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VIAJE TRAS LA VENTANILLA DEL MICRO

 


Bardas en la ruta 22 en el Valle del Río Negro. Foto Diana Durán


Viaje a través de la ventanilla del micro

 

Cansada de todo el año decidió emprender un viaje al sur, sin destino único, sin prisa, con el propósito de recuperar sus fortalezas perdidas. El trabajo la había dejado exhausta. Infinitos papeles, trato intenso con vecinos demandantes, jefes incapaces. La burocracia municipal invadiéndolo todo. Un recorrido atractivo le permitiría recuperarse de tan obstinada estupidez. Hacía tiempo que quería dejar la oficina. No conseguía un trabajo acorde a su profesión de geógrafa. La única opción de cambio hubiera sido ser empleada de comercio. Muchas horas por poca plata. No se decidía. Quizás el viaje le serviría para definir un nuevo rumbo laboral.

Lo resolvió presurosa, consiguió una hostería modesta y costeó el micro en cuotas. Sería cansador pero el avión estaba fuera de sus posibilidades. Ir a Buenos Aires para volver al sur no tenía sentido. País extenso donde las distancias son inmensas, quebradas por la ausencia de buenas rutas y vuelos insuficientes. El ferrocarril, antes vinculante, se había convertido en una red lenta y peligrosa.

Prefirió gozar del viaje a Bariloche de día. Sabía que todo paisaje tenía su encanto y podía disfrutarlo.

Subió al micro en la terminal de Bahía Blanca. Estaba interesada en descubrir los árboles caídos por el tremendo temporal que había afectado la zona en diciembre del año anterior dejando un saldo trágico. No los divisó en los inicios del trasiego atravesando la ciudad. En cambio, exploró mixturas urbanas abigarradas de edificios de departamentos, casas bajas, comercios, depósitos y talleres. Contempló el primer árbol caído recién en los confines bahienses. Era muy temprano, las siete de la mañana y todavía algo adormilada no tornaba su mirada al cielo. Fijaba la atención en la ciudad que desconocía en la periferia. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del micro, aún la agobiaba el cansancio de fin de año, pero sabía que durante el viaje se despejaría.

Los camiones arreciaban en las afueras de Bahía Blanca y los árboles caídos parecían hacer reverencias a la nada misma. ¿Por qué unos sí y otros no?, no se explicaba tan caprichosa apariencia forestal. La misteriosa naturaleza bravía.

Comenzó a despejarse el paisaje urbano y se dibujaron en el horizonte los primeros médanos ondulantes. Comenzó a tomar notas en su cuadernillo preparado especialmente. Se puso los anteojos de lejos y los divisó mejor. Descubrió hileras de eucaliptos añosos al costado de la ruta cortados de cuajo, pinos abatidos, sauces despojados de su follaje.

Todavía se extendía la gran llanura pampeana porque los verdes y amarillos después de la lluvia del día anterior iluminaban el relieve plano. En la ruta veintidós apareció el salar de la Vidriera. Se extrañó por la ausencia de flamencos. Los añoró. Ese conjunto rosado único dibujado contra el gris plateado del suelo salino. En cambio, solo había charcos irregulares en el triste bajío. Luego del llano siguió el monte en transición hacia la estepa patagónica. Arbustos bajos y achaparrados que parecían islas verdes en el homogéneo panorama. El vendaval no pudo con ellos. Le atrajo la Mascota, nombre singular para una pequeña localidad entre médanos y resabios de caldenes. Después de Médanos sobrevino la interminable recta hasta Río Colorado. Vio silos bajos y dispersos entre relictos de bosques de caldenes en las lomadas. Tan bellos los caldenes talados frenéticamente para el avance ferroviario. El paisaje la iba apaciguando, le proveía paz, la relajaba en el asiento de tal forma que no había observado al resto de los pasajeros separados por cortinas individuales. Tampoco a los choferes en su cabina aislada.

El monte se hizo más ralo, observó la leña en montículos y el ganado pastando. Sobrevolaban aguiluchos, únicas aves reinantes. La entristeció no otear las rojas loicas en los alambrados. La acción humana las había desplazado o extinguido.

El monte estaba extrañamente verde por alguna lluvia ocasional. Después de cruzar el río Colorado sobrevino otra recta infinita. Se dispuso a seguir aflojándose, aunque continuó escribiendo notas. Lo hacía encantada de describir las geografías que atravesaba. 

Decidió observar el cielo límpido. Algunas nubes de raras formas como husos de hilar demostraban que en altura había fuertes vientos. Las contemplaba poco porque odiaba descubrir formas de rostros humanos en ellas. 

Las torres de electricidad y los molinos eólicos se divisaban como gigantes en la estepa. La modernidad versus la tierra indómita. Sobrevino la vegetación de arbustos y el suelo yermo. Sin embargo, todavía había matas tupidas. Llegaron a Choele Choel. Increíble su expansión. Hacía mucho que no viajaba por esas tierras. Descubrió las primeras bardas del río Negro con sus coloridos estratos. Ya estaba en la Patagonia. Las casas se acercaban a la base de las terrazas. Imaginó posibles derrumbes, los ranchos destruidos. Pobre gente.

Se fue sosegando aún más, sintió que sus hombros caían y su cuerpo se extendía lánguido en el asiento. Dormitó un poco, pero siguió atenta al afuera. Hasta ese momento no había prestado atención a los pasajeros. Estaba cansada del gentío que día a día atendía en la oficina. Sin embargo, al parar en la estación de Choele Choel se sorprendió al ver una veintena de hombres, mujeres y niños con sus trastos desperdigados en cajones de frutas y atillos de tela. Impacientes los mayores, caritas tristes los más pequeños. Razonó que esperarían algún transporte miserable que los llevaría a otro pueblo del valle a cosechar peras y manzanas. Se indignó por el eterno maltrato de los sufrientes trabajadores golondrina. Estaban allí tirados con sus familias esperando otro viaje con sus caras sucias y cuerpos flacos. Miró a su alrededor con detenimiento por primera vez. Todos los pasajeros estaban dormidos. Su aspecto era el de turistas de clase media, bien trazados. Las cortinas que los separaban le impidieron seguir indagando, pero ninguno tenía el aspecto de ser un trabajador de la tierra.

Atravesaron el valle, pródigo en frutos, perales, manzanos, vides por doquier. Dejó de escribir sus notas para sumergirse en ese paisaje único inserto en el desierto. Las chacras rodeadas de álamos verdes que el otoño todavía no había amarilleado. El rosario de pequeñas ciudades, Darwin, Chimpay, Chelforó. Luego las más grandes, Villa Regina, General Roca, Cipolletti y Neuquén. Todos esos puntos poblados fueron pasando como una película. Lo disfrutó intensamente.

