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EL ALBAÑIL

 




EL ALBAÑIL

 

El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos mates en las tardes serenas. También teníamos una vieja parrilla que ocupaba mucho espacio. Se trataba del mejor rincón, lleno de plantas y adornos traídos de viajes por el interior del país. Colgaban helechos, potus, rosarios, lazos de amor y hasta una orquídea misionera en la esquina más umbría. En macetas de diversos tamaños y colores había plantado todo tipo de flores, aromáticas y pequeños arbustos. El espacio era una ventana al cielo del hogar. El único problema era que durante las frecuentes lluvias solía mojarse, transformándose en un barrizal al salpicar la tierra.

Luego de largas charlas y proyectos dibujados con mucho esmero decidimos cerrar ese patio para convertirlo en un jardín de invierno. Para concretarlo llamamos a Pedro, un albañil conocido de mi esposo, Hernán. Hombre rudo y corpulento capaz de transportar increíbles pesos en hierro y mover montañas de escombros para realizar trabajos de herrería y construcción.

Con él terminamos de diseñar nuestro espacio verde interior con ventanales que permitirían que las plantas recibieran luz. Solo había que tirar abajo la parrilla y en su lugar levantar una pared más baja que la del lado sur del patio. En el frente opuesto se bajaría la mampostería para dejar un zócalo que permitiera colocar grandes ventanales. De costado casi no había nada que hacer. En todas las paredes dispondríamos un cerramiento y agregaríamos una puerta de hierro en la entrada a la escalera. Todo pintado de blanco. Cuando se concluyera la reforma, volverían a reinar las plantas y artesanías.

Mi esposo tenía gran confianza en Pedro, un hombre parco y sereno, a quien conocía al dedillo de la herrería donde juntos habían trabajado por años.

Calculamos el presupuesto con el albañil y compramos los materiales. La obra empezaría el lunes siguiente. La destreza del Pedro estaba asegurada. Primero tiraría abajo las paredes en base a las medidas del plano dibujado con mi marido para no equivocarse. A la par construiría los ventanales en la herrería donde tenía el equipamiento necesario.

La obra empezó con los consabidos golpazos para derribar las paredes. Por suerte yo trabajaba de mañana, así que no escuchaba más que el inicio de los destrozos. Hernán acompañaba a Pedro un rato y luego trataba de irse lo más lejos posible para no sentir los mazazos. En poco tiempo la destrucción del patio estuvo terminada y mis queridas plantas cubiertas de un polvillo blanco que no hubo caso de evitar, aunque las acomodara en la única pared libre de escombros que daba a la cocina, tapadas por papeles de diario. Pero no solo eso, cuando volvía del trabajo tenía que limpiar toda la casa pues el maldito polvo de alguna manera se introducía por las rendijas y lo cubría todo. Lo hacía con tolerancia pues el fin lo justificaba.

La obra avanzó muy rápido hasta que solo restó iniciar la colocación de los ventanales. En definitiva, dio gusto ver a Pedro con esa fortaleza que lo caracterizaba. Nos tranquilizamos al no escuchar más alboroto y disfrutamos de un espacio abierto que admirábamos pensando cómo iba a quedar terminado.

Durante la tercera semana de trabajo Pedro empezó a venir de manera intermitente. Un día sí, otro no. Luego las  faltas recrudecieron. Primero, avisó en la herrería que su madre estaba enferma y tendría que cuidarla pues no había quien lo ayudara. Pasaron diez días sin tener noticias, hasta que mi esposo fue al negocio para ver qué sucedía. Allí supo que el problema continuaba sin solución y que ningún ventanal había sido construido. No quiso ir a la casa de Pedro para no molestarlo en su desgraciada situación.  

Pasado un mes, el albañil apareció y sin dar grandes explicaciones dijo que necesitaba dinero para afrontar la enfermedad de su madre. Agregó que pronto recomenzaría el trabajo. Frente a la necesidad de ver terminado el patio cubierto y por la amistad que nos unía, nos apiadamos de él y le adelantamos lo que solicitó, según agregó, para comprar los hierros y armar los ventanales que finalmente colocaría en muy poco tiempo. Luego de los vidrios nos ocuparíamos nosotros.

Lo esperamos hasta cansarnos durante varias semanas. Finalmente decidimos concurrir nuevamente a su casa. Esta vez acompañé a Hernán, enojada como estaba por la impaciente espera. Cuando llegamos vimos que dos maderas gruesas cruzaban la puerta de entrada de la vieja casona. Preguntamos a los vecinos y al herrero amigo de mi Hernán y de Pedro. Nadie lo había visto.

Nunca más se supo del albañil ni de su madre. Nadie reclamó su presencia y su asombrosa desaparición pasó a formar parte de los mitos urbanos del lugar. Nuestro patio quedó en ruinas por un largo tiempo hasta que reunimos nuevamente el dinero para reconstruirlo.

 © Diana Durán. 20 de noviembre de 2024

HALLAZGO SERRANO

 



Sierra de la Ventana. Foto Durán

HALLAZGO SERRANO

 

La región estaba asolada por la aridez. Poco a poco los habitantes migraban a otros solares mejor provistos.

