GAVIOTA DEL HUMEDAL



Fotografía: Héctor Correa

GAVIOTA DEL HUMEDAL 

Una gaviota cangrejera sobrevuela la inmensidad del humedal. La diviso posada en un poste del camino al puerto. El ave descubre los cangrejos de la bahía. En bajamar los encuentra cuando se asoman y los deglute. La distingue sus alas negras, cuerpo blanco, pico rojinegro y patas naranjas. Es bella aunque el graznido irrite. Su vuelo atrae a los visitantes de esos litorales. 

Es una gaviota especial que reconozco cada vez que voy a Arroyo Pareja. Erguida y orgullosa, parece reírse de quien la ve. Levanta vuelo hacia el pastizal de la isla Cantarelli cruzando el puente. Seguro allí debe tener su nido y algunos polluelos. 

En el humedal esta gaviota se integra al ambiente. A los atardeceres encendidos, a la marisma tornasolada, al ir y venir de las mareas. Otras aves la acompañan, flamencos rosados, playeros rojizos, finos teros reales. Garzas, chorlos y coscorobas suelen chapotear en el fango o refugiarse entre los juncos y espartillos. Hay muchas otras aves que residen permanentemente o migran a tierras árticas. Por eso mi gaviota es singular en este sitio peculiar. No vuela más allá de algunos kilómetros, aunque hay colonias en todo nuestro litoral. Dicen que la gaviota cangrejera está “casi amenazada”. Me pregunto por qué el “casi”. 

En esas tardes otoñales en que decido avistar, ella siempre pareciera vigilarme. Sabe que utilizo solo un arma, la máquina de fotos, para divisar la multiplicidad de especies de este paisaje único. 

Cierto es que cada primavera regresan las golondrinas y distingo los rojos churrinches, los amarillos benteveos, los cabezudos suiriríes, los pequeños chingolos, la monjita blanca, junto a las aves playeras en una extraña fusión. Aves de la llanura y del litoral mezcladas en perfecta armonía. Solo quien las conoce puede admirar esta singular armonía. Muchas veces la gente pasa sin verlas. La invisibilidad las protege. 

Una tarde de primavera no volví a ver a mi gaviota en su acostumbrado poste. Me pareció extraño. Seguí el camino preciso donde estaba su nido. Y ahí reconocí lo que había sucedido. Pavimentaron el camino para localizar una industria en la marisma. Tampoco pude divisar los nidos de las lechuzas con sus crías níveas. 

Me apena que ya no esté. Seguramente sobrevolará el basural a cielo abierto de la entrada a la ciudad y comerá residuos. Los despojos. 

Es como si hubieran destruido el hogar de nuestros hijos y tuviéramos que “cartonear” por el centro comercial. Así siento, así comparo, así me estremece el triste destino de mi gaviota cangrejera. También el de la humanidad.   




Fotografía: Héctor Correa

Multiplicidad alada 

Tierra del humedal en itinerario temprano. 
La curiosidad inspira avistar 
los festivos revoloteos
de pájaros pampeanos 
y aves marinas. 
El vergel encierra 
un bullicio orquestal, 
suaves plumajes, 
rojos de fuego, 
amarillos de sol, 
marrones veteados, 
blancos y rosados. 
Picos corvos, rectos, finos se afanan. 
Comparte el chimango el solar de la tijereta. 
Carpinteros reales cavan el tronco horizontal. 
La paloma paciente empolla su cría. 
El mixto trina agudo y espera. 
El benteveo y el hornero residentes dominan. 
Las gaviotas sobrevuelan el barrizal costero. 
Los flamencos pintan de rosa la planicie del mar. 
Las migrantes descansan de kilométrico viaje. 
Los pastizales se balancean. 
El arroyo divaga. 
 
Multiplicidad alada, la vida nuestra. 

©  Diana Durán, 1 de noviembre de 2021.

CONFLUENCIAS EN MALVINAS


Foto: Héctor Correa

    Lautaro era neuquino nacido en Loncopué, un pueblo colorido, ovejuno y mineral. Camino a la cordillera, entre mesetas y sierras a orillas del río Agrio. Trigueño, bajito y fuerte como la mayoría de los lugareños. A los dieciocho años era criancero trashumante de ovejas. Su mayor deseo, ser militar. Había ingresado al servicio en el regimiento de Covunco, a ochenta kilómetros de su lugar natal. Carlos era salteño, de Payogasta, pequeño poblado a orillas del río Calchaquí. Vivía entre cardones y salinas en la extrema aridez de la puna. Así era de rudo y curtido. Deseaba con fervor conocer el mar. Solo lo había visto en fotos. Viajar parecía imposible para su economía. Solo para llegar a Salta tenía que recorrer más de cien kilómetros por caminos de cornisa. Juan Bautista era correntino. Su nombre honraba al sargento Cabral, héroe de Saladas, su pueblo natal. Su figura era parecida al soldado del combate de San Lorenzo. Había terminado con mucho esfuerzo el secundario y quería ser profesor de historia. Era conocedor de la gesta de San Martín. Amaba el paisaje de los esteros del Iberá donde navegaba y pescaba en una pequeña canoa. 

  Lautaro, Carlos y Juan Bautista fueron trasladados como conscriptos a principios de 1982 a un destacamento naval. Juntos contemplaban la inmensidad del mar, su fusión con el cielo, los atardeceres en la bahía, el ocre del pajonal y el negro del cauce contaminado. Un viejo barco encallado volvía extraño el sitio. Avistaban las gaviotas que sobrevolaban las naves o se posaban en los postes. Los flamencos tornaban rosadas las planicies de marea. Los playeros rojizos descansaban en el humedal antes de migrar. Se hicieron amigos. Siempre contaban historias de sus tierras natales. Las preferían antes que aventurarse sobre un futuro incierto. Habían sido entrenados mínimamente, pero tenían buen ánimo. 

