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REVELACIÓN INFANTIL


                                        Claudia Segatti (2023)

Revelación infantil

En la finca de Caucete reinaba el sol y el calor. Además, en San Juan las altas temperaturas del día contrastan con la frescura de la continentalidad nocturna. Esos cielos que permiten contar estrellas hasta el infinito. La felicidad de ser niños de departamento y pasar las vacaciones en un lugar paradisíaco.

Transcurría el mes de enero de 1979. Era el primer año que nos invitaban unos amigos de mis padres, dueños de la finca, a pasar el veraneo. Luego de atravesar pampa y desierto llegamos al oasis cuyano pleno de vides gracias al derretimiento de las nieves de la cordillera de los Andes. Paisaje único y contrastado el de la montaña rocosa ausente de bosques y el valle pródigo en frutos de la tierra.

Doce chicos, entre mi hermano, yo y los de los dueños de casa, formábamos un batallón revoltoso que retozaba desde temprano entre las vides sin que nadie lo impidiera. Arrancábamos racimos enormes y los refrescábamos en las acequias heladas para comer las uvas hasta quedar saciados. También íbamos en bicicleta a los confines del predio donde tomábamos como trofeos duraznos dulces y carnosos que guardábamos en pequeñas canastas para el postre del mediodía.

En el camino de nuestras acostumbradas aventuras se sumaban a nosotros los hijos de los caseros que vivían en un rancho de barro. Su cabaña se había derrumbado durante el terremoto del año anterior, pero lo habían reconstruido. La casona principal, en cambio, había sido la única de Caucete en no sufrir ninguna avería, tal la fortaleza de su estructura.

La finca era magnífica, aunque se había ido achicando con el devenir de los problemas económicos del país. La familia había vendido algunas hectáreas, pero quedaban las viñas alrededor de la mansión principal. Esto lo supe después porque en aquellos días de la infancia nada parecía arduo ni riesgoso.

Mis padres, mi hermano y yo parábamos en una de las habitaciones de la parte trasera de la casona cercana a la cocina. Si de tarde reinaba el viento Zonda había que quedarse adentro porque con el calor extremo era imposible salir. Entonces jugábamos a la lotería y el estanciero en el salón principal de la mansión cerca de la chimenea.

Ese año se casaba la hija del mayor de los dueños de la viña y la bodega. El evento no significaba demasiado para chicos como nosotros que solo pensábamos en jugar, corretear entre los cultivos y bañarnos en la pileta, pero hubo circunstancias particulares que llamaron nuestra atención. Durante la mañana del día de la boda una de las señoras dueñas de casa nos ordenó a las niñas que nos dedicáramos a colocar ramitos a ambos lados del camino hacia el altar dispuesto delante de la estatua de la virgen María. Así lo hicimos prolijamente hincadas por horas en el suelo. 

Mi madre me había traído ropa de fiesta para ese día. Recuerdo el vestido de plumetí blanco con un lazo rosa en la cintura. A la media tarde llegó un micro. No sabíamos quiénes venían y pensamos que era muy temprano para que arribaran los invitados. Más tarde supimos que eran los mozos. La casa estaba revolucionada.

A las ocho de la noche, todavía de día, la novia del brazo de su padre atravesó el pórtico principal de la mansión. Bajaron las escaleras de mármol y por la senda adornada con hojas y flores se dirigieron al altar. En mi imaginación la percibí como a una bella princesa con su vestido de encaje blanco. Sin embargo, desde mi lugar, sentada en las butacas dispuestas para el casamiento me distrajo ver muchas personas tras las rejas que limitaban la mansión. Me sorprendió que no estuvieran donde se realizaba la ceremonia.

La fiesta para doscientos invitados se había centrado alrededor de la enorme pileta triangular ataviada con ramos de flores blancas flotantes. Al batir de palmas del padrino salieron de la cocina veinte mozos con sus bandejas y comenzó el festín.

Durante toda la cena, a pesar de la fastuosidad reinante, por alguna razón, seguí mirando hacia los límites del predio y volví a ver a muchas personas observando atentamente lo que sucedía e incluso aplaudiendo y vivando a los novios. Entre ellos pude distinguir a los niños del rancho que jugaban con nosotros. Intenté saludarlos, pero no me vieron. Esa circunstancia me extrañó tanto que le pregunté a mi madre por qué esa gente no había estado en la ceremonia ni ahora en la fiesta. Ella estaba muy ocupada conversando con una señora de vestido largo y plateado atiborrada de joyas, quien desde la mesa de al lado me dijo, es el pueblo de Caucete, querida mía.

