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UNA ROSA EN LA DESPEDIDA

 

Imagen creada con IA

UNA ROSA EN LA DESPEDIDA

 

La despedida fue dolorosa. Te ibas al sur después de dos años de noviazgo adolescente, entre cartas que cruzaban el aire como suspiros, fiestas de quince, besos tímidos y abrazos interminables. Entre poemas garabateados en los márgenes de los cuadernos y paseos por la calle Santa Fe, donde el mundo parecía nuestro. Lo era.

 

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Corría el año 1982. La Guerra de las Malvinas había comenzado. Territorio irredento. Del lado argentino, una dictadura que nos robaba el futuro; del británico, una gobernante férrea, "la Thatcher" y el poderío del imperio. Decían que la guerra era necesaria, posible, legítima.  Yo, con mis dieciocho años, sabía que ninguna guerra lo era. Y vos, ¿lo sabías?

 

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Recorrerás todos los trasiegos, desandarás mil itinerarios. Te arrastrarás en el lodo de los campos de batalla, dormirás bajo la luz temible del fuego enemigo. En cavernas improvisadas, apenas descansarás, sin amparo, sin refugio, sin aliento.

Te moverás junto a otros soldados, helado, sin el uniforme que merecías, sin órdenes fehacientes. Estoy segura de que el temor te acompañará. Entre cañadones secos y lomadas bajas, entre pastizales ariscos y “ríos de piedras”, como si la Patagonia se hubiera enfurecido en la Isla Soledad. ¿Ese paisaje indómito será tu último horizonte?

 

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Hoy soñé que vuelvo; que bajo del barco y vos estás ahí, con una rosa en la mano.

Yo sueño que volvés; que me abrazás como antes; que me contás todo; pero despierto con el silencio.

Hace frío; no como el de invierno, sino ese que se mete en los huesos y en el alma; a veces logro cerrar los ojos muy fuerte; entonces vuelvo a Santa Fe, a tus poemas tiernos, a tus abrazos cálidos.

Yo escribo para vos; aunque no sé si lo leerás; aunque no conciba dónde estás; cada palabra es un intento de alcanzarte.

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En la Isla Soledad se libraron los enfrentamientos más crudos: en las cercanías de Puerto Argentino, en el Estrecho de San Carlos, en los montes que rodeaban la fugaz capital. Desembarcos, combates cuerpo a cuerpo, ataques aéreos y navales. Todo culminó con la rendición argentina, pero no con el fin del dolor.

Monte Longdon. Allí fue la batalla más encarnizada, la más brutal. Del 11 al 12 de junio de mil nueve ochenta y dos. Cuerpo a cuerpo, sin tregua. Vos estabas ahí. Allí ibas a caer. Yo no lo supe hasta mucho después.

Estuviste entre los seiscientos cuarenta y nueve soldados que no volvieron. Y yo fui quien al despedirte no me percaté de que era la última vez. Y vos, ¿lo sabías?

 

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Tuve que separarme porque no había otra posibilidad. La guerra te esperaba, y yo me preguntaba: ¿qué sentido tenía? Eras mi espejo, mi norte, mi rienda, mi amado.

Ese día, antes de partir, me regalaste una rosa envuelta en una poesía sencilla. La rosa se secó, se descoloró con el paso del tiempo, pero no perdió el alma. Vive ahora entre dos hojas del libro de Benedetti que leíamos juntos, como un relicario de tu esencia.

Esa flor, aún seca, aún pergamino, es mi rosa. Fue gesto de tu alma y es el inconsolable símbolo de tu presencia en las tierras de la Isla Soledad.

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No me olvides; aunque el tiempo avance, aunque el duelo se transforme en aceptación; yo soy esa rosa; soy el gesto, la esencia, tu temprano amado.

No te olvido; te hablo cada vez que abro el libro; cada vez que miro la flor. Cada vez que escribo y te recuerdo, aún muchos años después.

La rosa vive; la memoria también.

