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EN EL TÚNEL

 


Eurotúnel


EN EL TÚNEL

       Habíamos planeado el viaje con lujo de detalles porque era la ilusión de nuestras vidas. No sabíamos si podríamos repetirlo más adelante. Elegimos capitales del occidente europeo: Madrid, París y Londres.

Todo había transcurrido de maravillas. Inolvidable la estadía en París. Alquilamos un estudio en el barrio Latino, atractivo y vibrante; bohemio y estudiantil. Con la Universidad de la Sorbona como núcleo histórico y los jardines de Luxemburgo donde nos recreamos entre canteros floridos y estanques cristalinos. Nos sentábamos en cada café aledaño para ver pasar a los parroquianos y conocer sus costumbres. Nos apostábamos frente a la Fuente Guy Lartigue en el Café Saint-Médard y curioseábamos con placer a quienes compraban frutas en la esquina opuesta. Veíamos a otros vecinos portar bolsas de papel con sobresalientes baguettes. Nos sentíamos parisinos, aunque no lo fuéramos. Examinábamos con fascinación la vida cotidiana de un barrio que para nosotros tenía un significado especial porque lo habíamos recorrido en nuestras guías turísticas soñando cada lugar. Caminábamos cada rue, cada avenida. Vagabundeábamos por las estrechas callejuelas adoquinadas hasta conocerlas de memoria. El placer nos envolvía el cuerpo hasta agotarnos, por lo que de noche nos quedábamos tranquilos en el departamento rentado.

 

 

A una semana de disfrute en París, nos queda poco para ir a Londres a través del túnel, famoso por conectar Inglaterra y Francia bajo el canal de la Mancha. El Eurostar nos llevará desde la estación Gare du Nord hasta Saint Pancras en Londres, a través del Eurotúnel. Una cueva segura, me dice Tomás risueño; no llames a la desgracia, le contesto. El cruce solo durará treinta y ocho minutos bajo el mar con un trayecto total de poco más de dos horas a ciento cincuenta kilómetros de velocidad. Estamos seguros de la elección. Ya habíamos viajado desde Barcelona a París en un tren de alta velocidad. Nos espera ahora un cruce fluido y sin interrupciones. No nos vamos a dar ni cuenta del trayecto. Así nos había anticipado la empresa de turismo.

Son cuatrocientos pasajeros, se anuncia por altavoces en Gare du Nord, y agrega las recomendaciones del itinerario. Tomás me dice siento que vamos a ser submarinistas. Me río de su ocurrencia. Es la recompensa, nuestra mayor aventura luego de una larga vida de trabajo, hijos y nietos.

Nos sentamos cómodamente y comienza el recorrido. Admiramos el paisaje exterior de campiñas y pequeños pueblos pintorescos hasta llegar a la costa con dunas y playas en la costa del Canal de la Mancha. Los trenes Eurostar tienen iluminación interior, lo que garantiza una experiencia cómoda en la sección submarina del viaje.

Sabemos que el interior del tren mantiene la presión, aunque nos turba un poco el hecho de dejar de ver el paisaje exterior. Desaparecen la costa y la campiña. Los pasajeros estarán expectantes, pienso. Ninguna ventana con vistas al mar. Una rareza. La sensación física no es grata. Aprieto la mano de Tomás. Sin embargo, no se perciben vibraciones ni cambios bruscos. Advierto un leve temblor en los rieles, pero me parece lógico. Lo más importante es que estaremos en poco tiempo en Londres donde tenemos rentada una casa pequeña en Wanstead, un típico barrio de las afueras londinenses.

A los diez minutos de ingresar al túnel, nos sumergimos en un cosmos desconocido. Todo se oscurese y suena una alarma en el vagón contiguo. Me abalanzo sobre Tomás y aprieto los dientes. Siento el sudor de sus manos y su corazón acelerado. Él permanece más tranquilo. Minutos de zozobra infinita. Vibraciones extrañas, ruido a hierros retorcidos. El tren aparenta haber perdido su estabilidad, corcovea, cruje. El tiempo no pasa. La negrura nos envuelve como en un pozo sin fondo. Luego de minutos de terror, gritos y pedidos de ayuda, se escucha a través de un parlante: señores pasajeros está todo controlado, solo fue una alarma en uno de los vagones y hubo que parar el tren. Les solicitamos que bajen con cuidado pues serán guiados a través del túnel de servicio.

Nuestro viaje de placer concluye. Quién sabe qué nos deparará el recorrido final. La recompensa de tantos años se había convertido en un relato incierto. Si París nos regaló su luz; el túnel nos hundió en la sombra.

Nos sentimos en una negrura incierta como náufragos sin mapa. Vamos caminando a tientas por el túnel auxiliar. No sabemos si Londres nos espera, o si el corredor aún tiene otra historia por contarnos.


© Diana Durán, 9 de junio de 2025

 



EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Imagen generada por IA


EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Verónica ordenaba el desván de la casa de su abuela. Quería tirar los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando Dibujo Artístico y Diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Francisca quien le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que descartaba.

