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MI LUGAR EN EL MUNDO

 




Foto: Santiago Durán

MI LUGAR EN EL MUNDO

No sé por qué tantas mudanzas o sí lo sé: deseo de conocer lugares, amor por la naturaleza, sabor de barrios urbanos y suburbanos, impulso de cambio. En suma, espíritu migratorio.

Me mudé de domicilio más de veinte veces. Una asombrosa suma para quien no es un militar o ejerce alguna otra profesión que demande el traslado continuo: viajante, visitador médico, profesor itinerante, camionero. Hay muchas actividades que exigen andar, pero mudarse, no tantas.

En mi niñez y adolescencia tuve tres domicilios, no muchos para mi espíritu de trasiego, claro que no eran mis decisiones en ese entonces. No recuerdo en detalle porque por ser chico no participaba de armar y desarmar canastos. Sí sé que tuve una niñez muy feliz en Villa Urquiza, ese barrio tranquilo y arbolado, un jardín en la ciudad, algo lejano del centro y de los colegios decididos por mis padres. Allí fui dichoso en la vereda, la plaza y la cortada. Hasta en la terraza de una casa sencilla de dos pisos donde tenía muy buenos vecinos y residían muchos niños con los que jugaba.

A mis once años nos mudamos a la avenida Libertador en Belgrano donde estuvimos poco tiempo, menos de un año. Era el conocido barrio de mis abuelos, luminoso y apacible. Allí coexistían enclaves residenciales lujosos con casas antiguas que con el tiempo serían derribadas por la modernidad y el lucro inmobiliario, entre ellas, la de mis queridos viejitos. Entrañable la banda de adolescentes en bicicletas que dábamos la vuelta manzana por la vereda para horror de los porteros. En ese departamento, de hermosa vista a la avenida y cercano a las Barrancas de Belgrano, me divertía mucho con mi hermana. Recuerdo el juego de la librería en el que envolvíamos los libros de la biblioteca familiar con papeles de diario y hasta hacíamos fichas para su simulada venta. También las casas de fantasía construidas alrededor de una vieja cocina sobre el piso de alquitrán de la terraza. Jugábamos mucho a la pelota con la pandilla de varones perseguidos por las vecinas que barrían la vereda o algún comerciante que veía peligrar sus ventanales.

Cuando murió mi abuela paterna, nos mudamos a su departamento en Combate de los Pozos, calle tradicional del barrio Balvanera: céntrico, histórico, kilómetro cero de la historia argentina y localización del Congreso Nacional. En ese tiempo cursé la secundaria y atesoré las amistades esenciales que aún conservo. También allí cometí las peores fechorías junto a mis compañeros del Salvador, colegio no por religioso menos fuente de atorrantes que de día combatían con los portafolios en la esquina y de noche vestían de smoking en las fiestas de quince. Viví en el mismo barrio cuando cursé la carrera de medicina en tiempos políticos fluctuantes entre dictaduras y gobiernos democráticos. Si habré corrido desde la facultad a mi casa luego de tomas o marchas estudiantiles.

Durante la etapa universitaria afloró en mí la idea de residir en el sur. Por aquellas épocas se consideraba un destino relevante para los jóvenes. Probé en Neuquén donde se presentó la oportunidad de una residencia en cirugía. Viré mi destino diametralmente a gran distancia de mis afectos. Sin demasiada conciencia dejé un tendal de nostalgias familiares. Durante un lustro me fui mudando por etapas a distintas localidades del rosario urbano del Alto Valle. Ninguna me convencía. Volví a Buenos Aires por un corto período, pero no me atrajo residir nuevamente en la gran urbe. No me conformaba el ser porteño, me sentía limitado por el gris urbano, el anonimato y la ciudad de la furia (1).

Entonces encaré el gran cambio de mi historia. Fue cuando resolví probar en San Carlos de Bariloche, tierra de turismo y aventura, algo banal, pero prometedora y pujante. Allí tuve que crearme un sentido diferente al vivido hasta entonces, una existencia adaptada a un medio contrastado a la gran ciudad. Busqué disfrutar del paisaje potente de la cordillera andina, las nieves eternas, los lagos cristalinos, los bosques selváticos. Así fue como gocé de cada rincón del terruño, tanto que pude conocerlo como la palma de mi mano. Cada playa rocosa, cada sendero de ascenso a un refugio, cada circuito grande o chico, cada brazo del gran Lago Nahuel Huapi, el perfil de los cerros, las cascadas escondidas y los arroyuelos sinuosos. Terminé dominando al dedillo mi entorno local. Poco a poco me fui construyendo una identidad barilochense, a pesar de que se tratara de una comunidad cerrada y heterogénea.

Logré pertenecer gracias a mi profesión y a mi espíritu aventurero. Lo cierto fue que cuando recalé en Bariloche culminó la búsqueda. Me acostumbré al frío invernal; a los aislamientos por la nieve residiendo en los kilómetros (2); a la necesidad de acumular víveres y tener un grupo electrógeno para cuando se corta la luz por los cables truncados en épocas de nevadas severas. Pero también a disfrutar de los maravillosos colores estacionales del jardín; a los zorzales de pico naranja, las bandurrias de puntas corvas y los cauquenes reales de torsos rojizos. Pude integrarme tanto a los compañeros adinerados de golf y la clase media del ámbito médico, como a mis pacientes mapuches. Y, por si todo esto fuera poco, aquí formé una familia. Nacieron y fueron criados mis hijos.