    Viajaron junto a otros conscriptos a Comodoro Rivadavia para integrar un batallón de infantería de marina. En el barco había jóvenes procedentes del norte, centro y sur del país de diecinueve a veinticinco años. Después de días de navegación llegaron a la Isla Soledad, al oeste de la Gran Malvina. El paisaje les resultaba muy parecido al del continente. Frío, desolado, arisco. Distinto al del puerto donde los habían entrenado. 

     El 2 de abril de1982 se desató la guerra de las Malvinas. 

    Juan Bautista se dio cuenta de la situación. Demasiados secretos, les comentó a sus amigos. Lautaro y Carlos eran más confiados, creían en la honra y el honor. No se separaron y se apoyaron mutuamente durante los combates. Al poco tiempo advirtieron que no estaban bien adiestrados, sus armas eran obsoletas y no tenían uniformes acordes al frío de las islas. Fueron los chicos que combatieron en la batalla de Pradera del Ganso. Resistieron con su compañía, pero fueron vencidos. Juntos se perdieron al alejarse. Caminaron inseguros por terrenos escabrosos entre campos minados. Exhaustos, se refugiaron en una cueva rocosa y oscura. Tengo mucho miedo, exclamó Juan Bautista. Pero no Juan, ya van a encontrarnos, respondió Lautaro, sacando fuerzas de donde no tenía. Estaban en pleno teatro de guerra. ¿Cómo volver a encontrarse con el resto de la tropa? Ni siquiera tenían una brújula. En realidad, no comprendían la guerra, nadie les había explicado nada. Solo arengas. La pavura erizaba los cuerpos ateridos. Vamos a morir, gimió Carlos. No seas tonto, replicó Lautaro, vamos a llegar si no nos separamos, si nos mantenemos juntos. Juan Bautista rezaba a la Virgen de Itatí. 

   Silencio de muerte. Una bandada de gaviotas sobrevoló la colina donde los tres murieron. Fueron testigos alados de su sufrimiento y agonía. 

    El 14 de junio de 1982 terminó la guerra. 

   Sus cuerpos yacen en el Cementerio de Darwin. Sus nombres, tan ligados a la tierra, tan cargados de la identidad de sus lugares -de Loncopué, de Payogasta y de Saladas-, son todavía anónimos. Las tres cruces rezan, “Soldado argentino solo conocido por Dios”.

                                                                © Diana Durán. 29 de octubre de 2021

LA GRAN REGADERA. Un cuento para enseñar


Lluvia en Sierra de la Ventana. Por Héctor Correa.


LA GRAN REGADERA. Un cuento para enseñar 

    Imagínense una regadera gigante que ocupa parte de la primera capa de la atmósfera en cada lugar donde la lleva el viento. 

    En las zonas tropicales la regadera arroja lluvias muy abundantes y torrenciales que caen del cielo a las tierras y los mares. En el Sudeste Asiático son a la vez peligrosas porque producen inundaciones, pero también benéficas pues millones de habitantes comen arroz gracias a ellas. Durante el invierno parte a otras regiones dejando las tierras amarillas, sedientas y rajadas. Recarga las lluvias que quedan y viaja hacia los climas templados que son los más benignos. 

    Esta regadera no para de girar. Es raro. Lo hace en el sentido de las agujas del reloj en el hemisferio sur y en el sentido contrario a las agujas del reloj en el hemisferio norte. Dibuja unos rulos gigantescos que se desplazan en los mares calientes ocasionando ciclones solitarios o, lo que es peor, familias de ciclones muy violentos que azotan las costas del Caribe. La regadera es muy injusta porque deja una estela de mayor destrucción en los pueblos pobres que en los ricos. 

    A veces se le tapan sus agujeros. Entonces forma una lluvia finita pero constante que algunos llaman llovizna y otros, los tangueros, le dicen garúa. 

De allí surgió el dicho “que te garue finito”, que significa “que te sea leve”. La gente solía olvidarse de estas expresiones. La garúa fue tan famosa que hace tiempo Aníbal Troilo y Enrique Cadícamo le escribieron una canción que dice en una de sus estrofas: 

¡Qué noche llena de hastío y de frío! 
El viento trae un extraño lamento 
Parece un pozo de sombras la noche 
Y yo en las sombras camino muy lento 
Mientras tanto, la garúa 
Se acentúa con sus púas 
En mi corazón.

    Cuando los agujeros de la gran regadera se destapan pueden caer gotones que forman charcos. Los chicos se divierten saltándolos. A veces amasa unas bolitas de hielo o granizo destructor de autos y cultivos. Aunque también alegra las tardes de los niños encerrados por el mal tiempo. Cansada de viajar y viajar se va quedando sin lluvias y sedienta. Pero siempre tiene el recurso de ir al océano a recargarse. Puede también toparse con alguna montaña. Entonces la muy aventurera escala la ladera, se recarga lluvia cada vez más fría y forma nieve en los picos. Los helados glaciares se derriten en la primavera y alimentan a los ríos. Ellos riegan los oasis ricos de los pueblos agricultores. 

    Desde hace dos siglos la gente comenzó a derrochar. Comprar más autos, usar más energía, consumir más carne de vacas, radicar más industrias y, sobre todo, talar selvas y bosques. Las grandes ciudades que crecen como hongos sobre el campo lo consumen todo. ¿Escucharon hablar de los famosos “gases de efecto invernadero” y del calentamiento global? La gran regadera no podía atraparlos a todos justamente porque eran gases. De tan enojada comenzó a calentar el aire y a descargar lluvias donde antes no lo hacía. Los huracanes y tormentas fueron cada vez más destructivos. Hacía mucho calor y el hielo comenzó a derretirse en todas partes elevando los mares. 

    Con el tiempo los oasis empezarían a secarse. Los osos polares no tendrían como pescar porque los témpanos marinos se disolverían. Los bosques talados ya no darían sombra. Las costas se cubrirían de agua y muchas ciudades quedarían sumergidas por los océanos. La gente se tendría que ir a vivir lejos de las antiguas orillas. 