La fiesta ya no me cautivó. Sentí extrañeza. Esa noche de verano de 1979 experimenté una punzada en mi corazón infantil.

© Diana Durán, 1 de abril de 2024

MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

 


Fuente de las Cibeles. Madrid. Street View.


MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

Estaba sola, melancólica y dubitativa en esa tarde gris. Tirada en el sofá miraba la gente pasar a través de la ventana. No sabía qué hacer de su vida. El tiempo le pesaba vacío. Sufría la ausencia de un amor duradero. Estaba sumida en un estado de inercia afectiva. La carencia de una familia contenedora había sido su destino. Los padres ya no estaban y la hermana vivía en Brasil con su pareja. No se hablaban, alejadas por el cambio de residencia y la falta de afinidad. No tenía sobrinos ni tíos. Solo algunas compañeras del colegio que veía muy de vez en cuando y unos pocos colegas. No eran verdaderos amigos, sino conocidos que frecuentaba en las consabidas reuniones de días festivos. El trabajo, una insulsa labor que la aburría infinitamente. Veinte años de la misma rutina, sumida en expedientes y formularios de personal. Un profundo desgano la paralizaba. Hasta los sueños la habían abandonado. Sabía que tenía que buscar otro camino. Faltaba poco para jubilarse y había acumulado vacaciones y algunos ahorros.

Adriana tenía cincuenta y cinco años. Por alguna razón sentía que se iba apagando a pesar de que se mantenía lozana y activa físicamente. Podía hacer lo que quisiera, pero no sabía bien qué.

Lo decidió durante esa tarde lluviosa de octubre entre destellos del atardecer que se filtraban por la ventana aún mojada. Cumpliría el deseo de toda su vida. Se daría el gusto de viajar a Europa. Gastaría sus ahorros. Después vería qué hacer. Sabía que no era bueno tomar decisiones en una situación de apatía. No le importaba. Deseaba cambiar, tener una aventura.

Al día siguiente, volvió presurosa del trabajo para planear el recorrido. Iría a España, solo a ese país, la tierra de sus ancestros. Desde Madrid a Toledo y Segovia y en tren a Barcelona. Vuelta a Madrid. Después viajaría al sur andaluz, a Granada y la medieval Alhambra con sus castillos y fuentes; a Sevilla de tapas y a conocer la barroca Giralda. Había soñado muchas veces ese viaje. Pensó en el trayecto elegido, no demasiado extenso, acorde a sus posibilidades.   

Sacó los pasajes a Madrid. No le importaba su soledad, sabía que podía manejarse como lo había hecho siempre.

Residiría en el barrio de la estación de Atocha. Sería su centro de acción desde donde iría y vendría a los puntos elegidos. Alquiló un pequeño estudio de un solo ambiente. El breve balcón daba a la calle de Argumosa frente al Museo de la Reina Sofía. Fue lo más barato que encontró, pero era un punto accesible para caminar hacia el centro de Madrid por el Paseo del Prado. Desde la calle de Alcalá alcanzaría la Gran Vía, la Plaza Mayor y la Puerta del Sol que había visto en documentales y guías de turismo.

Casi de noche llegó a Barajas y se desplomó de cansancio en su diminuta residencia esperando con ansias el día siguiente para empezar la aventura.

A la mañana se despertó con desacostumbrada energía. Tomó un café con tostadas en una de las confiterías cercanas al museo y echó a andar por el paseo del Prado. La maravillaban los floridos jardines; los cedros, cipreses y eucaliptos de la avenida; y los estanques de nombres griegos que encontraba a su paso. Rodeó lentamente la fuente de las Cibeles. Quedó deslumbrada por la belleza de la diosa y los leones. Se detuvo a tomar fotos y súbitamente lo enfocó. El hombre que también estaba con su cámara en el borde de la plazoleta le resultaba conocido. Era un vecino de la infancia. Estaba segura de haberlo identificado. Intentó distraerse leyendo en su celular que los leones de las Cibeles representaban a los personajes mitológicos Hipómenes y Atalanta [1], quienes enamorados fueron convertidos por Zeus en metálicas fieras. No consiguió concentrarse en detalles. Cuando levantó la vista el hombre había desaparecido. Extraño y súbito encuentro. De Buenos Aires a Madrid después de tantos años. Recordó su nombre, Francisco. Había sido su vecino en la calle Terradas. Al instante surgieron los recuerdos de la infancia compartida, compañero de juegos y risas en la terraza, la vereda y la plaza. Añoró algunas complicidades con ese niño alegre que siempre la esperaba para jugar. No volveré a verlo, pensó, y siguió su camino. Durante todo el día sintió que regresaba a su niñez feliz en Villa del Parque. No había olvidado el rubor de sus mejillas cuando correteaba con Francisco.