La joven tenía dieciocho años y había iniciado Bellas Artes con el entusiasmo que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Siempre había sido creativa y soñadora, así que la carrera estaba muy bien elegida. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas descoloridas, viejas valijas de cuero, un huso de hilar inútil para estos tiempos y hasta un maniquí estropeado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía, dispuesta a que el lugar quedara flamante, cuando divisó el viejo ropero de la habitación de los abuelos que tanto le gustaba cuando era pequeña. En muchas ocasiones se había mirado al espejo biselado que tenía en el centro. Pensó que sería provechoso restaurar el mueble para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.  

En lo más alto de uno de los estantes distinguió, una caja forrada de papel floreado, que no reconoció, detrás de unos embalajes redondos de sombreros y pelucas. Le brotó una sonrisa al imaginar a su abuela engalanada con ellos. Intentó bajar la caja subida a una banqueta, pero no pudo. Buscó una escalerita y de puntillas apenas consiguió acercarse al borde del estante hasta que el paquete cayó y, con gran estruendo, se abrió desparramando incontables fotografías, la mayoría en sepia y blanco y negro; aunque también las había coloreadas. Las imágenes se deslizaron en un caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier, dispuestas de las más antiguas a las más recientes. Verónica pensó que se trataba de una circunstancia ilógica. Se sentó en el suelo para observarlas con detenimiento. Entonces vio que la primera de la izquierda era un daguerrotipo de Delfina, su bisabuela griega. Estaba vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Distinguió en la fotografía el viejo reloj que había heredado su madre. Al mirar otras fotos reparó en personas desconocidas para ella, hasta que apareció una en sepia del abuelo paterno, Desiderio, en la cubierta de un barco. Estaba apoyado sobre la baranda mirando al mar. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro lo confirmaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres, inéditas para Verónica. Ella conocía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero estas que estaban sueltas parecían sobrantes. Supuso que eran del cortejo, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados; reparó en una pequeña en la que ella parecía una princesita. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del acondicionamiento para centrarse en las fotos. Distinguió a sus hermanos y primos muy pequeños en algún cumpleaños que no recordaba, aunque e pareció conocido el empapelado de las paredes. Era la foto de un conjunto de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda de papel crepé en el cabello y un vestido con volados. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero no logró recordar a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños olvidadas totalmente? ¿Tan pocas remembranzas tenía de su infancia? Seguían en orden fotos que nunca había visto en las que advirtió su imagen. Eran de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados. Contempló fiestas en las que aparecía vestida de gala, identificadas con fechas de épocas muy lejanas. Databan de antes de su nacimiento. Lugares exóticos que nunca había visitado. Algunos parecían caribeños por las palmeras y los mares azules. En otras se encontró en paisajes del Barrio Latino de París, pasillos del museo del Prado y conjuntos abigarrados de las bicicletas típicas de las callejuelas de Ámsterdam. Su piel se erizó. Apareció en el borde de los blancos acantilados de Dover en Inglaterra y se descubrió en ornamentales jardines de Luxemburgo. En todas estaba su imagen, pero ella nunca había visitado esos lugares. Había otras fotografías de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres muy elegantes y soberbias. ¿Quiénes eran? ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecía una exhibición de vestimentas de los años cincuenta, pero ¿qué hacía ella entremezclada en esas estampas?

Todo era muy misterioso, exceptuando los rostros de sus familiares más cercanos. Sintió miedo, incertidumbre y el deseo de descubrir el porqué de su presencia en esa ordenada disposición y, también, la identidad de los personajes anónimos. Volvió a revisar algunas fotografías y, de improviso, algunas parecieron moverse levemente y reflejaron luces cada vez que las volvía a observar. Llegaron a parecerle sobrenaturales. Sintió que su corazón se aceleraba.

Con extrañeza, casi acobardada, Verónica decidió contarle a su abuela lo sucedido. No quería dejar el despliegue de imágenes, pero su curiosidad era tal que apurada tomó con su celular varias fotos del conjunto y bajó a los tumbos hacia la cocina. La abuela estaba ocupada preparando el almuerzo. Su nieta le contó con lujo de detalles lo que había descubierto. Francisca, entre las humeantes ollas, le dio una tajante respuesta, no, Verito, estoy ocupada. La joven insistió con vehemencia, pero la abuela se mantuvo firme en su negativa y agregó, tengo que terminar de cocinar, querida. Verónica quedó asombrada y volvió a subir. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

En un rincón del altillo habían quedado los trastos descartados. Las fotos, en cambio, habían perdido el orden de su caída original y se habían acomodado como por arte de magia en la caja floreada. Desorden convertido en orden. Verónica se estremeció y no volvió a tocarlo. Decidió borrar de su mente los extraños hechos y dejó para otro momento la tarea de armar su atelier.