Las bardas se erguían extrañas limitando el valle. El trasiego se volvió lento y cansador en el último tramo debido al tránsito de camiones de petróleo y de fruta, micros turísticos, coches viejos, camionetas y autos nuevos a toda velocidad. Todos los vehículos posibles en una ruta peligrosa entre los pueblos. Se concentró en el paisaje productivo y continuó su intencional divague y esparcimiento.

En Neuquén había un tránsito exasperante por los semáforos que importunaban. A pesar de la existencia de un camino de circunvalación el micro atravesó el centro de la ciudad a paso de tortuga.  

Plottier, Senillosa y más allá volvió a disfrutar del paisaje de la estepa patagónica, aunque fuera yermo. Distinguió ásperos wadis, los fértiles mallines, el vasto embalse del Chocón, los ñandúes. Al oeste comenzaron a dibujarse los quebrados perfiles de la cordillera patagónica. Descubrió el majestuoso volcán Lanín sobresaliendo en el horizonte. Sabía que lo iba a contemplar y se ufanó al hacerlo.

Por alguna razón, tal vez porque se dirigía hacia un parque nacional, recordó la serie “Yellowstone” que había visto durante las semanas anteriores. Los conflictos a lo largo de fronteras entre los dueños de un inmenso rancho de ganado, una reserva india, los desarrolladores de tierras y el parque homónimo bien podían acontecer en los remotos parajes a los que se dirigía. Pensó en las semejanzas de paisajes y formas de vida que en la Patagonia suscitaban dramas parecidos entre familias de terratenientes, gobiernos y pueblos originarios.

El viaje se prolongaba mucho debido a las paradas intermedias. Le habían dicho que era directo, pero no fue así. Comenzó a anochecer. Llegaron al Valle Encantado del río Limay con sus extrañas formas sedimentarias que conocía tan bien. Amaba ese paisaje de ruinas naturales en el que podía descubrir todo tipo de siluetas. Seguía la parte más hermosa del viaje, aunque fuera de noche. La luna llena iluminaba el embalse Alicurá. La luna reflejada en el espejo acuático.

 

Figuras fantasmales se dibujan a la vera de la ruta. No logro distinguirlas bien, son algo cónicas, más bajas y más altas. Se mueven al compás del trasiego del micro. ¿Serán hombres y mujeres caminando en ese horario de vuelta de algún trabajo? Los observo con mayor detenimiento. Es muy peligroso su andar a la orilla de un derrotero tan agreste, en algunos tramos de cornisa. Lo anoto con letra vacilante en mi cuaderno.

Miro para todos lados dentro del micro. Súbitamente me percato de que está vacío. No he visto bajar a los pasajeros imbuida en lo que veo tras la ventanilla. Sé que una puerta metálica infranqueable me separa de los conductores. Me paro y camino por los pasillos. Corro una por una las pequeñas cortinas que separan los asientos. Tras ellas no hay nadie. Las butacas pulcras y vacías. Ningún viajero en ellas. Irremediablemente sola.

La ruta serpentea entre precipicios serranos. La luna aparece y desaparece según el micro circula a alta velocidad por la cinta de asfalto llena de curvas. Me pregunto alarmada dónde bajó el resto de los viajeros. Miro por la ventanilla y veo la luna gigante y plateada reflejada intermitentemente en el río Limay y sus rápidos. El corazón me late enérgicamente. ¿Quiénes serán esos seres grotescos que caminan al borde de la ruta? Empiezo a temblar. Vuelvo al asiento. El miedo me invade e impide pararme. Tengo frío y la piel de gallina. Busco mi cuaderno de notas. Pienso en escribir para serenarme. No lo encuentro. Me desespero.

Veo unos carteles rojos luminosos indicadores en la pared frontal del micro que advierten cuando la velocidad supera el límite. A cada rato suena un chillido espantoso avisando el peligro. Entonces mi corazón late desbocado. Los conductores, ausentes. No contestan por más que trato de comunicarme con ellos a golpe de puños en la puerta metálica que separa la cabina. Estoy aterrada. No sé qué hacer. 


Ella, tan conocedora y amante de los paisajes externos, iba sin rumbo hacia la nada misma, sola su alma en el monstruo rodante. 


                                    © Diana Durán, 4 de marzo de 2024

UN VIAJE DECISIVO A LA PATAGONIA

 


Isla de los Pájaros. Península Valdés. Chubut

Un viaje decisivo a la Patagonia

Elegir una carrera universitaria y concretar el viaje eran desafíos para nuestros cortos dieciocho años.

Yo quería hacer todo a la vez. Recién terminado el secundario seguiría arquitectura. Mis padres insistían que estudiara economía. Una tan artística y deseada; la otra ligada a la posibilidad de trabajar con mi padre. Futuro asegurado. Estudiaba los planes de estudio, aunque no me resultaba tan arduo decidir. La arquitectura implicaría diseñar hasta que la obra quedara tal como la había proyectado. Sabía que ambas eran formaciones que llevarían años, pero una significaría empezar desde cero en la profesión, mientras que en el otro caso recibiría gran ayuda familiar. Me imaginaba en el estudio de papá ocupándome de empresas y presupuestos. De solo pensarlo sentía apatía y desazón.

Mientras tanto estaba pendiente el plan organizado con Horacio. Habíamos ideado durante un año que cuando termináramos el secundario viajaríamos al sur. Sería un periplo por las costas marítimas y la ruta cuarenta de la Patagonia. Yo lo había diseñado con esmero consultando mapas, guías turísticas y enciclopedias. No había dejado un pueblo sin investigar. Ese era nuestro objetivo, nuestro mayor anhelo. No queríamos viajes de egresados inútiles como algunos de nuestros compañeros. El dinero lo teníamos. Eran nuestros ahorros y nos lo merecíamos. Ninguno de los dos se había llevado materias. Habíamos estudiado mucho durante quinto año del colegio que compartíamos.

Horacio dudaba ir al viaje. Su familia lo obligaba a tomar una resolución y a estudiar para el examen de ingreso. Él no tenía claro qué iba a hacer.