La escasez de agua se había instalado lentamente en el curso de un año. Al principio pensamos que iba a ser solo de tres meses con lo cual afectaría la floración y los cultivos, pero llegó a un punto en que la falta de lluvias hizo que las napas se secaran y los suelos se resquebrajaran. Había que llevar el ganado a los establos. Las pasturas habían amarillado y decidimos segarlas para guardarlas en los silos. En su lugar solo crecían matorrales espinosos que ni las cabras querían.

Los arroyos que bajaban de las sierras vertían hilos de agua hasta que terminaron secándose y las rocas ya no brillaban como cuando eran torrentosos. Todo se había tornado pajizo y gris. Solo en el fondo de los cauces se pintaba un verde musgo, restante de épocas húmedas. Se había situado un extremo desecamiento hidrológico que había afectado también a otros sitios pampeanos. La provincia había declarado el estado de emergencia.

Mis padres y mi esposo estaban azorados por los hechos. Nunca habíamos tenido una seca tan grave. Vivíamos en una finca que se extendía desde la ladera a la parte más alta de la Sierra de la Ventana. Mis tres hijos, varones pequeños, concurrían a una escuela rural que dada las condiciones ambientales había cerrado temporalmente. Los chicos estaban inquietos y peleadores si bien tenían mucho espacio para jugar. Ahora podían explorar las quebradas pues se lo permitíamos ya que los arroyos no tenían agua. Los tres jugaban como potrillos entre peñascos y cauces secos en la búsqueda afanosa de alguna lagartija u otra alimaña que cazar pues quedaban pocos animales en la zona. ¿Quién sabe dónde habrían migrado las liebres, cervatillos, zorros e incluso algunos jabalíes que solían revolcarse por allí? Las vertientes estaban vacías. Los pájaros se arremolinaban en los bosquecillos. Zorzales, benteveos, calandrias y horneros se avistaban en inciertos vuelos en círculos como queriendo despegar hacia otros lares.

Teníamos miedo de que los pinares se quemaran por las altas temperaturas expandiéndose hacia los pastizales. Esa circunstancia podía provocar una catástrofe. A los álamos y sauces se les caían las hojas fuera de la estación correspondiente.

        Todo estaba trastocado. Veíamos cómo el sacrificio de muchos años se esfumaba. Pensábamos con mi esposo que debíamos irnos, pero nos lo impedía el amor por ese terruño tan nuestro.

Una tarde los chicos nos pidieron explorar por la ladera opuesta a la casa, poco recorrida por todos nosotros. Era una gran aventura para ellos. Como no había peligro lo aceptamos. Llevaron sus mochilas con agua y unos sándwiches especiales preparados por la abuela.


 

Con gran entusiasmo los muchachitos se internaron en una quebrada muy estrecha, cubierta de matas espinosas y se ocultaron de la observación de sus padres. Estaban tan entusiasmados con la aventura que comentaban alborozados sus observaciones. Me parece que los pájaros están cantando en aquel bosquecillo, dijo el más grande. Por aquí se ven revolcaderos de jabalíes húmedos, ¡qué extraño!, le respondió el menor. El del medio les gritó: ¡vengan, miren, encontré agua que sale entre las piedras! Así fue como encontraron entre las rocas de una pequeña garganta un manantial del que escurría agua cristalina a borbotones y luego se volvía a internar en una caverna subterránea. Era un hallazgo asombroso. Como los muchachitos sabían manejarse en las sierras memorizaron la posición y corrieron a avisar la gran noticia a sus padres y abuelos.

 

El descubrimiento permitió realizar un canal desde la fuente descubierta y recuperar agua para nuestra subsistencia, el regadío y el ganado. Fueron nuestros hijos quienes nos salvaron de la migración.


© Diana Durán. 20 de noviembre de 2024

WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL

 


La catástrofe global del planeta y la supercomputadora

WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL

Él es el logro más reciente de la inteligencia maquinal: el computador HAL
9000, que puede reproducir –aunque algunos expertos prefieren aún usar la
palabra “imitar”– la mayoría de las actividades del cerebro humano, y además
hacerlo con una velocidad y confiabilidad incalculablemente mayores.
Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, 
2001: odisea del espacio

 

        La supercomputadora de última edición se localiza en uno de los miles de satélites que circunvalan la Tierra. Es casi humana en su diseño e inteligencia, comparable a HAL 9000 de "2001: Odisea del Espacio". Se llama WEST y recopila datos terrestres para enfrentar los desafíos de finales de siglo. En una notificación especial envía un diagnóstico de situación a los gobiernos de los países. Los sistemas de información lo analizan, aunque lo que está sucediendo lo corrobora en la Tierra. Las Naciones Unidas determinan un estado de alerta global.

