DOS DESTINOS

 


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DOS DESTINOS

Les pido a mis padres ir a la academia de baile, pero como son muy exigentes, me dicen que la condición es estar siempre en el cuadro de honor. Para eso estudio mucho. También me gusta la gimnasia, pero, por sobre todas las cosas, me encanta bailar. En el club bailo folklore. Así me siento feliz. También actúo en “Pedro y el Lobo”, en donde hago de pájaro y parece que vuelo.

Empiezo a ir una vez por semana a danzas, pero también tengo que seguir yendo, enfrente de casa, a lo de la señorita Matilde. Me enseña piano. Todo para que mi papá esté contento de que alguna vez pueda tocar para él. A mí no me gusta el piano, repetir escalas de siete notas del do al si y del si al do, veinte veces y de nuevo. Me cansa mucho. Creo que Matilde sabe que no me gusta. Cuando tenía cuatro años fui a su casa a aprender a leer y escribir, por eso me aburrí en primer grado. En cambio, el baile nunca me cansa.

Te mandaba al jardín, Alejandra, y allí te sentías siempre tan segura, tan liviana. Como si el mundo fuera tu escenario, como si no existiera el suelo. Pudiste aprender a leer y escribir muy chiquita cuando tu madre te trajo a mi casa, pero yo sabía que lo que querías era bailar. Pensaba, como tu maestra particular, que el esfuerzo debía tener límites. Me preguntaba si tu cuerpo podía sostener tanto deseo. Te veía moverte como si no pesaras. Y me daba miedo por lo que vendría cuando descubrieras que no todos los deseos se cumplen.

Voy solo una vez por semana a danzas porque lo principal es estudiar en el colegio y practicar piano. En la academia empecé con las posiciones: primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. La que más me gusta es la cuarta, porque desde allí salen los pasos más hermosos, los que me hacen volar y caer con gracia. Creo que algún día podré usar las zapatillas de punta. Aprendo plié, demi-plié y grand-plié; relevé y jeté. Y el mejor, el pas de chat que quiere decir saltar como un gato. Yo me siento un pájaro cuando bailo en la academia, en casa, en cualquier momento y lugar, y con toda la música. En casa se escucha mucho clásico, aunque solo yo baile. Mi papá llega de trabajar y pone conciertos, fuerte, muy fuerte. Eso no me gusta tanto, pero bailo igual sin que nadie me vea en mi habitación, donde la música no se escucha tan alto.

A veces te mandaba al jardín. No para que jugaras, sino para que descansaras. Me agotaba tu inquietud. De esa manera quizás entendieras que los sueños no se consiguen solo bailando. Te miraba por la ventana y envidiaba tu intensa actividad. Yo también fui liviana alguna vez. Pero aprendí a quedarme quieta para ejecutar el piano. Siempre el piano.

El jardín de Matilde no es grande, pero cuando me escondo allí me parece enorme. Hay tréboles que se enredan con las violetas, margaritas que se asoman entre las piedras, y un jazmín que trepa por el cerco como si quisiera escapar. A veces me quedo mirando cómo caminan los bichitos de San Antonio por mi mano, o cómo las hormigas van en fila con sus inmensas hojas, o las mariposas vuelan entre las flores como si bailaran conmigo. Bailo entre las baldosas. Cuando busco los tréboles, no sé si estoy jugando, bailando o soñando. Me muevo como si hiciera un pas de chat, como si cada hoja fuera una nota de un ballet pensado para mí. A veces siento que el jardín es el escenario y la puerta de entrada, el telón. Me inclino, sonrío y saludo al público que me aplaude.

Te observaba en el jardín. Parecía que bailabas. No te decía nada. Pero sabía. Sabía que estabas buscando algo más que un trébol de la buena suerte. Yo, en cambio, nunca había hallado uno. Salía poco al jardín, siempre atada al piano, como en una prisión.

Una tarde encuentro un trébol perfecto. Se lo llevo corriendo. Matilde lo gira entre los dedos y dice sin mirarme: no todos los deseos se cumplen; algunos cambian por otros mejores. No entiendo bien por qué me dice eso, pero esa noche sueño que bailo en su jardín, con zapatillas de punta hechas de tréboles. De pronto, aparece una bruja con la voz de Matilde. Me dice que pare de bailar. Yo no quiero, pero las zapatillas se rompen y las hojas quedan tiradas. Me despierto con el corazón que late fuerte, hasta que me doy cuenta de que es solo un invento de mi cabeza.

Yo también soñé. Tuve muchas aspiraciones. Pero no las dije. Nunca las dije. Tampoco me esforcé en cumplirlas. Cuando era chica, también me obligaron a tocar. Decían que el piano ayudaba a ordenar la mente. Yo solo quería actuar ante el espejo, inventar canciones, recitar y cantar en público. Pero aprendí a quedarme sentada frente al teclado.

Hoy vuelvo transpirada y feliz de la clase de baile. Me tiro en el sofá con la malla y las zapatillas de media punta. Me quedo dormida. Mamá me despierta, parece enojada. Durante la cena, papá me dice: Alejandra, charlé con tu mamá y también con Matilde, que te conoce desde pequeña; decidimos que no vayas más a baile clásico, porque te agota y puede influir en tu rendimiento escolar. ¿Rendimiento escolar?, nunca había escuchado esas palabras, pero me imagino lo que quieren decir. Estallo en furia, me levanto de la mesa y les grito: ¿pero ustedes no entienden que yo quiero ser bailarina?, es lo único que me gusta. Pego un portazo y me voy a dormir. No puedo estar más enojada. No voy a volver a piano nunca más.

No quería que te doliera tanto. Pensé que era lo mejor. Pensé que te estaba cuidando. No creí que tus padres iban a tomar al pie de la letra mis recomendaciones. Exageré y me afligió verte tan triste frente al piano, hasta que al poco tiempo dejaste de venir.

Los años pasan. Ya no soy esa nena que acepta, ahora tengo dieciséis y, a fuerza de mucho insistir, pude seguir en la academia. Cada vez que camino frente a la casa de Matilde, miro su jardín. Ya no busco tréboles de cuatro hojas, pero algo en ese enredo de plantas me hace pensar que hay deseos que no desaparecen, sino que se cubren con otras hojas. El mío escapó como el jazmín por el cerco. Entonces sonrío y siento que soy feliz cada vez que hago un pas de quatre o participo en un ballet.

Te veo a través de la ventana, Alejandra. Caminas por la vereda de enfrente con la redecilla en el cabello, los pasos cortos, la postura recta y el cuerpo erguido. Entonces sé que estás cumpliendo tu sueño. En cambio, yo sigo aquí, en silencio, añorando el mío. Por unos segundos veo mi cara reflejada en el cristal: se notan los surcos de mi frente y una mirada apagada y perdida. Entonces, reniego de mí misma porque alguna vez, aunque nadie lo supiera, quise dejar la tiranía del piano y ser una actriz famosa.

 

 

© Diana Durán, 13 de octubre de 2025

 

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