasión compartida. 

    Esta vez habían decidido ir a la Meseta de Somuncurá en el sur de Río Negro que era el corazón del desierto de la Patagonia. Sabían que ese nombre significaba “piedra que suena” por el ruido de las rocas al quebrarse y chocar entre ellas, sumado al irascible viento del sur. Una zona inmensa, escarpada, rocosa y volcánica. Los jóvenes dudaban que la meseta fuera tan inaccesible e intransitable. Sobre todo, Malena insistía en recorrerla, aunque hubiera escasos servicios turísticos y los caminos fueran aptos solo para vehículos especiales. ¿Por qué elegir una de las topografías más inhóspitas de la Argentina? Justamente por eso. La habían estudiado, pero también habían visto documentales donde se apreciaba una síntesis compleja de conos volcánicos, sierras, lagunas temporarias, cañadones, arenales y estratos de sedimentos multicolores. Podrían haberlo hecho con guía, pero querían descubrirla solos. Eran muy apasionados en la toma de decisiones para viajar. 

    Accedieron por la ruta cinco desde Maquinchao en el interior rionegrino. Pensaban llegar hasta El Caín, que significa “piedra para moler”, en un gran bajo que habían localizado en sus mapas satelitales. De allí seguir la ruta provincial cinco hasta la ocho arribando a Prahuaniyeu, pequeño oasis en el medio de la nada. Después verían cómo sumergirse en el interior ya que hasta el momento solo habían bordeado la mole de veinticinco mil kilómetros cuadrados. 

    Llegaron hasta donde se acababa el dibujo del camino de la infinita isla de roca. Iban atravesando arroyos secos y guijarrosos con recortes salinos. Se encontraron con otra camioneta en un paraje sin nombre cuyo único equipamiento era una casa de piedra aislada a la vera de un lagunajo pequeño de agua salada y unos solitarios flamencos. Allí se abastecieron de agua deseosos de continuar la aventura. Intercambiaron un breve diálogo con el puestero y siguieron por esa topografía casi lunar por los cráteres volcánicos, entre amarillos, ocres, marrones y verdes oscuros. Se internaban cada vez más en la vasta meseta. Luego de dos horas de trayecto el paisaje se tornó cada vez más desolado. Atesoraban el deseo de encontrar en alguna parada la ranita de Somuncurá que era endémica del lugar o, excepcionalmente, puntas de flechas en un ámbito muy rico en restos arqueológicos de cazadores y recolectores prístinos. Habían cruzado zorros, guanacos, ñandúes y maras en las partes más bajas de la estepa, pero en las partes altas era otra cosa. El mismísimo desierto a más de mil metros de altura.

    Francisco dudaba en seguir, pero Malena insistió en internarse en un terreno desconocido por el común de los viajeros. Siguieron. Él manejaba por una parte especialmente escarpada y estrecha en el borde de un acantilado cuando sintieron una fuerte explosión. La pared rocosa que atravesaban se desmoronó y golpeó el costado de la camioneta del lado de Francisco. Lo último que hubieran esperado era ser aplastados por una gigantesca roca despeñada en el medio de la nada. Estaban a tres horas de donde habían iniciado el recorrido y hacia adelante quedaban aún dos más hasta llegar a los Menucos. 

    Francisco salió arrastrándose del vehículo e intentó atravesar los escombros para mover la roca más grande que había aplastado la parte delantera. Su cabeza estaba ensangrentada. Se desmayó. Malena, que había salido ilesa, no podía creer lo que veía; buscó el botiquín de primeros auxilios para socorrerlo. Al darse cuenta de que no reaccionaba trepó a un lugar alto para pedir ayuda. La ganó la desesperación. Ascendió como pudo y advirtió que en el entorno no había rastros de humanidad. Nada, solo la estepa; ni siquiera un árbol o un mallín verde que indicara presencias. Como única señal vio el chenque de un indio de tiempos pretéritos. Mal presagio. Tenía que encontrar alguna forma de comunicarse. Volvió sobre sus pasos para estar al lado de Francisco que yacía inconsciente. Lo acomodó en la carpa que armó como pudo al resguardo de la intemperie y lo tapó con una manta. Trató de frenar la hemorragia. Se sentía culpable de lo sucedido. Malena percibía cada vez más el retumbar de los basaltos por el enfriamiento del atardecer y el ulular del viento que se iba tornando más fuerte hasta crispar sus sentidos. Estaban desaparecidos. Su suerte dependía de que los encontrara algún viajero o un ovejero. Rogaba entre sollozos que así sucediera. 