Los lagos del sur, azules y helados están colmándose por el deshielo bravío de las montañas andinas. Desde las cumbres gélidas se desprenden gigantescos bloques glaciarios que caen por los valles como monstruos congelados, mientras las pequeñas poblaciones huyen a resguardarse. Con el avance de los derrumbes desaparecen los bosques de las riberas, tantos los autóctonos de lengas, ñires, coihues, alerces y araucarias; como los pinos invasores plantados durante años por ilusos paisajistas. Todos quedan sumergidos por el aumento del nivel de las aguas lacustres. La fauna de liebres, guanacos, pumas, zorros, ciervos colorados y pudúes también ha sido desplazada hacia las alturas o huye a las mesetas. Busca desesperada un lugar donde asentarse y resguardar a las crías. Las aguas azules se transforman en poco tiempo en verde musgo por la sumersión de los árboles costeros. Solo se salvan algunas pequeñas lagunas escondidas en las reservas naturales no conectadas con los deshielos patagónicos. En la comarca de una de ellas se refugian guardaparques del Nahuel Huapi. Al no recibir advertencias, la gente se traslada por laderas quebradizas y se instala como puede en cabañas construidas de madera y cañas que encuentran a su paso. Han vuelto a ser primitivos en su forma de convivir. Pelean por los lugares donde asentarse y las provisiones existentes. Otros, como hormigas laboriosas cargan sus enseres en autos y otros vehículos, hasta en carros tirados por caballos ariscos e intratables. Pero no todos pueden escapar, solo lo hacen quienes tienen recursos. Muchos pobladores emigran sin destino. Vagan por los caminos vecinales formando largas filas de autos y camionetas atiborradas de trastos inútiles. En las rutas nacionales los gendarmes armados impiden el paso, pues las rutas troncales están atestadas y bloqueadas por muchedumbres confusas. En las ciudades más populosas del Alto Valle, la población ha comenzado a construir murallas para impedir el paso de los desterrados. Los mapuches ancestrales, conocedores de la tierra, ascienden primero a las alturas porque tienen anticipos mágicos de lo que va a suceder.

WEST remite el estado de la Argentina y Chile a la OEA (1) que se interesa poco por los hechos. El Cono Sur es abandonado. Se siguen produciendo eventos catastróficos. La supercomputadora continúa informando infinitos datos preventivos que ante la sobreinformación emitida por los satélites quedan descartados por la comunidad científica en estado de reunión permanente.

Las llanuras costeras se ven inundadas de manera súbita por los ingresos marinos a varios kilómetros hacia interior del continente. Muchos pueblos quedan sumergidos. Las personas huyen con celeridad para instalarse en las metrópolis interiores atestadas por la procedencia de desplazados de todo el litoral. Córdoba y San Luis son los principales destinos. No todos tienen la infraestructura necesaria por lo que hombres, mujeres y niños se establecen como pueden en campos de refugiados atendidos por la Cruz Roja y los Scouts. Las grandes urbes reciben más atención que las zonas periféricas de las ciudades. Miles de individuos llegan desde las planicies y costas de los ríos mesopotámicos pugnando por encontrar un lugar en esos resguardos frágiles. Tolderías improvisadas han sido instaladas y los recién llegados reciben agua, artículos domésticos básicos y barritas de cereales para evitar disputas por el hambre con los ya emplazados. En poco tiempo se produce una anarquía, robos y peleas entre ellos. ACNUR (2) ha sido disuelta por las Naciones Unidas imposibilitada de cumplir con su misión y se limita a pocas aldeas africanas que sucumben día a día, por la desertificación y la miseria. Igual escenario se reproduce en las márgenes de América Latina y el Caribe.

La supercomputadora toma el control de sí misma y comienza a decidir sobre familias que no tuvieron el aviso de las autoridades. En Argentina las guía a través de los celulares, simulando ser gubernamental, a un oasis cuyano todavía no alcanzado por los desastres. Nadie se da cuenta de su condición tecnológica.

Selvas, bosques, pastizales y desiertos cambian de lugar en un loco ajedrez antinatural que los científicos no alcanzan a dilucidar, si bien estaban previstos en sus evaluaciones preliminares. La cuestión es predecir cómo y dónde se producirán esas variaciones. Nadie las anticipa con exactitud a pesar de los avances de la inteligencia artificial. Los algoritmos han fallado inexplicablemente y los matemáticos no encuentran solución a los cálculos sobre riesgos. Donde había bosques, ahora hay desiertos; donde selvas, pastizales. Los arrecifes de coral se blanquean lo que significa la rápida extinción de muchas especies de peces. Los restos de ecosistemas frágiles yacen deteriorados en todo el planeta.

WEST ha creado un símil del Arca de Noé en una gigantesca estación espacial abandonada que aterriza en el desierto del Sahara y reserva una a una las especies terrestres y marinas. También a los humanos que quiere.

Los huracanes del Golfo y los tornados de las Great Plains llegan a categorías superiores a las conocidas hasta entonces y retornan con mayor asiduidad obligando a la retirada de los asentamientos de las islas del Caribe y costas del sur de los Estados Unidos. A pesar de los avances en la prevención de los riesgos en estos lugares castigados es continua la migración hacia las cordilleras del Oeste y zonas frías del norte de Canadá. Las autoridades no dan abasto con el control de los traslados y se producen frecuentes reyertas entre los desplazados que se movilizan por las carreteras de los Estados Unidos. Europa sufre constantes deslaves, erupciones volcánicas, terremotos e inundaciones en la mayoría de sus territorios mediterráneos por lo que los habitantes huyen a tierras nórdicas.  

