Bardas en la ruta 22 en el Valle del Río Negro. Foto Diana Durán
Viaje a través de la ventanilla del micro
Cansada de todo el año decidió emprender un viaje al sur,
sin destino único, sin prisa, con el propósito de recuperar sus fortalezas
perdidas. El trabajo la había dejado exhausta. Infinitos papeles, trato intenso
con vecinos demandantes, jefes incapaces. La burocracia municipal invadiéndolo
todo. Un recorrido atractivo le permitiría recuperarse de tan obstinada estupidez. Hacía tiempo que quería dejar la oficina. No conseguía un
trabajo acorde a su profesión de geógrafa. La única opción de cambio hubiera sido ser empleada
de comercio. Muchas horas por poca plata.
No se decidía. Quizás el viaje le serviría para definir un nuevo rumbo laboral.
Lo resolvió presurosa, consiguió una hostería modesta y costeó
el micro en cuotas. Sería cansador pero el avión estaba fuera de sus
posibilidades. Ir a Buenos Aires para volver al sur no tenía sentido. País extenso donde las distancias son inmensas, quebradas por la ausencia de buenas rutas y vuelos insuficientes. El
ferrocarril, antes vinculante, se había convertido en una red lenta y peligrosa.
Prefirió gozar del viaje a Bariloche de día. Sabía que
todo paisaje tenía su encanto y podía disfrutarlo.
Subió al micro en la terminal de Bahía Blanca. Estaba interesada en descubrir los árboles caídos por el tremendo temporal que había
afectado la zona en diciembre del año anterior dejando un saldo trágico. No los
divisó en los inicios del trasiego atravesando la ciudad. En cambio, exploró mixturas
urbanas abigarradas de edificios de departamentos, casas bajas, comercios, depósitos
y talleres. Contempló el primer árbol caído recién en los confines bahienses. Era
muy temprano, las siete de la mañana y todavía algo adormilada no tornaba su
mirada al cielo. Fijaba la atención en la ciudad que desconocía en la periferia.
Apoyó la cabeza contra la ventanilla del micro, aún la agobiaba el cansancio de
fin de año, pero sabía que durante el viaje se despejaría.
Los camiones arreciaban en las afueras de Bahía Blanca y
los árboles caídos parecían hacer reverencias a la nada misma. ¿Por qué unos sí
y otros no?, no se explicaba tan caprichosa apariencia forestal. La misteriosa
naturaleza bravía.
Comenzó a despejarse el paisaje urbano y se dibujaron en
el horizonte los primeros médanos ondulantes. Comenzó a tomar notas en su
cuadernillo preparado especialmente. Se puso los anteojos de lejos y los divisó
mejor. Descubrió hileras de eucaliptos añosos al costado de la ruta cortados de
cuajo, pinos abatidos, sauces despojados de su follaje.
Todavía se extendía la gran llanura pampeana
porque los verdes y amarillos después de la lluvia del día anterior iluminaban el
relieve plano. En la ruta veintidós apareció el salar de la Vidriera. Se extrañó
por la ausencia de flamencos. Los añoró. Ese conjunto rosado único dibujado contra
el gris plateado del suelo salino. En cambio, solo había charcos irregulares en
el triste bajío. Luego del llano siguió el monte en transición hacia la estepa
patagónica. Arbustos bajos y achaparrados que parecían islas verdes en el
homogéneo panorama. El vendaval no pudo con ellos. Le atrajo la Mascota, nombre
singular para una pequeña localidad entre médanos y resabios de caldenes.
Después de Médanos sobrevino la interminable recta hasta Río Colorado. Vio
silos bajos y dispersos entre relictos de bosques de caldenes en las lomadas. Tan
bellos los caldenes talados frenéticamente para el avance ferroviario. El
paisaje la iba apaciguando, le proveía paz, la relajaba en el asiento de tal
forma que no había observado al resto de los pasajeros separados por cortinas
individuales. Tampoco a los choferes en su cabina aislada.
El monte se hizo más ralo, observó la leña en montículos y el ganado pastando. Sobrevolaban aguiluchos, únicas aves
reinantes. La entristeció no otear las rojas loicas en los alambrados. La
acción humana las había desplazado o extinguido.
El monte estaba extrañamente verde por alguna lluvia
ocasional. Después de cruzar el río Colorado sobrevino otra recta infinita. Se
dispuso a seguir aflojándose, aunque continuó escribiendo notas. Lo hacía encantada
de describir las geografías que atravesaba.
Decidió observar el cielo límpido. Algunas nubes de raras
formas como husos de hilar demostraban que en altura había fuertes vientos. Las
contemplaba poco porque odiaba descubrir formas de rostros humanos en ellas.
Las torres de electricidad y los molinos eólicos se
divisaban como gigantes en la estepa. La modernidad versus la tierra indómita.
Sobrevino la vegetación de arbustos y el suelo yermo. Sin embargo, todavía había
matas tupidas. Llegaron a Choele Choel. Increíble su expansión. Hacía mucho que
no viajaba por esas tierras. Descubrió las primeras bardas del río Negro con
sus coloridos estratos. Ya estaba en la Patagonia. Las casas se acercaban a la
base de las terrazas. Imaginó posibles derrumbes, los ranchos destruidos. Pobre
gente.