Llegué a imaginar que si no me acompañaba terminaría nuestro noviazgo de los quince a los dieciocho años. Después me arrepentía al pensar que él había sido mi compinche durante toda la secundaria, mi compañero, mi amigo y, sobre todo, mi primer novio. Sin embargo, me parecía que alguien minaba esas ganas de emprender un proyecto juntos. Especulaba que él iba a seguir los dictados familiares de estudiar abogacía. Especialmente, de la madre. Se frustraría la notable capacidad de lectura y escritura que yo admiraba. Esa de la que me había enamorado a través de las novelas que me recomendaba leer y de las poesías amorosas que me dedicaba. Bien podía seguir la licenciatura en letras o la carrera de periodismo, pero a su familia le parecían poca cosa y lo empujaban a elegir derecho para trabajar en el estudio de su padre. Ambos en la misma situación frente a nuestros padres, pero nada más ajeno en mi caso a los deseos de libertad.

Logré convencerlo a regañadientes utilizando toda la seducción posible. Nos fuimos al sur contra viento y marea. Yo estaba admirada de nuestra rebeldía.

Empezamos el camino en micro desde Bahía Blanca donde residíamos. Viajamos por la ruta tres percibiendo la aridez patagónica, los suelos yermos, la vegetación esporádica y arbustiva, las lagunas salitrosas y rosadas en sus bordes por una incalculable cantidad de flamencos. Así llegamos a la inmensidad del Mar Argentino en Puerto Madryn, la célebre ciudad de las ballenas. No era tiempo de verlas, pero sí de ir a Península Valdés donde descubrimos las aves apostadas en el guano de la Isla de los Pájaros y los lobos y elefantes marinos echados en sus plataformas acantiladas. Disfrutamos, enamorados, dos días únicos. Hasta ese momento nos sentíamos unidos por la aventura, seguros de nuestras decisiones. Reímos y gozamos como nunca. Fueron los mejores momentos de nuestra relación desde que había comenzado hacía tres años. Me cuidaba, me completaba, era un compañero ideal.

Decidimos emprender la travesía de cruzar la meseta hasta Esquel. Optamos por viajar a dedo porque queríamos conocer la geología ruinosa del Valle de Los Altares en vez de recorrer sin puntos intermedios los seiscientos kilómetros que distaban hasta la cordillera. Sabíamos de la soledad y aspereza del camino, pero no nos importaba. Éramos amantes de los paisajes patagónicos. Paramos en el motel del Automóvil Club de Los Altares. Allí comenzó la letanía, en el lugar menos esperado. Horacio no pudo olvidar sus próximas opciones universitarias. No estaba dispuesto como yo a disfrutar del cielo estrellado o a hablar de naderías como frente al mar. Repetía una y mil veces que quería asegurarse el futuro siguiendo abogacía y, luego a los pocos minutos decía que en realidad lo que más le gustaba era literatura. Su desconcierto empezó a cansarme. Yo trataba de desviar la conversación. No lo lograba, él volvía a los temas repetitivos. María, hablemos un poco de nuestras próximas decisiones. Dudo entre dos carreras. Es algo muy importante para mí, me decía. Ya lo sé, Horacio, pero intentemos disfrutar de este presente inolvidable, le respondía mientras revisaba entusiasmada la cartografía de la próxima etapa.


                                                                        Paso de los Indios. Street View

Al día siguiente llegamos a Paso de los Indios, un pueblito planificado y construido con la estructura de un hexágono, de poco más de mil habitantes. Los exploradores lo describieron como un manantial, “un rayo de luz en la nada misma”. Su historia nos atrajo como para quedarnos. En ese lugar desértico y aislado, tan atractivo por sus cuentos de herrerías y rifleros conseguimos una pequeña posada muy romántica. Pensé que en ese entorno recuperaríamos la relación. En vez de gozar a mi lado, Horacio continuó la discusión del día anterior. Nuestra relación era tan árida como el mismísimo desierto en que nos encontrábamos. Yo casi no lo escuchaba. Mi preocupación estaba en la próxima etapa, la esperada llegada a la zona andina.

El sinuoso acceso a Esquel fue maravilloso. Aprecié al fondo de la ruta la cordillera nevada, primero entre álamos y pinos; luego adentrándonos en el exuberante bosque andino patagónico. El desierto se había transformado en una sinfonía de verdes cuando atravesamos la casilla de piedra que cruzaba la entrada a la ciudad. Los carteles de venta de cerezas y frutillas se entreveraban con los avisos de posibilidad de incendios. Rara combinación que me fascinó en esos paisajes sureños. Una localidad turística de más de treinta mil habitantes. Allí la discusión recrudeció. Yo ya no quería pensar en carreras y expuse una odiosa sentencia. O nos centramos en el viaje o cada uno sigue por su lado, le dije desafiante. Es que son temas muy trascendentes, me quitan el sueño y me impiden disfrutar del viaje, María, me contestó angustiado. Ese día nos dormimos sin más comentarios. Un abismo se abría en la relación. Nada que no hubiera estado ya presente. Yo suplía la frustración interesándome más y más por lo que me rodeaba. Me llevaba folletos y guías de cada lugar para seguir aprendiendo sobre lo que veía y tomaba notas en mi libreta de viajera.

Desde Esquel continuamos al Bolsón, la famosa “Comarca Andina del paralelo cuarenta y dos”. Tierra de artesanos emplazada en el valle del cordón del Piltriquitrón que significa colgado de las nubes. Así estábamos. Entre los nubarrones de una relación que se iba extinguiendo. Casi no nos hablábamos, cada uno rumiaba sus pensamientos.

Seguimos a Bariloche, territorio que ambos conocíamos. Habíamos viajado de vacaciones con nuestras respectivas familias. Pensé en la influencia que tenía la madre de Horacio sobre su personalidad. La maldije. Nos mantuvimos mudos y patéticos a esa altura del partido.     

Seguimos por el camino de los Siete Lagos a San Martín de los Andes. En medio del esplendor paisajístico de vestigios glaciarios y lagos encajonados en las montañas ya no nos aguantábamos más. Del silencio que nos oprimía culminamos en disputas irreconciliables. Yo porfiada en disfrutar del viaje me sumergía en la búsqueda de libros locales y relatos de guardaparques, guías de turismo y escritores locales. Horacio, ausente de toda ausencia, me ignoraba y se comunicaba con Bahía Blanca para averiguar todo lo relativo a su ingreso universitario.

Finalmente, cada uno volvió por su lado. Él se tomó un micro directo a la ciudad. Yo, en cambio, opté por viajar con lentitud por el rosario urbano del valle del río Negro para conocer cada localidad frutícola, muy entusiasmada con los contrastes regionales.  

En marzo decidí estudiar geografía. Lo hice sin duda a raíz del viaje por territorios patagónicos. Ni arquitectura, ni economía. Había encontrado mi vocación. No estaba triste por el fracaso del noviazgo, sino esperanzada en el futuro. Horacio siguió derecho según los dictámenes de su familia. Me enteré por amigos comunes.