A la noche, todavía confundida, pensó en lo sucedido y recordó las imágenes que había tomado con su celular. Las buscó. Las “fotografías de las fotografías” mostraban rostros y figuras sin orden alguno en colores sepias; blancos y negros; cálidos y fríos. No se reconoció en ninguna. Las borró inmediatamente.

 

© Diana Durán, 2 de junio de 2025

 



EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 


Olivos en los años 70. Instagram. Los rincones de Olivos

EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 

Olivos sobre Libertador cerca de la quinta presidencial. Un barrio mixto residencial, comercial y portuario, donde se mezclan petit hoteles, chalets ultramodernos y altos departamentos suntuosos a la vera de la hermosa avenida donde los jacarandás florecen en primavera que tiñen las calles de lila. También hay cuadras transversales, oscuras y estrechas con lugares extraños y sombríos, como si fuera el patio trasero de la ciudad. Allí se combinan peluquerías de barrio, boliches de dudosas prácticas y casas semiabandonadas cubiertas de hiedras. Algunas callejuelas terminan en un cul-de-sac de irremediable tortuosidad. El paisaje del puerto de Olivos es otro mundo donde emergen yates, veleros, prefectura y demás instalaciones relacionadas con las clases altas que van a los clubes de yacht y, también, con quienes solo son paseantes domingueros. Un lugar apacible, a pesar de que a finales de los años setenta nadie podía sentirse seguro en ningún lugar.

 

 

Matilde viajaba todos los días desde su modesta casa de chapas en la Isla Maciel para cuidar a los niños Echevarría en ese sector de Olivos. Dos horas de viaje que incluían cruzar el Riachuelo y trasbordar varios colectivos hasta alcanzar el lugar donde vivía la familia, en Libertador al dos mil. Los padres, ambos ejecutivos, trabajaban mucho así que todas las mañanas esperaban al servicio doméstico para salir . La pequeña Sofía tenía solo tres años y Leandro recién comenzaba el jardín. Matilde no se quejaba. Adoraba a esos niños a quienes había visto nacer y criaba desde entonces. No había tenido hijos, por lo que ellos eran como suyos.

Los chicos la querían muchísimo y esperaban su llegada con ansiedad pues vivían con angustia el hecho de que sus padres partieran todos los días para volver casi de noche. Siempre subyacía el miedo a quedarse solos. La vecina era muy agradable y cuando Matilde se retrasaba, cruzaba generosamente el pasillo, a pedido de la madre, para quedarse con ellos contándole cuentos mientras llegaba “Mati”, como le decían, que siempre aparecía con su sonrisa cándida y gesto maternal. El tono paraguayo se le percibía en la manera de hablar y en las costumbres que se le habían “pegado” a los niños de tanto estar con ella, como tomar mate o comer chipá.

La empleada se ocupaba de todo. Llevaba al mayor al jardín de infantes acompañada de Sofi; hacía las compras diarias; realizaba habituales paseos con la pequeña por las calles soleadas; preparaba el almuerzo y, después del mediodía, retiraba al niño. El pobre concurría a doble escolaridad en una escuela bilingüe cercana. Todavía no sabía leer y escribir, solo su nombre, pero repetía “hello”, “hi”, “good morning”, “how are you”, y demás frases previas a la alfabetización en su propia lengua.

Matilde discrepaba de los padres en muchos aspectos, pero se guardaba muy bien de decirlo. No quería enfrentarlos y cuidaba su trabajo tan imprescindible dado que su marido solo hacía changas. Era una mujer sencilla, cariñosa y tranquila. Una típica matrona paraguaya regordeta y sonriente.

Una mañana primaveral, de vuelta de buscar a Leandro, Mati decidió cambiar el rumbo hacia la calle Manuel de Uribelarrea para comprar un poco de fruta en la vieja verdulería que quedaba a una cuadra. Con manzanas y peras en el bolso, sorprendió a los chicos al decir, qué les parece si visitamos el puerto un ratito. Total, es temprano. Ambos saltaron de alegría como hacían cuando se salían un poco del itinerario habitual para ir a la plaza o la heladería. Nunca habían ido tan lejos, pero el puerto quedaba solo a cinco cuadras de dónde estaban. Podrían contemplar los veleros y yates, y disfrutar de vistas distintas a las cotidianas. Como nunca habían ido por ese camino y con mucha precaución, la muchacha tomó bien fuerte de la mano a los niños. Cuando los chicos llegaron al puerto sintieron el aire fresco y gritaron sorprendidos al ver los triángulos blancos de las velas en los mástiles y las maderas lustradas de los yates. Les parecía un dibujo de los cuentos del “Pirata Malapata” o el “Barco del Abuelo” que Mati les solía leer. Disfrutaron del aire y del horizonte. No estaban acostumbrados más que ir a la quinta el fin de semana y a Pinamar durante las vacaciones. Qué lindo, exclamó Leandro. Cuando sea grande voy a ser capitán, siguió entusiasmado. La carita de Sofi se había iluminado con una gran sonrisa y saltaba de alegría. Al avanzar la tarde se veía más gente en los alrededores, quizá por el día tibio y soleado. En un momento Matilde advirtió que algunas personas los miraban con cierto recelo e, incluso, sintió murmullos de desagrado. ¿Tal vez por mi apariencia diferente a la de los niños? pensó.