Supe finalmente que no iba a mudarme más, al menos fuera de esta ciudad. Había encontrado mi lugar en el mundo.

© Diana Durán, 22 de julio de 2024



Canción de Gustavo Ceratti.

2 Se dice “los kilómetros” a la distancia entre el kilómetro cero de Bariloche y los kilómetros de la ruta al Llao Llao.

VIAJE TRAS LA VENTANILLA DEL MICRO

 


Bardas en la ruta 22 en el Valle del Río Negro. Foto Diana Durán


Viaje a través de la ventanilla del micro

 

Cansada de todo el año decidió emprender un viaje al sur, sin destino único, sin prisa, con el propósito de recuperar sus fortalezas perdidas. El trabajo la había dejado exhausta. Infinitos papeles, trato intenso con vecinos demandantes, jefes incapaces. La burocracia municipal invadiéndolo todo. Un recorrido atractivo le permitiría recuperarse de tan obstinada estupidez. Hacía tiempo que quería dejar la oficina. No conseguía un trabajo acorde a su profesión de geógrafa. La única opción de cambio hubiera sido ser empleada de comercio. Muchas horas por poca plata. No se decidía. Quizás el viaje le serviría para definir un nuevo rumbo laboral.

Lo resolvió presurosa, consiguió una hostería modesta y costeó el micro en cuotas. Sería cansador pero el avión estaba fuera de sus posibilidades. Ir a Buenos Aires para volver al sur no tenía sentido. País extenso donde las distancias son inmensas, quebradas por la ausencia de buenas rutas y vuelos insuficientes. El ferrocarril, antes vinculante, se había convertido en una red lenta y peligrosa.

Prefirió gozar del viaje a Bariloche de día. Sabía que todo paisaje tenía su encanto y podía disfrutarlo.

Subió al micro en la terminal de Bahía Blanca. Estaba interesada en descubrir los árboles caídos por el tremendo temporal que había afectado la zona en diciembre del año anterior dejando un saldo trágico. No los divisó en los inicios del trasiego atravesando la ciudad. En cambio, exploró mixturas urbanas abigarradas de edificios de departamentos, casas bajas, comercios, depósitos y talleres. Contempló el primer árbol caído recién en los confines bahienses. Era muy temprano, las siete de la mañana y todavía algo adormilada no tornaba su mirada al cielo. Fijaba la atención en la ciudad que desconocía en la periferia. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del micro, aún la agobiaba el cansancio de fin de año, pero sabía que durante el viaje se despejaría.

Los camiones arreciaban en las afueras de Bahía Blanca y los árboles caídos parecían hacer reverencias a la nada misma. ¿Por qué unos sí y otros no?, no se explicaba tan caprichosa apariencia forestal. La misteriosa naturaleza bravía.

Comenzó a despejarse el paisaje urbano y se dibujaron en el horizonte los primeros médanos ondulantes. Comenzó a tomar notas en su cuadernillo preparado especialmente. Se puso los anteojos de lejos y los divisó mejor. Descubrió hileras de eucaliptos añosos al costado de la ruta cortados de cuajo, pinos abatidos, sauces despojados de su follaje.

Todavía se extendía la gran llanura pampeana porque los verdes y amarillos después de la lluvia del día anterior iluminaban el relieve plano. En la ruta veintidós apareció el salar de la Vidriera. Se extrañó por la ausencia de flamencos. Los añoró. Ese conjunto rosado único dibujado contra el gris plateado del suelo salino. En cambio, solo había charcos irregulares en el triste bajío. Luego del llano siguió el monte en transición hacia la estepa patagónica. Arbustos bajos y achaparrados que parecían islas verdes en el homogéneo panorama. El vendaval no pudo con ellos. Le atrajo la Mascota, nombre singular para una pequeña localidad entre médanos y resabios de caldenes. Después de Médanos sobrevino la interminable recta hasta Río Colorado. Vio silos bajos y dispersos entre relictos de bosques de caldenes en las lomadas. Tan bellos los caldenes talados frenéticamente para el avance ferroviario. El paisaje la iba apaciguando, le proveía paz, la relajaba en el asiento de tal forma que no había observado al resto de los pasajeros separados por cortinas individuales. Tampoco a los choferes en su cabina aislada.

El monte se hizo más ralo, observó la leña en montículos y el ganado pastando. Sobrevolaban aguiluchos, únicas aves reinantes. La entristeció no otear las rojas loicas en los alambrados. La acción humana las había desplazado o extinguido.

El monte estaba extrañamente verde por alguna lluvia ocasional. Después de cruzar el río Colorado sobrevino otra recta infinita. Se dispuso a seguir aflojándose, aunque continuó escribiendo notas. Lo hacía encantada de describir las geografías que atravesaba. 

Decidió observar el cielo límpido. Algunas nubes de raras formas como husos de hilar demostraban que en altura había fuertes vientos. Las contemplaba poco porque odiaba descubrir formas de rostros humanos en ellas. 