Nos hemos cruzado en las calles de Bahía Blanca alguna vez.  

© Diana Durán, 27 de noviembre de 2023

AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA


Refugio López. Google Maps


AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA

Todos los fines de año subíamos al Cerro López. Pasaba Año Nuevo en el refugio con mi madre, Eloísa, unidas por el deporte, nuestro vínculo más estrecho. Otros temas nos separaban, aquéllos que reflejaban sus múltiples angustias contrastadas con mi forma de ser bastante más alegre. Su amarga y sombría madurez se oponían a mi optimismo juvenil. La veía desmejorada en su apariencia luego del divorcio. Yo no entendía por qué se había dejado estar. Había pasado con mi madre tiempos difíciles en los que estuvimos unidas, pero llegado el fin de mi adolescencia parecía resentida y se enojaba conmigo por cualquier cosa. Alicia, lavá tu ropa inmediatamente, da vergüenza; Alicia, pedile urgente a tu padre dinero para comprarte unas zapatillas nuevas, las que tenés están arruinadas, no sé qué hacés con ellas; Alicia, ni se te ocurra traer a nadie este fin de semana a casa, quiero descansar. Yo no la escuchaba, sus rezongos me entraban por un oído y salían por el otro. No estaba dispuesta a que me arruinara la vida con sus letanías y me evadía escribiendo poemas, sacando fotos por la ventana o conversando con amigas.

Sin embargo, a fin de año, por alguna razón, hacíamos una tregua y nos unía el deseo de escapar de tristezas y carencias.

Armábamos dos mochilas livianas que contenían ropa térmica, zapatillas impermeables de repuesto, unas latas de atún y arvejas, una caja de arroz, algunos chocolates y una sidra reservada para el brindis. Agregábamos los elementos de camping indispensables y emprendíamos la marcha. El trekking nos unía. Disfrutaríamos unos días sin fastidiarnos en el silencio de la montaña y en contacto con la naturaleza.

El ascenso duraba cuatro horas para los recién iniciados, pero nosotras lo hacíamos en la mitad del tiempo, primero hasta la Hoya para luego ascender al Refugio López a mil seiscientos metros de altura, disfrutando los paisajes montanos y la vista de trescientos sesenta grados de la comarca andina. El lago y sus brazos, los picos aserrados, los circos glaciarios tan peculiares y los bosques patagónicos que tapizaban las laderas. El cerro Tronador se divisaba majestuoso, siempre helado en su cima. Había otros refugios, como el Roca Negra o el Extremo Encantado, pero el del Cerro López era el más atractivo.

A esta altura del año ya no estaba cubierto de nieve y podíamos recorrer los senderos más tortuosos hasta descubrir la casa roja, donde nos olvidábamos de todo y vivíamos una experiencia distinta, comunitaria. Qué extraña relación la nuestra, cargada de contradicciones y enconos. Yo no sabía a qué atribuirlos.

Siempre había un lugar para nosotras entre los habituales asistentes y si estaba muy concurrido armábamos una carpa y pernoctábamos en ella luego de la celebración. Cuando llegaba la medianoche brindábamos juntos y nos sentíamos en comunidad. Al menos para madre e hija era una tregua.

Ese año llegaron los acampantes de siempre y subieron también turistas que seguro se irían pronto apremiados por las celebraciones de Bariloche. Esta vez aparecieron algunos personajes poco agradables. Una pareja de chicos de mi edad que fumaban marihuana sin parar, contaminando el aire límpido de la montaña. Además, ocuparon la casa roja unos mochileros desconocidos que la tenían en un estado lamentable según nos advirtieron los compañeros que habían venido antes.

Sentimos amargura y frustración. Nos refugiamos junto a los habituales asistentes y nos entretuvimos armando la carpa y acomodando los enseres. Llegado el atardecer, los chicos comenzaron a bajar por el sendero. Al parecer se habían aburrido y buscaban otras aventuras en la ciudad.

Empezamos a hacer la comida en pequeños fogones improvisados. Nada había interrumpido nuestras rutinas de acampantes. Todos habían traído alguna golosina para compartir. Al reparo de unos acantilados rocosos nos acercamos para cumplir nuestros ritos de fin de año, compartir comidas sencillas, brindar e intercambiar buenos deseos.

A las doce menos cuarto percibimos música country y rock nacional que provenía del refugio rojo. Algunos compañeros se acercaron lentamente. Los cánticos aumentaban en intensidad. Se escuchó “Los Mochileros” de Rally Barrionuevo[1]. Nos dijeron que fuéramos a ver la casa vengan, vengan, vean qué hermosa quedó. Está decorada con artesanías festivas hechas a mano, hay un personaje muy divertido disfrazado de viejo y otro de bebé que simula el Año Nuevo. Nos esperan para brindar. Mamá me miró y sonrió. Vi que su rostro se tornaba juvenil y no tenía el ceño fruncido de siempre. Se puso a cantar bajito. Quizás era ese ambiente de antaño que la animaba. Vení, Alicia, acompañame, sentate a mi lado. Estas melodías me traen muy buenos recuerdos. Asentí. Ya voy, mamá, le dije conmovida al verla tan vivaz.

No olvidaré ese fin de año. Por una vez, nuestro lugar en el mundo nos había vuelto a acercar.

© Diana Durán, 30 de octubre de 2023



[1] Mochileros de Rally Barrionuevo y Héctor Edgardo Castillo

Los caminos me están esperando
Y estas ansias que no pueden más
Ya ni sé si estará todo listo
Ya ni sé lo que nos faltará.

Un amigo lleva su guitarra
Y otro lleva un pequeño tambor
La mochila, la carpa y el mate
Y el aislante y el calentador

No sabemos si al norte o al sur
A un acuerdo nos cuesta llegar
Si es al norte, subir a Bolivia
Si es al sur, al Chaltén hay que llegar.

Este viaje será gasolero
Mucha guita no pude juntar
Pero intuyo que hay algo sagrado
Algo eterno que no he de olvidar.

Decidimos por el noroeste
Para el sur otro año será
Por la ruta nos llevará el viento
Al misterio de la soledad.

Mi destino serán los misterios
Mi destino será una canción
Mi destino será la memoria
De una tierra de fiesta y dolor.

 

https://youtu.be/tW5psk8QQiE?si=W8_wEn6wwCa6HLgs

 

 

ESPEJOS DE AGUA

 


Flamencos en Parque Luro. Fotografía: Héctor Correa.