    Todo el mundo habla del calentamiento global y del aumento del nivel del mar. Los científicos claman por disminuir la influencia humana sobre la atmósfera en muchas reuniones mundiales. Los políticos parecen ignorarlos. En los colegios los chicos aprenden sobre el cambio climático y saben mucho más que los grandes sobre el tema. Muy pocos les hacen caso. Todavía no se sabe qué pasará con la fuente de todas las lluvias que nacen de una sola capa de aire global.

 

© Diana Durán

22 de octubre de 2021

FEMINISMO ADOLESCENTE

 



Carmen Rey Berrocal. Adolescencia



    Transcurría la década de los sesenta en la Argentina, un período de ebullición en el que comenzaban a gestarse ideales y utopías en su generación. Ellos vivían en otra dimensión. Oprimidos por la educación normalista, ella, y religiosa, él, no participaban de movimientos estudiantiles. Sus ideales no iban más allá de los típicos de la clase media argentina. Sus destinos yacían en ser profesionales y constituir una familia. Las dictaduras y democracias débiles de esos tiempos no los rozaban. Su sociedad era pacata y tradicional. Estaban muy lejos de conocer las rebeliones juveniles de Europa o Estados Unidos. 

    El verano del setenta fue decisivo en sus vidas. Él se fue a la estancia de los tíos en Catriló. Ella con sus padres a Mar del Plata. Se quedarían los tres meses del verano. Comenzó una intensa etapa de noviazgo epistolar. Cartas de amor iban y venían. En un principio eran tiernas y edulcoradas. Él le narraba sus cabalgatas, sus ganas de ir a vivir al campo y de alejarse un poco de los mandatos familiares. Deseaba vivir en el interior. Ella de a poco desvió el tono sentimental de sus cartas y le contó el argumento de “El Rehén” del Clan Stivel que la había atrapado. Nunca había concurrido a una función de teatro alternativo. En poco tiempo él se dio cuenta que el tenor de sus escritos era diferente. Había dejado atrás las novelas románticas para leer a Simone de Beauvoir. Le escribió que devoró el libro “El segundo sexo” que la hizo pensar que su destino de mujer debía ser otro. Subrayó en una de las cartas la frase, “en la humanidad la superioridad es acordada no al sexo que engendra, sino al que mata”. También le expresó fervientemente su rabia por la crianza machista que había recibido. 

    Cuando se reencontraron eran personas distintas. Ella le explicaba sus nuevos ideales y debatían sobre la situación de la mujer. Quería estudiar filosofía en la universidad estatal. Él le decía que era peligroso porque corrían tiempos políticos violentos. A veces lo increpaba. Él se sentía irritado por sus ideas feministas. No abandonaba sus firmes creencias religiosas, mientras ella seguía a Simone al pie de la letra y la dominaba la rebeldía. Una tarde ella le leyó con vehemencia algunos párrafos en los que se preguntaba por un mundo igualitario. En ese momento él se dio cuenta de que no sabía qué responderle. Los caminos se habían bifurcado.

© Diana Durán
20 de octubre de 2021

CAJITA DE FÓSFOROS

 


Foto: Street View.

Todas las tardes salía a caminar adonde su pueblo se convertía en campo. Le gustaba esa periferia en la que podía ver el horizonte desde la última calle de tierra. Terminaba de trabajar a las dos de la tarde. Lo abrumaban los papeles apilados y la atención al público. La rutina y la soledad eran su sino. Tenía sesenta años, le faltaba poco para jubilarse y alejarse de ese mundo gris. Le atraía despejarse mediante una caminata diaria. No le importaban la estación ni el tiempo. El asunto era evadirse al aire libre. Desde su casa al borde del pueblo mediaban diez cuadras por lo que llegaba en pocos minutos. Podía vagabundear hasta la ermita, subir y bajar por caminos medanosos o caminar unas cuadras más hasta divisar la ribera del mar. Le gustaba cuando una liebre se espantaba a su paso, intuía una pareja de carpinteros campestres al escuchar su fuerte canto, a veces lo acompañaba algún perro flaco. Mientras tanto meditaba cómo encontrar un significado a su vida. 

A un lado del camino había casas modestas. No saludaba a los vecinos pues a la hora de la siesta nadie se asomaba. Del otro lado de la calle, el campo, el pastizal, los arbustos, algunos despojos de ramas apiladas. Disfrutaba del paisaje. Tenía todo el tiempo para hacerlo pues no lo esperaba nadie. 

Solo un personaje se distinguía en sus cotidianos trajinares. Era un hombre de ropa raída y sucia, con los pelos grasientos y largos. Un viejo que le hacia la venia al verlo pasar. Él también lo saludaba. Pensaba que era un soldado loco o un vagabundo. Parecían compartir soledades anónimas. 

Un día el viejo le dijo con voz ronca, buenas tardes, señor. Y él le respondió, buenas tardes. Al día siguiente lo divisó frente a otra esquina echado en un montículo de tierra y, otra vez, repitieron los saludos. La presencia se hizo cotidiana en su vagar. Se saludaban, pero a la vez se ignoraban. Cada uno ensimismado en su propia soledad. Una tarde encontró al viejo apostado en un zaguán de una casa de la calle de tierra. Había cambiado de lugar pues siempre estaba del lado del campo. El hombre le dijo, ¿tendrá unos fósforos, señor, que quiero fumar? Justo tenía una cajita. Sintió lástima del pobre hombre y se la dio. De vuelta a su casa compró otra. Al llegar encendió el fuego en la parrilla y disfrutó su cena. Era otra de sus ceremonias solitarias.

A la tarde siguiente, continuó sus caminatas. No encontró al hombre, solo vio la cajita de fósforos tirada. La levantó y guardó en ella su tristeza. Era su único conocido durante los paseos cotidianos. Su soledad había llegado a extremos impensados. Sintió que era el límite. Tenía que buscar otros rumbos. No recorrió más ese mismo itinerario. Comenzó a concurrir lugares donde había niños, jóvenes y adultos. Caminó todas las tardes por el gran parque de la ciudad.