Las torres de electricidad y los molinos eólicos se divisaban como gigantes en la estepa. La modernidad versus la tierra indómita. Sobrevino la vegetación de arbustos y el suelo yermo. Sin embargo, todavía había matas tupidas. Llegaron a Choele Choel. Increíble su expansión. Hacía mucho que no viajaba por esas tierras. Descubrió las primeras bardas del río Negro con sus coloridos estratos. Ya estaba en la Patagonia. Las casas se acercaban a la base de las terrazas. Imaginó posibles derrumbes, los ranchos destruidos. Pobre gente.

Se fue sosegando aún más, sintió que sus hombros caían y su cuerpo se extendía lánguido en el asiento. Dormitó un poco, pero siguió atenta al afuera. Hasta ese momento no había prestado atención a los pasajeros. Estaba cansada del gentío que día a día atendía en la oficina. Sin embargo, al parar en la estación de Choele Choel se sorprendió al ver una veintena de hombres, mujeres y niños con sus trastos desperdigados en cajones de frutas y atillos de tela. Impacientes los mayores, caritas tristes los más pequeños. Razonó que esperarían algún transporte miserable que los llevaría a otro pueblo del valle a cosechar peras y manzanas. Se indignó por el eterno maltrato de los sufrientes trabajadores golondrina. Estaban allí tirados con sus familias esperando otro viaje con sus caras sucias y cuerpos flacos. Miró a su alrededor con detenimiento por primera vez. Todos los pasajeros estaban dormidos. Su aspecto era el de turistas de clase media, bien trazados. Las cortinas que los separaban le impidieron seguir indagando, pero ninguno tenía el aspecto de ser un trabajador de la tierra.

Atravesaron el valle, pródigo en frutos, perales, manzanos, vides por doquier. Dejó de escribir sus notas para sumergirse en ese paisaje único inserto en el desierto. Las chacras rodeadas de álamos verdes que el otoño todavía no había amarilleado. El rosario de pequeñas ciudades, Darwin, Chimpay, Chelforó. Luego las más grandes, Villa Regina, General Roca, Cipolletti y Neuquén. Todos esos puntos poblados fueron pasando como una película. Lo disfrutó intensamente.

Las bardas se erguían extrañas limitando el valle. El trasiego se volvió lento y cansador en el último tramo debido al tránsito de camiones de petróleo y de fruta, micros turísticos, coches viejos, camionetas y autos nuevos a toda velocidad. Todos los vehículos posibles en una ruta peligrosa entre los pueblos. Se concentró en el paisaje productivo y continuó su intencional divague y esparcimiento.

En Neuquén había un tránsito exasperante por los semáforos que importunaban. A pesar de la existencia de un camino de circunvalación el micro atravesó el centro de la ciudad a paso de tortuga.  

Plottier, Senillosa y más allá volvió a disfrutar del paisaje de la estepa patagónica, aunque fuera yermo. Distinguió ásperos wadis, los fértiles mallines, el vasto embalse del Chocón, los ñandúes. Al oeste comenzaron a dibujarse los quebrados perfiles de la cordillera patagónica. Descubrió el majestuoso volcán Lanín sobresaliendo en el horizonte. Sabía que lo iba a contemplar y se ufanó al hacerlo.

Por alguna razón, tal vez porque se dirigía hacia un parque nacional, recordó la serie “Yellowstone” que había visto durante las semanas anteriores. Los conflictos a lo largo de fronteras entre los dueños de un inmenso rancho de ganado, una reserva india, los desarrolladores de tierras y el parque homónimo bien podían acontecer en los remotos parajes a los que se dirigía. Pensó en las semejanzas de paisajes y formas de vida que en la Patagonia suscitaban dramas parecidos entre familias de terratenientes, gobiernos y pueblos originarios.

El viaje se prolongaba mucho debido a las paradas intermedias. Le habían dicho que era directo, pero no fue así. Comenzó a anochecer. Llegaron al Valle Encantado del río Limay con sus extrañas formas sedimentarias que conocía tan bien. Amaba ese paisaje de ruinas naturales en el que podía descubrir todo tipo de siluetas. Seguía la parte más hermosa del viaje, aunque fuera de noche. La luna llena iluminaba el embalse Alicurá. La luna reflejada en el espejo acuático.

 

Figuras fantasmales se dibujan a la vera de la ruta. No logro distinguirlas bien, son algo cónicas, más bajas y más altas. Se mueven al compás del trasiego del micro. ¿Serán hombres y mujeres caminando en ese horario de vuelta de algún trabajo? Los observo con mayor detenimiento. Es muy peligroso su andar a la orilla de un derrotero tan agreste, en algunos tramos de cornisa. Lo anoto con letra vacilante en mi cuaderno.

Miro para todos lados dentro del micro. Súbitamente me percato de que está vacío. No he visto bajar a los pasajeros imbuida en lo que veo tras la ventanilla. Sé que una puerta metálica infranqueable me separa de los conductores. Me paro y camino por los pasillos. Corro una por una las pequeñas cortinas que separan los asientos. Tras ellas no hay nadie. Las butacas pulcras y vacías. Ningún viajero en ellas. Irremediablemente sola.