Ese primer día deambuló por Madrid envuelta en sueños, bruma y ficción. Durante la noche en vez de pensar en todo lo bello que había visto soñó con vagas ausencias y con ese caballero de fantasía. ¿Lo había inventado? Lo presentía, sabía que existía, lo invocaba cada vez más. Su presencia era cercana y a la vez ajena, imprevisible, exacta, cautiva. ¿Volvería a verlo? ¿La recordaría? No lo sabía. No habían cruzado ni una mirada.

Durante la mañana siguiente había planificado visitar el Museo del Prado, pero al comenzar el recorrido se encontró enfilando hacia la Fuente de las Cibeles. Caminó recordando los versos que alguna vez había escrito:

A pesar de los pesares, frente a toda circunstancia, el ahora se me va siendo mañana y quiero mi destino, quiero vencer las barreras. Te estoy previendo, hombre, ya lo sabes, no en vano sos utopía.

Al llegar a la rotonda miró para todos lados y no lo encontró. Sintió que su espíritu se desmoronaba. Dio una segunda vuelta por la calle de Alcalá. Difícil recorrido, había turistas por todos lados. Estaba por dejar de soñar naderías y continuar hacia el punto de encuentro camino a Toledo y Segovia, cuando escuchó una voz clara y varonil detrás de sí. Adriana, Adriana, ¿te acordás de mí? Soy Francisco. ¡Qué alegría reencontrarte! Estás igual que siempre, bella, como cuando tenías diez años y tu infancia era mía.

 

© Diana Durán, 16 de enero de 2024

 



[1] Los leones representan a los personajes mitológicos Hipómenes (o Melanión) y Atalanta, la gran cazadora del grupo de Artemisa. Hipómenes se enamoró de ella y consiguió sus favores con la ayuda de Afrodita y del truco de las manzanas de oro, pero al cometer los amantes sacrilegio cuando se unieron en un templo de Cibeles, Zeus se enfureció y les convirtió en leones condenándoles a tirar eternamente del carro de la gran diosa.

VIAJE TRAS LA VENTANILLA DEL MICRO

 


Bardas en la ruta 22 en el Valle del Río Negro. Foto Diana Durán


Viaje a través de la ventanilla del micro

 

Cansada de todo el año decidió emprender un viaje al sur, sin destino único, sin prisa, con el propósito de recuperar sus fortalezas perdidas. El trabajo la había dejado exhausta. Infinitos papeles, trato intenso con vecinos demandantes, jefes incapaces. La burocracia municipal invadiéndolo todo. Un recorrido atractivo le permitiría recuperarse de tan obstinada estupidez. Hacía tiempo que quería dejar la oficina. No conseguía un trabajo acorde a su profesión de geógrafa. La única opción de cambio hubiera sido ser empleada de comercio. Muchas horas por poca plata. No se decidía. Quizás el viaje le serviría para definir un nuevo rumbo laboral.

Lo resolvió presurosa, consiguió una hostería modesta y costeó el micro en cuotas. Sería cansador pero el avión estaba fuera de sus posibilidades. Ir a Buenos Aires para volver al sur no tenía sentido. País extenso donde las distancias son inmensas, quebradas por la ausencia de buenas rutas y vuelos insuficientes. El ferrocarril, antes vinculante, se había convertido en una red lenta y peligrosa.

Prefirió gozar del viaje a Bariloche de día. Sabía que todo paisaje tenía su encanto y podía disfrutarlo.

Subió al micro en la terminal de Bahía Blanca. Estaba interesada en descubrir los árboles caídos por el tremendo temporal que había afectado la zona en diciembre del año anterior dejando un saldo trágico. No los divisó en los inicios del trasiego atravesando la ciudad. En cambio, exploró mixturas urbanas abigarradas de edificios de departamentos, casas bajas, comercios, depósitos y talleres. Contempló el primer árbol caído recién en los confines bahienses. Era muy temprano, las siete de la mañana y todavía algo adormilada no tornaba su mirada al cielo. Fijaba la atención en la ciudad que desconocía en la periferia. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del micro, aún la agobiaba el cansancio de fin de año, pero sabía que durante el viaje se despejaría.