UN NO LUGAR


Marta Bahrull. Pintor contemporáneo.



UN NO LUGAR 

Caminan con la cabeza gacha, deambulan, imbuidos en sus pensamientos erráticos. Están ocultos, desterrados, obscuros, pétreos. Disimulan la muerte. La vida perdura, sin aliento, lenta, perezosa, cautiva, entre rejas. La libertad es una quimera. Vale solo el presente, no hay futuro. Es el encierro, la soledad, el hastío. Ni los unos ni los otros existen. Son almas que deambulan inciertas, extrañas. 
Como locos. 

Me sacan de la cama a los gritos. Se ve que no me quieren dejar solo. Tengo quince años. No voy a acompañarlos, me voy a quedar durmiendo. Mamá me dice que visitaremos a un tío lejano. No lo recuerdo. Vamos en auto hasta un caserón de Caballito. Me hacen entrar a la fuerza. ¡Traidores!, ¡malditos! Me obligan a quedarme en esta clínica para locos con la excusa de mi depresión. Octavio no llores, es por pocos días, me dice mamá. 

El lugar es espantoso. Hay habitaciones para hombres y otras para mujeres. Muchos pasillos que no se sabe a dónde llevan. Un salón comedor con mesas largas y una sola tele. El único lugar pasable es el patio. Las paredes son de color blanco con algunos graffitis, tiene plantas y se ve el cielo. Pero está cerrado con rejas. Nunca voy a poder escapar. Tampoco puedo salir por el pequeño balcón del cuarto. Tiene barrotes. A través de ellos veo la vida de los otros, de los que están libres.

Me siento en una jaula humana. Todos encerrados como bestias salvajes. Muchos gritan, otros lloran. Hablan muy despacio o muy fuerte. Van y vienen por los pasillos. De vez en cuando se cruza un enfermero. Las mucamas siempre están limpiando los ambientes. Odio ese espantoso olor a lavandina que lo invade todo. La médica me dice que durante un mes no podré ver a nadie. Sin juegos, ni actividades que me atraigan, los días transcurren de forma lenta y triste. 

En la habitación hay cinco camas. Los otros duermen y roncan como animales. Las cucarachas recorren las paredes. Nadie se da cuenta de que esos insectos asquerosos caminan sobre nuestros cuerpos. Yo los siento, aunque me tape íntegro. Me doy vuelta hacia la pared, veo una gran mancha de humedad y a esas pequeñas sombras aterradoras que se mueven. Giro y veo a mis compañeros en sus camas. Parecen muertos. Vuelvo a rotar. Así me paso toda la noche. Al despertar, nos mandan a bañar. Desnudos, nos escondemos uno del otro. Nos gritan que nos apuremos. Alguno muestra sus partes. Siento asco. Ganas de vomitar. Las filas para tomar los remedios me avergüenzan. No hago nada en todo el día. Solo en el patio me siento un poco mejor. Imagino. Respiro. 

Un hombre me cuenta su historia, de entrar y salir a este lugar. Hice mucho esfuerzo para no llorar. Algunos reciben a su familia, que se quieren ir rápido, se nota. Nadie soporta esta cárcel. Hay una chica, más flaca que la muerte. Se llama Daniela y es anoréxica. Tiene los cabellos raídos. El rostro de pómulos salientes, los ojos hundidos, cadavéricos. No quiere comer. Pide ir al baño, se levanta mil veces con distintas excusas. La vigilan y la traen de vuelta. Me da lástima. Sufre más. Pero ella lucha, yo no. 

A los veinte días de encierro me visita Mariana, mi hermana. Me pregunta cómo estoy con dulzura. Le pregunto por mamá. Conoce mis sentimientos. Ella me quiere. Me regala un libro, “Las aventuras de Tom Sawyer”. Lo leo y releo, subrayo los párrafos que me gustan, miro en detalle los dibujos. Me imagino que tengo un amigo como Huckleberry y que este lugar donde estoy es una cueva de la que voy a salir. Sueño que me voy con Daniela, como si fuera Rebeca, la amiga de Tom Sawyer, cuando estuvieron perdidos. Si soy valiente el premio será irme de aquí. Fantaseo navegar en bote por el río Mississippi y me olvido de las cucarachas. Le pido a Mariana que me traiga más libros fantásticos y de viajes. Me consigue “Frankenstein”, “Viaje al centro de la Tierra”, “El principito”, “El castillo ambulante”. Los devoro. El tiempo pasa. Muy lentamente, mi mente se va aclarando. El miedo se torna en esperanza. Empiezo a entender lo que me dice la psiquiatra. Siento coraje. Me iré en poco tiempo de esta jaula. La decisión es mía. 

Hoy se asegura que las internaciones deberían ser cortas y dentro de hospitales generales, sin discriminar a los enfermos por su salud mental. La Ley Nacional de Salud Mental, sancionada en 2010, prevé la sustitución de las instituciones psiquiátricas monovalentes por un sistema de atención en salud mental de base comunitaria que respete los derechos humanos.

© Diana Durán
15 de octubre de 2021


ALTO VALLE


Foto. Diana Durán

ALTO VALLE 

Martina vivía en Buenos Aires, Luis, en Bahía Blanca. Su relación había comenzado a través de una página de encuentros, pero en poco tiempo quisieron conocerse personalmente. Coincidieron en que el mejor lugar sería San Martín de los Andes. Paisaje de tarjeta postal. A ella la seducía su vasta cultura y su amor por la naturaleza. A él lo atraían su entusiasmo y ansias de aventura. Era una mujer diferente a las que había conocido.

Luis salió en auto sin apuro de Bahía pensando en un viaje corto, de solo cinco horas. Martina viajó doce en micro desde Buenos Aires. Se encontrarían a mitad de camino. En alguna ciudad del Alto Valle del río Negro. La elegirían durante el trayecto según el horario en que llegaran a destino. De esa manera ella no tendría que transitar sola el resto del recorrido hasta la comarca andina.

