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DE PURO VAGAR


 Imagen creada por IA el 24 de junio de 2024

DE PURO VAGAR

 

No podía con mi impaciencia. Siempre fui intranquilo. Parecía estar en mis genes. Me decían que caminaba inclinado hacia adelante de apurado. Persistente mi cabeza sobrepasando al cuerpo.

Recuerdo que de niño llegaba del colegio y hacía lo antes posible los deberes para ir a jugar; terminaba pronto de retozar en la cortada para ver, mientras tomaba la chocolatada, mi programa favorito, Piluso y Coquito, los entrañables amigos. Rodaba con la pelota todo el día. Agotaba a mi madre que no podía ponerme freno. En el colegio me apresuraba por terminar las pruebas para entregarlas antes que nadie y sobresalir. Corría como una gacela para alcanzar el primer puesto en las carreras de cien metros del club. La mayor parte de las veces lo lograba y, si no refunfuñaba para mis adentros, sin demostrarlo; aunque en ocasiones y sin razón terminaba peleando. En fútbol siempre jugaba de centro delantero para poder hacer goles. Por mis características físicas era defensor, sin embargo, me esforzaba por meter la pelota en el arco y lo lograba.

A pesar de todo, no tenía los rasgos de un niño hiperactivo. Ni el déficit de atención, ni el desorden, ni la mala organización de mis tareas caracterizaban mi personalidad. Solo el deseo imperioso de ganar; de hacerlo todo rápido y bien.

Durante la adolescencia las actividades se multiplicaron: más deportes, más estudio, muchas fiestas, muchas amistades, participación en grupos de rock. Un día le dije a un amigo del colegio descansemos rápido, así llegamos antes. ¿A dónde? Se mató de risa de mi absurda pretensión.

A los veintitrés, habiendo terminado la facultad en cuatro años, me recibí de abogado y enseguida empecé a trabajar en un estudio. Salía de la casa de mis padres para el centro extendiendo la mano para llamar al primer taxi que aparecía o bajaba las escaleras mecánicas del subte a toda velocidad para alcanzar los vagones a punto de salir. Casi siempre entraba cuando las puertas se cerraban a mis espaldas. Siempre apurado, vaya a saber por qué, pues tenía tiempo de sobra para llegar a Tribunales.

A los veinticuatro me casé con Silvia, mi novia de la adolescencia, que también había sido compañera de facultad. La única que podía soportar mis ansiedades perpetuas. Ella no necesitaba correr como yo. Era tranquila y paciente. Nos complementábamos muy bien. Aguantaba mis premuras y celeridades. Me apaciguaba. Yo la animaba y divertía. Nos queríamos mucho. Tuvimos dos hijos en tres años. Un récord. Mi esposa pronto abandonó su carrera casi sin comenzarla para dedicarse a nuestros dos pequeños y a la casa. Yo seguía corriendo por más dinero, mejores trabajos, mayor reconocimiento social. Eso parecía.  

Así continué hasta que a los treinta años me transformé en un ser itinerante. Era una especie de hormiga inútil recorriendo todos los trasiegos y mil derroteros. Sin necesidad ostensible comencé a viajar primero por trabajo, después por puro desenfreno. Empecé mi recorrido cerca de Buenos Aires, en Rosario, donde me dediqué al derecho penal. Por un caso, supe sobre la entrada y el paso de estupefacientes a través de las vías terrestres de la región. También analicé otras alternativas que usaban las bandas de narcotraficantes, como la fluvial y la aérea. Un tema arduo y complejo pues a Rosario la atraviesan las principales autopistas y rutas que conectan otras provincias limítrofes y tiene puertos que son el nodo agroexportador más importante del país. Todo parecía ir bien hasta que amenazaron a mi familia. Entonces por insistencia de mi esposa, hastiada de una actividad tan peligrosa en la que me había metido sin pensar, nos fuimos a Córdoba. Allí hice un posgrado en derecho empresarial, a la par que continuaba trabajando. Mi familia me seguía. Por los sucesivos empleos tenían que mudarse, cambiar de escuelas y amistades en los distintos destinos.