Se fue sosegando aún más, sintió que sus hombros caían y su
cuerpo se extendía lánguido en el asiento. Dormitó un poco, pero siguió atenta al
afuera. Hasta ese momento no había prestado atención a los pasajeros. Estaba cansada
del gentío que día a día atendía en la oficina. Sin embargo, al parar en la
estación de Choele Choel se sorprendió al ver una veintena de hombres, mujeres
y niños con sus trastos desperdigados en cajones de frutas y atillos de tela. Impacientes
los mayores, caritas tristes los más pequeños. Razonó que esperarían algún
transporte miserable que los llevaría a otro pueblo del valle a cosechar peras
y manzanas. Se indignó por el eterno maltrato de los sufrientes trabajadores
golondrina. Estaban allí tirados con sus familias esperando otro viaje con sus caras sucias y cuerpos flacos. Miró a su alrededor con detenimiento por
primera vez. Todos los pasajeros estaban dormidos. Su aspecto era el de
turistas de clase media, bien trazados. Las cortinas que los separaban le
impidieron seguir indagando, pero ninguno tenía el aspecto de ser un trabajador
de la tierra.
Atravesaron el valle,
pródigo en frutos, perales, manzanos, vides por doquier. Dejó de escribir sus
notas para sumergirse en ese paisaje único inserto en el desierto. Las chacras
rodeadas de álamos verdes que el otoño todavía no había amarilleado. El rosario
de pequeñas ciudades, Darwin, Chimpay, Chelforó. Luego las más grandes, Villa
Regina, General Roca, Cipolletti y Neuquén. Todos esos puntos poblados fueron
pasando como una película. Lo disfrutó intensamente.
Las bardas se erguían extrañas
limitando el valle. El trasiego se volvió lento y cansador en el último tramo debido
al tránsito de camiones de petróleo y de fruta, micros turísticos, coches
viejos, camionetas y autos nuevos a toda velocidad. Todos los vehículos
posibles en una ruta peligrosa entre los pueblos. Se concentró en el paisaje
productivo y continuó su intencional divague y esparcimiento.
En Neuquén había un tránsito
exasperante por los semáforos que importunaban. A pesar de la existencia de un
camino de circunvalación el micro atravesó el centro de la ciudad a paso de tortuga.
Plottier, Senillosa y más
allá volvió a disfrutar del paisaje de la estepa patagónica, aunque fuera yermo.
Distinguió ásperos wadis, los fértiles mallines, el vasto embalse del Chocón,
los ñandúes. Al oeste comenzaron a dibujarse los quebrados perfiles de la cordillera
patagónica. Descubrió el majestuoso volcán Lanín sobresaliendo en el horizonte.
Sabía que lo iba a contemplar y se ufanó al hacerlo.
Por alguna razón, tal vez porque se dirigía hacia un
parque nacional, recordó la serie “Yellowstone” que había visto durante las
semanas anteriores. Los conflictos a lo largo de fronteras entre los dueños de un inmenso
rancho de ganado, una reserva india, los desarrolladores de tierras y el parque
homónimo bien podían acontecer en los remotos parajes a los que se dirigía. Pensó en
las semejanzas de paisajes y formas de vida que en la Patagonia suscitaban
dramas parecidos entre familias de terratenientes, gobiernos y pueblos
originarios.
El viaje se prolongaba mucho debido a las paradas intermedias.
Le habían dicho que era directo, pero no fue así. Comenzó a anochecer. Llegaron
al Valle Encantado del río Limay con sus extrañas formas sedimentarias que
conocía tan bien. Amaba ese paisaje de ruinas naturales en el que podía descubrir todo
tipo de siluetas. Seguía la parte más hermosa del viaje, aunque fuera de noche.
La luna llena iluminaba el embalse Alicurá. La luna reflejada en el espejo
acuático.
Figuras fantasmales se dibujan a la
vera de la ruta. No logro distinguirlas bien, son algo cónicas, más bajas y más
altas. Se mueven al compás del trasiego del micro. ¿Serán hombres y mujeres caminando
en ese horario de vuelta de algún trabajo? Los observo con mayor detenimiento.
Es muy peligroso su andar a la orilla de un derrotero tan agreste, en algunos
tramos de cornisa. Lo anoto con letra vacilante en mi cuaderno.
Miro para todos lados dentro del micro. Súbitamente
me percato de que está vacío. No he visto bajar a los pasajeros imbuida en lo que veo tras la ventanilla. Sé que una puerta metálica infranqueable me separa de los
conductores. Me paro y camino por los pasillos. Corro una por una las pequeñas
cortinas que separan los asientos. Tras ellas no hay nadie. Las butacas pulcras
y vacías. Ningún viajero en ellas. Irremediablemente sola.
La ruta serpentea entre precipicios serranos. La luna
aparece y desaparece según el micro circula a alta velocidad por la cinta de
asfalto llena de curvas. Me pregunto alarmada dónde bajó el resto de los
viajeros. Miro por la ventanilla y veo la luna gigante y plateada reflejada
intermitentemente en el río Limay y sus rápidos. El corazón me late
enérgicamente. ¿Quiénes serán esos seres grotescos que caminan al borde de la
ruta? Empiezo a temblar. Vuelvo al asiento. El
miedo me invade e impide pararme. Tengo frío y la piel de gallina. Busco mi cuaderno de notas. Pienso en escribir para serenarme. No lo encuentro. Me desespero.
Veo unos carteles rojos luminosos indicadores en la pared frontal del micro que advierten cuando la velocidad supera el límite. A cada rato suena un chillido espantoso avisando el peligro. Entonces mi corazón late desbocado. Los conductores, ausentes. No contestan por más que trato de comunicarme con ellos a golpe de puños en la puerta metálica que separa la cabina. Estoy aterrada. No sé qué hacer.
Ella, tan conocedora y amante de los
paisajes externos, iba sin rumbo hacia la nada misma, sola su alma en el
monstruo rodante.
© Diana Durán, 4 de marzo de 2024
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