Pasada una hora, la muchacha se dio cuenta de que se había hecho tarde. Propuso entonces, regresemos, pequeños, ya es hora. Lea y Sofi se negaron y empezaron a protestar, primero, y a gritar y llorar, después. Así ocurre cuando están cansados, asumió Mati.

Fue entonces cuando sucedió. Un oficial de la policía portuaria se les acercó y preguntó con clara desconfianza, ¿por qué lloran estos niños? Usted, ¿quién es, señora? Soy Matilde Giménez, la persona encargada de cuidarlos, dijo un poco humillada. Muéstreme sus documentos, espetó el oficial. Matilde no llevaba ningún documento. A esa altura estaba asustada, pero también indignada. Pe nĩ nokuapĩ (1), expresó por los nervios que la sobrepasaron en ese momento.

En pocos minutos, una gran cantidad de individuos rodearon a la mujer y los dos pequeños. Siguió una escena de cuchicheos y menosprecios de toda índole. Los pobres terminaron demorados en la policía del puerto para averiguación de antecedentes de la mujer. Al cabo de largo rato, pudo Matilde, entre nervios y llantos, comunicarse con los papás de los niños que aparecieron bastante ofuscados por la imprudencia de su empleada. Desde entonces, no volvieron a tenerle la confianza que habían depositado en ella. Se notaba en el trato y en un pedido de anticipación permanente de sus movimientos con los chicos.

La ida y vuelta de la muchacha de su casa a la de los Echeverría se transformó en una larga travesía poco feliz. Se sentía apenada por la desconfianza de los padres. Estos volvieron a tratarla bien, más por necesidad que por respeto. Matilde no volvió a ser la misma. Una sombra había cubierto la relación que tenían. Pensaba en otro trabajo más cercano. No tanto sacrificio. Lo único que la frenaba era el amor por sus “hijitos”, como ella les decía: “kunumi” (2). 

 



(1) Por favor, no me detenga: Esta es la frase más normal en guaraní y se utiliza para pedir a alguien que no interrumpa o detenga lo que uno está haciendo.

(2) Kunumi: significa "muchacho" o "joven" en guaraní y se usa para referirse a los niños con cariño.

 

© Diana Durán, 26 de mayo de 2025

LA SOMBRA DE CATALINA

 


Tornado de 1985 en Dolores. Diario Criterio. Dolores

LA SOMBRA DE CATALINA

 

Dolores es un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Como profecía de su nombre, allí se sobrellevaban considerables angustias pues sus habitantes vivían asediados por los tornados y las inundaciones que periódicamente ocurrían en el lecho del río Salado.

Era una población sufriente desde sus inicios. Sin embargo, tuvo el honor de ser el “Primer Pueblo Patrio”, primigenio lugar fundado en 1817 por el naciente Estado argentino luego de la declaración de la Independencia. En 1821 fue arrasada por tribus indígenas y repoblada en 1827. También fue perdedora en la rebelión llamada “El Grito de Dolores” contra el gobernador Juan Manuel de Rosas.

Las tradiciones dominaban el estilo de vida de sus habitantes. Todos los vecinos se conocían. Las maestras, el comisario, el intendente, el cura, hasta los viajantes y forasteros formaban un conjunto variopinto de personajes típicos de los pueblos pampeanos.

 

Catalina, bella entre las bellas, llegó a Dolores un día de otoño de 1984. Era una muchacha de no más de treinta años, alta, de cabellos largos y ondulados; ojos negros, profundos y expresivos. Tenía una extraña mezcla de encanto, fuerza y misterio. Emanaba de sí un halo de enigma que comenzó a causar dudas en un poblado indiscreto donde todos se conocían.

Bajó de un micro medio destartalado con sus pocas pertenencias. Sentía angustia ante lo extraño. No sabía adónde ir hasta que encontró alojamiento en un modesto departamento de un solo ambiente, a pocas cuadras de la Plaza Castelli.

Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Los hombres empezaron a murmurar y las mujeres a chismosear. ¿Qué hacía sola tan hermosa viajera desconocida? ¿Cuál era su pasado? ¿Qué venía a hacer al lugar? Su sugestivo modo de caminar y su encantadora voz eran el corrillo entre los parroquianos que frecuentaban los bares y las pueblerinas que tomaban el té todas las tardes en los patios dolorenses.