Continué en Mendoza, provincia rica en la extracción de crudo y gas convencional del país, donde me dediqué a litigios relacionados al petróleo. Me ocupaba del extractivismo y los conflictos socio ambientales, por lo que viajaba de la ciudad capital a Malargüe por distintas causas. Gané mucho dinero, pero también por lo estresado y nervioso que estaba siempre, Silvia decidió regresar a Buenos Aires con mis hijos, cansada de la vida trashumante. A mí no me importaba el desarraigo, asumía que todo lo hacía por ellos. En realidad, no maduraba, o no podía hacerlo con mi absurdo trajinar. Mi familia no podía echar raíces, en cambio yo seguía el rumbo frenético de trasladarme de un lado al otro. No llegué a irme al norte pues la Patagonia me atrajo con mayor fuerza. Con la experiencia de Mendoza, partí a trabajar en la compañía “Gas y Petróleo del Neuquén S. A.” Nunca dejé de enviar dinero a mi familia cada día más alejada.

Estando solo en esa provincia empecé a sentir que mi cabeza no funcionaba bien. El primer episodio fue a los treinta y cinco años. Había perdido por primera vez un caso importante. Nunca me había pasado. Comencé a experimentar desgano, tristeza, angustia. Falté al trabajo. Durante días no quería salir de la cama. Llamé desesperado a mi mujer, pero ella no quiso acompañarme. No estaba segura de lo que yo le decía. No quería volver a viajar y viajar. Ella había iniciado otro camino. Con nuestros hijos más grandes y encaminados en los colegios había podido emprender su carrera en un estudio de derecho contable y su profesión había tomado impulso. Me pidió que volviera a Buenos Aires. Yo no tenía fuerzas ni para moverme. Me daba cuenta en esas horas de penuria de que la vida migrante no tenía sentido. Había perdido de disfrutar la infancia y primera adolescencia de mis hijos. Estaba exiliado, no tenía rienda ni norte.

A fuerza de mucha terapia, incluyendo medicación psiquiátrica, superé de a poco la melancolía. Pude salir del abatimiento, pero por alguna razón de la química de mi cerebro comencé a vagabundear de nuevo con mayor intensidad que antes. De Neuquén a Comodoro Rivadavia, de Comodoro Rivadavia a Río Gallegos, hasta llegué a Ushuaia donde nuevamente caí en la depresión. Esta vez más profunda. Tanto que Silvia tuvo que viajar a la ciudad para internarme.

Mi historia fue la de un hombre ansioso, itinerante, bipolar. Al fin lo supe, algo tarde, luego de treinta años de vagar y vagar, me detectaron esa enfermedad oculta. Hasta entonces poco se sabía de ella.

Intenté con mucho esfuerzo volver a mi familia que, al principio con grandes resquemores, pero luego, con mucha dedicación, me contuvo y ayudó a recomenzar. Busqué una rienda, una dirección, mis afectos perdidos. Le pedí perdón a Silvia. No quiero condenarte ni necesito disculparte, querido, siempre te esperé, me dijo, sabiendo que la mayor parte de mis impulsos se debían a una afección.


¿A dónde ir con la balsa soñada y absolutamente solo?

Tal vez a la aurora boreal,

al témpano antártico,

a todos los puntos

y a ningún lugar.

 

Y, sin embargo,

es posible encontrar el norte,

virar los pasos

hacia algún sitio soleado,

valles, travesía y sosiego,

calor verde, pradera, tierra virgen,

ciudad cercana, central.

 

Sí, allí va el sentido,

emergiendo con muletas, del exilio. 

© Diana Durán, 23 de junio de 2024


UN VIAJE DECISIVO A LA PATAGONIA

 


Isla de los Pájaros. Península Valdés. Chubut

Un viaje decisivo a la Patagonia

Elegir una carrera universitaria y concretar el viaje eran desafíos para nuestros cortos dieciocho años.

Yo quería hacer todo a la vez. Recién terminado el secundario seguiría arquitectura. Mis padres insistían que estudiara economía. Una tan artística y deseada; la otra ligada a la posibilidad de trabajar con mi padre. Futuro asegurado. Estudiaba los planes de estudio, aunque no me resultaba tan arduo decidir. La arquitectura implicaría diseñar hasta que la obra quedara tal como la había proyectado. Sabía que ambas eran formaciones que llevarían años, pero una significaría empezar desde cero en la profesión, mientras que en el otro caso recibiría gran ayuda familiar. Me imaginaba en el estudio de papá ocupándome de empresas y presupuestos. De solo pensarlo sentía apatía y desazón.

