HACIA EL SUR
Más
pequeña no podía ser. Dos por dos. Cama de una plaza, perchero metálico,
lámpara de pie rescatada de un depósito. La mesita de luz era un cajón de fruta
pintado. Sin embargo, el brillo natural tornaba el ambiente menos precario. La
ventana daba al pasaje Famaillá, calle estrecha de Villa del Parque, barrio
residencial, tranquilo y arbolado. Una vía casi secreta. Hasta la vereda era
angosta, y esa calma parecía proteger su refugio oculto. La morada quedaba en
el primer piso de una casa de dos plantas. Sofía aún no sabía cómo moverse en
ese espacio mínimo. El baño, sin bañadera, ella que amaba los baños de
inmersión; y el botiquín de madera con un espejo tan manchado que apenas
reflejaba su rostro juvenil. Había ubicado la computadora portátil, único
artefacto rescatado del chalet matrimonial, junto a su radio, compañera fiel en
esos días de silencio. Todo se acomodaba en un minúsculo escritorio de pino con
un solo cajón. La desvencijada biblioteca apenas contenía unos pocos libros que
había logrado llevarse de su residencia anterior.
Antes,
Sofía había vivido en una residencia de ladrillo a la vista que tenía tres
plantas. La cocina era lujosa; los tres dormitorios, en suite; la boiserie del
escritorio relucía. Quedaba cerca de la avenida del Libertador, en una de las
zonas más distinguidas de San Isidro. Ella solía pararse descalza en el parquet
encerado, como si fuera parte del mobiliario. Prefería que él no la viera. Las
cortinas pesadas filtraban la luz, y hasta el aire parecía domesticado. Todo
estaba en su lugar. Todo menos ella. La cocina olía a jazmines y a control. El
comedor diario no la refugiaba de las discusiones con su esposo. En los
dormitorios, las puertas se cerraban sin ruido. El jardín era perfecto, pero no
tenía sombra. Ni amparo. Ni grieta. A veces, la muchacha se detenía frente al
ventanal. Miraba hacia afuera: veía los autos, los árboles alineados, los remolques
que transportaban las lanchas al Tigre. Entonces pensaba que esa geometría la
aburría y desalentaba.
La
relación con Damián iba de mal en peor. Él no entendía su tristeza por haber
renunciado al trabajo en la academia de inglés. En realidad, él había sido el
promotor de que lo abandonara para permanecer en la casa y ser su dueño. Nadie
sabía con certeza lo que pasaba en ese hogar tan perfecto y señorial. Ella
estaba condenada a ser ama de casa, sin ninguna otra actividad que complacer y
servir a su marido. Tampoco llegaban los hijos, luego de cuatro años de
casados.
Ahora,
para cocinar, debía descender por una escalera caracol hasta la planta baja,
donde vivía la anciana que le alquilaba la habitación. La mujer, amable pero
sorda, le prestaba los enseres básicos. No hablaban mucho. No hacía falta. Sofía
se había asegurado de que todo contribuiría a que nadie la encontrara.
Sus
pertenencias habían quedado en manos de su esposo: vajilla, cristales,
mobiliario, joyas. Pero lo que más dolía eran los recuerdos de viajes y sus
libros. Sofía había huido de los maltratos y agravios de su marido. También de los intentos de internarla. El último lo evitó gracias a
un amigo de la infancia, a quien llamó desesperada como recurso final. Él la
ayudó a escapar.
Nadie
sabía dónde estaba. Ni sus padres ni su hermana. Damián los había convencido de
que ella sufría algún tipo de enfermedad mental. Ellos le creyeron. Ella se
quedó sola con su angustia.
Pero
ahora, en esa morada diminuta, estaba lejos. Y ella podía vivir tranquila. No tenía
celular. Se comunicaba solo por computadora. Había cambiado contraseñas,
usuarios, redes. Residía aislada. Sus ahorros, convertidos en efectivo, dormían
en una valija. Pensaba en irse al sur; siempre le había gustado. Enseñar
inglés. Le avergonzaba recibir alumnos en ese cuarto, así que daba clases a
domicilio. Había pegado pequeños anuncios en los negocios cercanos y empezado a
tener estudiantes.