El paisaje del valle comenzó a dibujarse. Cortinas forestales de álamos en brillante verdor. Hileras de troncos plateados y copas piramidales. Flanqueado por terrazas polvorientas y grisáceas de sequedad, el río Negro irrigaba un ajedrez de chacras y fincas, un vergel en medio de la aridez patagónica. Las bardas se recortaban como escaleras rugosas contra el cielo azul. Tras la desolación de la meseta ovejuna se sucedía el esmeralda del valle agrícola. 

Faltaba poco para llegar a Villa Regina, el lugar donde finalmente resolvieron encontrarse. Martina miraba a través de la ventana el desfile de las chacras tras las alamedas. Las manzanas rojas brillaban sostenidas por unas extensas varas curvadas. ¿Se caerán por el peso de las frutas?, conjeturó. Esa imagen se superpuso a la deseada escena del encuentro. 

Diez kilómetros antes de llegar, al salir de la meseta y entrar de nuevo al valle, una manifestación de quinteros en la ruta cortó el tránsito en protesta por los bajos precios de la fruta. Camiones, micros y coches quedaron varados. Se formó una fila interminable en la autopista. Martina y Luis estaban cerca pero no lo sabían. Justo en ese tramo no había señal. Él decidió que lo mejor era desviarse por los caminos rurales. El conductor del micro en el que iba ella hizo lo mismo. La fila serpenteaba entre las chacras en un derrotero lento y tedioso que mareaba a los viajeros. ¿Cuándo llegará el momento de verlo?, se preguntó ansiosa. La señal iba y venía. Cuando pudieron comunicarse ella le suplicó, ¿y si nos bajamos ahora?, no aguanto más. Le indicó el lugar donde, antes de consultarlo, ya le había dicho al chofer que la dejara. Me voy a bajar en la entrada de una chacra que se llama Rugliano. Fijate en el celular y la vas a localizar. Te espero allí que hay una posada. Caminó entre las cortinas de álamos dos o tres cuadras. Divisó una casa construida a partir de un invernadero por la forma de los ventanales. Era un ambiente muy acogedor con plantas colgadas, frutas en canastos y una acequia refrescante. Vio unos troncos de madera dispuestos en semicírculo y se sentó. Un rato después entró a la posada y se registró para esperarlo. Llamó varias veces al celular de Luis sin respuesta. No insistió demasiado. Se dio cuenta de su actitud atolondrada pero así era ella. Informal y bohemia. 

Luis no sabía muy bien dónde estaba y comenzó a irritarse. El navegador no le indicaba la posada. Estaba sumergido en un inquietante paisaje ajeno. Qué locura bajarse así, qué poca consideración, pensó. Hacia el sur por momentos se divisaba el río y su galería boscosa. Como en una ficción ingresó en un tramo desértico donde reinaba la estepa espinosa. Quiso volver, pero no pudo. Tuvo que esperar que cruzara la huella de tierra un inoportuno rebaño de ovejas. Se perdió en torno a las bardas que se sucedían desérticas. Finalmente pinchó las dos gomas delanteras por los guijarros de una cantera abandonada. 

Dejó el auto fastidiado y caminó de regreso cerca de dos kilómetros hasta que alcanzó de nuevo la autopista. Ya no pensaba en el encuentro, solo quería resolver su situación. Hizo dedo hasta la ciudad. Nervioso como estaba logró encontrar una gomería cerca del inefable hito de la gran manzana que anunciaba la entrada a Villa Regina. Rescatar su auto le significó otras dos horas. Se hizo de noche. Desilusionado, descansó un rato en una estación de servicio y en cuatro horas estuvo de nuevo en Bahía Blanca. ¿Y Martina? El romance se evaporó como las mismísimas nubes del cielo patagónico.

© Diana Durán
11 de octubre de 2021

BARRIOS INOLVIDABLES





BARRIOS INOLVIDABLES 

Viví muchos años en Buenos Aires. Devoto, Congreso, Belgrano, Flores, Olivos, Parque Centenario, algunos de los barrios que no olvido. Eternas mis ganas de andar migrando. 

Devoto de mi infancia, el “jardín de la ciudad” por su arboleda. Ese aroma a tilo inconfundible; sus caserones ocultos por jardines; la plaza del guardián que nos protegía; cortadas con chicos jugando a la pelota; balcones floridos en los edificios de pocos pisos; negocios de dueños habituales, casi familiares. La librería donde compraba recortes de revistas para el colegio. Allí quisiera volver mañana.

Ahí viene el abuelo, está a una cuadra, lo veo desde el balcón y se va acercando de a poquito, elegante con su sombrero y siempre de traje gris oscuro. Cómo lo quiero. Seguro me trae un chocolatín y unas figuritas y se queda a tomar la leche. Poco dura la fiesta porque cuando se va otra vez lo miro desde el balcón y lloro desconsoladamente. 

Belgrano de la preadolescencia, en sus manzanas más apacibles. Soldado de la Independencia entre Zabala y Loreto, arbolada y soleada. Cómo no recordar los gratos momentos allí vividos. La barra de hielo derritiéndose en el zaguán de la casa de los abuelos; la terraza de alquitrán y el altillo con pilas de muebles desvencijados; el quiosco donde compraba talonarios para jugar a la oficina con mi vecina. Una legión de bicicletas en bandada de chiquilines perseguidos por los porteros de edificios; las fiestas infantiles y los primeros asaltos en séptimo de la escuela primaria.

“Manubrio duro, patines fuertes”, le canto a Santi para que aprenda a andar en la bici nueva rodado veinte. Se lo grito bien fuerte desde la ventana del segundo piso y el muy distraído me saluda sonriente y se lleva por delante una obra en construcción. Flor de chichón y la bici nueva destruida. Mamá lo va a matar. 