    La meseta permaneció intangible y distante. Solo habían podido bordearla. Ni visas de internarse en ella. Por mucho tiempo Malena tuvo pesadillas sobre ese lugar sagrado que los ancestros de los pueblos originarios no les habían permitido conocer, por ser irreverentes frente a su memoria. En su tristeza y desesperanza le había otorgado a la mole el carácter de deidad. Habían quedado en el lugar hasta que un pastor solitario los socorrió al día siguiente cuando Francisco ya no pudo ser reanimado.


Chenque: tumba indígena precolombina compuesta por rocas dispuestas en forma de cúmulo.

© Diana Durán, 17 de enero de 2022

VACACIONES EN SOLEDAD

 


Lago Perito Moreno y Parque Municipal Llao Llao. Street View.

VACACIONES EN SOLEDAD

    Me gusta recorrer sola los caminos, desandando paisajes. El rincón de un arroyo, el perfil de un cordón montañoso, la explanada de un llano, el horizonte del mar. Es febrero, ya pasaron las fiestas de diciembre y los calores de enero. Ansío iniciar el viaje tan esperado después de un año de trabajo agotador. Me voy al sur en búsqueda del reparo de la naturaleza. Quiero borrar los apuros, el cemento, las preocupaciones. Estar sola. Han sido demasiadas presencias familiares y laborales durante este año. Quiero alejarme de todos, especialmente de mis padres y su permanente apego a mi vida. ¿A dónde vas? ¿Viajás sola? Cuídate por favor. También de la tediosa atención al público. Creo que merezco un poco de libertad. No me importan los kilómetros a transitar con mi pequeño auto desde Neuquén hasta Bariloche.

    En la comarca andina todo circuito puede ser renovado. Lo he aprendido en sucesivos viajes por la Patagonia. Repaso distintas posibilidades. Ascender al colosal Cerro López con su circo glaciario realzado por algunos planchones de nieve. Apreciar sus acantilados brillantes con paredes a pique. Llegar a la Colonia Suiza y sus tradicionales curantos. Reposar en las playas más pequeñas y ocultas de la costa del lago Nahuel Huapi. Imagino que yo sola las conozco. Volver a la península de San Pedro y recorrer sus costas reflejadas sobre el brazo Campanario. Podría internarme en el perfil serrado del Cuyín Manzano que se aprecia desde la ribera opuesta del lago. Tengo un abanico de lugares para gozar de lo natural y recuperar las fuerzas perdidas. Amo estos viajes en soledad que me regalo cuando puedo. Ya acomodada en el hostal, abro las ventanas de la habitación y la brisa fresca que baja de la montaña me reconforta.

    Decido recorrer primero el sendero de Villa Tacul. Dejo el auto enfrente a la entrada del Parque Municipal Llao Llao. Allí no se puede ingresar con motos ni con ningún otro vehículo. Inicio mi caminata con toda tranquilidad. Solo llevo en mi morral la campera, el agua y unas barritas de cereal. Encuentro a muy pocos caminantes en el sinuoso camino. Ya es medio tarde, pero sé que hasta las diez de la noche se puede circular. Admiro los altísimos coihues y demás ejemplares del bosque patagónico, entremezclados con lianas de formas tortuosas, helechos húmedos arraigados en los manantiales y las cañas coligües secas cruzadas en el sendero. Atravieso con facilidad los tocones de viejos árboles caídos. Haces de luz se filtran en la oscuridad. Descubro cada uno de los bosquecillos de pocos ejemplares de arrayanes canela como isletas solitarias. El aire helado penetra en el bosque y alcanza el sendero. No tengo frío.