Una vez instalada con sus mínimas pertenencias, la joven se empleó en un hogar de abuelas como mucama. Había encontrado un cartel al caminar por la misma calle Belgrano donde quedaba su departamento. Catalina no parecía destinada a ser doméstica, pero necesitaba el trabajo. Inicialmente no se inmutó por los chismes que le llegaban por boca de sus compañeras de labor. Se decía que había sido una mujer de mala vida escapada de la gran ciudad; que había abandonado a sus pequeños hijos; que era una viuda venida a menos. Ella siguió con su vida. Además, se sentía cómoda con las ancianas con quienes dialogaba e interactuaba con mucha ternura y calidez. Hasta les cantaba con gracia, cuando su trabajo se lo permitía, para que durmieran tranquilas.

La vecindad no se destacaba por ser cuidadosa con sus comentarios y enseguida se corrió la voz de que Catalina recibía extraños en su departamento, cosa que nadie había constatado fehacientemente. Sin embargo, el rumor se echó a correr pronto por la ciudad. Mientras tanto, Catalina iba de su casa al trabajo y del trabajo a su casa sin mostrar interés en relacionarse con nadie, excepto en su trabajo y por obligación.

Los hechos que continuaron demostraron qué clase de persona era. A finales de la primavera un tornado provocó gran destrucción y la ciudad quedó sitiada por las inundaciones. Ocurrió el 25 de noviembre de 1985 en horas de la tarde cuando el gigante invisible de tierra y viento arrasó todo a su paso. El panorama fue desolador: muchas casas, plazas y la periferia urbana fueron destruidas. Se trató de la noche más larga y triste de que se tuviera memoria en la localidad. Las zonas más castigadas fueron la calle Olavarría, Plaza Moreno, el Asilo de Ancianas y el barrio de los frigoríficos.

Catalina se ocupó de las mujeres del hogar. Algunas no podían movilizarse y demostró dotes de enfermera al realizar los primeros auxilios a quienes estaban lastimadas por las roturas que había producido el tornado. Fue la verdadera protagonista entre muebles y trastos destruidos. No descansó hasta que la última residente estuvo a resguardo. El “Compromiso”, diario pionero del pueblo destacó en una nota su valentía y arrojo.

Pasados los crueles eventos meteorológicos se supo que la muchacha había trabajado en un hospital muy importante de Buenos Aires de donde la habían despedido por reducción de personal. Desde la catástrofe se la reconoció y nadie más se atrevió a murmurar sobre ella.

 

A los pocos meses de la tempestad, Catalina se marchó sin dejar rastros. Nunca había aceptado que la maltrataran con corrillos maledicentes. Se había sentido humillada y difamada desde los inicios de su estadía. Atrás quedaron las consecuencias calamitosas del tornado y sus queridas ancianas. Una de ellas preguntó confundida al no verla, ¿dónde está mi heroína, mi querida Catalina?

 

La muchacha volvió a Buenos Aires, la ciudad del anonimato, donde no le interesaba a nadie que regresara a trabajar de noche como una desconocida artista de cabaret.


© Diana Durán, 19 de mayo de 2025

 

PROYECTO INTERDISCIPLINARIO INNOVADOR A PARTIR DE LA LECTURA DE CUENTOS TERRITORIALES ("EL PUMA Y LOS NIÑOS")




PROYECTO DE LAS PROFESORAS AMALIA AMAYA (GEOGRAFÍA) Y MARIANA DE LA TORRE (LENGUA)


ESCUELA NORMAL SUPERIOR. DALMACIO VÉLEZ SÁRFIELD, VILLA DOLORES, CÓRDOBA.


RESUMEN DEL PROYECTO Y JUSTIFICACIÓN

    Leer, escribir y hablar no son procesos apartados de la realidad y descontextualizados de la práctica del hombre, vivimos en constante proceso de lectura e interpretación de textos, donde confluyen el proceso de oralidad, lectura y escritura. 

    La acción de enseñanza en el ámbito de las disciplinas: Artes Visuales, Lengua y Literatura, Biología, Geografía y Metodología de la investigación en Ciencias Naturales, permite la posibilidad del conocimiento e interpretación del mundo, de enriquecimiento personal y de acción social y comunicativa de los estudiantes. 

    El trabajo interdisciplinario de la lectura, interpretación y socialización de cuentos geográficos "Estampas Territoriales" de Diana Durán: "Amores de Frontera" y "El puma y los niños" y leyendas de nuestro país y de países limítrofes, incentiva a que los jóvenes se aventuran en nuevas oportunidades de aprendizajes, en la reflexión de problemas sociales y sobre todo en contribuir a generar un pensamiento flexible para una formación integral entre varias cátedras. 

    El objetivo primordial, además de promover la comprensión lectora y la interpretación de textos de diferentes tipologías, es también la articulación de diferentes niveles (Inicial, primaria, secundaria y superior), de nuestra escuela, promoviendo y reconociendo la interrelación entre la sociedad y la naturaleza. Los inconvenientes que surjan serán el punto de partida en el desempeño de nuestro Proyecto Innovador, que como Institución y comunidad educadora que somos, afrontaremos el desafío de integrar y asumir nuestra responsabilidad para mejorar nuestras falencias. 