Congreso de la adolescencia y primera juventud. Bullicioso, central, kilómetro cero de la política nacional, centro de imponentes concentraciones y decisiones históricas, pero también del aleteo de las palomas y los vendedores de semillas de la Plaza de los Dos Congresos donde jugué con mis hijas. Esa que crucé con mi hermano caminando una noche del año setenta y seis hacia la Casa Rosada para ver qué pasaba, horrorizados por las circunstancias que se aproximaban. Fue el barrio del colectivo doce, testigo viajero de la secundaria y la universidad. 

Siento miedo, una pavura gélida que me recorre el cuerpo al pensar lo que está sucediendo en este país. Tengo angustia por mi hermano y mis amigos que son militantes. No sé qué les va a pasar. 

En Flores y Olivos viví poco tiempo. Barriadas contrastadas como lo fue mi vida en esos tiempos. Flores, demasiado comercial e inseguro para mi gusto. Olivos, estético con su puerto lindando el río de la Plata, la avenida del Libertador surcada por jacarandás, las calles de adoquines internas y los chalés elegantes de gente opulenta y esnob. 

Tengo un recuerdo encantador de ese barrio porque fue en él donde crie a mis hijas. Me encierro en la tesis y en el trabajo a destajo. La primera va al jardín, la chiquita a la plaza todos los días.

Parque Centenario, hermoso barrio central de Buenos Aires tan diverso, residencial y comercial con la avenida Corrientes como eje. Las cinco esquinas del edificio de Cangallo donde vivimos muchos años. Pasamos enfermedades, hiperinflaciones y penurias económicas, pero siempre salimos adelante en la cotidianeidad nuestra. Fue el secundario para las chicas y sus primeros noviazgos. La menor, y su vivaz originalidad. “Tan distintas e iguales”. 

Solo están ellas que soy yo de nuevo y las veo eternas ramas de renuevo. Solo están ellas, pura risa y fantasía, brillantes las miradas, eternos los caminos. Solo están ellas y esta intensa esperanza que me promueve, cuando estoy con ellas.

Lo que soy está en todos y cada uno de esos barrios; en mi memoria latente. Un mosaico de vivencias entretejidas en esos lugares que son mucho más que espacios delimitados por calles y avenidas. Están cargados de identidad y me conforman en cada uno de los recuerdos que afloran como manantial sereno en la madurez.


© Diana Durán
8 de octubre de 2021

EL BASTÓN FAMOSO




EL BASTÓN FAMOSO 

    Durante muchos años fui un bastón de caña finita, como un junco por mi delgadez y aspecto ligero. Era un elemento común utilizado por las personas para ayudarlos a caminar o para completar su ropaje. Lo cierto es que no me gustaba ser un desconocido. Tanto rogué al “hada de los bastones” que un día me otorgó la capacidad de viajar en tiempo y espacio, y de transformar mi aspecto. Así fue como viví muchas aventuras. 

    Acompañé al más famoso personaje de Chaplin en la época del cine mudo. Se llamaba Charlot y era un vagabundo bondadoso e inocente que siempre lograba escapar de la policía y enamorar a bellas damas por su gracia. Charlot me adoptó como su bastón. Así fue como giré ágilmente entre sus dedos mientras él levantaba su sombrero bombín y caminaba con sus zapatones rotos y los pies hacia afuera. Logró ser tan famoso que la reina de Inglaterra lo nombró caballero. 

    También me empleó Hércules Poirot, el célebre detective creado por Agatha Christie. Era un hombre pequeño y gordito con la cabeza en forma de huevo y asombroso bigote. A pesar de su aspecto raro, este señor muy inteligente explicaba que había que “utilizar las células grises” -del cerebro-, con el fin de atrapar a los asesinos y ladrones. Para escoltarlo me transformé en un bastón muy distinguido con un cabezal brillante de metal plateado. Juntos resolvimos muchos casos en el río Nilo, en los campos de golf y en el tren Oriente Express. 

  Uno de los papeles que más me gustó en mi carrera fue acompañar a Bert cantando “Supercalifragilisticoespialidoso” junto a la niñera mágica, Mary Poppins. Él era un artista callejero que bailaba conmigo una especie de charleston junto a la nodriza y su paraguas. Me alegré mucho de que los niños que cuidaba olvidaran por un rato la severidad de su padre y fueran felices en medio de la divertida orquesta de dibujos animados.

    La pequeña Heidi y su mejor amigo, el pastor Peter, vivían en los Alpes de Suiza con sus abuelos y dormían en camas de heno. Ellos se divertían mucho con las cabras traviesas y saltarinas en los prados de hierbas y bosques de abetos perfumados. Allí me transformé en un fuerte palo para ayudarlos a arrearlas en busca de pastos tiernos durante el verano. Una gran escritora se hizo famosa con el libro sobre Heidi en el que aparezco en muchos de los dibujos. 

    Cansado de vagar por las distintas épocas de películas y novelas practiqué mi habilidad de ir a cualquier lugar. Llegué a subir a las alturas del Himalaya para salvar a un expedicionario extraviado y bajé a una fosa oceánica para rescatar a un submarino a punto de naufragar. Llegué a atravesar una selva para socorrer a un viajero perdido entre enredaderas y lianas, indicándole el camino de vuelta con la brújula que mágicamente apareció en mi empuñadura. Pude sostener justo a tiempo con mi cabezal a personas imprudentes que estaban a punto de caerse al borde de un acantilado marino, de una escalera empinada o al fondo de un pozo en casas de los suburbios. 

    Con el tiempo, aprendí a estirarme y retraerme como si fuera de material elástico y comencé a hacer otras hazañas como meterme debajo de las puertas cuando algún padre irritado quería pegarle a un niño. Entonces le hacía una zancadilla que le impedía soltar su ira. Cuando un ladrón pretendía robar una casa me introducía a través de la mirilla de la puerta, sacándolo de un salto a palazos limpios con mi propio cuerpo. 

    Algunas personas multimillonarias se enteraron de mi existencia y me quisieron comprar. Siempre pude desaparecer de las subastas justo en el instante en que me estaban por entregar al mejor postor. Preferí seguir vagando, haciendo felices a los niños y salvando a las personas en peligro o apoyando a actores y personajes famosos en cualquier tiempo y lugar.