    Puedo escuchar el escondido canto del chucao que retumba como un eco en la soledad de la reserva. Primero tenue, después más fuerte. Dice la leyenda mapuche que predice el buen viaje. Se parece a una pequeña gallina casi imposible de avistar, pero fácil de descubrir por su alegre canto. Me maravillo al escucharlo dos o tres veces. Alcanzo a divisar, después de una larga y sinuosa caminata, el lago Moreno empotrado en los Andes Patagónicos. Me acomodo para admirar el paisaje reposando en una playita rocosa mientras como mi barrita de cereal. El lugar es único, inigualable, mío. No necesito nada más en este mundo. Un viento gélido empieza a soplar con mayor intensidad desde el lago. Me abrigo con mi campera fina y siento una total comunión con la naturaleza. 

    Me despierto helada. Es casi de noche por lo que me he perdido la puesta del sol. ¿Cómo pude dormirme? Tal vez este lazo estrecho con el ambiente me llevó a semejante estado de quietud como para adormecerme. No siento las manos, están entumecidas. No puedo doblar los dedos. Debo emprender el regreso urgente, pero mis piernas están rígidas. Imposible moverlas. Tengo miedo. Pienso aterrada en la “muerte dulce” por hipotermia. Debo desandar el camino urgente y salir de este aislamiento en la reserva. En poco tiempo perderé la memoria y entraré en un estado de confusión. Me gana la desesperación, empiezo a gritar, pero descubro que no tengo voz. Es inútil, estoy sola, más sola que el chucao invisible en un paraje ausente de vida humana. Recuerdo que tengo mi celular en el morral. Con un esfuerzo sobrehumano lo saco, pero no hay señal. Por una vez maldigo mi soledad. Intento moverme, exasperada por entrar en calor. No es justo morirse en el lugar más bello del mundo y tan aislada. Me doy cuenta de que el celular tiene una linterna y empiezo a hacer señales de SOS en el espejo del lago. No sé si alguien las verá antes de que vuelva a quedarme adormilada y muera de frío.

 

El Cordillerano. 10 de febrero de 2021

Cuando los turistas no cumplen las indicaciones

Se informó la desaparición de una turista procedente de la ciudad de Neuquén. Los dueños del hostal donde estaba pasando la estadía se comunicaron con la policía local al ver que no regresaba con su auto y que su habitación estaba sin tocar. Había comentado que se iba sola de excursión. Empezaron a buscarla en los lugares habituales, el Cerro Otto, el Catedral, el Campanario, Playa Bonita.

La rastrearon cuadrillas de rescate. Parques Nacionales informó al mediodía que cerca de las once de la mañana unos paseantes habrían hallado a una mujer de treinta años tirada en el sendero del Parque Municipal del Llao Llao, muy cerca de la playa del Lago Moreno. No recordaba su nombre ni qué hacía allí.  

    Luego de un tiempo imposible de calcular me veo envuelta en unas frazadas en la salita médica del camino a Bariloche. Recobro lentamente el sentido. Alguien advirtió mi pedido de auxilio, pienso. Agradezco infinitamente el rescate a quien haya sido y reniego de mi obstinada soledad.


                                            © Diana Durán. 3 de enero de 2022 

ALTO VALLE


Foto. Diana Durán

ALTO VALLE 

Martina vivía en Buenos Aires, Luis, en Bahía Blanca. Su relación había comenzado a través de una página de encuentros, pero en poco tiempo quisieron conocerse personalmente. Coincidieron en que el mejor lugar sería San Martín de los Andes. Paisaje de tarjeta postal. A ella la seducía su vasta cultura y su amor por la naturaleza. A él lo atraían su entusiasmo y ansias de aventura. Era una mujer diferente a las que había conocido.