DESCRIPCIÓN DE LA PROBLEMÁTICA EN TÉRMINOS DE DESAFÍO

    Desde el área de Lengua, desde hace un tiempo se viene observando que los estudiantes de primer año del ciclo básico presentan una falencia de comprensión lectora e interpretación de textos.

    Propuesta: se decide iniciar el presente proyecto buscando una transformación en todos los niveles institucionales de manera interdisciplinaria: nivel inicial (en salas de 4 y 5), nivel primario (6° grado), nivel medio (1° año, divisiones A, B, C y D.

    Espacios curriculares: Biología, Geografía, Lengua, Matemática, Tecnología, Artes Visuales) 4° año (Metodología de la investigación en Ciencias Naturales), nivel superior: profesorado de educación secundaria en Biología (3 año: Práctica Docente III; 4° año: Práctica Docente IV, Didáctica de las ciencias naturales, Biología humana y salud; profesorado de educación primaria (Práctica docente IV, ateneo de ciencias naturales).

Actividades que se realizaron 

    Comprensión lectora. Lectura en voz alta. Interpretación de textos. Conectar ideas. Identificar el propósito principal y secundario de emisor. Participación y confección de actividades Responsabilidad y compromiso con alumnos de distintos niveles y sus pares. Utilización del vocabulario adecuado. Exposición clara y precisa. Presentación de láminas con predominio sobre textos, prolijos sin errores ortográficos. Elaboración de souvenirs. Utilización de herramientas y técnicas para la resolución de situaciones problemáticas concretas. Análisis de información estadística relacionada con poblaciones.






Resultados

    Uso de las TICs: Google Maps, diseño y edición audiovisual, Diseño de maquetas y títeres. Dramatización, dibujos, participación, asistencia y puntualidad, lectura y expresión oral, normas ortográficas y gramaticales (escritura creativa). 
Trabajo colaborativo y en equipo (articulación entre niveles). Utilización de canvas y documentos Drive para trabajar de manera colaborativa con las tics. Correcta interpretación de consignas de trabajo y ejecución de actividades, coherencia conceptual. 

    Normas de convivencia: respeto y aceptación de diversas opiniones. Correcto andamiaje y acompañamiento pedagógico, transposición didáctica. Identificación de diferentes tipos de textos. Reconocimiento de flora autóctona y su importancia.


Los alumnos de primer año participantes

Valoración final

    El involucramiento y participación de nuevos docentes y espacios curriculares durante la segunda etapa del proyecto. Hubo actividades planificadas que no llegaron a desarrollarse por mal funcionamiento de dispositivos tecnológicos. El impacto a nivel institucional fue positivo ya que se lograron concretar las metas propuestas a través del desarrollo de las actividades planificadas. 
    El proyecto es altamente replicable para ser implementado durante los próximos ciclos lectivos sumando nuevos grados, cursos, espacios curriculares y docentes.       Es esencial este tipo de proyectos porque cambian la dinámica de las clases y ayudan a la integración de los diferentes espacios curriculares y niveles educativos.

    Finalizamos el proyecto con la puesta en común y la presentación del siguiente video realizado por profesores de Arte y los estudiantes de 1er año secundaria.




Los profesores participantes del video

Como escritora de los cuentos territoriales nada me hace más feliz que estos proyectos elaborados por profesores y alumnos con tantas ganas y excelente producción.

Diana Durán

Vean este hermoso video:





El cuento utilizado en el proyecto: "El puma y los niños" CUENTOS TERRITORIALES: EL PUMA Y LOS NIÑOS

TERRITORIOS AUSENTES. NUEVO LIBRO DIANA DURAN

 



El nuevo libro de cuentos de Diana Durán, titulado "TERRITORIOS AUSENTES" con prólogo de Héctor Correa y los siguientes cuentos:

I. ITINERARIOS

Viaje tras la ventanilla del micro
De puro vagar
Mi lugar en el mundo
Crisis en la Gran Ciudad
Una carta sorpresiva
Tierra prometida
Despedida y retorno

II. AMBIENTES

El sur
La selva sin mal
Aventuras fraternales en tierras de Tucumán
Milagro en la fuente de las Cibeles
Finde semana en Villa Ventana
El nido
El riesgo de un castigo
Hallazgo serrano
Frente a los incendios
La resistencia y la memoria
Devastación en el entorno prehistórico
Reflejos de una catástrofe
Del bosque chaqueño: nuestra querencia


III. COSTUMBRES

Los motoqueros del barrio
Pasión futbolera
Revelación infantil
Ascenso en las Torres de las Catalinas
Tiempo de volver
Juicio a la Esperanza
Culpas de vestido largo

IV. TERRITORIOS INTERIORES

Interminable espera
En el jardín de siempre
Delirios
Rompecabezas
Amnesia y territorio
El piano abandonado
El albañil

Para obtenerlo comunicate por:

 2932-521423
Correo diana.a.duran@gmail.com

Facebook Diana Durán

Instagram: diana.duran19




CULPAS DE VESTIDO LARGO

 


Imagen generada por IA

Corría el año sesenta y ocho. Llegaban los festejos de quince de las mujeres y los bailes de egresados de los varones. Las fiestas de largo se sucedían una tras otra. En el Plaza Hotel, el Savoy o el Círculo Militar; en casas lujosas de Belgrano, pero también en salones austeros de confiterías de Monserrat o Villa del Parque. La mezcla social de la clase media porteña en los liceos así lo permitía. Las madres no daban abasto para terminar de coser o ir a las pruebas de las modistas para culminar los vestidos que lucirían sus hijas. A los cumpleaños de quince se les daba importancia como si fueran las ceremonias de presentación en sociedad durante los bailes de principiantes del siglo XVIII en Inglaterra que se hicieron populares hasta principios del XX. Eran otras épocas y, sin embargo, la historia se repetía más por el interés de los padres que por el de las propias jóvenes.

Durante mi primer baile, en el patio del colegio San José, lucí un vestido de raso turquesa que me había prestado una amiga, a cuyo escote mi madre le agregó una flor para ocultar mi somero busto. Bailé toda la noche sintiéndome una princesa. Todavía mamá no había encontrado la modista que más tarde confeccionaría mi vestuario. Pobre de mí cuando la halló. Yo me ocultaba hasta que ella lograba llevarme a la rastra al taller donde transcurría el tormento de medidas y alfileres. A mí no me interesaban la vestimenta ni los detalles. Solo quería bailar y divertirme. A veces mi padre me acompañaba hasta el lugar de la gala, otras tantas iba con mi hermano si se trataba de amistades comunes. Yo sufría sobremanera los vestidos de gasa, piqué o broderie de colores exasperadamente suaves, tonos celestes cielo, rosa bebé o amarillo patito que me convertían en una niña de seis años vestida de largo. Nada que dejara entrever mi incipiente cuerpo de mujer. No tenía la oportunidad de refunfuñar ni de cambiar el modelo porque en esa época las elecciones de las jóvenes eran mínimas. Al menos en mi caso.

Casi a fin de año me puse de novia con Marcelo, un chico dos años mayor que yo del colegio Marianista. Me habían gustado sus ojos claros y su cabello rubio rizado. Si bien no pertenecía a una familia de alcurnia como la que mis padres pretendían, el muchacho era confiable como para lograr el permiso y poder salir con él. Tenía buenos modales, era dulce y sobre todo fiel, algo raro para esa época, pues cambiábamos de novios como de zapatos, sin tristezas ni remordimientos. Recuerdo que camino a una de las tantas fiestas, tomó mi brazo y me acarició de una manera especial mirándome a los ojos. Casi muero de vergüenza por la sensación turbadora, pero a la vez placentera que me causó. Mis mejillas enrojecieron y entre la culpa y el encanto logré superar las circunstancias. Inocente de mí que solo había bailado con él un poco más juntos y había recibido algunos besos en los labios, no más que eso.

Los padres de mi novio le regalaron al egresar un viaje a Europa con sus compañeros de promoción. Yo estaba recién en tercer año del colegio. Así fue como hasta el día en que partió nuestra relación consistió en concurrir juntos a unos pocos eventos, algunas salidas a caminar por la avenida Santa Fe, cartitas cortas pero amorosas y largas charlas por teléfono, interrumpidas por la burla de mi hermano. Mi flamante pretendiente partió a Europa. Su viaje duró un mes y yo me fui dos de vacaciones con mi familia a San Juan y Mar del Plata. En consecuencia, no nos vimos por tres largos meses.

No lo extrañé mucho ese verano porque era tiempo de diversión, juegos y placeres adolescentes. Eso sí, nos escribíamos largas cartas, pero las guardábamos para el reencuentro ya que no las podíamos intercambiar ante los diversos lugares en que nos hallábamos.

Al regreso a Buenos Aires comencé a sentirme ilusionada con volver a ver a Marcelo. Había idealizado al joven amoroso al que me unía más la fantasía que la realidad. A principios de marzo acordamos la cita. Respondí que sí a su propuesta de venir a casa. Estaba feliz de la vida.

Llegó el día del reencuentro. Me vestí con un jean azul y una remera ajustada. Arreglé mis cabellos con un ondulado natural y el flequillo largo hacia un costado. Esa tarde bailé una y otra vez ante el espejo antes de su llegada al son de “Viento dile a la lluvia”, “Rock de la Mujer Perdida”[1], “Rasguña las Piedras” y “Aprende a ser”[2]. Para ese entonces mi madre no me dominaba en la elección de la vestimenta si se trataba de un encuentro informal. Me sentía atractiva y excitada.