© Diana Durán
7 de octubre de 2021

ESTACIONES

 



                                    Le Village Royal.                                      Por Carryonforone


ESTACIONES

Voy a cumplir mi sueño. Viviré en el barrio Latino. Pude alquilar un pequeño estudio en la Rue de Lyonnais a pocas cuadras de la Universidad de París, la antigua Sorbonne. Investigué cada detalle del lugar de donde voy a residir. Cada café, cada estación de subte, cada calle. Dos años de preparativos para lograr la beca. Mi vida tiene que cambiar de rumbo. En Buenos Aires me siento sola con mis treinta años, sin pareja ni hijos.

Parto feliz al imaginar mi futuro como estudiante de literatura multen la ciudad de la luz y el amor. A mitad de camino rumbo a Ezeiza me doy cuenta de que me falta el pasaporte. Seguro lo dejé en casa de tanto mostrarlo ayer en la reunión de despedida. Distraída de mí, le confieso al remisero, indicándole que regrese. El día está lluvioso y la neblina típica de la autopista disminuye la visibilidad. Bajo a los apurones con un aguacero tan grande que tengo que sacar de mi mochila el colorido paraguas que me regalaron para el viaje. Al abrirlo lo engancho en la puerta del auto y patino torpemente.

Me siento fatigada por el largo viaje en avión. Del aeropuerto Charles De Gaulle hasta los Jardines de Luxemburgo en el barrio Latino solo median cincuenta minutos en tren para mi destino final. Leo los carteles. Agüero, Pueyrredón, Pasteur, Callao. Me detengo en Callao a una cuadra del colegio. Son las siete menos diez de la mañana. Tengo que entrar puntualmente para la prueba de matemáticas. En cambio, retrocedo y tomo nuevamente el tren. Me encuentro que se suceden Drancy, Le Bouget, Gare du Nord. Finalmente, Luxemburgo, a pocas cuadras de mi departamento. Voy a la feria y cargo mis vituallas y me arrastro como puedo hasta llegar. Qué dolor de cabeza y zumbido de oídos. Dormir será lo mejor.

Después de desarmar las valijas decido pasear por Le Village Royal, la calle techada con paraguas multicolores. Vago entre esculturas gigantes y parasoles verdes amarillos, rojos y celestes. Deambulo por este mundo casi surrealista hasta que decido anotarme en las materias. Ese es mi propósito. No debería olvidarme, pienso nuevamente. Me detengo en la esquina de Callao y Corrientes y veo pasar alumnos con delantales blancos y otros con uniformes azules. Levanto la mirada del itinerario marcado en la guía parisina y se me acerca el mozo del café Saint Médard con un “laite” y un “croissant” calienteMe gusta esta mesita redonda en plena calle. Cruzando la fuente central veo la frutería, la panadería, la quesería. Sus dueños están abriendo tranquilos. De a poco se van abriendo los negocios y se anima el espíritu del barrio multicultural. Musulmanes, latinos, franceses, turistas de distintas nacionalidades. El bullicio de esta Torre de Babel me confunde. Vuelvo a sentirme fatigada y no recuerdo muy bien los sucesos del día. Siento una laguna mental.

Me despierto en una cama de terapia intermedia rodeada de mi familia. Me cuentan que el golpe contra el suelo fue tremendo. Todavía tengo síntomas alternados de somnolencia, confusión, pérdida de memoria y un intenso dolor de cabeza. Mamá me explica que tuve diez días con conmoción cerebral. También que en estado de confusión repetí una y otra vez como en una letanía, Sorbonne, libros, Callao, colegio, Le Village, paraguas, Saint Médard, café. Evoco esas palabras, pero no logro relacionarlas con mis recuerdos.

© Diana Durán. 6 de octubre de 2021



MUJER MIGRANTE

 


Fotografía. Diana Durán

MUJER MIGRANTE

 Carmen partió en un micro desvencijado desde Caacupé, un pequeño pueblo de Paraguay, hasta Asunción. Era una joven de diecinueve años, corpulenta pero armónica en su fisonomía general. Cara redonda, ojos pequeños y piel cetrina. Llevaba un pequeño bolso con sus escasas pertenencias. Había guardado prolijamente sus zapatillas, dos sencillos vestidos, algunos pañuelos, un mantillón y unas pocas fotos familiares. Su único tesoro era una medallita de la virgen de los Milagros, regalo de su madrina Concepción. Hablaba mejor el guaraní que el español y sus saberes eran básicos, sumar y restar; leer y escribir. El micro surcó el camino rojo y ondulado entre los verdes de la llanura. Divisó con nostalgia el lago Ypacaraí y pensó que iba a extrañarlo con toda su alma. Estaba inquieta por un viaje tan largo y un destino incierto. Nunca había salido de Caacupé más que hasta la costa del lago acompañando a la familia cuyos niños cuidaba desde los quince años. En la capital paraguaya la esperaba su tía quien solo la trasladó al micro de larga distancia. Así emprendió el viaje a la Argentina donde la esperaría su madre quien había migrado hacía un año. No había otro remedio. Quedaban en la casa de Concepción muchas bocas que alimentar. De allí la decisión, común a tantas otras migrantes paraguayas cuyo destino es la Argentina. Carmen era la típica kuñaguapa (1), hacendosa y trabajadora, pero de carácter tímido y retraído. 

Casi no pudo comer ni dormir en todo el trayecto. Solo algunas galletas y agua. En un principio la tranquilizó el paisaje conocido, tan llano y forestal, lindando el río Paraná. Poco a poco las sucesivas entradas a pueblos y ciudades comenzaron a hacerse interminables. El coche semicama no llegaba más a destino. Carmen comenzó a rezar apretando fuerte su medallita. Al cabo de veinte horas, apenas atardeciendo entró a una ciudad gigantesca, mucho más grande que Asunción. Llegó a la terminal de Retiro agotada y temerosa. La iba a esperar, según le había dicho su madrina, un vecino quien la llevaría a su destino en la Isla Maciel donde la esperaba su madre. Mba'éichapa, (2), Carmen, le indicó alguien al bajar. Sintió un poco de alivio al escuchar hablar en guaraní. Le respondió que era ella y el hombre le ordenó que la siguiera hasta el auto para llevarla a destino. 