La ruta serpentea entre precipicios serranos. La luna aparece y desaparece según el micro circula a alta velocidad por la cinta de asfalto llena de curvas. Me pregunto alarmada dónde bajó el resto de los viajeros. Miro por la ventanilla y veo la luna gigante y plateada reflejada intermitentemente en el río Limay y sus rápidos. El corazón me late enérgicamente. ¿Quiénes serán esos seres grotescos que caminan al borde de la ruta? Empiezo a temblar. Vuelvo al asiento. El miedo me invade e impide pararme. Tengo frío y la piel de gallina. Busco mi cuaderno de notas. Pienso en escribir para serenarme. No lo encuentro. Me desespero.

Veo unos carteles rojos luminosos indicadores en la pared frontal del micro que advierten cuando la velocidad supera el límite. A cada rato suena un chillido espantoso avisando el peligro. Entonces mi corazón late desbocado. Los conductores, ausentes. No contestan por más que trato de comunicarme con ellos a golpe de puños en la puerta metálica que separa la cabina. Estoy aterrada. No sé qué hacer. 


Ella, tan conocedora y amante de los paisajes externos, iba sin rumbo hacia la nada misma, sola su alma en el monstruo rodante. 


                                    © Diana Durán, 4 de marzo de 2024

AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA


Refugio López. Google Maps


AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA

Todos los fines de año subíamos al Cerro López. Pasaba Año Nuevo en el refugio con mi madre, Eloísa, unidas por el deporte, nuestro vínculo más estrecho. Otros temas nos separaban, aquéllos que reflejaban sus múltiples angustias contrastadas con mi forma de ser bastante más alegre. Su amarga y sombría madurez se oponían a mi optimismo juvenil. La veía desmejorada en su apariencia luego del divorcio. Yo no entendía por qué se había dejado estar. Había pasado con mi madre tiempos difíciles en los que estuvimos unidas, pero llegado el fin de mi adolescencia parecía resentida y se enojaba conmigo por cualquier cosa. Alicia, lavá tu ropa inmediatamente, da vergüenza; Alicia, pedile urgente a tu padre dinero para comprarte unas zapatillas nuevas, las que tenés están arruinadas, no sé qué hacés con ellas; Alicia, ni se te ocurra traer a nadie este fin de semana a casa, quiero descansar. Yo no la escuchaba, sus rezongos me entraban por un oído y salían por el otro. No estaba dispuesta a que me arruinara la vida con sus letanías y me evadía escribiendo poemas, sacando fotos por la ventana o conversando con amigas.

Sin embargo, a fin de año, por alguna razón, hacíamos una tregua y nos unía el deseo de escapar de tristezas y carencias.

Armábamos dos mochilas livianas que contenían ropa térmica, zapatillas impermeables de repuesto, unas latas de atún y arvejas, una caja de arroz, algunos chocolates y una sidra reservada para el brindis. Agregábamos los elementos de camping indispensables y emprendíamos la marcha. El trekking nos unía. Disfrutaríamos unos días sin fastidiarnos en el silencio de la montaña y en contacto con la naturaleza.

El ascenso duraba cuatro horas para los recién iniciados, pero nosotras lo hacíamos en la mitad del tiempo, primero hasta la Hoya para luego ascender al Refugio López a mil seiscientos metros de altura, disfrutando los paisajes montanos y la vista de trescientos sesenta grados de la comarca andina. El lago y sus brazos, los picos aserrados, los circos glaciarios tan peculiares y los bosques patagónicos que tapizaban las laderas. El cerro Tronador se divisaba majestuoso, siempre helado en su cima. Había otros refugios, como el Roca Negra o el Extremo Encantado, pero el del Cerro López era el más atractivo.

A esta altura del año ya no estaba cubierto de nieve y podíamos recorrer los senderos más tortuosos hasta descubrir la casa roja, donde nos olvidábamos de todo y vivíamos una experiencia distinta, comunitaria. Qué extraña relación la nuestra, cargada de contradicciones y enconos. Yo no sabía a qué atribuirlos.

Siempre había un lugar para nosotras entre los habituales asistentes y si estaba muy concurrido armábamos una carpa y pernoctábamos en ella luego de la celebración. Cuando llegaba la medianoche brindábamos juntos y nos sentíamos en comunidad. Al menos para madre e hija era una tregua.

Ese año llegaron los acampantes de siempre y subieron también turistas que seguro se irían pronto apremiados por las celebraciones de Bariloche. Esta vez aparecieron algunos personajes poco agradables. Una pareja de chicos de mi edad que fumaban marihuana sin parar, contaminando el aire límpido de la montaña. Además, ocuparon la casa roja unos mochileros desconocidos que la tenían en un estado lamentable según nos advirtieron los compañeros que habían venido antes.

Sentimos amargura y frustración. Nos refugiamos junto a los habituales asistentes y nos entretuvimos armando la carpa y acomodando los enseres. Llegado el atardecer, los chicos comenzaron a bajar por el sendero. Al parecer se habían aburrido y buscaban otras aventuras en la ciudad.

