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CONFLUENCIAS EN MALVINAS


Foto: Héctor Correa

    Lautaro era neuquino nacido en Loncopué, un pueblo colorido, ovejuno y mineral. Camino a la cordillera, entre mesetas y sierras a orillas del río Agrio. Trigueño, bajito y fuerte como la mayoría de los lugareños. A los dieciocho años era criancero trashumante de ovejas. Su mayor deseo, ser militar. Había ingresado al servicio en el regimiento de Covunco, a ochenta kilómetros de su lugar natal. Carlos era salteño, de Payogasta, pequeño poblado a orillas del río Calchaquí. Vivía entre cardones y salinas en la extrema aridez de la puna. Así era de rudo y curtido. Deseaba con fervor conocer el mar. Solo lo había visto en fotos. Viajar parecía imposible para su economía. Solo para llegar a Salta tenía que recorrer más de cien kilómetros por caminos de cornisa. Juan Bautista era correntino. Su nombre honraba al sargento Cabral, héroe de Saladas, su pueblo natal. Su figura era parecida al soldado del combate de San Lorenzo. Había terminado con mucho esfuerzo el secundario y quería ser profesor de historia. Era conocedor de la gesta de San Martín. Amaba el paisaje de los esteros del Iberá donde navegaba y pescaba en una pequeña canoa. 

  Lautaro, Carlos y Juan Bautista fueron trasladados como conscriptos a principios de 1982 a un destacamento naval. Juntos contemplaban la inmensidad del mar, su fusión con el cielo, los atardeceres en la bahía, el ocre del pajonal y el negro del cauce contaminado. Un viejo barco encallado volvía extraño el sitio. Avistaban las gaviotas que sobrevolaban las naves o se posaban en los postes. Los flamencos tornaban rosadas las planicies de marea. Los playeros rojizos descansaban en el humedal antes de migrar. Se hicieron amigos. Siempre contaban historias de sus tierras natales. Las preferían antes que aventurarse sobre un futuro incierto. Habían sido entrenados mínimamente, pero tenían buen ánimo. 

    Viajaron junto a otros conscriptos a Comodoro Rivadavia para integrar un batallón de infantería de marina. En el barco había jóvenes procedentes del norte, centro y sur del país de diecinueve a veinticinco años. Después de días de navegación llegaron a la Isla Soledad, al oeste de la Gran Malvina. El paisaje les resultaba muy parecido al del continente. Frío, desolado, arisco. Distinto al del puerto donde los habían entrenado. 

     El 2 de abril de1982 se desató la guerra de las Malvinas. 

    Juan Bautista se dio cuenta de la situación. Demasiados secretos, les comentó a sus amigos. Lautaro y Carlos eran más confiados, creían en la honra y el honor. No se separaron y se apoyaron mutuamente durante los combates. Al poco tiempo advirtieron que no estaban bien adiestrados, sus armas eran obsoletas y no tenían uniformes acordes al frío de las islas. Fueron los chicos que combatieron en la batalla de Pradera del Ganso. Resistieron con su compañía, pero fueron vencidos. Juntos se perdieron al alejarse. Caminaron inseguros por terrenos escabrosos entre campos minados. Exhaustos, se refugiaron en una cueva rocosa y oscura. Tengo mucho miedo, exclamó Juan Bautista. Pero no Juan, ya van a encontrarnos, respondió Lautaro, sacando fuerzas de donde no tenía. Estaban en pleno teatro de guerra. ¿Cómo volver a encontrarse con el resto de la tropa? Ni siquiera tenían una brújula. En realidad, no comprendían la guerra, nadie les había explicado nada. Solo arengas. La pavura erizaba los cuerpos ateridos. Vamos a morir, gimió Carlos. No seas tonto, replicó Lautaro, vamos a llegar si no nos separamos, si nos mantenemos juntos. Juan Bautista rezaba a la Virgen de Itatí. 

   Silencio de muerte. Una bandada de gaviotas sobrevoló la colina donde los tres murieron. Fueron testigos alados de su sufrimiento y agonía. 

    El 14 de junio de 1982 terminó la guerra. 

   Sus cuerpos yacen en el Cementerio de Darwin. Sus nombres, tan ligados a la tierra, tan cargados de la identidad de sus lugares -de Loncopué, de Payogasta y de Saladas-, son todavía anónimos. Las tres cruces rezan, “Soldado argentino solo conocido por Dios”.

                                                                © Diana Durán. 29 de octubre de 2021

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