Luis salió en auto sin apuro de Bahía pensando en un viaje corto, de solo cinco horas. Martina viajó doce en micro desde Buenos Aires. Se encontrarían a mitad de camino. En alguna ciudad del Alto Valle del río Negro. La elegirían durante el trayecto según el horario en que llegaran a destino. De esa manera ella no tendría que transitar sola el resto del recorrido hasta la comarca andina.

El paisaje del valle comenzó a dibujarse. Cortinas forestales de álamos en brillante verdor. Hileras de troncos plateados y copas piramidales. Flanqueado por terrazas polvorientas y grisáceas de sequedad, el río Negro irrigaba un ajedrez de chacras y fincas, un vergel en medio de la aridez patagónica. Las bardas se recortaban como escaleras rugosas contra el cielo azul. Tras la desolación de la meseta ovejuna se sucedía el esmeralda del valle agrícola. 

Faltaba poco para llegar a Villa Regina, el lugar donde finalmente resolvieron encontrarse. Martina miraba a través de la ventana el desfile de las chacras tras las alamedas. Las manzanas rojas brillaban sostenidas por unas extensas varas curvadas. ¿Se caerán por el peso de las frutas?, conjeturó. Esa imagen se superpuso a la deseada escena del encuentro. 

Diez kilómetros antes de llegar, al salir de la meseta y entrar de nuevo al valle, una manifestación de quinteros en la ruta cortó el tránsito en protesta por los bajos precios de la fruta. Camiones, micros y coches quedaron varados. Se formó una fila interminable en la autopista. Martina y Luis estaban cerca pero no lo sabían. Justo en ese tramo no había señal. Él decidió que lo mejor era desviarse por los caminos rurales. El conductor del micro en el que iba ella hizo lo mismo. La fila serpenteaba entre las chacras en un derrotero lento y tedioso que mareaba a los viajeros. ¿Cuándo llegará el momento de verlo?, se preguntó ansiosa. La señal iba y venía. Cuando pudieron comunicarse ella le suplicó, ¿y si nos bajamos ahora?, no aguanto más. Le indicó el lugar donde, antes de consultarlo, ya le había dicho al chofer que la dejara. Me voy a bajar en la entrada de una chacra que se llama Rugliano. Fijate en el celular y la vas a localizar. Te espero allí que hay una posada. Caminó entre las cortinas de álamos dos o tres cuadras. Divisó una casa construida a partir de un invernadero por la forma de los ventanales. Era un ambiente muy acogedor con plantas colgadas, frutas en canastos y una acequia refrescante. Vio unos troncos de madera dispuestos en semicírculo y se sentó. Un rato después entró a la posada y se registró para esperarlo. Llamó varias veces al celular de Luis sin respuesta. No insistió demasiado. Se dio cuenta de su actitud atolondrada pero así era ella. Informal y bohemia. 

Luis no sabía muy bien dónde estaba y comenzó a irritarse. El navegador no le indicaba la posada. Estaba sumergido en un inquietante paisaje ajeno. Qué locura bajarse así, qué poca consideración, pensó. Hacia el sur por momentos se divisaba el río y su galería boscosa. Como en una ficción ingresó en un tramo desértico donde reinaba la estepa espinosa. Quiso volver, pero no pudo. Tuvo que esperar que cruzara la huella de tierra un inoportuno rebaño de ovejas. Se perdió en torno a las bardas que se sucedían desérticas. Finalmente pinchó las dos gomas delanteras por los guijarros de una cantera abandonada. 

Dejó el auto fastidiado y caminó de regreso cerca de dos kilómetros hasta que alcanzó de nuevo la autopista. Ya no pensaba en el encuentro, solo quería resolver su situación. Hizo dedo hasta la ciudad. Nervioso como estaba logró encontrar una gomería cerca del inefable hito de la gran manzana que anunciaba la entrada a Villa Regina. Rescatar su auto le significó otras dos horas. Se hizo de noche. Desilusionado, descansó un rato en una estación de servicio y en cuatro horas estuvo de nuevo en Bahía Blanca. ¿Y Martina? El romance se evaporó como las mismísimas nubes del cielo patagónico.

© Diana Durán
11 de octubre de 2021

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...