Los camiones arreciaban en las afueras de Bahía Blanca y los árboles caídos parecían hacer reverencias a la nada misma. ¿Por qué unos sí y otros no?, no se explicaba tan caprichosa apariencia forestal. La misteriosa naturaleza bravía.

Comenzó a despejarse el paisaje urbano y se dibujaron en el horizonte los primeros médanos ondulantes. Comenzó a tomar notas en su cuadernillo preparado especialmente. Se puso los anteojos de lejos y los divisó mejor. Descubrió hileras de eucaliptos añosos al costado de la ruta cortados de cuajo, pinos abatidos, sauces despojados de su follaje.

Todavía se extendía la gran llanura pampeana porque los verdes y amarillos después de la lluvia del día anterior iluminaban el relieve plano. En la ruta veintidós apareció el salar de la Vidriera. Se extrañó por la ausencia de flamencos. Los añoró. Ese conjunto rosado único dibujado contra el gris plateado del suelo salino. En cambio, solo había charcos irregulares en el triste bajío. Luego del llano siguió el monte en transición hacia la estepa patagónica. Arbustos bajos y achaparrados que parecían islas verdes en el homogéneo panorama. El vendaval no pudo con ellos. Le atrajo la Mascota, nombre singular para una pequeña localidad entre médanos y resabios de caldenes. Después de Médanos sobrevino la interminable recta hasta Río Colorado. Vio silos bajos y dispersos entre relictos de bosques de caldenes en las lomadas. Tan bellos los caldenes talados frenéticamente para el avance ferroviario. El paisaje la iba apaciguando, le proveía paz, la relajaba en el asiento de tal forma que no había observado al resto de los pasajeros separados por cortinas individuales. Tampoco a los choferes en su cabina aislada.

El monte se hizo más ralo, observó la leña en montículos y el ganado pastando. Sobrevolaban aguiluchos, únicas aves reinantes. La entristeció no otear las rojas loicas en los alambrados. La acción humana las había desplazado o extinguido.

El monte estaba extrañamente verde por alguna lluvia ocasional. Después de cruzar el río Colorado sobrevino otra recta infinita. Se dispuso a seguir aflojándose, aunque continuó escribiendo notas. Lo hacía encantada de describir las geografías que atravesaba. 

Decidió observar el cielo límpido. Algunas nubes de raras formas como husos de hilar demostraban que en altura había fuertes vientos. Las contemplaba poco porque odiaba descubrir formas de rostros humanos en ellas. 

Las torres de electricidad y los molinos eólicos se divisaban como gigantes en la estepa. La modernidad versus la tierra indómita. Sobrevino la vegetación de arbustos y el suelo yermo. Sin embargo, todavía había matas tupidas. Llegaron a Choele Choel. Increíble su expansión. Hacía mucho que no viajaba por esas tierras. Descubrió las primeras bardas del río Negro con sus coloridos estratos. Ya estaba en la Patagonia. Las casas se acercaban a la base de las terrazas. Imaginó posibles derrumbes, los ranchos destruidos. Pobre gente.

Se fue sosegando aún más, sintió que sus hombros caían y su cuerpo se extendía lánguido en el asiento. Dormitó un poco, pero siguió atenta al afuera. Hasta ese momento no había prestado atención a los pasajeros. Estaba cansada del gentío que día a día atendía en la oficina. Sin embargo, al parar en la estación de Choele Choel se sorprendió al ver una veintena de hombres, mujeres y niños con sus trastos desperdigados en cajones de frutas y atillos de tela. Impacientes los mayores, caritas tristes los más pequeños. Razonó que esperarían algún transporte miserable que los llevaría a otro pueblo del valle a cosechar peras y manzanas. Se indignó por el eterno maltrato de los sufrientes trabajadores golondrina. Estaban allí tirados con sus familias esperando otro viaje con sus caras sucias y cuerpos flacos. Miró a su alrededor con detenimiento por primera vez. Todos los pasajeros estaban dormidos. Su aspecto era el de turistas de clase media, bien trazados. Las cortinas que los separaban le impidieron seguir indagando, pero ninguno tenía el aspecto de ser un trabajador de la tierra.

Atravesaron el valle, pródigo en frutos, perales, manzanos, vides por doquier. Dejó de escribir sus notas para sumergirse en ese paisaje único inserto en el desierto. Las chacras rodeadas de álamos verdes que el otoño todavía no había amarilleado. El rosario de pequeñas ciudades, Darwin, Chimpay, Chelforó. Luego las más grandes, Villa Regina, General Roca, Cipolletti y Neuquén. Todos esos puntos poblados fueron pasando como una película. Lo disfrutó intensamente.