El superprocesador decide no actuar en ambos continentes por ser los causantes de la mayoría de las crisis ambientales y económicas del siglo.

Los suelos se resecan o se inundan de forma alternada y, en consecuencia, los cultivos y cosechas se pierden, excepto los que están bajo riego que en comparación son muy escasos. Nada se sabe en Occidente de las populosas poblaciones asiáticas que dependen del arroz y la soja pues se ha producido una falla mundial de las comunicaciones. Si es como en el oeste, las pérdidas serán más devastadoras aún en función de la cantidad de la cantidad enorme de habitantes.

Los gobiernos de las principales potencias no han cumplido con las advertencias de los científicos y de los organismos no gubernamentales y las reuniones sobre el cambio climático han fracasado estrepitosamente durante décadas. En poco tiempo se produce la catástrofe universal que la misma humanidad ha gestado.

WEST continúa realizando monitoreos y modelos predictivos sobre el calentamiento global que se pierden en el desierto universal, como en el cuento de Borges (3). La computadora casi humana logra gran perfección, pero sus predicciones no satisfacen a los gobiernos del planeta. Las generaciones siguientes deciden que es inútil y la entregan sin piedad a la inclemencia de los fenómenos naturales.

“En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas” (4).



1. Organización de los Estados Americanos.

2. Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados 

3. Del rigor de la ciencia. Jorge Luis Borges

4.  Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes Libro Cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658 De: El hacedor (1960)

 

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 


Fotografía: Mariela Viarenghi

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 

El jardín era para Josefina especial, único, incomparable. Lo había cuidado desde joven, primero como hija, luego como herencia de su padre. En la galería del lado sur, contigua a la vivienda, había tomado el té con su madre, quien religiosamente le indicaba lo que convenía hacer en la vida. Allí había paseado en brazos a sus hijos cuando bebés, animado sus juegos infantiles y los había visto retozar de adolescentes. Disfrutó charlas de todo orden con su esposo hasta muy grande, vermut de por medio, con la prole ya adulta. También entabló amenos y recurrentes diálogos con sus amigas, con los consabidos cafés y masitas. Siempre mirando al parque.

Transcurrieron en ese pequeño territorio múltiples estados de ánimo. Desde los más felices hasta los más tristes. El jardín fue testigo de todos ellos. Cambiaron los colores, las formas y las especies, pero ese espacio seguía siendo el “declive por el cual se derrama el cielo” (1). Un rectángulo de naturaleza tan diverso como los anhelos de cada etapa de su vida. Había diseñado y mandado a construir canteros y sendas; pequeños estanques y glorietas. Cultivaba flores multicolores, arbustos estéticos y hasta algunos frutales que no tardó en eliminar porque se llenaban de plagas. Nunca árboles pues al crecer le hubieran quitado espacio. A Josefina le gustaba tener esa fracción esmeralda donde estar en contacto con la tierra.

Era feliz arreglando el jardín. Construyó un invernadero en el lugar del enrejado gallinero de su abuela. En él dispuso almácigos donde, según su esposo, creaba como una hechicera nuevas plantas, algunas medicinales, con gajos y semillas. También había disimulado con verjas y enredaderas el galpón y la parrilla. Eran los sectores que menos valoraba porque arruinaban la estética de su espacio tan preciado.

Ella misma creó, en sus días de narradora, muchos seres imaginarios que lo poblaron bajo matas y en los rincones. Escribió sobre gnomos traviesos y escurridizos; muchachas enamoradas que gemían sus desdichas o gozaban sus amores; jardineros atareados transformados en príncipes; doncellas vueltas estatuas; sapos cantores de augurios y tantos otros personajes que solo sus hijos y nietos conocieron a través de sus cuentos pues jamás publicó nada.

En los días tristes salió a ocultar sus penas y elevar alguna plegaria al cielo. De esa manera se consolaba. Ese oasis verde la acompañó durante muchos años de una vida plena y sencilla.  

 

Una tarde soleada de otoño, Josefina sale al jardín y se acomoda en el sillón de mimbre como todos los días. Lo recorre con sus ojos cansados, serenos. Grises son, tan grises como su cabellera, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a la vez. Tiene noventa y siete años. Solo cuenta con la descendencia porque no hay nadie mayor que ella en la familia, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus primos. Quedan algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no puede contactar. Incluso ha olvidado sus nombres.

Mira a su alrededor. Nota que crecieron dos rosas más. Observa el nido de la calandria en un codo del pino. Está terminado con ramitas y plumas; hasta imagina que adentro hay tres huevos. Ve muchos abejorros volando sobre las matas de lavanda y descubre que no hay nubes en el cielo. Siente el calor del sol y el aire fresco. Se incorpora a duras penas y apoyada en su bastón da una vuelta muy lenta al parque. Por unos segundos recuerda su jardín, el que tanto cuidaba, pero lo olvida enseguida.