Pasó
un mes. La calma se había instalado. Se sentía más aliviada. Estaba más activa. Se preguntaba si
su drama podía quedar atrás.
Pero
no, un día lo vio desde la ventana. Caminaba por la vereda de enfrente del
pasaje Famaillá. No era un espejismo. Era él. O su sombra. O algo que la
memoria había decidido proyectar. Sofía no gritó. No tembló. Solo se apartó del
vidrio, como si el reflejo pudiera delatarla. Se quedó quieta, con la radio
encendida, pero muy bajo, casi sin oírla. El pasaje, tan estrecho, ya no era un
refugio. ¿Cómo la había localizado? Esperó a la noche. La anciana no preguntó.
Nadie lo hizo. Armó la valija con lo justo: ropa, notebook, unos pocos libros. Huyó
a Retiro, sacó un pasaje y partió al sur.
El
micro se detuvo en la ruta frente a una estación de servicio, luego de un
larguísimo recorrido. Sofía bajó con la valija en la mano. El aire era
distinto: más limpio, más frío, más húmedo. El cartel decía “El Hoyo”. El lugar
que siempre había deseado, poco poblado, lo más lejano posible de la capital. El
sitio que había elegido buscando escapar. Hasta el nombre indicaba ocultamiento:
un agujero, una cavidad, un refugio. No necesitaba más. Caminó por la calle principal. Las
montañas la rodeaban como si la observaran en silencio. No había ruido, solo el
crujido de sus pasos. Así llegó al pequeño pueblo del Chubut, en el corazón de
la comarca andina. Un paraje tranquilo rodeado de cerros y bosques. Nadie la
encontró. Vivía rodeada de gente dedicada al turismo, a las ferias y a la fruta
fina. Un ambiente ideal para sosegar su espíritu.
Transcurrieron semanas. Sofía caminaba cada mañana hasta la feria. Saludaba con la cabeza. A
veces, alguien le ofrecía fruta. Eran solidarios por naturaleza. Ella aceptaba.
No hablaban mucho. No hacía falta. La cooperativa tenía un predio con arándanos,
moras y frambuesas. Sofía regaba las plantas sin que se lo pidieran. Le gustaba
el olor que quedaba en sus manos. Solía sentarse a escuchar la radio
comunitaria. Las voces eran suaves, como si en el Sur hablaran otro idioma.
Logró
dar clases de inglés a domicilio. Niños, adolescentes, una mujer que quería
viajar. Sofía llegaba con su cuaderno, su voz pausada, su mirada atenta. No contaba
su historia. Ni la de San Isidro, ni la de Villa del Parque. Solo corregía
verbos y pronunciaciones.
Al
año, escuchó por la radio que su marido había muerto en un choque en la ruta
40, camino al sur. Eran accidentes frecuentes. Tal vez la buscaba. Ya no
importaba. Ni su gran casa, ni la herencia, ni los recuerdos: todo había
perdido sentido. Ella había vuelto a nacer.
El
Hoyo, invierno
Suelo
verlo. No siempre. No del todo. Una figura entre los árboles, quieta, sin
rostro. Sé que ha muerto. Lo sé. Pero hay algo que insiste. No es él. Es lo que
dejó. Una sombra que aprendió a caminar con la mía. Sigilosa y anónima.
El
viento baja del cerro cada tarde. No trae frío. Trae memoria. Se cuela por los
postigos, por las rendijas del silencio. Y yo lo dejo entrar. No por valentía.
Por costumbre.
En
la feria, los frutos se cubren con mantas. Las frambuesas duermen. Las moras
resisten. Los arándanos se esconden bajo la escarcha. Como yo. Como todos los
que aprendimos a vivir con lo que no se ve.
La
radio comunitaria habla de rutas cortadas, de choques en la 40. No escucho las
palabras. Escucho el tono. Como si el Sur también recordara.
Me
pregunto si alguna vez se irá. Si el cuerpo puede morir, pero la memoria no. Si
el miedo se muda, pero no se extingue. Tal vez no. Tal vez solo aprenda a
convivir con él.
© Diana Durán, 6 de octubre de 2025
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