Mientras tanto estaba pendiente el plan organizado con Horacio. Habíamos ideado durante un año que cuando termináramos el secundario viajaríamos al sur. Sería un periplo por las costas marítimas y la ruta cuarenta de la Patagonia. Yo lo había diseñado con esmero consultando mapas, guías turísticas y enciclopedias. No había dejado un pueblo sin investigar. Ese era nuestro objetivo, nuestro mayor anhelo. No queríamos viajes de egresados inútiles como algunos de nuestros compañeros. El dinero lo teníamos. Eran nuestros ahorros y nos lo merecíamos. Ninguno de los dos se había llevado materias. Habíamos estudiado mucho durante quinto año del colegio que compartíamos.

Horacio dudaba ir al viaje. Su familia lo obligaba a tomar una resolución y a estudiar para el examen de ingreso. Él no tenía claro qué iba a hacer.

Llegué a imaginar que si no me acompañaba terminaría nuestro noviazgo de los quince a los dieciocho años. Después me arrepentía al pensar que él había sido mi compinche durante toda la secundaria, mi compañero, mi amigo y, sobre todo, mi primer novio. Sin embargo, me parecía que alguien minaba esas ganas de emprender un proyecto juntos. Especulaba que él iba a seguir los dictados familiares de estudiar abogacía. Especialmente, de la madre. Se frustraría la notable capacidad de lectura y escritura que yo admiraba. Esa de la que me había enamorado a través de las novelas que me recomendaba leer y de las poesías amorosas que me dedicaba. Bien podía seguir la licenciatura en letras o la carrera de periodismo, pero a su familia le parecían poca cosa y lo empujaban a elegir derecho para trabajar en el estudio de su padre. Ambos en la misma situación frente a nuestros padres, pero nada más ajeno en mi caso a los deseos de libertad.

Logré convencerlo a regañadientes utilizando toda la seducción posible. Nos fuimos al sur contra viento y marea. Yo estaba admirada de nuestra rebeldía.

Empezamos el camino en micro desde Bahía Blanca donde residíamos. Viajamos por la ruta tres percibiendo la aridez patagónica, los suelos yermos, la vegetación esporádica y arbustiva, las lagunas salitrosas y rosadas en sus bordes por una incalculable cantidad de flamencos. Así llegamos a la inmensidad del Mar Argentino en Puerto Madryn, la célebre ciudad de las ballenas. No era tiempo de verlas, pero sí de ir a Península Valdés donde descubrimos las aves apostadas en el guano de la Isla de los Pájaros y los lobos y elefantes marinos echados en sus plataformas acantiladas. Disfrutamos, enamorados, dos días únicos. Hasta ese momento nos sentíamos unidos por la aventura, seguros de nuestras decisiones. Reímos y gozamos como nunca. Fueron los mejores momentos de nuestra relación desde que había comenzado hacía tres años. Me cuidaba, me completaba, era un compañero ideal.

Decidimos emprender la travesía de cruzar la meseta hasta Esquel. Optamos por viajar a dedo porque queríamos conocer la geología ruinosa del Valle de Los Altares en vez de recorrer sin puntos intermedios los seiscientos kilómetros que distaban hasta la cordillera. Sabíamos de la soledad y aspereza del camino, pero no nos importaba. Éramos amantes de los paisajes patagónicos. Paramos en el motel del Automóvil Club de Los Altares. Allí comenzó la letanía, en el lugar menos esperado. Horacio no pudo olvidar sus próximas opciones universitarias. No estaba dispuesto como yo a disfrutar del cielo estrellado o a hablar de naderías como frente al mar. Repetía una y mil veces que quería asegurarse el futuro siguiendo abogacía y, luego a los pocos minutos decía que en realidad lo que más le gustaba era literatura. Su desconcierto empezó a cansarme. Yo trataba de desviar la conversación. No lo lograba, él volvía a los temas repetitivos. María, hablemos un poco de nuestras próximas decisiones. Dudo entre dos carreras. Es algo muy importante para mí, me decía. Ya lo sé, Horacio, pero intentemos disfrutar de este presente inolvidable, le respondía mientras revisaba entusiasmada la cartografía de la próxima etapa.