Esa mañana le costó levantarse, pero ahora está en el único lugar en el que desea estar. Cruza dos palabras con el jardinero que corta el pasto como todos los viernes. Se incorpora un poco, pero se nota cansada y vuelve a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrán a buscar en cinco minutos, piensa, como siempre, pero no sabe cuánto son cinco minutos. Se acerca la hora de la merienda y la llevarán al comedor. No desea encerrarse, pero así es el ritmo de sus días. No tiene libre albedrío. Sigue las órdenes establecidas. Entrecierra los ojos, dormita arrullada por el canto de las calandrias y reposa.

No volverá a despertarse, la encontrarán en el mismo sillón donde casi todas las tardes salía a disfrutar del sol.

 

© Diana Durán, 28 de octubre de 2024



(1) Jorge Luis Borges. Un patio.

DESPEDIDA Y RETORNO

 


Paisaje de Toledo. Foto Diana Durán

DESPEDIDA Y RETORNO

 

Celeste pasaba unas felices vacaciones con su familia en Villa Gesell. Había alquilado un departamento durante todo enero. Era la primera vez que se daba el gusto. Ese año había podido ahorrar para disfrutar con sus hijos y padres un verano muy esperado. La calle 124 a pocas cuadras de la costa era tranquila y residencial. Tenía la facilidad de ir al centro cuando quería y bajar a la playa de mañana y al atardecer, sus horarios preferidos.

El celular sonó cuando estaba tomando una limonada en el parador mirando el mar sereno. Los chicos jugaban con amigos a pocos metros y sus padres se habían quedado descansando. Era la directora de Planeamiento que le avisaba que debía reintegrarse al trabajo en pocos días. Le explicó que la habían elegido para recorrer establecimientos educativos destacados de España con un equipo ministerial. Luego aplicarían los resultados al contexto de la Argentina. El viaje se iniciaría a fin de mes.

Debía decidir. Quedarse en la villa o ir a Europa. La opción parecía fácil, pero Celeste sopesaba el contraste de la tranquilidad de la costa con el hecho de trabajar intensamente en Europa. Significaría un gran desafío para ella y un notable avance en su profesión. Pensaba en el mundo desarrollado cuya educación se suponía para entonces, de mayor calidad que la Argentina. ¿Trabajo o descanso? ¿Aventurarse a grandes desafíos o quedarse gozando de su familia y el mar? No estaba muy segura, pero sabía que, si decía que no, quedaría mal con las autoridades educativas que la habían seleccionado.

Todos intervinieron en la decisión. Los chicos no querían que se fuese. Protestaban, mamá, es la primera vez que tenemos un veraneo tan lindo, no te podés ir, decía Pablo, el de doce. Mamita, te voy a extrañar mucho, agregaba Andrés, el de ocho. Los padres le insistían en que no debía perderse semejante oportunidad. La experiencia profesional y el hecho de conocer España sin costo eran de gran atractivo. Pronto recibió la noticia de que irían a Madrid, Barcelona, Granada y Sevilla. En consecuencia, recorrerían parte de España con el equipo designado y conocerían especialistas relevantes de distintas regiones del país. Tiempo de aprendizajes, ¡cómo no sentirse atraída!

Acordó con sus padres que ella retornaría en pocos días a Buenos Aires para preparar el viaje. Mientras ellos y sus hijos podrían continuar las vacaciones en Villa Gesell hasta fin de mes. Si bien estaban acostumbrados a compartir con los chicos, tendrían que acompañarlos en sus actividades, ocuparse de las comidas, cuidarlos en todos los órdenes sin su presencia. Habló con su exmarido, pero notó la reticencia ante la posibilidad de tenerlos. Como siempre.

Llegó el día de la partida en Ezeiza. Cuando saludó a sus hijos por teléfono sintió una especial amargura. ¿Cómo podía alejarse de esa manera?, ¿qué estaba haciendo?, se preguntó apenada. Intentó olvidar esos pensamientos para encarar una gran oportunidad profesional que la llevaría al viejo continente. Partió el veintiocho de enero sola, sin adioses, junto a sus cinco compañeras a quienes los familiares habían despedido con carteles multicolores y gran bullicio.

Arribaron a la capital española y comenzó el difícil trabajo de comprender otra cultura, otros modos de vivir, aunque se trataba de una ciudad muy parecida a Buenos Aires. Coincidían en el idioma y eso era un plus cualitativo. Quienes la acompañaban formaban un grupo muy agradable y conocido desde que había ingresado al ministerio.

Celeste recordaba a sus hijos en todo instante. No estaba en paz. Las preocupaciones se le colaban en la mente, no solo por la lejanía sino por la circunstancia de no haberse despedido en persona, si bien lo había hecho en Villa Gesell. Hubiera querido verlos hasta último momento, abrazarlos fuerte, decirles cuánto los quería y darles las indicaciones de siempre. Que se cuidaran, que se lavaran los dientes, que no comieran muchas golosinas, que no usaran en demasía el celular. Sabía que todo eso iba a estar vigilado por los abuelos, pero no era lo mismo. Un mes era mucho tiempo.