Las bardas se erguían extrañas limitando el valle. El trasiego se volvió lento y cansador en el último tramo debido al tránsito de camiones de petróleo y de fruta, micros turísticos, coches viejos, camionetas y autos nuevos a toda velocidad. Todos los vehículos posibles en una ruta peligrosa entre los pueblos. Se concentró en el paisaje productivo y continuó su intencional divague y esparcimiento.

En Neuquén había un tránsito exasperante por los semáforos que importunaban. A pesar de la existencia de un camino de circunvalación el micro atravesó el centro de la ciudad a paso de tortuga.  

Plottier, Senillosa y más allá volvió a disfrutar del paisaje de la estepa patagónica, aunque fuera yermo. Distinguió ásperos wadis, los fértiles mallines, el vasto embalse del Chocón, los ñandúes. Al oeste comenzaron a dibujarse los quebrados perfiles de la cordillera patagónica. Descubrió el majestuoso volcán Lanín sobresaliendo en el horizonte. Sabía que lo iba a contemplar y se ufanó al hacerlo.

Por alguna razón, tal vez porque se dirigía hacia un parque nacional, recordó la serie “Yellowstone” que había visto durante las semanas anteriores. Los conflictos a lo largo de fronteras entre los dueños de un inmenso rancho de ganado, una reserva india, los desarrolladores de tierras y el parque homónimo bien podían acontecer en los remotos parajes a los que se dirigía. Pensó en las semejanzas de paisajes y formas de vida que en la Patagonia suscitaban dramas parecidos entre familias de terratenientes, gobiernos y pueblos originarios.

El viaje se prolongaba mucho debido a las paradas intermedias. Le habían dicho que era directo, pero no fue así. Comenzó a anochecer. Llegaron al Valle Encantado del río Limay con sus extrañas formas sedimentarias que conocía tan bien. Amaba ese paisaje de ruinas naturales en el que podía descubrir todo tipo de siluetas. Seguía la parte más hermosa del viaje, aunque fuera de noche. La luna llena iluminaba el embalse Alicurá. La luna reflejada en el espejo acuático.

 

Figuras fantasmales se dibujan a la vera de la ruta. No logro distinguirlas bien, son algo cónicas, más bajas y más altas. Se mueven al compás del trasiego del micro. ¿Serán hombres y mujeres caminando en ese horario de vuelta de algún trabajo? Los observo con mayor detenimiento. Es muy peligroso su andar a la orilla de un derrotero tan agreste, en algunos tramos de cornisa. Lo anoto con letra vacilante en mi cuaderno.

Miro para todos lados dentro del micro. Súbitamente me percato de que está vacío. No he visto bajar a los pasajeros imbuida en lo que veo tras la ventanilla. Sé que una puerta metálica infranqueable me separa de los conductores. Me paro y camino por los pasillos. Corro una por una las pequeñas cortinas que separan los asientos. Tras ellas no hay nadie. Las butacas pulcras y vacías. Ningún viajero en ellas. Irremediablemente sola.

La ruta serpentea entre precipicios serranos. La luna aparece y desaparece según el micro circula a alta velocidad por la cinta de asfalto llena de curvas. Me pregunto alarmada dónde bajó el resto de los viajeros. Miro por la ventanilla y veo la luna gigante y plateada reflejada intermitentemente en el río Limay y sus rápidos. El corazón me late enérgicamente. ¿Quiénes serán esos seres grotescos que caminan al borde de la ruta? Empiezo a temblar. Vuelvo al asiento. El miedo me invade e impide pararme. Tengo frío y la piel de gallina. Busco mi cuaderno de notas. Pienso en escribir para serenarme. No lo encuentro. Me desespero.

Veo unos carteles rojos luminosos indicadores en la pared frontal del micro que advierten cuando la velocidad supera el límite. A cada rato suena un chillido espantoso avisando el peligro. Entonces mi corazón late desbocado. Los conductores, ausentes. No contestan por más que trato de comunicarme con ellos a golpe de puños en la puerta metálica que separa la cabina. Estoy aterrada. No sé qué hacer. 


Ella, tan conocedora y amante de los paisajes externos, iba sin rumbo hacia la nada misma, sola su alma en el monstruo rodante. 


                                    © Diana Durán, 4 de marzo de 2024

LOS CUENTOS TERRITORIALES MÁS LEÍDOS DE 2023

 



Incluimos aquí los links a los Cuentos Territoriales más leídos de 2023. 