Tocó el timbre a las cinco en punto y abrí la puerta. Me palpitaba el corazón. Allí estaba Marcelo parado con su sonrisa inconfundible. Apenas divisé en sus manos un paquete lleno de regalos porque tuve que mirar hacia abajo para descubrir sus hermosos ojos celestes. En el tiempo en que no nos vimos yo había crecido y le llevaba casi una cabeza a mi querido y dulce novio.

¡Qué desilusión y qué culpa! Una grandísima culpa por desenamorarme en menos de un minuto de aquel petiso que me miraba tierno como siempre, esperando el abrazo intenso que solo fue fugaz y el beso que duró lo que un lirio.

 



[1] Canciones de Los Gatos

[2] Canciones de Sui Generis

© Diana Durán, 9 de diciembre de 2024

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 


Fotografía: Mariela Viarenghi

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 

El jardín era para Josefina especial, único, incomparable. Lo había cuidado desde joven, primero como hija, luego como herencia de su padre. En la galería del lado sur, contigua a la vivienda, había tomado el té con su madre, quien religiosamente le indicaba lo que convenía hacer en la vida. Allí había paseado en brazos a sus hijos cuando bebés, animado sus juegos infantiles y los había visto retozar de adolescentes. Disfrutó charlas de todo orden con su esposo hasta muy grande, vermut de por medio, con la prole ya adulta. También entabló amenos y recurrentes diálogos con sus amigas, con los consabidos cafés y masitas. Siempre mirando al parque.

Transcurrieron en ese pequeño territorio múltiples estados de ánimo. Desde los más felices hasta los más tristes. El jardín fue testigo de todos ellos. Cambiaron los colores, las formas y las especies, pero ese espacio seguía siendo el “declive por el cual se derrama el cielo” (1). Un rectángulo de naturaleza tan diverso como los anhelos de cada etapa de su vida. Había diseñado y mandado a construir canteros y sendas; pequeños estanques y glorietas. Cultivaba flores multicolores, arbustos estéticos y hasta algunos frutales que no tardó en eliminar porque se llenaban de plagas. Nunca árboles pues al crecer le hubieran quitado espacio. A Josefina le gustaba tener esa fracción esmeralda donde estar en contacto con la tierra.

Era feliz arreglando el jardín. Construyó un invernadero en el lugar del enrejado gallinero de su abuela. En él dispuso almácigos donde, según su esposo, creaba como una hechicera nuevas plantas, algunas medicinales, con gajos y semillas. También había disimulado con verjas y enredaderas el galpón y la parrilla. Eran los sectores que menos valoraba porque arruinaban la estética de su espacio tan preciado.

Ella misma creó, en sus días de narradora, muchos seres imaginarios que lo poblaron bajo matas y en los rincones. Escribió sobre gnomos traviesos y escurridizos; muchachas enamoradas que gemían sus desdichas o gozaban sus amores; jardineros atareados transformados en príncipes; doncellas vueltas estatuas; sapos cantores de augurios y tantos otros personajes que solo sus hijos y nietos conocieron a través de sus cuentos pues jamás publicó nada.

En los días tristes salió a ocultar sus penas y elevar alguna plegaria al cielo. De esa manera se consolaba. Ese oasis verde la acompañó durante muchos años de una vida plena y sencilla.  

 

Una tarde soleada de otoño, Josefina sale al jardín y se acomoda en el sillón de mimbre como todos los días. Lo recorre con sus ojos cansados, serenos. Grises son, tan grises como su cabellera, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a la vez. Tiene noventa y siete años. Solo cuenta con la descendencia porque no hay nadie mayor que ella en la familia, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus primos. Quedan algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no puede contactar. Incluso ha olvidado sus nombres.

Mira a su alrededor. Nota que crecieron dos rosas más. Observa el nido de la calandria en un codo del pino. Está terminado con ramitas y plumas; hasta imagina que adentro hay tres huevos. Ve muchos abejorros volando sobre las matas de lavanda y descubre que no hay nubes en el cielo. Siente el calor del sol y el aire fresco. Se incorpora a duras penas y apoyada en su bastón da una vuelta muy lenta al parque. Por unos segundos recuerda su jardín, el que tanto cuidaba, pero lo olvida enseguida.

Esa mañana le costó levantarse, pero ahora está en el único lugar en el que desea estar. Cruza dos palabras con el jardinero que corta el pasto como todos los viernes. Se incorpora un poco, pero se nota cansada y vuelve a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrán a buscar en cinco minutos, piensa, como siempre, pero no sabe cuánto son cinco minutos. Se acerca la hora de la merienda y la llevarán al comedor. No desea encerrarse, pero así es el ritmo de sus días. No tiene libre albedrío. Sigue las órdenes establecidas. Entrecierra los ojos, dormita arrullada por el canto de las calandrias y reposa.

No volverá a despertarse, la encontrarán en el mismo sillón donde casi todas las tardes salía a disfrutar del sol.

 

© Diana Durán, 28 de octubre de 2024



(1) Jorge Luis Borges. Un patio.

ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

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