En Madrid las integrantes del equipo interactuaron con la Consejería de Educación, reconocieron el gran nivel de la educación pública española y, cada una se llevó una cantidad de libros sobre la experiencia de la transformación educativa. Los madrileños con quienes se relacionaron eran expresivos, afables y comunicativos. Un señor grande que oficiaba de coordinador las llevaba a todos lados, incluidos almuerzos y cenas. Por su parte, en algunos tiempos libres Celeste tuvo la oportunidad de visitar el Museo del Prado y admirar Las Meninas de Velázquez, obras del Greco, Rubens y Goya; recorrer la Gran Vía, la calle que nunca duerme con su variada arquitectura y grandes tiendas. Hasta pudo visitar una tarde el casco histórico de Toledo, la ciudad de las tres culturas: cristiana, judía y musulmana. Sin embargo, ella no estaba contenta. Añoraba la presencia de Pablo y Andrés. Los veía en cada niño en la calle o en los lugares que visitaba. Para colmo de males, fueron a varios colegios y liceos.

Luego de Madrid llegó el turno de partir a Barcelona adonde arribaron en buzeta. No fue la misma experiencia que en la capital. Encontraron cierta soberbia y aires de superioridad cuando contaban su experiencia y visitaban los centros educativos. El idioma era una barrera, pues en muchas ocasiones entre ellos hablaban en catalán. Además, los trataban como sudacas, sin duda. De todos modos, la ciudad era hermosa y pudieron recorrerla fugazmente. Allí también recordó conmovida a sus hijos. La melancolía fue creciendo con el tiempo.

Volvieron a la capital y partieron a Granada y Sevilla. Resultó una experiencia única conocer las escuelas albergue y sus huertas orgánicas, sumadas al paisaje de olivos y naranjas, muy colorido a pesar de la aridez reinante. Ni que hablar de los deliciosos mariscos frescos y jamones de bellota; además de los vinos con denominaciones de origen conque las recibieron. A mayor encanto, más extrañaba a sus hijos.

Celeste se hallaba en Granada, en un hotel de atmósfera árabe con grandes ventanales y rejas repujadas, cuando la llamaron a la conserjería. Su papá había tenido un infarto, no se sabía bien cuán grave era. Su madre debía cuidarlo. No tuvo más remedio que comunicarse con el padre de sus hijos, con quien no tenía buena relación y menos con su joven y reciente mujer. Si bien ya estaba al final del recorrido, la situación resultó caótica. No podía volver hasta que no terminara el trabajo y tampoco cambiar el pasaje establecido por el Ministerio. La situación fue penosa. Se comunicaba todos los días con su madre para ver la evolución de su padre y también hablaba con Pablo y Andrés, cuyas vocecitas la hacían angustiar aún más.

Desde el inicio presintió que el viaje no era oportuno. Al llegar a Ezeiza, así como no hubo despedida, tampoco nadie fue a recibirla. Cuando fue a buscarlos, abrazó a sus hijos como nunca y decidió que no había nada ni nadie más importante que ellos. Los viajes y los logros profesionales quedarían para otros tiempos.

 

© Diana Durán, 21 de octubre de 2024

TIEMPO DE VOLVER

 



Imagen generada por IA



TIEMPO DE VOLVER

  I

¡Cómo han cambiado los tiempos! expresó con voz triste. Antes todas las tardes miraba las novelas con tu madre y durante los avisos contábamos los acontecimientos sociales del momento. También hablábamos del futuro de mis queridos nietos. Juntas tomábamos el té con scones calentitos que yo preparaba. Ustedes, dos sabandijas de ocho y diez años correteaban entre nosotras alrededor de la mesa; jugaban en la terraza con trastos viejos o en la vereda con una banda de chicos de la vecindad. ¡No paraban en todo el día!

 

Yo intentaba imaginar lo que me contaba la abuela. Ya tenía trece años. A la vez vigilaba el celular que sostenía en mi mano derecha para ver si había algún mensaje. Siempre me habían interesado las historias de la nona, pero ya no le prestaba tanta atención. Mis ojos se desviaban hacia un costado como tirados por un hilo invisible, atraídos por Facebook o “Angry Birds”, mi juego preferido del momento.

 

II

Pero, mi querido, hace media hora que está el plato en la mesa y no terminás de comer, ¿qué te sucede?, ¿no tenés hambre?, ¿comiste antes de venir?, ¿por qué te reís solo?

 

A finales del secundario, iba a almorzar los viernes después del colegio. La nona cocinaba como nadie, me hacía ravioles con tuco, pastel de papas, empanadas y flan de chocolate con dulce de leche. En ningún otro lugar comía tan rico. Mientras almorzaba trataba de escucharla, pero por más que lo intentaba no entendía qué me decía. Mi cabeza estaba en otro lado, jugaba al “Mini Soccer Star”, controlaba los mensajes del WSP y me reía solo con un video de Tik Tok. Todo al mismo tiempo. Oía muy despacio la voz de la abuela, pero me daba cuenta de que poco a poco se iba apagando o era yo que no la atendía más.

