TIERRA INCÓGNITA


Paisaje de la Meseta de Somuncurá. Por Julpariente.



T
IERRA INCÓGNITA 

    Los unía el amor por la naturaleza, la necesidad de conocer nuevos horizontes, el hábito de explorar. No necesitaban mucho dinero. La camioneta les permitía hacer viajes por lugares lejanos e incógnitos. Ellos medían el tiempo en kilómetros surcados. Así habían conocido el interior salvaje de los esteros del Iberá y su biodiversidad; la riqueza de la Puna argentina y sus altiplanicies coloridas e historias prehispánicas; el empobrecido Chaco occidental y su impenetrable bosque seco. Habían atravesado los paisajes latitudinalmente dispares de la ruta cuarenta de norte a sur y de sur a norte. Elegían los caminos más apartados y allí iban con sus enseres de camping y mochilas. En caso de no poder acampar paraban en hostales. El asunto era seguir y seguir por los caminos planificados. Su amor estaba basado en el común apego a descubrir lugares y se afianzaba en los recorridos. 

    Francisco y Malena eran una joven pareja. Veinticuatro años él, veintidós ella. La cuatro por cuatro, un aporte del padre de él, rico comerciante de maquinaria agrícola, que le daba los gustos a su hijo por su exitosa trayectoria educativa y profesional. Él era geólogo, ella licenciada en turismo, por lo que explorar el país era un plus en su formación, además de una pasión compartida. 

    Esta vez habían decidido ir a la Meseta de Somuncurá en el sur de Río Negro que era el corazón del desierto de la Patagonia. Sabían que ese nombre significaba “piedra que suena” por el ruido de las rocas al quebrarse y chocar entre ellas, sumado al irascible viento del sur. Una zona inmensa, escarpada, rocosa y volcánica. Los jóvenes dudaban que la meseta fuera tan inaccesible e intransitable. Sobre todo, Malena insistía en recorrerla, aunque hubiera escasos servicios turísticos y los caminos fueran aptos solo para vehículos especiales. ¿Por qué elegir una de las topografías más inhóspitas de la Argentina? Justamente por eso. La habían estudiado, pero también habían visto documentales donde se apreciaba una síntesis compleja de conos volcánicos, sierras, lagunas temporarias, cañadones, arenales y estratos de sedimentos multicolores. Podrían haberlo hecho con guía, pero querían descubrirla solos. Eran muy apasionados en la toma de decisiones para viajar. 

    Accedieron por la ruta cinco desde Maquinchao en el interior rionegrino. Pensaban llegar hasta El Caín, que significa “piedra para moler”, en un gran bajo que habían localizado en sus mapas satelitales. De allí seguir la ruta provincial cinco hasta la ocho arribando a Prahuaniyeu, pequeño oasis en el medio de la nada. Después verían cómo sumergirse en el interior ya que hasta el momento solo habían bordeado la mole de veinticinco mil kilómetros cuadrados. 

    Llegaron hasta donde se acababa el dibujo del camino de la infinita isla de roca. Iban atravesando arroyos secos y guijarrosos con recortes salinos. Se encontraron con otra camioneta en un paraje sin nombre cuyo único equipamiento era una casa de piedra aislada a la vera de un lagunajo pequeño de agua salada y unos solitarios flamencos. Allí se abastecieron de agua deseosos de continuar la aventura. Intercambiaron un breve diálogo con el puestero y siguieron por esa topografía casi lunar por los cráteres volcánicos, entre amarillos, ocres, marrones y verdes oscuros. Se internaban cada vez más en la vasta meseta. Luego de dos horas de trayecto el paisaje se tornó cada vez más desolado. Atesoraban el deseo de encontrar en alguna parada la ranita de Somuncurá que era endémica del lugar o, excepcionalmente, puntas de flechas en un ámbito muy rico en restos arqueológicos de cazadores y recolectores prístinos. Habían cruzado zorros, guanacos, ñandúes y maras en las partes más bajas de la estepa, pero en las partes altas era otra cosa. El mismísimo desierto a más de mil metros de altura.

    Francisco dudaba en seguir, pero Malena insistió en internarse en un terreno desconocido por el común de los viajeros. Siguieron. Él manejaba por una parte especialmente escarpada y estrecha en el borde de un acantilado cuando sintieron una fuerte explosión. La pared rocosa que atravesaban se desmoronó y golpeó el costado de la camioneta del lado de Francisco. Lo último que hubieran esperado era ser aplastados por una gigantesca roca despeñada en el medio de la nada. Estaban a tres horas de donde habían iniciado el recorrido y hacia adelante quedaban aún dos más hasta llegar a los Menucos. 

    Francisco salió arrastrándose del vehículo e intentó atravesar los escombros para mover la roca más grande que había aplastado la parte delantera. Su cabeza estaba ensangrentada. Se desmayó. Malena, que había salido ilesa, no podía creer lo que veía; buscó el botiquín de primeros auxilios para socorrerlo. Al darse cuenta de que no reaccionaba trepó a un lugar alto para pedir ayuda. La ganó la desesperación. Ascendió como pudo y advirtió que en el entorno no había rastros de humanidad. Nada, solo la estepa; ni siquiera un árbol o un mallín verde que indicara presencias. Como única señal vio el chenque de un indio de tiempos pretéritos. Mal presagio. Tenía que encontrar alguna forma de comunicarse. Volvió sobre sus pasos para estar al lado de Francisco que yacía inconsciente. Lo acomodó en la carpa que armó como pudo al resguardo de la intemperie y lo tapó con una manta. Trató de frenar la hemorragia. Se sentía culpable de lo sucedido. Malena percibía cada vez más el retumbar de los basaltos por el enfriamiento del atardecer y el ulular del viento que se iba tornando más fuerte hasta crispar sus sentidos. Estaban desaparecidos. Su suerte dependía de que los encontrara algún viajero o un ovejero. Rogaba entre sollozos que así sucediera. 

    La meseta permaneció intangible y distante. Solo habían podido bordearla. Ni visas de internarse en ella. Por mucho tiempo Malena tuvo pesadillas sobre ese lugar sagrado que los ancestros de los pueblos originarios no les habían permitido conocer, por ser irreverentes frente a su memoria. En su tristeza y desesperanza le había otorgado a la mole el carácter de deidad. Habían quedado en el lugar hasta que un pastor solitario los socorrió al día siguiente cuando Francisco ya no pudo ser reanimado.


Chenque: tumba indígena precolombina compuesta por rocas dispuestas en forma de cúmulo.

© Diana Durán, 17 de enero de 2022

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