¡Nos volvemos a ver en febrero de 2024!


Be´eri. Imagen satelital

Un lugar llamado Be´eri

🇮🇱🇮🇱🇮🇱 Cuento para enseñar conflictos geopolíticos recientes.



El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba

🌎🌄 Cuentos para enseñar: el calentamiento global.


                                                Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol




                                                    Arroyito en la ruta nacional 22. Street View

El arduo camino a la democracia

Cuento para enseñar a cuarenta años del inicio de nuestra democracia contemporánea.



Nevado de Famatina

Una lucha a cielo abierto

Cuento para enseñar megaminería y conflictos sociales desde la mujer como protagonista.


UN VIAJE DECISIVO A LA PATAGONIA

 


Isla de los Pájaros. Península Valdés. Chubut

Un viaje decisivo a la Patagonia

Elegir una carrera universitaria y concretar el viaje eran desafíos para nuestros cortos dieciocho años.

Yo quería hacer todo a la vez. Recién terminado el secundario seguiría arquitectura. Mis padres insistían que estudiara economía. Una tan artística y deseada; la otra ligada a la posibilidad de trabajar con mi padre. Futuro asegurado. Estudiaba los planes de estudio, aunque no me resultaba tan arduo decidir. La arquitectura implicaría diseñar hasta que la obra quedara tal como la había proyectado. Sabía que ambas eran formaciones que llevarían años, pero una significaría empezar desde cero en la profesión, mientras que en el otro caso recibiría gran ayuda familiar. Me imaginaba en el estudio de papá ocupándome de empresas y presupuestos. De solo pensarlo sentía apatía y desazón.

Mientras tanto estaba pendiente el plan organizado con Horacio. Habíamos ideado durante un año que cuando termináramos el secundario viajaríamos al sur. Sería un periplo por las costas marítimas y la ruta cuarenta de la Patagonia. Yo lo había diseñado con esmero consultando mapas, guías turísticas y enciclopedias. No había dejado un pueblo sin investigar. Ese era nuestro objetivo, nuestro mayor anhelo. No queríamos viajes de egresados inútiles como algunos de nuestros compañeros. El dinero lo teníamos. Eran nuestros ahorros y nos lo merecíamos. Ninguno de los dos se había llevado materias. Habíamos estudiado mucho durante quinto año del colegio que compartíamos.

Horacio dudaba ir al viaje. Su familia lo obligaba a tomar una resolución y a estudiar para el examen de ingreso. Él no tenía claro qué iba a hacer.

Llegué a imaginar que si no me acompañaba terminaría nuestro noviazgo de los quince a los dieciocho años. Después me arrepentía al pensar que él había sido mi compinche durante toda la secundaria, mi compañero, mi amigo y, sobre todo, mi primer novio. Sin embargo, me parecía que alguien minaba esas ganas de emprender un proyecto juntos. Especulaba que él iba a seguir los dictados familiares de estudiar abogacía. Especialmente, de la madre. Se frustraría la notable capacidad de lectura y escritura que yo admiraba. Esa de la que me había enamorado a través de las novelas que me recomendaba leer y de las poesías amorosas que me dedicaba. Bien podía seguir la licenciatura en letras o la carrera de periodismo, pero a su familia le parecían poca cosa y lo empujaban a elegir derecho para trabajar en el estudio de su padre. Ambos en la misma situación frente a nuestros padres, pero nada más ajeno en mi caso a los deseos de libertad.

Logré convencerlo a regañadientes utilizando toda la seducción posible. Nos fuimos al sur contra viento y marea. Yo estaba admirada de nuestra rebeldía.

Empezamos el camino en micro desde Bahía Blanca donde residíamos. Viajamos por la ruta tres percibiendo la aridez patagónica, los suelos yermos, la vegetación esporádica y arbustiva, las lagunas salitrosas y rosadas en sus bordes por una incalculable cantidad de flamencos. Así llegamos a la inmensidad del Mar Argentino en Puerto Madryn, la célebre ciudad de las ballenas. No era tiempo de verlas, pero sí de ir a Península Valdés donde descubrimos las aves apostadas en el guano de la Isla de los Pájaros y los lobos y elefantes marinos echados en sus plataformas acantiladas. Disfrutamos, enamorados, dos días únicos. Hasta ese momento nos sentíamos unidos por la aventura, seguros de nuestras decisiones. Reímos y gozamos como nunca. Fueron los mejores momentos de nuestra relación desde que había comenzado hacía tres años. Me cuidaba, me completaba, era un compañero ideal.