 

© Diana Durán, 25 de octubre de 2025

CONFLUENCIAS EN MALVINAS


Foto: Héctor Correa

    Lautaro era neuquino nacido en Loncopué, un pueblo colorido, ovejuno y mineral. Camino a la cordillera, entre mesetas y sierras a orillas del río Agrio. Trigueño, bajito y fuerte como la mayoría de los lugareños. A los dieciocho años era criancero trashumante de ovejas. Su mayor deseo, ser militar. Había ingresado al servicio en el regimiento de Covunco, a ochenta kilómetros de su lugar natal. Carlos era salteño, de Payogasta, pequeño poblado a orillas del río Calchaquí. Vivía entre cardones y salinas en la extrema aridez de la puna. Así era de rudo y curtido. Deseaba con fervor conocer el mar. Solo lo había visto en fotos. Viajar parecía imposible para su economía. Solo para llegar a Salta tenía que recorrer más de cien kilómetros por caminos de cornisa. Juan Bautista era correntino. Su nombre honraba al sargento Cabral, héroe de Saladas, su pueblo natal. Su figura era parecida al soldado del combate de San Lorenzo. Había terminado con mucho esfuerzo el secundario y quería ser profesor de historia. Era conocedor de la gesta de San Martín. Amaba el paisaje de los esteros del Iberá donde navegaba y pescaba en una pequeña canoa. 

  Lautaro, Carlos y Juan Bautista fueron trasladados como conscriptos a principios de 1982 a un destacamento naval. Juntos contemplaban la inmensidad del mar, su fusión con el cielo, los atardeceres en la bahía, el ocre del pajonal y el negro del cauce contaminado. Un viejo barco encallado volvía extraño el sitio. Avistaban las gaviotas que sobrevolaban las naves o se posaban en los postes. Los flamencos tornaban rosadas las planicies de marea. Los playeros rojizos descansaban en el humedal antes de migrar. Se hicieron amigos. Siempre contaban historias de sus tierras natales. Las preferían antes que aventurarse sobre un futuro incierto. Habían sido entrenados mínimamente, pero tenían buen ánimo. 

    Viajaron junto a otros conscriptos a Comodoro Rivadavia para integrar un batallón de infantería de marina. En el barco había jóvenes procedentes del norte, centro y sur del país de diecinueve a veinticinco años. Después de días de navegación llegaron a la Isla Soledad, al oeste de la Gran Malvina. El paisaje les resultaba muy parecido al del continente. Frío, desolado, arisco. Distinto al del puerto donde los habían entrenado. 

     El 2 de abril de1982 se desató la guerra de las Malvinas. 

    Juan Bautista se dio cuenta de la situación. Demasiados secretos, les comentó a sus amigos. Lautaro y Carlos eran más confiados, creían en la honra y el honor. No se separaron y se apoyaron mutuamente durante los combates. Al poco tiempo advirtieron que no estaban bien adiestrados, sus armas eran obsoletas y no tenían uniformes acordes al frío de las islas. Fueron los chicos que combatieron en la batalla de Pradera del Ganso. Resistieron con su compañía, pero fueron vencidos. Juntos se perdieron al alejarse. Caminaron inseguros por terrenos escabrosos entre campos minados. Exhaustos, se refugiaron en una cueva rocosa y oscura. Tengo mucho miedo, exclamó Juan Bautista. Pero no Juan, ya van a encontrarnos, respondió Lautaro, sacando fuerzas de donde no tenía. Estaban en pleno teatro de guerra. ¿Cómo volver a encontrarse con el resto de la tropa? Ni siquiera tenían una brújula. En realidad, no comprendían la guerra, nadie les había explicado nada. Solo arengas. La pavura erizaba los cuerpos ateridos. Vamos a morir, gimió Carlos. No seas tonto, replicó Lautaro, vamos a llegar si no nos separamos, si nos mantenemos juntos. Juan Bautista rezaba a la Virgen de Itatí. 

   Silencio de muerte. Una bandada de gaviotas sobrevoló la colina donde los tres murieron. Fueron testigos alados de su sufrimiento y agonía. 

    El 14 de junio de 1982 terminó la guerra. 

   Sus cuerpos yacen en el Cementerio de Darwin. Sus nombres, tan ligados a la tierra, tan cargados de la identidad de sus lugares -de Loncopué, de Payogasta y de Saladas-, son todavía anónimos. Las tres cruces rezan, “Soldado argentino solo conocido por Dios”.

                                                                © Diana Durán. 29 de octubre de 2021

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