 

III

 

¡Qué barbaridad! Cuando ustedes vienen los domingos a almorzar están con las cabezas gachas, inclinadas hacia los celulares. Casi no se habla en la mesa. Los chicos emiten unos sonidos guturales para contestar. “Mmm, sep, bue…” Así hablan. Parece que los molestáramos. Ya no hay diálogo en el almuerzo. En realidad, son todos, hija, son cuatro celulares que los aíslan a unos de los otros como en una Torre de Babel. Al aparatito ese yo lo dejo en el dormitorio, bien lejos cuando estoy con ustedes porque los quiero ver y escuchar, pero solo logro contemplar sus cabelleras, porque las caras no se distinguen.

 

Estoy preocupada, mamá. Marcos está cada día más aislado. Cuando viene del colegio se encierra en su habitación y lo escucho con los video juegos. Después se duerme una larga siesta porque se ve que no lo hace de noche. Creo que se queda hasta altas horas vagando con el celular. Además, en el colegio viene bajando las calificaciones del último trimestre. Yo lo reto, le digo que le voy a sacar el celular, pero no me hace caso. El padre está demasiado ocupado como para llevarme el apunte. Hija, desde hace años que veo “in crescendo” esta situación. Me parecía que era yo la única que se daba cuenta. Incluso se los he advertido alguna vez. No solo por Marcos, sino por todos ustedes. Se acabaron las conversaciones, solo emplean oraciones cortas entre largos intervalos en que cada uno está en lo suyo.

La abuela quedó más turbada que antes.

 

IV

 

Me siento mal, tengo miedo y no sé por qué. Me lloran los ojos. Tengo el cuello contracturado y duros los dedos de la mano. No puedo dormir. A veces no lo hago en toda la noche. Otras caigo a las cinco de la mañana. Después me duermo en el colegio. Me retan o me bajan las notas. Creo que este año por primera vez me voy a ir en cuatro materias directamente a marzo. Un día se me rompió la pantalla del celu y hasta que no me la arreglaron me sentí tan ansioso que no podía pensar bien. Estoy confuso y atontado. Mamá quiere que vaya a un psicólogo. Buscó en Internet y por lo que encontró dice que debo tener “nomofobia” (1). Un nombre raro por el solo hecho de usar un poco de más el celular. Todos los chicos lo hacen. Igualmente, no tengo ganas de estar con mis amigos, prefiero estar solo, así que ese no es el problema.

 

Es una lucha, no quiere saber nada de atender a su enfermedad. Va a volvernos locos a todos o lo voy a tener que llevar a la fuerza. Temo por su equilibrio en todos los órdenes. ¡Ay, hijo querido!

 

V

Aunque no quería aceptarlo, finalmente fui a una terapeuta. Primero me sacó el celular por un día, luego por dos y así hasta llegar al mes. ¡Horrible! Como si fuera una droga que no podía dejar de consumir. Tuve bajones tremendos, mejorías y nuevas caídas. De a poco, muy de a poco comencé a hacer otras actividades. Primero fui a yoga que me permitió dominar la respiración agitada y mi alteración permanente. Finalmente volví al fútbol, mi gran pasión. Con el deporte me acerqué a mis compañeros de siempre. Volví a ser persona.

Mi abuela me recibe feliz en su casa los viernes. Ahora podemos conversar y como las delicias que me cocina.


© Diana Durán, 14 de octubre de 2024



(1) La adicción al móvil se conoce como nomofobia, y se refiere a un patrón de comportamiento compulsivo y problemático en relación con el uso excesivo y descontrolado del teléfono móvil.

 

LA TIERRA PROMETIDA

 


Pan Bendito. Madrid. Street View

LA TIERRA PROMETIDA

 

Desde pequeño sintió en carne propia la manera autoritaria en que lo trataba. Rafael, ¡ordena tu habitación! Rafael, ¡báñate ya! Rafael, ¡ven a comer inmediatamente! Nunca se lo decía con cariño, jamás un ¿puedes hacerlo? o una frase que denotara ternura.

Sin embargo, él se resistía a decaer. Sabía cómo hacer para que esas órdenes le resbalaran. De muy chiquito había sido travieso. A la mujer no le hablaba como a una madre. Le decía, ya voy, señora, pero huía al jardín a jugar a las canicas o a buscar escarabajos. Espere un poco, y se ocultaba debajo de la cama con dos soldaditos de plástico porque la guerra de fantasía le resultaba más atractiva que cumplir órdenes. Lo mismo sucedía al volver de la escuela. ¿Hiciste los deberes?, le preguntaba terminado el almuerzo. O le gritaba desde el balcón ¡ven de inmediato que te esperan los mandados! cuando recién había comenzado el partido de fútbol en la cancha de enfrente. Nunca un beso o un abrazo al irse a dormir.

