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TERRITORIOS DE PAPEL
Desde el jardín hasta el bachillerato caminaron juntos como si tuvieran dos
vidas paralelas. Eran inseparables: compañeros en el Normal Mariano Acosta,
estudiosos, futboleros, siempre uno al lado del otro.
Francisco había sido amigo de Eduardo desde su inicio en la escuela en la que cursaron
toda la primaria y la secundaria. Eligieron la especialidad de Ciencias
Naturales para el bachillerato. Eran inseparables, reflejo uno del otro: no se
llevaban materias y durante los veranos compartían colonias y fútbol, su gran
pasión. Juntos jugaron en Ferrocarril Oeste, custodiándose en el entrenamiento
y en cada partido. Luego siguieron sus carreras en la universidad estatal:
Francisco, medicina; Eduardo, ingeniería. A pesar de los nuevos caminos, no
dejaron de acompañarse en la juventud, tal como lo habían hecho de niños y
adolescentes. Frecuentaron los mismos lugares de esparcimiento, los mismos
boliches y bares.
La distancia entre los amigos surgió cuando se pusieron de novios con
mujeres que no se llevaban nada bien. Ambas hermosas, soberbias, altaneras, de
caracteres fuertes, irreconciliables. Las diferencias entre ellas eran muy
notorias, si bien simulaban momentos de contenida buena relación. Entonces ellos
tuvieron que separarse y acercarse, según las circunstancias, para no entorpecer
más tarde sus matrimonios.
El ardid encontrado por los amigos fue no exteriorizarlo, y por fuera fingir
el desencuentro como sus esposas. Comenzaron a engañar con un encono
inexistente. Cada gesto era un ensayo, cada palabra un guion improvisado para
sostener la farsa del enfrentamiento. Aparecieron las mentiras piadosas y los
ocultamientos. Si alguna de las mujeres demostraba su fobia por la otra,
entonces ellos también inventaban un alejamiento que no existía y se
encontraban en cafés o hablaban por teléfono sin importarles lo que sucedía entre
ellas. Así continuaron por dos años.
Por su profesión, Eduardo tuvo que trasladarse al sur para integrar una empresa
que construía una central hidráulica. Un arduo trabajo que requirió su traslado
y el de su mujer a vivir en el Alto Valle.
Buenos Aires los había visto crecer a los amigos en un murmullo
constante: colectivos que se cruzaban como ríos urbanos, estadios que rugían
los domingos, hospitales y facultades que nunca descansaban. En ese entorno se
había acuñado la amistad, como si cada esquina guardara una circunstancia
compartida como el ritmo frenético de los recreos y del fútbol.
El Alto Valle, en cambio, era un territorio despejado, atravesado por el
viento que se colaba en cada espacio, mientras los álamos dibujaban la frontera
del horizonte. El río Negro discurría como arteria vital, y las chacras se
extendían como un dominó a la espera de la cosecha.
La distancia entre los amigos era más que kilómetros: era el silencio de
las noches patagónicas frente al bullicio porteño; la soledad de los obreros en
la obra hidráulica frente a la multitud de Buenos Aires. Sin embargo, ambos lugares compartían algo:
la obstinación de seguir latiendo. La ciudad con su pulso eléctrico; el valle
con sus latidos al ritmo de la construcción y la cosecha de los frutos.
Entonces se profundizaron las dificultades para comunicarse, no solo
reales, pues no se podían reunir, sino también las dificultades para
comunicarse. Lo resolvieron a través de la correspondencia. Eduardo le escribía
al hospital y Francisco le respondía a las oficinas de la obra en construcción.
Así fue como construyeron una amistad epistolar.
La primera vez, Eduardo escribió desde el
Alto Valle: Francisco, amigo, aquí me tienes en esta tierra pionera, feliz
de renovar mi profesión. Cuéntame de tu
trabajo como médico residente, seguro será muy interesante, tanto que no logro
imaginármelo. Cuéntame todo lo que haces, no dejes nada en el tintero. Francisco
respondió desde Buenos Aires. Te confieso: estoy siempre de guardia, pero
entusiasmado con la especialidad en clínica médica. Por otra parte, la
ciudad no descansa, y yo tampoco, aunque tu carta me recuerde nuestra amistad, además
de los absurdos obstáculos que hemos sorteado.
Las cartas iban y venían sin que sus esposas lo supieran, hasta que un
día la mujer de Francisco encontró un sobre a nombre de su marido en el
escritorio y lo increpó duramente. ¿Qué es esto?, la voz de ella
temblaba de furia. Es una carta de Eduardo. Eduardo…, repitió ella enojada,
como si el nombre fuera una traición.
Por un tiempo Francisco espació la correspondencia y no volvió a
escribir desde su casa. Eduardo entendió la situación y también evitó hacerlo desde
la suya.
La última carta de ese verano llegó con un sobre arrugado, como si
hubiera viajado demasiado. Francisco la tomó, y al hacerlo sintió que el papel
latía como un corazón acelerado. El nombre de Eduardo se desdibujaba, se
reescribía solo, cambiaba de tinta. La habitación se inclinó un poco, como si
el sobre pesara más que la mesa entera. Francisco quiso abrirla, pero la carta
se cerraba otra vez, obstinada. Logró hacerlo y se sorprendió: la última que él
había escrito a Eduardo pocos días antes llevaba el mismo tono de ruptura. Entonces
comprendió que no traía solo palabras, sino un suceso categórico.
Ambas misivas parecían espejos enfrentados, reflejando la misma
fractura. Por alguna razón, los dos habían coincidido en la separación de sus
respectivas mujeres. Las cartas habían sido vías que al fin se liberaban de los
cruces. Francisco sonrió, no solo por las circunstancias, sino por la claridad
de lo sucedido.
Mientras tomaba el avión rumbo al sur, Francisco pensó que la amistad,
despojada de ficciones, se abría como un territorio nuevo, aún por recorrer.
© Diana Durán, 17 de noviembre de 2025

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