Decidimos emprender la travesía de cruzar la meseta hasta Esquel. Optamos por viajar a dedo porque queríamos conocer la geología ruinosa del Valle de Los Altares en vez de recorrer sin puntos intermedios los seiscientos kilómetros que distaban hasta la cordillera. Sabíamos de la soledad y aspereza del camino, pero no nos importaba. Éramos amantes de los paisajes patagónicos. Paramos en el motel del Automóvil Club de Los Altares. Allí comenzó la letanía, en el lugar menos esperado. Horacio no pudo olvidar sus próximas opciones universitarias. No estaba dispuesto como yo a disfrutar del cielo estrellado o a hablar de naderías como frente al mar. Repetía una y mil veces que quería asegurarse el futuro siguiendo abogacía y, luego a los pocos minutos decía que en realidad lo que más le gustaba era literatura. Su desconcierto empezó a cansarme. Yo trataba de desviar la conversación. No lo lograba, él volvía a los temas repetitivos. María, hablemos un poco de nuestras próximas decisiones. Dudo entre dos carreras. Es algo muy importante para mí, me decía. Ya lo sé, Horacio, pero intentemos disfrutar de este presente inolvidable, le respondía mientras revisaba entusiasmada la cartografía de la próxima etapa.


                                                                        Paso de los Indios. Street View

Al día siguiente llegamos a Paso de los Indios, un pueblito planificado y construido con la estructura de un hexágono, de poco más de mil habitantes. Los exploradores lo describieron como un manantial, “un rayo de luz en la nada misma”. Su historia nos atrajo como para quedarnos. En ese lugar desértico y aislado, tan atractivo por sus cuentos de herrerías y rifleros conseguimos una pequeña posada muy romántica. Pensé que en ese entorno recuperaríamos la relación. En vez de gozar a mi lado, Horacio continuó la discusión del día anterior. Nuestra relación era tan árida como el mismísimo desierto en que nos encontrábamos. Yo casi no lo escuchaba. Mi preocupación estaba en la próxima etapa, la esperada llegada a la zona andina.

El sinuoso acceso a Esquel fue maravilloso. Aprecié al fondo de la ruta la cordillera nevada, primero entre álamos y pinos; luego adentrándonos en el exuberante bosque andino patagónico. El desierto se había transformado en una sinfonía de verdes cuando atravesamos la casilla de piedra que cruzaba la entrada a la ciudad. Los carteles de venta de cerezas y frutillas se entreveraban con los avisos de posibilidad de incendios. Rara combinación que me fascinó en esos paisajes sureños. Una localidad turística de más de treinta mil habitantes. Allí la discusión recrudeció. Yo ya no quería pensar en carreras y expuse una odiosa sentencia. O nos centramos en el viaje o cada uno sigue por su lado, le dije desafiante. Es que son temas muy trascendentes, me quitan el sueño y me impiden disfrutar del viaje, María, me contestó angustiado. Ese día nos dormimos sin más comentarios. Un abismo se abría en la relación. Nada que no hubiera estado ya presente. Yo suplía la frustración interesándome más y más por lo que me rodeaba. Me llevaba folletos y guías de cada lugar para seguir aprendiendo sobre lo que veía y tomaba notas en mi libreta de viajera.

Desde Esquel continuamos al Bolsón, la famosa “Comarca Andina del paralelo cuarenta y dos”. Tierra de artesanos emplazada en el valle del cordón del Piltriquitrón que significa colgado de las nubes. Así estábamos. Entre los nubarrones de una relación que se iba extinguiendo. Casi no nos hablábamos, cada uno rumiaba sus pensamientos.

Seguimos a Bariloche, territorio que ambos conocíamos. Habíamos viajado de vacaciones con nuestras respectivas familias. Pensé en la influencia que tenía la madre de Horacio sobre su personalidad. La maldije. Nos mantuvimos mudos y patéticos a esa altura del partido.     

Seguimos por el camino de los Siete Lagos a San Martín de los Andes. En medio del esplendor paisajístico de vestigios glaciarios y lagos encajonados en las montañas ya no nos aguantábamos más. Del silencio que nos oprimía culminamos en disputas irreconciliables. Yo porfiada en disfrutar del viaje me sumergía en la búsqueda de libros locales y relatos de guardaparques, guías de turismo y escritores locales. Horacio, ausente de toda ausencia, me ignoraba y se comunicaba con Bahía Blanca para averiguar todo lo relativo a su ingreso universitario.