 Así comenzó su martirio. Como tantos otros tacheros porteños andaba a los tumbos por la ciudad. Manejaba rápido, viboreaba para deslizarse entre los autos, se adelantaba a los camiones y micros para pasarlos justo antes de chocar. Carmen iba llorando en silencio. No podía gritar porque no le salía la voz. Viajaba abrazada a su bolso y seguía apretando la medallita e invocando a la Virgen. Se escuchaba una música estridente en la radio del taxi mezclada con órdenes de una voz de mujer gritona que indicaban próximos viajes. La pobre no entendía nada. Por alguna razón desconocida transpiraba frío a pesar del calor. El tránsito era infernal en la autopista y la velocidad que llevaba el taxi hacía que la muchacha pensara que en cualquier momento se iban a estrellar. Se sumaba el desconocimiento de ese hombre que le había hablado una sola vez en todo el viaje. La muchacha no sabía a dónde iban. Temía por su destino. No conocía ese mundo de edificios altísimos, mezclados con depósitos, fábricas y extrañas grúas metálicas. Cuando casi no podía ni mirar comenzó a sentir un fuerte olor a podredumbre. Cruzaron un río color negro totalmente diferente al de las aguas azules del Paraguay. Bajaron súbitamente por un puente. Carmen apenas espió con sus últimas fuerzas una mezcolanza de casas modestas, rústicas, de chapa y madera, de distintos colores, de dos y hasta tres pisos. Estaba anocheciendo, la muchacha no sabía qué pensar, si estaban cerca o lejos del destino, si alguna vez iba a llegar a algún lado, si como en una pesadilla ese viaje no terminaría jamás. 

 El hombre frenó de golpe el taxi. Desde la bajada a la Isla Maciel, Carmen no se había asomado a la ventana. No me puedo enderezar, creo que me voy a desmayar, pensó. Yacía en posición casi fetal. No sabía qué hacer. Tenía miedo de ver donde estaba. Abruptamente el taxista le ordenó que se bajara. ¿Su viaje había terminado? Miles de imágenes pasaron por su mente, Caacupé, el lago Ypacaraí, su trabajo y su vida sencilla, además de las postales confusas de los lugares que había atravesado. Quién sabe ahora qué iba a ser de ella. Levantó la cabeza con el resto de las fuerzas que le quedaban y entonces vio a su madre con su sonrisa de siempre. Se fundieron en un abrazo interminable. Angá m’hija (3), le dijo, venga que le preparé unos chipás calentitos, debe tener hambre.

(1) Mujer que no se rinde, en guaraní

(2)  ¿Cómo estás?, en guaraní

(3) Pobrecita mi hija, en guaraní

                                                                                           

©  Diana Durán, 4 de octubre de 2021

TIJERAS

 


Foto: Diana Durán

TIJERAS

Caminaba por un sendero que bordea el lago Gutiérrez. Todavía había cenizas en el ambiente, restos de la erupción de un volcán en Chile. Era hermoso contemplar el estrecho lago con sus aguas quietas. No había viento, pero sí una bruma formada por el polvo en suspensión que aún cubría el paisaje. El azul del lago se había transformado en un celeste grisáceo.

El sendero, de camino a la cascada de los Duendes, serpenteaba entre rocas antiguas, troncos derribados, raíces aflorantes, cañas coligües, cónicos cipreses, enhiestos coihues y milenarios alerces. Mis huellas se estampaban en un suelo polvoriento cubierto de ceniza. A medida que ascendía, los árboles se tornaban más achaparrados lo que me permitía ver la fusión del cielo, el bosque y el lago. Era el equilibrio de la naturaleza.

Después de media hora de camino zigzagueante llegué a la pequeña cascada donde paré a descansar. Algo me distrajo. Brillaba semienterrado un objeto plateado. Me acerqué lentamente. Primero lo toqué con una rama con cierto temor.  Estaba sola. Al desenterrarlo vi que era una simple tijera de acero. Sin saber por qué, la guardé en mi mochila.

Pocos minutos después continué la travesía. Restaban ochocientos metros de ascenso para alcanzar mi destino en el Mirador, desde donde divisaría las encumbradas agujas del cerro Catedral. Allí esperaba encontrar a otros mochileros. Transcurridos trescientos metros el cielo se tornó irreal, totalmente plateado. No había una nube baja, ni restos de bruma volcánica. Era otra cosa, extraña e inexplicable. Los árboles también se habían transformado. Los anillos de tijeras gigantescas rodeaban los troncos metálicos. Las cuchillas eran las ramas que se elevaban como flechas a una atmósfera color plata. Formaban un bosque artificial en el que cada árbol tenía una silueta semejante a la natural, pero de acero. No podía caminar porque el suelo se entremezclaba con un sotobosque de agujas de metal. Se escuchaba el tintinear de las ramas en un golpeteo rítmico. Veía cuchillas que se rozaban unas con las otras como en un extraño juego de esgrima. No lograba atravesar ese sendero. Era una especie de yacimiento de tijeras en el páramo de altura.

Perpleja busqué la tijera en la mochila. No la encontraba en la mezcla de trastos. El mundo de acero continuaba acechándome. Seguí intentándolo hasta que extraje del bolsillo de mi morral algo que no era una tijera. Era un brote, un pequeño renoval de ciprés. Decidí acercarlo con cuidado al suelo y taparlo ligeramente. De improviso el bosque volvió a ser de madera; el cielo, otra vez brumoso y el lago se tornó azul.   

© Diana Durán. 3 de octubre de 2021.

 

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