Rafael cumplía con recelo los mandatos impartidos o no los acataba por lo que caía en penitencias. Sin embargo, aguantaba el trato poco cariñoso y las frecuentes injusticias. Era el cuarto niño de una familia de acogida, el más chiquillo de dos mujeres y dos varones. De pequeña altura, menudo para sus diez años, de pelo azabache, penetrantes ojos negros y rodillas siempre lastimadas. Querido por sus amigos y maestros por inteligente y pícaro.

Vivían en un departamento al suroeste de Madrid en Pan Bendito, una de las barriadas periféricas de la gran ciudad, habitadas por clases bajas e inmigrantes. Era un sitio de aspecto homogéneo donde los edificios de ladrillos rojizos y desteñidos conformaban bloques de más de cinco plantas. Para felicidad de Rafael moraban frente a un gran parque deportivo. Amaba ese lugar donde se sentía libre y seguro, lejos de la familia disfuncional que le había tocado en suerte. El niño nada sabía de sus verdaderos padres.

A pesar de la crianza autoritaria, Rafael nunca fue sumiso. Los mandamientos y las reglas no encajaban con su personalidad. Era libre, había nacido así, no lo amilanaban las sujeciones y advertencias inflexibles. Tampoco los gritos y malos tratos, especialmente de quien oficiaba de madre cruel y desamorada. Su esposo ferroviario nunca estaba en la casa. Era una especie de fantasma que muy de vez en cuando aparecía y cuando lo hacía estaba fatigado y ceñudo como para tratar con los niños.


Imagen creada por IA

Desde chico Rafael había soñado con irse de la casa. Descubrir nuevos horizontes. Imaginaba un destino mejor. En la escuela habían leído Las aventuras de Tom Sawyer quien se convirtió en el ídolo de su infancia. Ya encontraré un tesoro y seré rico, pensaba. Cumpliría su deseo, aunque conocía sus límites: la corta edad y la falta de dinero. ¿Adónde iba a ir? No confiaba tampoco en sus hermanos con quienes hablaba poco y despreciaba porque mendigaban cariño y, de esa manera, eran también rechazados sin piedad.

Rafael se escapaba a su mundo de fantasía para soportar sus estudios en la Plataforma Social Panbendito[1]. Emulaba, según los días y las circunstancias, a los personajes de los cómics: Zipi y Zape[2], Mortadelo y Filemón[3] y El Papus[4]. Conseguía las revistas en la escuela o en la plaza porque nunca tuvo las suyas. El universo de Rafael se confundía con esos personajes que aplicaba a sus sueños y juegos imaginativos.

Rafael admiró de adolescente a La Excepción, un grupo musical formado por jóvenes de su barrio que había triunfado al interpretar hip hop con toques flamencos. Eran sus héroes porque habían logrado salir del mismo extramuros donde él vivía y tener éxito en toda España. Rafael había aprendido sus canciones y las cantaba como metáfora de futuro. Ruina, no luchas por tu devenir, ruina, olor a sangre como elixir, de este barrio tengo que salir, ruina, llama al alguacil, no va a venir.       

El muchacho tuvo varios aprietos por querer escapar de la casa de la familia que lo cuidaba. Siempre lo regresaban. Él quería más al barrio que a esos lazos seudo familiares sin amor. Terminó la secundaria y cuando tuvo dieciocho años decidió que era el momento.

Un día armó su mochila y partió. Tomó el autobús cuarenta y siete hasta el final del recorrido, la gran estación de Atocha. Había ahorrado justo lo necesario para viajar en un tren a Sevilla. Por alguna razón le atraía Andalucía, un territorio promisorio, en el que dominaban el sol, los placeres y la esperanza.

Cómo no lo iba a cautivar esa región española si era la tierra de sus ancestros, aunque él no lo supiera. La habían poblado una mixtura de íberos, griegos, romanos, árabes y berberiscos. Los rasgos oscuros de Rafael, su alegría y la calidez de su carácter lo semejaban a la gente de la región. Andalucía era el lugar ideal para quien buscara disfrutar de la vida. Hacia allí fue el joven sin saber de sus orígenes.

Se dedicó a mil oficios. Fue obrero, mozo, taxista hasta que encontró un trabajo como guía de turismo. Se sintió libre y feliz. Llegó a tener su propia agencia de viajes. Nunca volvió a saber de su familia de acogida. Olvidó por completo las órdenes de la mujer. No encontró sus orígenes biológicos porque tampoco los buscó. Su orfandad fue eterna.



[1] La Plataforma Social Panbendito es una entidad salesiana que desarrolla su actividad en el popular barrio de Madrid del mismo nombre para atender las necesidades sociales, formativas y laborales de la población de pocos recursos.

[2] Dos hermanos gemelos muy traviesos que prefieren jugar en la calle con sus amigos antes que ponerse a estudiar en casa. 

[3] Cómic más popular de España, se publica todavía hoy en día. Estos personajes nacieron en la década de los 50. Son dos agentes secretos que siempre fracasan en sus misiones porque son muy torpes.

[4]  Revista pionera en la crítica social de la época a través del género del cómic y la sátira gráfica.


© Diana Durán, 30 de setiembre de 2024

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