Empezamos a hacer la comida en pequeños fogones improvisados. Nada había interrumpido nuestras rutinas de acampantes. Todos habían traído alguna golosina para compartir. Al reparo de unos acantilados rocosos nos acercamos para cumplir nuestros ritos de fin de año, compartir comidas sencillas, brindar e intercambiar buenos deseos.

A las doce menos cuarto percibimos música country y rock nacional que provenía del refugio rojo. Algunos compañeros se acercaron lentamente. Los cánticos aumentaban en intensidad. Se escuchó “Los Mochileros” de Rally Barrionuevo[1]. Nos dijeron que fuéramos a ver la casa vengan, vengan, vean qué hermosa quedó. Está decorada con artesanías festivas hechas a mano, hay un personaje muy divertido disfrazado de viejo y otro de bebé que simula el Año Nuevo. Nos esperan para brindar. Mamá me miró y sonrió. Vi que su rostro se tornaba juvenil y no tenía el ceño fruncido de siempre. Se puso a cantar bajito. Quizás era ese ambiente de antaño que la animaba. Vení, Alicia, acompañame, sentate a mi lado. Estas melodías me traen muy buenos recuerdos. Asentí. Ya voy, mamá, le dije conmovida al verla tan vivaz.

No olvidaré ese fin de año. Por una vez, nuestro lugar en el mundo nos había vuelto a acercar.

© Diana Durán, 30 de octubre de 2023



[1] Mochileros de Rally Barrionuevo y Héctor Edgardo Castillo

Los caminos me están esperando
Y estas ansias que no pueden más
Ya ni sé si estará todo listo
Ya ni sé lo que nos faltará.

Un amigo lleva su guitarra
Y otro lleva un pequeño tambor
La mochila, la carpa y el mate
Y el aislante y el calentador

No sabemos si al norte o al sur
A un acuerdo nos cuesta llegar
Si es al norte, subir a Bolivia
Si es al sur, al Chaltén hay que llegar.

Este viaje será gasolero
Mucha guita no pude juntar
Pero intuyo que hay algo sagrado
Algo eterno que no he de olvidar.

Decidimos por el noroeste
Para el sur otro año será
Por la ruta nos llevará el viento
Al misterio de la soledad.

Mi destino serán los misterios
Mi destino será una canción
Mi destino será la memoria
De una tierra de fiesta y dolor.

 

https://youtu.be/tW5psk8QQiE?si=W8_wEn6wwCa6HLgs

 

 

UN ARDUO CAMINO A LA DEMOCRACIA

 


Arroyito en la ruta nacional 22. Street View

Un arduo camino a la democracia

 

Transcurría el 5 de diciembre de 1983. Faltaban solo cinco días para la asunción de Alfonsín y la recuperación de la democracia en la Argentina. Un hito cardinal de nuestra historia. Sin embargo, para ese momento tan trascendente ya estaríamos en Bariloche. Nosotros fuimos militantes, pero en esa fecha veríamos el gran evento por televisión. Habíamos participado como fiscales en las elecciones del 30 de octubre y necesitábamos alejarnos. Nos merecíamos estas vacaciones y era una oportunidad para disfrutarlas.

Partimos en dos autos. El Ford Taunus, grande y cómodo, manejado por mi marido, Bernardo. El Renault 12, pequeño y económico, conducido por mi hijo, Hernán, que viajaba con su esposa y mi nieto. Menuda tropilla peregrina. Una aventura perfectamente organizada que valía la pena. Fuimos invitados por mi cuñado para residir en una cabaña a orillas del Nahuel Huapi en la península San Pedro, sumergidos en un paisaje único de montañas andinas, bosques australes y lagos glaciares.

Salimos de Buenos Aires al amanecer. Había que recorrer más de mil quinientos kilómetros, atravesar en diagonal la pampa, la estepa, el alto valle del Río Negro y la meseta para llegar a los Andes Patagónicos. Como guía de turismo conocía bien esos panoramas contrastados. Habíamos planificado pasar la noche en un punto intermedio cercano a la comarca andina. No íbamos a llegar en una sola etapa. Sabíamos de la dificultad del último tramo precordillerano. No arriesgaríamos nuestra seguridad.

Propuse a Senillosa como el lugar ideal. No la localidad, sino un hotel distante pocos kilómetros a la vera de la ruta, después de atravesar la capital de Neuquén y su circulación endemoniada. Luego de mil kilómetros de ruta con una o dos paradas cortas cenaríamos y pasaríamos la noche en el Hotel Arroyito. Desde allí quedarían solo unos cuatrocientos kilómetros hasta San Carlos de Bariloche por el sinuoso camino de montaña, por lo que habíamos tomado nuestras previsiones. Descansar bien y salir temprano al día siguiente.