ESPEJOS DE AGUA

Espejos de agua como espejos del alma. Así los hemos descubierto y recorrido en este maravilloso trajín de ser viajeros. Nos gustan esos cristales originales que pudimos observar en la tierra transitándola: lagunas, lagos, pantanos.

Las lagunas son poco profundas. En sus riberas asoman pajonales dorados que invitan a escudriñarlos. Siempre hay sorpresas entre esos pastizales. Podemos navegar, pescar en las orillas, internarnos en los lechos. Bañan todos los rumbos de nuestra geografía. Al sur, en medio de la aridez patagónica se secan saladas o sus aguas reviven habitadas por aves blancas, multicolores o tornasoladas. En las llanuras quiebran la uniformidad del suelo que salpican con infinitas formas. Son el hogar de cisnes de cuellos negro, garzas, biguaces, patos, coscorobas, gaviotas. Atractivas para el pescador o simplemente para contemplar una puesta de sol. En la Puna están a grandes alturas. Casi inalcanzables proyectándose hacia el cielo. En el Chaco húmedo alternan los brazos de algún madrejón. Cambiantes, antojadizas, itinerantes. A veces se tornan rojizas por la presencia de algas que entregan un raro espectáculo al paisaje lacunar. Se combinan con selvas en galería, riachos y esteros. Pasan bandadas de aves migratorias. Se escuchan los aullidos de los monos carayá y circulan familias de carpinchos.

Nuestros primeros recorridos juntos. Las lagunas despertando vida, paz, sosiego. Tardes compartidas de avistaje. De admirar y entregarnos juntos a la naturaleza.

Los lagos, en cambio, son poderosos, profundos, enigmáticos. Atemorizan cuando se navegan sus aguas bravías o se trajinan sus orillas acantiladas o rocosas. El Nahuel Huapi posee brazos que se internan en la cordillera. Aguas tranquilas y menos profundas que reflejan como espejos la silueta de los bosques y las sugestivas formas de las nubes. En sus profundidades guarda la leyenda de un ser monstruoso que algunos creen haber visto. El Nahuel a veces está planchado y sereno, otras agitado y salvaje por el oleaje al ritmo de los vientos del oeste. Los lagos despiertan la conmoción de lo insignificante frente a la potencia de lo natural. Es preciso respetarlos en su bravura y admirarlos en su grandeza.

Conocimos ese lago tan indómito como lo era nuestra relación en esos tiempos. Admiramos su energía, lo veneramos y finalmente huimos de él hacia moradas más amigables en las que convivir.

Los pantanos son espejos borrosos. No nos permiten ver sus fondos. Son oscuros, pero poseen la belleza de la diversidad de especies que aún en el fango destellan las sombras de siluetas fantasmales. Son humedales (1) costeros, superficies umbrías en las que anidan y se reproducen las aves migratorias. Los flamencos deslizan sus picos corvos en el barrizal, voraces. Uno de ellos reluce creando la sensación de que hay dos reflejados por sus coincidentes picos y sinuosos cuellos. Si son cuatro, veremos ocho flamencos mágicos que sucesivamente podremos avistar en un gigantesco mar rosado.

Nuestra comarca de cotidianas y sosegadas aventuras. La placidez y la seguridad de conocer el terruño.

Debemos de haber recorrido cientos de espejos naturales. Todos bellos y enigmáticos. Quisiera que pudiéramos remontar nubes viajeras que nos llevaran en su seno a recorrerlos todos y cada uno. Y como navegantes antiguos escribir nuestra amorosa historia en un cuaderno de bitácora.


(1) Los humedales son áreas que permanecen en condiciones de inundación o con suelo saturado con agua durante períodos considerables de tiempo..


© Diana Durán, 4 de julio de 2022

TIERRA INCÓGNITA


Paisaje de la Meseta de Somuncurá. Por Julpariente.



T
IERRA INCÓGNITA 

    Los unía el amor por la naturaleza, la necesidad de conocer nuevos horizontes, el hábito de explorar. No necesitaban mucho dinero. La camioneta les permitía hacer viajes por lugares lejanos e incógnitos. Ellos medían el tiempo en kilómetros surcados. Así habían conocido el interior salvaje de los esteros del Iberá y su biodiversidad; la riqueza de la Puna argentina y sus altiplanicies coloridas e historias prehispánicas; el empobrecido Chaco occidental y su impenetrable bosque seco. Habían atravesado los paisajes latitudinalmente dispares de la ruta cuarenta de norte a sur y de sur a norte. Elegían los caminos más apartados y allí iban con sus enseres de camping y mochilas. En caso de no poder acampar paraban en hostales. El asunto era seguir y seguir por los caminos planificados. Su amor estaba basado en el común apego a descubrir lugares y se afianzaba en los recorridos. 

    Francisco y Malena eran una joven pareja. Veinticuatro años él, veintidós ella. La cuatro por cuatro, un aporte del padre de él, rico comerciante de maquinaria agrícola, que le daba los gustos a su hijo por su exitosa trayectoria educativa y profesional. Él era geólogo, ella licenciada en turismo, por lo que explorar el país era un plus en su formación, además de una pasión compartida. 

    Esta vez habían decidido ir a la Meseta de Somuncurá en el sur de Río Negro que era el corazón del desierto de la Patagonia. Sabían que ese nombre significaba “piedra que suena” por el ruido de las rocas al quebrarse y chocar entre ellas, sumado al irascible viento del sur. Una zona inmensa, escarpada, rocosa y volcánica. Los jóvenes dudaban que la meseta fuera tan inaccesible e intransitable. Sobre todo, Malena insistía en recorrerla, aunque hubiera escasos servicios turísticos y los caminos fueran aptos solo para vehículos especiales. ¿Por qué elegir una de las topografías más inhóspitas de la Argentina? Justamente por eso. La habían estudiado, pero también habían visto documentales donde se apreciaba una síntesis compleja de conos volcánicos, sierras, lagunas temporarias, cañadones, arenales y estratos de sedimentos multicolores. Podrían haberlo hecho con guía, pero querían descubrirla solos. Eran muy apasionados en la toma de decisiones para viajar. 

    Accedieron por la ruta cinco desde Maquinchao en el interior rionegrino. Pensaban llegar hasta El Caín, que significa “piedra para moler”, en un gran bajo que habían localizado en sus mapas satelitales. De allí seguir la ruta provincial cinco hasta la ocho arribando a Prahuaniyeu, pequeño oasis en el medio de la nada. Después verían cómo sumergirse en el interior ya que hasta el momento solo habían bordeado la mole de veinticinco mil kilómetros cuadrados. 