                                                                        Paso de los Indios. Street View

Al día siguiente llegamos a Paso de los Indios, un pueblito planificado y construido con la estructura de un hexágono, de poco más de mil habitantes. Los exploradores lo describieron como un manantial, “un rayo de luz en la nada misma”. Su historia nos atrajo como para quedarnos. En ese lugar desértico y aislado, tan atractivo por sus cuentos de herrerías y rifleros conseguimos una pequeña posada muy romántica. Pensé que en ese entorno recuperaríamos la relación. En vez de gozar a mi lado, Horacio continuó la discusión del día anterior. Nuestra relación era tan árida como el mismísimo desierto en que nos encontrábamos. Yo casi no lo escuchaba. Mi preocupación estaba en la próxima etapa, la esperada llegada a la zona andina.

El sinuoso acceso a Esquel fue maravilloso. Aprecié al fondo de la ruta la cordillera nevada, primero entre álamos y pinos; luego adentrándonos en el exuberante bosque andino patagónico. El desierto se había transformado en una sinfonía de verdes cuando atravesamos la casilla de piedra que cruzaba la entrada a la ciudad. Los carteles de venta de cerezas y frutillas se entreveraban con los avisos de posibilidad de incendios. Rara combinación que me fascinó en esos paisajes sureños. Una localidad turística de más de treinta mil habitantes. Allí la discusión recrudeció. Yo ya no quería pensar en carreras y expuse una odiosa sentencia. O nos centramos en el viaje o cada uno sigue por su lado, le dije desafiante. Es que son temas muy trascendentes, me quitan el sueño y me impiden disfrutar del viaje, María, me contestó angustiado. Ese día nos dormimos sin más comentarios. Un abismo se abría en la relación. Nada que no hubiera estado ya presente. Yo suplía la frustración interesándome más y más por lo que me rodeaba. Me llevaba folletos y guías de cada lugar para seguir aprendiendo sobre lo que veía y tomaba notas en mi libreta de viajera.

Desde Esquel continuamos al Bolsón, la famosa “Comarca Andina del paralelo cuarenta y dos”. Tierra de artesanos emplazada en el valle del cordón del Piltriquitrón que significa colgado de las nubes. Así estábamos. Entre los nubarrones de una relación que se iba extinguiendo. Casi no nos hablábamos, cada uno rumiaba sus pensamientos.

Seguimos a Bariloche, territorio que ambos conocíamos. Habíamos viajado de vacaciones con nuestras respectivas familias. Pensé en la influencia que tenía la madre de Horacio sobre su personalidad. La maldije. Nos mantuvimos mudos y patéticos a esa altura del partido.     

Seguimos por el camino de los Siete Lagos a San Martín de los Andes. En medio del esplendor paisajístico de vestigios glaciarios y lagos encajonados en las montañas ya no nos aguantábamos más. Del silencio que nos oprimía culminamos en disputas irreconciliables. Yo porfiada en disfrutar del viaje me sumergía en la búsqueda de libros locales y relatos de guardaparques, guías de turismo y escritores locales. Horacio, ausente de toda ausencia, me ignoraba y se comunicaba con Bahía Blanca para averiguar todo lo relativo a su ingreso universitario.

Finalmente, cada uno volvió por su lado. Él se tomó un micro directo a la ciudad. Yo, en cambio, opté por viajar con lentitud por el rosario urbano del valle del río Negro para conocer cada localidad frutícola, muy entusiasmada con los contrastes regionales.  

En marzo decidí estudiar geografía. Lo hice sin duda a raíz del viaje por territorios patagónicos. Ni arquitectura, ni economía. Había encontrado mi vocación. No estaba triste por el fracaso del noviazgo, sino esperanzada en el futuro. Horacio siguió derecho según los dictámenes de su familia. Me enteré por amigos comunes.

Nos hemos cruzado en las calles de Bahía Blanca alguna vez.  

© Diana Durán, 27 de noviembre de 2023

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