Así atravesamos la pampa fecunda por la ruta nacional cinco. Región verde, agrícola, ganadera, con sus pastizales, lagunas y sus ciudades conocidas como Pehuajó -la de Manuelita con su peculiar monumento en la entrada-; Trenque Lauquen -con sus chacras y curiosos restos de la zanja de Alsina. Ingresamos a La Pampa donde comenzó la transición del verde del pastizal pampeano al amarillento de la estepa. En General Acha paramos a almorzar. Sabíamos que después había que estar bien despiertos por la recta larguísima a franquear. Era conocido, al menos por mí, que los porteños solían tomarla desprevenidos y accidentarse torpemente. Los conductores de los dos autos iban bien alertas. Ningún problema. Seguimos. En Lihuel Calel me hubiera gustado conocer el Parque Nacional con su aislada orografía serrana, sus arbustales de caldenes y molles; la fauna de zorros, pumas y gatos monteses -difícil verlos por sus hábitos nocturnos, pero no imaginarlos-, y sobre todo, la tierra de los pueblos originarios con sus arcanas pinturas rupestres localizadas en senderos. Ni lo insinué. Había que continuar con destino a Neuquén. Ya habíamos recorrido más de ochocientos kilómetros y nos restaban trescientos cuarenta para el merecido descanso en el hotel previsto. Nos acompañaba ahora un paisaje más estepario y yermo. Escuchábamos música porque después de tantas horas ya no sabíamos de qué hablar. No quería viajar con mi nieto de cinco años, cuidadosa de las responsabilidades que significaban tener cualquier percance. No sabíamos cómo estaban en el otro auto, pero imaginaba que mi hijo alegraría el camino con su música y Joaquín ya se habría dormido mecido por el andar. Cruzamos el dique Casa de Piedra, donde deleitamos nuestra perspectiva con un lugar azul frente a tanta monotonía. Propuse parar allí, pero Bernardo no quiso saber nada. Había que continuar. Así enfilamos hacia el sur hasta llegar a General Roca donde divisamos el valle verde y frutal, las plantaciones de manzanos y perales, entre las cortinas de álamos. El paisaje se había humanizado y sorteábamos un mayor flujo de tránsito de camiones, micros y autos que pasaban a gran velocidad y otros vehículos, viejos y lentos, entre el rosario de ciudades. Un aquelarre vial. Restaban menos de ochenta kilómetros al comenzar a atravesar la opulenta ciudad de Neuquén con su tránsito urbano infernal. Allí dejamos de ver el auto de mi hijo y su familia. Nos preocupó un poco la inconexión, pero era previsible que sucediera con tanto tránsito. Ya lo íbamos a volver a distinguir en lo que restaba del camino o en el mismo hotel. No nos inquietamos en demasía.

Conversábamos sobre el nuevo gobierno, felices con la democracia naciente. Todavía estaba latente en nosotros la algarabía de la multitud abigarrada en la 9 de julio para el cierre de campaña. Recordábamos cómo había triunfado Alfonsín el 30 de octubre. Nos preguntábamos si se trataría efectivamente de la restauración de la democracia. Sabíamos que iba a ser un gobierno frágil, pero que era ardiente la decisión popular de acabar con los procesos militares que habían devastado el país, secuestrado y asesinado a miles de personas y hasta conducido a una guerra infructuosa como la de Malvinas.

De tan distraídos por la charla casi nos pasamos del Hotel Arroyito. Todavía no divisábamos al Renault. Esperamos un poco próximos a la ruta sin resultados. No teníamos comunicación. No había más remedio que aguardar ya más que impacientes.

Nos ponía muy intranquilos no verlos llegar. ¿Qué les habría pasado?  Para calmarnos nos registramos en el hotel y reservamos también la habitación de nuestro hijo y su pequeña familia. Pasaron una, dos, tres horas y nada. Noche cerrada. No nos quedó otra posibilidad que pedir un teléfono al recepcionista y llamar a la policía. Poco interés de su parte pues no había accidentes reportados en la zona.

Salimos a buscarlos. Para ese entonces ya estábamos desesperados. La sombra de la dictadura nos perseguía. ¿Podían haber sido secuestrados? No confiábamos en la policía ni en nadie que tuviera uniforme. La zona por ser de frontera estaba repleta de destacamentos militares. Fuimos hasta Senillosa, Plottier, Neuquén y volvimos a Arroyito. Nada. Nada que nos indicara dónde estaban.

En determinado momento se me ocurrió que podrían haber seguido por la ruta 22 sin ver el alojamiento oculto por una cortina forestal. Así fue como una hora después, en mi caso llorando a mares, decidimos ir hacia el oeste por esa vía. Bernardo intentaba mantenerse tranquilo. Más lo pretendía, peor manejaba y aumentaba la velocidad de manera irresponsable. Llegamos a Plaza Huincul con un viento patagónico insoportable que levantaba el polvo en remolinos que impedían ver. Lo primero que hicimos fue ir al destacamento de Policía. Allí los encontramos intentando comunicarse con nosotros. Dicho y hecho. Se habían desviado por la ruta 22 sin distinguir el hotel y siguieron por ese desolado camino entre cigüeñas petrolíferas fantasmales, hasta la primera ciudad, Plaza Huincul. Los abrazos, las exclamaciones, los llantos y alguna que otra explicación superficial permitieron superar el drama. Esa noche no quisimos viajar más. Nos quedamos en la ciudad y a la mañana siguiente partimos al sur previa búsqueda de nuestros equipajes en Arroyito.