    Llegaron hasta donde se acababa el dibujo del camino de la infinita isla de roca. Iban atravesando arroyos secos y guijarrosos con recortes salinos. Se encontraron con otra camioneta en un paraje sin nombre cuyo único equipamiento era una casa de piedra aislada a la vera de un lagunajo pequeño de agua salada y unos solitarios flamencos. Allí se abastecieron de agua deseosos de continuar la aventura. Intercambiaron un breve diálogo con el puestero y siguieron por esa topografía casi lunar por los cráteres volcánicos, entre amarillos, ocres, marrones y verdes oscuros. Se internaban cada vez más en la vasta meseta. Luego de dos horas de trayecto el paisaje se tornó cada vez más desolado. Atesoraban el deseo de encontrar en alguna parada la ranita de Somuncurá que era endémica del lugar o, excepcionalmente, puntas de flechas en un ámbito muy rico en restos arqueológicos de cazadores y recolectores prístinos. Habían cruzado zorros, guanacos, ñandúes y maras en las partes más bajas de la estepa, pero en las partes altas era otra cosa. El mismísimo desierto a más de mil metros de altura.

    Francisco dudaba en seguir, pero Malena insistió en internarse en un terreno desconocido por el común de los viajeros. Siguieron. Él manejaba por una parte especialmente escarpada y estrecha en el borde de un acantilado cuando sintieron una fuerte explosión. La pared rocosa que atravesaban se desmoronó y golpeó el costado de la camioneta del lado de Francisco. Lo último que hubieran esperado era ser aplastados por una gigantesca roca despeñada en el medio de la nada. Estaban a tres horas de donde habían iniciado el recorrido y hacia adelante quedaban aún dos más hasta llegar a los Menucos. 

    Francisco salió arrastrándose del vehículo e intentó atravesar los escombros para mover la roca más grande que había aplastado la parte delantera. Su cabeza estaba ensangrentada. Se desmayó. Malena, que había salido ilesa, no podía creer lo que veía; buscó el botiquín de primeros auxilios para socorrerlo. Al darse cuenta de que no reaccionaba trepó a un lugar alto para pedir ayuda. La ganó la desesperación. Ascendió como pudo y advirtió que en el entorno no había rastros de humanidad. Nada, solo la estepa; ni siquiera un árbol o un mallín verde que indicara presencias. Como única señal vio el chenque de un indio de tiempos pretéritos. Mal presagio. Tenía que encontrar alguna forma de comunicarse. Volvió sobre sus pasos para estar al lado de Francisco que yacía inconsciente. Lo acomodó en la carpa que armó como pudo al resguardo de la intemperie y lo tapó con una manta. Trató de frenar la hemorragia. Se sentía culpable de lo sucedido. Malena percibía cada vez más el retumbar de los basaltos por el enfriamiento del atardecer y el ulular del viento que se iba tornando más fuerte hasta crispar sus sentidos. Estaban desaparecidos. Su suerte dependía de que los encontrara algún viajero o un ovejero. Rogaba entre sollozos que así sucediera. 

    La meseta permaneció intangible y distante. Solo habían podido bordearla. Ni visas de internarse en ella. Por mucho tiempo Malena tuvo pesadillas sobre ese lugar sagrado que los ancestros de los pueblos originarios no les habían permitido conocer, por ser irreverentes frente a su memoria. En su tristeza y desesperanza le había otorgado a la mole el carácter de deidad. Habían quedado en el lugar hasta que un pastor solitario los socorrió al día siguiente cuando Francisco ya no pudo ser reanimado.


Chenque: tumba indígena precolombina compuesta por rocas dispuestas en forma de cúmulo.

© Diana Durán, 17 de enero de 2022

VACACIONES EN SOLEDAD

 


Lago Perito Moreno y Parque Municipal Llao Llao. Street View.

VACACIONES EN SOLEDAD

    Me gusta recorrer sola los caminos, desandando paisajes. El rincón de un arroyo, el perfil de un cordón montañoso, la explanada de un llano, el horizonte del mar. Es febrero, ya pasaron las fiestas de diciembre y los calores de enero. Ansío iniciar el viaje tan esperado después de un año de trabajo agotador. Me voy al sur en búsqueda del reparo de la naturaleza. Quiero borrar los apuros, el cemento, las preocupaciones. Estar sola. Han sido demasiadas presencias familiares y laborales durante este año. Quiero alejarme de todos, especialmente de mis padres y su permanente apego a mi vida. ¿A dónde vas? ¿Viajás sola? Cuídate por favor. También de la tediosa atención al público. Creo que merezco un poco de libertad. No me importan los kilómetros a transitar con mi pequeño auto desde Neuquén hasta Bariloche.

    En la comarca andina todo circuito puede ser renovado. Lo he aprendido en sucesivos viajes por la Patagonia. Repaso distintas posibilidades. Ascender al colosal Cerro López con su circo glaciario realzado por algunos planchones de nieve. Apreciar sus acantilados brillantes con paredes a pique. Llegar a la Colonia Suiza y sus tradicionales curantos. Reposar en las playas más pequeñas y ocultas de la costa del lago Nahuel Huapi. Imagino que yo sola las conozco. Volver a la península de San Pedro y recorrer sus costas reflejadas sobre el brazo Campanario. Podría internarme en el perfil serrado del Cuyín Manzano que se aprecia desde la ribera opuesta del lago. Tengo un abanico de lugares para gozar de lo natural y recuperar las fuerzas perdidas. Amo estos viajes en soledad que me regalo cuando puedo. Ya acomodada en el hostal, abro las ventanas de la habitación y la brisa fresca que baja de la montaña me reconforta.

    Decido recorrer primero el sendero de Villa Tacul. Dejo el auto enfrente a la entrada del Parque Municipal Llao Llao. Allí no se puede ingresar con motos ni con ningún otro vehículo. Inicio mi caminata con toda tranquilidad. Solo llevo en mi morral la campera, el agua y unas barritas de cereal. Encuentro a muy pocos caminantes en el sinuoso camino. Ya es medio tarde, pero sé que hasta las diez de la noche se puede circular. Admiro los altísimos coihues y demás ejemplares del bosque patagónico, entremezclados con lianas de formas tortuosas, helechos húmedos arraigados en los manantiales y las cañas coligües secas cruzadas en el sendero. Atravieso con facilidad los tocones de viejos árboles caídos. Haces de luz se filtran en la oscuridad. Descubro cada uno de los bosquecillos de pocos ejemplares de arrayanes canela como isletas solitarias. El aire helado penetra en el bosque y alcanza el sendero. No tengo frío.

