Foto: Street View.
Todas las tardes salía a caminar adonde su pueblo se convertía en campo. Le gustaba esa periferia en la que podía ver el horizonte desde la última calle de tierra. Terminaba de trabajar a las dos de la tarde. Lo abrumaban los papeles apilados y la atención al público. La rutina y la soledad eran su sino. Tenía sesenta años, le faltaba poco para jubilarse y alejarse de ese mundo gris. Le atraía despejarse mediante una caminata diaria. No le importaban la estación ni el tiempo. El asunto era evadirse al aire libre. Desde su casa al borde del pueblo mediaban diez cuadras por lo que llegaba en pocos minutos. Podía vagabundear hasta la ermita, subir y bajar por caminos medanosos o caminar unas cuadras más hasta divisar la ribera del mar. Le gustaba cuando una liebre se espantaba a su paso, intuía una pareja de carpinteros campestres al escuchar su fuerte canto, a veces lo acompañaba algún perro flaco. Mientras tanto meditaba cómo encontrar un significado a su vida.
A un lado del camino había casas modestas. No saludaba a los vecinos pues a la hora de la siesta nadie se asomaba. Del otro lado de la calle, el campo, el pastizal, los arbustos, algunos despojos de ramas apiladas. Disfrutaba del paisaje. Tenía todo el tiempo para hacerlo pues no lo esperaba nadie.
Solo un personaje se distinguía en sus cotidianos trajinares. Era un hombre de ropa raída y sucia, con los pelos grasientos y largos. Un viejo que le hacia la venia al verlo pasar. Él también lo saludaba. Pensaba que era un soldado loco o un vagabundo. Parecían compartir soledades anónimas.
Un día el viejo le dijo con voz ronca, buenas tardes, señor. Y él le respondió, buenas tardes. Al día siguiente lo divisó frente a otra esquina echado en un montículo de tierra y, otra vez, repitieron los saludos. La presencia se hizo cotidiana en su vagar. Se saludaban, pero a la vez se ignoraban. Cada uno ensimismado en su propia soledad. Una tarde encontró al viejo apostado en un zaguán de una casa de la calle de tierra. Había cambiado de lugar pues siempre estaba del lado del campo. El hombre le dijo, ¿tendrá unos fósforos, señor, que quiero fumar? Justo tenía una cajita. Sintió lástima del pobre hombre y se la dio. De vuelta a su casa compró otra. Al llegar encendió el fuego en la parrilla y disfrutó su cena. Era otra de sus ceremonias solitarias.
A la tarde siguiente, continuó sus caminatas. No encontró al hombre, solo vio la cajita de fósforos tirada. La levantó y guardó en ella su tristeza. Era su único conocido durante los paseos cotidianos. Su soledad había llegado a extremos impensados. Sintió que era el límite. Tenía que buscar otros rumbos. No recorrió más ese mismo itinerario. Comenzó a concurrir lugares donde había niños, jóvenes y adultos. Caminó todas las tardes por el gran parque de la ciudad.
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