Quedamos estresados. El desencuentro nos agotó. Necesitamos días de reposo y tranquilidad en la cabaña. De a poco fuimos superando el estrés. Nos dimos cuenta de que no estábamos curados de la dictadura. Nos había marcado a fuego. No tanto a Hernán y a su esposa como a nosotros.

Lentamente llegó el 10 de diciembre. Nos parecía que habíamos recorrido figuradamente durante el viaje de ida el tortuoso y prolongado camino a la democracia. Íbamos los cuatro abrazados por la calle Mitre engalanados como muchos otros con banderas celestes y blancas. Joaquín en los hombros de mi hijo quien estaba conmovido al ver tanta gente palpitando esos momentos.

Se hizo un gran silencio. Fue entonces cuando escuchamos por lo parlantes del Centro Cívico estos párrafos:

 

“Iniciamos todos hoy una etapa nueva de la Argentina. Iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos, todos, la enorme responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en la tierra argentina (…)

Entre todos vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”.[1]

 

No estábamos frente al Cabildo junto a la multitud en Plaza de Mayo, pero no importaba. A pesar de la larga y ardua travesía, disfrutamos con sencillez los festejos de la república naciente en Bariloche junto a la algarabía local. Lloré de alegría.



[1] Raúl Ricardo Alfonsín en el balcón del Cabildo el 10 de diciembre de 1983.

 


10 de diciembre de 1983 en la Plaza de Mayo. Diario La Gaceta. 2009.



© Diana Durán, 3 de julio de 2023

NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

 


Embotellamiento en la ruta 22. La Super Digital

NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

Ambos queríamos un cambio. Otra gente, otros ambientes, otros lugares. Nuevos rumbos.


Mi situación laboral era pésima. Había perdido el trabajo en la Secretaría de Cultura del municipio durante 2002 y no había visos de nuevos puestos. Tiempos difíciles para todos. La política, la sociedad y la economía no daban tregua. Yo sólo tenía unos pocos alumnos particulares de inglés. Escasos y pagaban unos pesos. Nico conservaba su lugar a costa de permanentes conflictos que lo sometían a un gran estrés.

 

Lo conversamos mucho. Éramos jóvenes, no teníamos hijos y comenzamos a pensar en irnos al sur, hacia alguna localidad patagónica cordillerana. Para ello, la única posibilidad concreta era que él consiguiera el traslado de su puesto administrativo a una sucursal de la empresa pública a una local. Nada fácil porque había que viajar a General Roca, cabecera provincial del ente donde trabajaba. Una vez que él estuviera acomodado, yo estaría en condiciones de salir a buscar un trabajo más rentable. Hasta podía ser un microemprendimiento. Decidimos jugarnos...

 

Le pedimos el auto al padre de Nico que era a gas y por lo tanto más económico y salimos de casa una madrugada, previa solicitud del día. Así comenzó nuestro trasiego de 500 km desde Bahía Blanca a General Roca y otros tantos de vuelta, sumado al tiempo que durara la entrevista pautada. Pasamos por Médanos, Algarrobo y Río Colorado, pequeñas localidades en las que se advertía la atmósfera patagónica, su aridez y despoblamiento. Luego de la interminable recta que se extiende hacia el cruce del río Colorado que nos refrescó con sus anchurosas aguas llegamos a Choele Choel. Parecía la capital del desierto. Allí vimos esas matas redondas y espinosas de cardos rusos que cruzaban la ruta como fantasmales ovillos arrastrados por el viento que arreciaba. Habíamos ingresado a la Patagonia.

 

Comenzaron los problemas. Para cargar gas -decidimos usarlo para mantener nuestros magros recursos-, había que presentar unos papeles que no teníamos por lo cual casi se frustra el viaje. Tras muchas idas y vueltas, llamadas y mensajes conseguimos que el padre enviara un fax con la documentación requerida. Enseguida caímos en cuenta de que nos veían como forasteros. Desconfiaban de nosotros. Cargamos el ansiado gas y continuamos el camino atravesando un rosario de pequeñas ciudades a la vera de la ruta 22. Se sucedieron Chimpay, Chelforó e Ingeniero Huergo alternando el pródigo valle con la arisca meseta. Comenzaron a aparecer las plantaciones frutales. Un espectáculo multicolor.

 

Estábamos muy esperanzados. A las doce y cuarto llegamos a General Roca a tiempo para que Nico se presentara ante la gerente luego de cambiarse en el auto la remera por camisa y corbata. Mientras tanto, yo me quedé en el Renault, estacionado junto a una plaza bien arbolada, aunque el calor arreciaba. Luego de dos horas apareció con una gran sonrisa y me abrazó, seguro del éxito obtenido. Solo faltaba el acto administrativo de traslado para concretar nuestra ida al sur. Había que planear lo que significaría vivir en tierras frías: vestimenta apropiada, alquiler de una casita o departamento, cadenas para el auto y demás pertrechos. Éramos un cúmulo de felicidad sentados en la plaza hablando de nuestra buena suerte mientras comíamos unos sándwiches caseros. Pero había que emprender la vuelta hacia Bahía para que no se hiciera de noche.