    Puedo escuchar el escondido canto del chucao que retumba como un eco en la soledad de la reserva. Primero tenue, después más fuerte. Dice la leyenda mapuche que predice el buen viaje. Se parece a una pequeña gallina casi imposible de avistar, pero fácil de descubrir por su alegre canto. Me maravillo al escucharlo dos o tres veces. Alcanzo a divisar, después de una larga y sinuosa caminata, el lago Moreno empotrado en los Andes Patagónicos. Me acomodo para admirar el paisaje reposando en una playita rocosa mientras como mi barrita de cereal. El lugar es único, inigualable, mío. No necesito nada más en este mundo. Un viento gélido empieza a soplar con mayor intensidad desde el lago. Me abrigo con mi campera fina y siento una total comunión con la naturaleza. 

    Me despierto helada. Es casi de noche por lo que me he perdido la puesta del sol. ¿Cómo pude dormirme? Tal vez este lazo estrecho con el ambiente me llevó a semejante estado de quietud como para adormecerme. No siento las manos, están entumecidas. No puedo doblar los dedos. Debo emprender el regreso urgente, pero mis piernas están rígidas. Imposible moverlas. Tengo miedo. Pienso aterrada en la “muerte dulce” por hipotermia. Debo desandar el camino urgente y salir de este aislamiento en la reserva. En poco tiempo perderé la memoria y entraré en un estado de confusión. Me gana la desesperación, empiezo a gritar, pero descubro que no tengo voz. Es inútil, estoy sola, más sola que el chucao invisible en un paraje ausente de vida humana. Recuerdo que tengo mi celular en el morral. Con un esfuerzo sobrehumano lo saco, pero no hay señal. Por una vez maldigo mi soledad. Intento moverme, exasperada por entrar en calor. No es justo morirse en el lugar más bello del mundo y tan aislada. Me doy cuenta de que el celular tiene una linterna y empiezo a hacer señales de SOS en el espejo del lago. No sé si alguien las verá antes de que vuelva a quedarme adormilada y muera de frío.

 

El Cordillerano. 10 de febrero de 2021

Cuando los turistas no cumplen las indicaciones

Se informó la desaparición de una turista procedente de la ciudad de Neuquén. Los dueños del hostal donde estaba pasando la estadía se comunicaron con la policía local al ver que no regresaba con su auto y que su habitación estaba sin tocar. Había comentado que se iba sola de excursión. Empezaron a buscarla en los lugares habituales, el Cerro Otto, el Catedral, el Campanario, Playa Bonita.

La rastrearon cuadrillas de rescate. Parques Nacionales informó al mediodía que cerca de las once de la mañana unos paseantes habrían hallado a una mujer de treinta años tirada en el sendero del Parque Municipal del Llao Llao, muy cerca de la playa del Lago Moreno. No recordaba su nombre ni qué hacía allí.  

    Luego de un tiempo imposible de calcular me veo envuelta en unas frazadas en la salita médica del camino a Bariloche. Recobro lentamente el sentido. Alguien advirtió mi pedido de auxilio, pienso. Agradezco infinitamente el rescate a quien haya sido y reniego de mi obstinada soledad.


                                            © Diana Durán. 3 de enero de 2022 

SOLEDADES PATAGÓNICAS

 


Ingeniero Jacobacci

 

SOLEDADES PATAGÓNICAS


    Tomó la ruta más desolada desde Villa la Angostura a Ingeniero Jacobacci para ir en camino de cumplir su deseo y el de su mujer. Ella no lo quería acompañar. Temía que el sueño no se hiciera realidad. 

 

    Franco y Camila habían migrado desde Jáchal, San Juan, dejando a su familia y su tierra natal para establecerse en la villa patagónica. Todo su capital económico y cultural puesto en abrir un pequeño negocio de productos regionales cuyanos. Este se completaría con dulces artesanales que ella había aprendido a preparar con recetas de su abuela. Se insertaron paulatinamente en una sociedad tan cerrada como aquellas que conforman los centros turísticos de la Patagonia Andina. Los “venidos y quedados” (VyC) eran de una clase distinta a los “nacidos y criados” (NyC) y así se lo hacía saber la sociedad local en clubes, sociedades de fomento, iglesia. Entre el frío y las costumbres comunales vivían muy solitarios, intentando abrirse camino en una lucha tenaz en contra del anonimato. Todos los días llegaba una nueva familia en busca de “hacerse la Patagonia”. Ellos superaron la primera meta de abrir el negocio y mantenerlo sin cambiar de rubro. De a poco los iban conociendo. Su casa y su negocio eran un rincón cálido y norteño en el frío ambiente patagónico. 

 

    Lo siguiente fue concretar lo que en diez años de pareja no habían logrado. Tener un hijo. Se contactaron con una persona de Ingeniero Jacobacci. Allí debían ir a buscarlo. Él quería complacerla. Demasiado había sufrido ante cada pérdida espontánea. Su matriz era frágil como su estado anímico frente a la imposibilidad de tener un niño. Camila no se animaba a ir y le rogó a su esposo que se ocupara de todo. Él accedió. Se despidieron con un abrazo interminable.    

 

Así fue como Franco emprendió un viaje por un camino muy transitado en el primer tramo hasta la intersección con la ruta nacional doscientos treinta y siete que unía Villa La Angostura con Bariloche. Luego, el desierto. Iba a conocer al niño o la niña, no lo sabía, y comenzar el proceso de adopción. Todo era incierto. 


    Los kilómetros de camino por la ruta veintitrés que circula por la meseta rionegrina fueron peores de lo que había imaginado. La soledad y el paisaje árido, polvoriento e inhóspito le hacían tener malos augurios. Nunca había pasado por Pilcaniyeu, Comallo y Clemente Onelli hasta Ingeniero Jacobacci, pueblos de origen ferroviario, del Tren Patagónico que une Viedma-Bariloche. Lo único que conocía de Ingeniero Jacobacci era su tradición ferroviaria. Cuna de la famosa Trochita que unía esta localidad con Esquel. Él iba por la ruta. Desde Villa La Angostura no había manera de tomar el tren sin un largo derrotero hasta Bariloche. Lo desanimaba ir sin su mujer y lo corroía la incertidumbre de no saber con quién se iba a encontrar.  


