INFANCIA COMPARTIDA

 




INFANCIA COMPARTIDA

    Anoche soñé con vos, Santiago, y surgieron muchos recuerdos de la infancia compartida.

    Caminamos las dos cuadras desde nuestra casa hasta la plaza de Devoto, tomados de la mano o corriendo a distintos ritmos. Como si fuera una hazaña nos balanceamos parados en las hamacas; en la calesita competimos por la sortija con caballos andantes y leones rígidos; nos deslizamos como flechas por el tobogán y quedamos cristalizados para siempre en el sube y baja de un solo lado, en aquella fotografía sepia, abrazados uno contra el otro como koalas.

    Íbamos a la escuela solos, con ocho añitos yo y siete vos, desde la estación de tren Villa Urquiza, para luego combinar en Federico Lacroze con el troley hasta llegar al centro de la ciudad, qué proeza. A la vuelta, casi todos los días, nos divertíamos en la vereda, la cortada y la terraza. Desde la mancha, la escondida y la farolera hasta el fútbol de los varones, en el que sólo me aceptaban por ser tu hermana. Inventábamos todo tipo de aventuras en las escaleras del departamento de Nazca o desde balcón a balcón; nos escondíamos en la cortada de la otra cuadra para que nadie supiera dónde estábamos. En la terraza, nos reuníamos con los chicos del edificio, con Marcelito, Horacio, Emilio y Patricia, para hacer kermeses sencillas pero muy bien organizadas. Nos reíamos viendo a los vecinos mojarse al intentar morder y extraer una manzana que flotaba en el tacho de chapa con agua; voltear los muñecos de madera con pelotas fabricadas con medias; tirar al blanco con flechas caprichosas a los cartones dibujados con crayones y demás juegos caseros parecidos. Después, con las monedas que recaudaba la “banda de Nazca” comprábamos chocolatines como premio para las futuras kermeses, o alguna pelota de goma que reemplazara a las perdidas en las alcantarillas o pinchadas de tanto jugar y jugar.

    Te veo tan único y divertido, tan pícaro. Tus pecas salpicando el rostro redondo con hoyuelos en los cachetes siempre sonrosados; la pancita sobresaliente, a pesar de tu inquietud constante; las rodillas eternamente sucias de tanto correr, saltar, caerte y volver a empezar; tus bellos ojos color caramelo de mirada cómplice pensando en la próxima travesura.

    Eras la fuente permanente de risas para todos. Metiste la cabeza en los barrotes de la cama y desesperaste a toda la familia hasta que pudieron serrucharlos para salvarte. Era un clásico perderte y volverte a encontrar en cuanto lugar visitáramos. En San Clemente del Tuyú cuando te escapaste el mismo día en que llegamos y como a las tres horas, unos vecinos te trajeron al rojo vivo por el sol de la caminata. Les habías dicho “estoy en una casa donde vive un gato”. Ignoré la manera en que los pudiste guiar, pero esa explicación tan curiosa como poco precisa, era digna de tu originalidad.

Surgen las anécdotas de los animalitos y vos. El pato de la casa de los Sarmiento, al que te acercaste apenas llegamos al cumpleaños de la dueña de casa. Lo agarraste del cuello y lo hiciste girar como una matraca. Pobre animal, quisimos salvarlo, pero yacía ajusticiado en el piso del patio, para conmoción de los invitados, risas de los varones y espanto de las nenas. Sonrío al pensar en los perros, gatos y pajaritos que fueron el blanco de tus salvajadas. Por eso nuestros padres nunca te compraron una mascota, cuestión que quedó grabada en tu mente como un desafío futuro y provocó que de grande tuvieras tus entrañables perros y gatos; calafates, urracas y hasta un mirlo azul.

    Vuelvo a nuestros juegos. Recuerdo que hasta con una puerta nos divertíamos. Me causaba mucha risa el “juego del marciano” que era la puerta de entrada al departamento con muchos herrajes. No nos teníamos que chocar con ella, sí dar un paso y luego otro paso, según se apretara cualquiera de las cerraduras, candados y mirillas hasta estrellarnos fingidamente, una y otra vez, contra la puerta. Y en lo de los abuelos, se repetían otras historias: la de los hermanos pobres que guardaban detrás de los cuadros del dormitorio más grande los billetes ganados para comprar comida, vos trabajando de peón y yo planchando; la de la casita fabricada alrededor de una destartalada cocina, donde bullía imaginariamente una sopa de verduras elaborada con hojas del árbol de la terraza; y el juego de las visitas con la abuela como personaje principal que daba la palabra: a vos, el sacerdote vestido con el largo sobretodo negro del abuelo John; y a mí, la dama que se iba a casar con un estanciero y lucía sombrero y cartera muy antiguos.

    Ya en la adolescencia, la relación fue un poco más distante, como es lógico, aunque siempre fuiste el proveedor de chicos para los asaltos y fiestas de quince. Desde el Colegio del Salvador al que ibas, al Normal Nº 1, mi colegio; desde allí procedieron los novios que tuve y los de mis amigas. Vos siempre acompañándonos, siempre afable y contenedor de las chicas que “planchaban”. No me voy a olvidar que con tu franqueza adolescente le dijiste a Paola, “ya que nadie te saca, te saco yo”. Fue la anécdota del año. Cómo olvidar que me presentaste al novio de la adolescencia cuando con tu amigo Pino, también compañero de colegio, decidieron que no era posible verme tan triste por haber “cortado” con Franco, luego de dos años de gran enamoramiento.

    Si me veías melancólica, hacías algo para contentarme que seguro era una payasada. También peleábamos como cualquier par de hermanos, pero nos unieron vigorosamente el miedo a la zapatilla de papá, las noches solos con la portera, los adorables juegos infantiles, las amistades de la adolescencia, en definitiva, la convivencia de todos esos años.

    Todo eso te debo, Santiago.

    Anoche soñé con vos. Despierto sobresaltada en la cabaña de Sierra de la Ventana que alquilamos en estas vacaciones de invierno, y reflexiono a mis sesenta y seis años sobre nuestra infancia, adolescencia, juventud y madurez. Estoy sola porque mi marido decidió salir temprano a avistar unas aves del humedal. Entonces decido quedarme un rato más en la cama, remoloneando y pensando. Un rayo de sol entra por la ventana y me deja admirar el paisaje serrano. Me inunda una rara sensación y concluyo por fin y de una vez por todas, que fue mejor que partieras al sur a hacer tu vida, eligieras todas las veces que desearas a tus parejas, disfrutaras con tus amigos cuanto quisieras, jugaras al golf al tenis o a lo que anhelaras, y te fueras de viaje todas las veces que decidieras a Reikiavik, Gales o Boston.

    Y entonces, al fin valoro esa bendita forma de querernos. Amigo fiel, hermano mío.


© Diana Durán, 17 de enero de 2022


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