 

En las cercanías de Villa Regina el tránsito comenzó a congestionarse. Era una fila interminable de autos, camiones y micros varados por un corte de ruta de los quinteros, según la radio local, apremiados por el bajo precio de las peras y manzanas. Parecía que estábamos viviendo el cuento de Cortázar[1], si bien todavía nos duraba el buen humor por el éxito obtenido en Roca. Al cabo de una hora y media la fila se empezó a mover al principio muy lentamente, luego con la rapidez y locura de las rutas argentinas. Polvo que impedía ver, autos zigzagueantes, camiones a velocidades prohibidas, riesgosas maniobras.

 

En Chelforó se nos pinchó una goma. Ya atardecía. Nuestro ánimo sumado al cansancio comenzó a irritarse. Restaban más de cuatrocientos kilómetros para llegar a destino. Nico, cansado de las peripecias la cambió, pero decidió continuar sin buscar gomería. Estábamos sin auxilio para el resto del camino. Faltaban las rectas interminables entre Choele Choel y Río Colorado y la otra hasta Médanos. El cansancio hacía que Nico disminuyera la velocidad a niveles de que el camino se hacía interminable. Seguimos. Nada ni nadie debería tronchar nuestro viaje.

 

Apenas pasamos Médanos se sumaron al trasiego, desde la ruta 3, los camiones que iban a Bahía desde el sur. Nunca vimos tantos vehículos, un verdadero cuello de botella imposible de evitar. El tránsito se tornó otra vez lento y, a su vez, peligroso. Pasar cada camión era una suerte de ruleta rusa. El auto recalentaba. Nosotros, agotados.

 

Cuando llegamos a Bahía Blanca, cerca de las tres de la mañana, sabiendo que él tenía que ir a trabajar en pocas horas, había terminado con nuestra paciencia. Ni nos hablamos y creo que olvidamos el logro obtenido.

 

Así fue como la idea de vivir en el sur quedó archivada hasta que superáramos ese viaje infernal. En realidad, no volvimos a hablar del tema y Nico pausó su trámite de traslado. Finalmente, la partida quedó guardada en el cajón de los recuerdos.



[1]La autopista del sur” es cuento del escritor argentino Julio Cortázar, publicado junto a otros en el libro “Todos los fuegos el fuego”. En este relato reaparece el viaje como tema al igual que en otras obras de Cortázar como Rayuela y Los premios.


© Diana Durán, 31 de marzo de 2023

TIJERAS

 


Foto: Diana Durán

TIJERAS

Caminaba por un sendero que bordea el lago Gutiérrez. Todavía había cenizas en el ambiente, restos de la erupción de un volcán en Chile. Era hermoso contemplar el estrecho lago con sus aguas quietas. No había viento, pero sí una bruma formada por el polvo en suspensión que aún cubría el paisaje. El azul del lago se había transformado en un celeste grisáceo.

El sendero, de camino a la cascada de los Duendes, serpenteaba entre rocas antiguas, troncos derribados, raíces aflorantes, cañas coligües, cónicos cipreses, enhiestos coihues y milenarios alerces. Mis huellas se estampaban en un suelo polvoriento cubierto de ceniza. A medida que ascendía, los árboles se tornaban más achaparrados lo que me permitía ver la fusión del cielo, el bosque y el lago. Era el equilibrio de la naturaleza.

Después de media hora de camino zigzagueante llegué a la pequeña cascada donde paré a descansar. Algo me distrajo. Brillaba semienterrado un objeto plateado. Me acerqué lentamente. Primero lo toqué con una rama con cierto temor.  Estaba sola. Al desenterrarlo vi que era una simple tijera de acero. Sin saber por qué, la guardé en mi mochila.

Pocos minutos después continué la travesía. Restaban ochocientos metros de ascenso para alcanzar mi destino en el Mirador, desde donde divisaría las encumbradas agujas del cerro Catedral. Allí esperaba encontrar a otros mochileros. Transcurridos trescientos metros el cielo se tornó irreal, totalmente plateado. No había una nube baja, ni restos de bruma volcánica. Era otra cosa, extraña e inexplicable. Los árboles también se habían transformado. Los anillos de tijeras gigantescas rodeaban los troncos metálicos. Las cuchillas eran las ramas que se elevaban como flechas a una atmósfera color plata. Formaban un bosque artificial en el que cada árbol tenía una silueta semejante a la natural, pero de acero. No podía caminar porque el suelo se entremezclaba con un sotobosque de agujas de metal. Se escuchaba el tintinear de las ramas en un golpeteo rítmico. Veía cuchillas que se rozaban unas con las otras como en un extraño juego de esgrima. No lograba atravesar ese sendero. Era una especie de yacimiento de tijeras en el páramo de altura.

Perpleja busqué la tijera en la mochila. No la encontraba en la mezcla de trastos. El mundo de acero continuaba acechándome. Seguí intentándolo hasta que extraje del bolsillo de mi morral algo que no era una tijera. Era un brote, un pequeño renoval de ciprés. Decidí acercarlo con cuidado al suelo y taparlo ligeramente. De improviso el bosque volvió a ser de madera; el cielo, otra vez brumoso y el lago se tornó azul.   

© Diana Durán. 3 de octubre de 2021.

 

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