    Cuando llegó a Jacobacci localizó al maestro con el que había hablado días atrás. Con parquedad el hombre le dijo, si me acompaña vamos hasta a la escuela donde está el niño. Usted verá, allí tendrá su primer contacto. El corazón le dio un vuelco. ¿Cómo sería el pequeño? El lugar quedaba más lejos aun, en plena barda de la meseta. Era una escuela albergue, sin agua, sin luz, solo un rancho de adobe rodeado del polvo que acumulaba el viento patagónico. Pensar que estaban a pocos kilómetros de la represa Alicurá que en vez de abastecer a los lugareños, llevaba energía a Buenos Aires. La desolación teñía el ambiente. El establecimiento era un rancho que oficiaba de escuela multigrado, adosado a un dormitorio común para los niños residentes. Un solo maestro, director, cocinero y portero. Allí estaba el pequeño. Sin más ni más el maestro le dijo a Franco, este es Marito. Y al niño, este es Franco. Marito lo miraba con sus ojazos que lo interrogaban sin decir nada. El encuentro se desarrolló entre los gritos y juegos de los alumnos que corrían en el polvoriento patio donde se erguía la bandera argentina. Así se hace patria, pensó Franco.

 

    El encuentro fue intenso. Enseguida empezaron a hablar de fútbol, del colegio, de lo que le gustaba comer, los deliciosos fideos con tuco que cocinaba el maestro. Hasta jugaron un rato a la pelota. Marito con sus ocho años apenas sabía leer y escribir, advirtió Franco, por el cuaderno que el niño le mostró. Apenas unos garabatos, números y su nombre. Lo enamoraron sus ojos tiernos y sus cachetes enrojecidos por el frío y el viento patagónico. Se le pegó como sabiendo a qué venía. Franco quería mandarle una foto a Camila pero en el lugar no había conexión posible. Soledades patagónicas. 

 

    Al atardecer retornó en un recorrido pleno de alegría. Seguro de que el niño en algún momento iba a vivir con ellos. Que Camila iba a ser feliz. Que al próximo viaje irían en busca de Marito con ella, la futura mamá. La meseta se tornó colorida y cercana. La estepa brilló con un sol radiante. Cuando divisó la cordillera nevada acercándose a Villa la Angostura su corazón estaba henchido de felicidad. En la última curva antes de entrar al pueblo no vio el camión que venía de frente a toda velocidad.



© Diana Durán, 23 de noviembre de 2021

 

 

 

CONFLUENCIAS EN MALVINAS


Foto: Héctor Correa

    Lautaro era neuquino nacido en Loncopué, un pueblo colorido, ovejuno y mineral. Camino a la cordillera, entre mesetas y sierras a orillas del río Agrio. Trigueño, bajito y fuerte como la mayoría de los lugareños. A los dieciocho años era criancero trashumante de ovejas. Su mayor deseo, ser militar. Había ingresado al servicio en el regimiento de Covunco, a ochenta kilómetros de su lugar natal. Carlos era salteño, de Payogasta, pequeño poblado a orillas del río Calchaquí. Vivía entre cardones y salinas en la extrema aridez de la puna. Así era de rudo y curtido. Deseaba con fervor conocer el mar. Solo lo había visto en fotos. Viajar parecía imposible para su economía. Solo para llegar a Salta tenía que recorrer más de cien kilómetros por caminos de cornisa. Juan Bautista era correntino. Su nombre honraba al sargento Cabral, héroe de Saladas, su pueblo natal. Su figura era parecida al soldado del combate de San Lorenzo. Había terminado con mucho esfuerzo el secundario y quería ser profesor de historia. Era conocedor de la gesta de San Martín. Amaba el paisaje de los esteros del Iberá donde navegaba y pescaba en una pequeña canoa. 

  Lautaro, Carlos y Juan Bautista fueron trasladados como conscriptos a principios de 1982 a un destacamento naval. Juntos contemplaban la inmensidad del mar, su fusión con el cielo, los atardeceres en la bahía, el ocre del pajonal y el negro del cauce contaminado. Un viejo barco encallado volvía extraño el sitio. Avistaban las gaviotas que sobrevolaban las naves o se posaban en los postes. Los flamencos tornaban rosadas las planicies de marea. Los playeros rojizos descansaban en el humedal antes de migrar. Se hicieron amigos. Siempre contaban historias de sus tierras natales. Las preferían antes que aventurarse sobre un futuro incierto. Habían sido entrenados mínimamente, pero tenían buen ánimo. 

    Viajaron junto a otros conscriptos a Comodoro Rivadavia para integrar un batallón de infantería de marina. En el barco había jóvenes procedentes del norte, centro y sur del país de diecinueve a veinticinco años. Después de días de navegación llegaron a la Isla Soledad, al oeste de la Gran Malvina. El paisaje les resultaba muy parecido al del continente. Frío, desolado, arisco. Distinto al del puerto donde los habían entrenado. 

     El 2 de abril de1982 se desató la guerra de las Malvinas. 

    Juan Bautista se dio cuenta de la situación. Demasiados secretos, les comentó a sus amigos. Lautaro y Carlos eran más confiados, creían en la honra y el honor. No se separaron y se apoyaron mutuamente durante los combates. Al poco tiempo advirtieron que no estaban bien adiestrados, sus armas eran obsoletas y no tenían uniformes acordes al frío de las islas. Fueron los chicos que combatieron en la batalla de Pradera del Ganso. Resistieron con su compañía, pero fueron vencidos. Juntos se perdieron al alejarse. Caminaron inseguros por terrenos escabrosos entre campos minados. Exhaustos, se refugiaron en una cueva rocosa y oscura. Tengo mucho miedo, exclamó Juan Bautista. Pero no Juan, ya van a encontrarnos, respondió Lautaro, sacando fuerzas de donde no tenía. Estaban en pleno teatro de guerra. ¿Cómo volver a encontrarse con el resto de la tropa? Ni siquiera tenían una brújula. En realidad, no comprendían la guerra, nadie les había explicado nada. Solo arengas. La pavura erizaba los cuerpos ateridos. Vamos a morir, gimió Carlos. No seas tonto, replicó Lautaro, vamos a llegar si no nos separamos, si nos mantenemos juntos. Juan Bautista rezaba a la Virgen de Itatí. 

   Silencio de muerte. Una bandada de gaviotas sobrevoló la colina donde los tres murieron. Fueron testigos alados de su sufrimiento y agonía. 

    El 14 de junio de 1982 terminó la guerra. 

   Sus cuerpos yacen en el Cementerio de Darwin. Sus nombres, tan ligados a la tierra, tan cargados de la identidad de sus lugares -de Loncopué, de Payogasta y de Saladas-, son todavía anónimos. Las tres cruces rezan, “Soldado argentino solo conocido por Dios”.

                                                                © Diana Durán. 29 de octubre de 2021

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