UN
EXTRAÑO VIAJE AL VIEJO MUNDO
Estudio mucho, demasiado.
La materia es “Turismo de Europa”. Menuda cantidad de datos tengo que memorizar:
países, capitales, paisajes, ciudades y luego, regiones, transportes, hotelería,
itinerarios y atractivos turísticos.
El esfuerzo es supremo,
pero “sarna con gusto no pica”, como dice mi abuela Antonieta, mientras me ofrece
unas deliciosas croquetas de arroz que yo como con voracidad inusitada; un poco
por hambre y otro por la ansiedad ante el examen que se avecina.
Es principios de febrero y
la evaluación será los primeros días de marzo. Tengo intenciones de prepararla durante
lo que queda del mes. Ya están
aprobados el resto de los
finales en diciembre y solo resta la asignatura que más me gusta para terminar tercer
año. Luego, un año para obtener el título de Guía de Turismo.
Sueño con ser profesional
de alguna agencia reconocida y proponer recorridos atrayentes y novedosos a la
clientela. Imagino lo que significaría la posibilidad de viajar a los destinos
más fascinantes del viejo continente.
El último trabajo consistió
en el diseño de un recorrido por países europeos. Según mis propios anhelos
proyecté con gran detalle a través de España, Francia y el Reino Unido. Todo va
“en coche”, como comenta la abuela que me ahora atiborra de masitas con formas
de eses y trenzas.
Son las doce y media de la noche y aunque estoy bastante cansada, puedo
seguir un poco más. El examen se iniciará con la exposición de la monografía
turística. Decido practicarla ante el gran espejo dorado de la habitación de
huéspedes que en realidad es mi habitación en la casa de los abuelos. Yo soy la
única que la uso. La abuela se va a dormir.
Comienzo el relato en voz alta con seguridad, lo sé de memoria. Explico a
modo de simulación el arribo del grupo de diez turistas de la tercera edad al
aeropuerto de Barajas, a doce kilómetros de Madrid; el transporte en minivans
al hotel Cortezo, en las cercanías de la estación de Atocha, para luego de tres
días de estadía, hacer las excursiones en tren de alta velocidad a Barcelona y
Sevilla. Continúo con entusiasmo la narración de la visita al Paseo del Prado y
el Museo homónimo que nos llevaría toda la mañana. La caminata posterior al almuerzo
consistiría en un paseo de compras por la Gran Vía en el centro de Madrid.
Me siento confundida sobre el itinerario que yo misma diseñé. Súbitamente
comienzo a vivenciarlo el relato. Ya no estoy en Madrid sino en Barcelona. A
pesar de haber bajado en Barajas, el paisaje me remite a lo que estudié sobre
la Rambla, la Pedrera de Gaudí, el Barrio Gótico y la Basílica de la Sagrada
Familia. Advierto que la delegación denota nerviosismo pues no entienden por
qué yo les relato los atractivos madrileños si, según ellos, estamos en
Cataluña. Entonces, se dirigen a mí con ofuscación y me dicen. Señorita,
señorita esto no es lo estipulado, nos hemos salteado una ciudad, estamos en
Barcelona y usted se está refiriendo a Madrid, que pasamos de largo. No puede
engañarnos así. Me refriego los ojos y trato de serenarme, pero continúo la
explicación de las obras de Velázquez, el Greco, Goya y Tiziano. Incluso me detengo
con detalle sobre la muestra de los bocetos en tinta negra y papel rugoso de
Rubens del Museo del Prado.
A través de los resplandores borrosos del espejo de mi habitación puedo
ver a los turistas cada vez más alterados. Usted es la guía, no puede
confundirnos con lo que contemplamos, ni más ni menos los genios clásicos del
Museo del Louvre consagrado a la arqueología y las artes decorativas anteriores
al impresionismo, me increpa un señor que parece muy culto y refinado. El contingente
está muy molesto con el calor de París, inusual para el mes de febrero. Caminan
lento convencidos de que nos acercamos a la aglomeración de visitantes que se
apretujan para admirar la célebre Gioconda de Leonardo Da Vinci. Cada vez más confusa,
solo deseo que la abuela Antonieta me salve de la situación con alguna de sus
frases consabidas, "ay, querida, no te hagas malasangre, todo pasa".
Trato de volver en mí con un esfuerzo sobrehumano para recuperar el
raciocinio, pero no lo logro. De golpe y porrazo ya no estamos en el Louvre,
sino que nos habíamos trasladado a los Campos Elíseos, mientras yo explico que son
el símbolo de la capital francesa, una de las avenidas más famosas del mundo y
que nuestro destino es el Arco de Triunfo y la Tour Eiffel. Mientras comento el
carácter lujoso de la avenida reparo con gran sorpresa que se aproxima un
impresionante desfile militar. Es el del 14 de julio y que, en medio de los
fuegos artificiales y de la muchedumbre, se aleja mi grupo de turistas. Queda
solo la pareja más añosa quién
decide abandonarme, con la excusa de que el resto ya me descartó como guía de
turismo. Todo es una locura porque el hombre mayor me advierte que el
contingente está de camino al London Bridge sobre el Támesis y que ya ha
visitado la Torre de Londres y el complejo de edificios rodeados de muros
defensivos y un notable foso.
Todos desaparecen, también el desfile y la muchedumbre. Comienzo a sudar
y tener escalofríos. Quedo sola y aterrada en medio de París, cerca de la
Conciergerie en la Isla de la Cité. Estoy encerrada en una prisión. Es la época
de María Antonieta. Me encuentro en la antecámara de mi propia muerte.
© Diana Durán, 29 de marzo de 2025