Finalmente, cada uno volvió por su lado. Él se tomó un micro directo a la ciudad. Yo, en cambio, opté por viajar con lentitud por el rosario urbano del valle del río Negro para conocer cada localidad frutícola, muy entusiasmada con los contrastes regionales.  

En marzo decidí estudiar geografía. Lo hice sin duda a raíz del viaje por territorios patagónicos. Ni arquitectura, ni economía. Había encontrado mi vocación. No estaba triste por el fracaso del noviazgo, sino esperanzada en el futuro. Horacio siguió derecho según los dictámenes de su familia. Me enteré por amigos comunes.

Nos hemos cruzado en las calles de Bahía Blanca alguna vez.  

© Diana Durán, 27 de noviembre de 2023

ETERNAS ESCRIBIENTES GOYANAS

 


La casona de Goya, hoy. Street View

Eternas escribientes goyanas

 

Goya fue el lugar donde compartieron su amistad durante muchos años. La “petit París” de Corrientes, al borde del Paraná, con sus amplias plazas, paseos costeros y arquitectura colonial. Aunque la ciudad fue azotada por inundaciones que la devastaron en muchas ocasiones.

Mi abuela materna, Francisca, me contó sobre Ema, su gran amiga. Fue su compañera desde la época de la escuela primaria, además de vecina. Compartieron una existencia sencilla. Ellas tomaban mate en la galería de la casona de la abuela que daba al patio interior. El olor a tabaco que provenía de los galpones se mezclaba con el aroma del limonero cargado de frutos. El viejo aljibe dotaba de un ambiente fresco a las charlas. Ni las zanjas en días de lluvia ni el calor agobiante en los veranos impedían el encuentro de las amigas entrañables.

Francisca iba también a la casa de Ema a matear. Allí conversaban sobre temas personales y sociales. Las novedades más sugestivas eran si algún conocido se había casado, su fiesta e invitados; los detalles de noviazgos recientes y, especialmente, los nacimientos sobre los que importaban nombres, sexos y pesos. Rodeadas de pilas de diarios que acumulaba Ema en un ambiente profuso, cargado de muebles y adornos, las amigas se animaban con el correr de la tarde a comentar habladurías de parejas rotas y llegaban al extremo de saber sobre traiciones matrimoniales. Francisca era capaz de sortear zanjas en los días de lluvia para llegar a lo de Ema que le devolvía la visita sin importarle ni el calor ni los mosquitos de esas tierras tropicales.

Muchos años después conocí ese lugar e incluso mi abuela me llevó a visitar a Ema que era una señora muy mayor por esos tiempos. Sin embargo, fue conmigo muy amorosa y me mostró su notable archivo de diarios locales y nacionales.

Las amigas disfrutaron durante años de esos encuentros hasta que llegó el día en que cada una debió seguir su camino. En realidad, fue Francisca quien partió con sus hermanos luego de la muerte de su padre a residir en Buenos Aires. Ema, en cambio, se quedó en Goya en la rutina somnoliente de la apacible ciudad mesopotámica.

La abuela inició en la gran ciudad una vida de soltera en edad de casarse según los cánones de la época. Tenía cerca treinta años cuando tuvo que adaptarse a la gran ciudad, aunque sus costumbres se mantuvieron en la casona de Zapata de su hermano Hernando. Era una mujer tranquila que pasaba las tardes tocando el piano de cola y cantando con suave voz. También concurría a reuniones y fiestas acompañada por sus hermanos. Ellos querían que se casara lo antes posible.

Francisca extrañaba la vida pueblerina y las conversaciones cotidianas con su amiga. Entonces comenzó el intercambio epistolar entre ambas. Lo hicieron durante años. Ema fue la primera en saber del romance cuando Francisca conoció al hombre que amó durante toda su vida. Ema siguió el noviazgo como si fuera una novela, emocionada con los románticos paseos por el Rosedal y la distinguida elegancia del joven griego que cortejaba a su amiga como si fuera una princesa.

Después de casada, la abuela siguió escribiendo extensas cartas a Ema con la letra prolija y cuidada que le habían enseñado en el colegio. De esa manera se narraron sus cuitas, la crianza de los dos hijos que tuvo Francisca, las vicisitudes económicas y políticas del país, las novedades de vecinos y conocidos. Todo lo imaginable. Ema respondía con igual esmero en finos papeles y sobres satinados con una preciosa letra inglesa sobre los nacimientos, casamientos y decesos que se producían en Goya. Ambas sabían todo de la vida de la otra. Ema era la solterona perpetua entre sus diarios y muebles oscuros.

Francisca escribía sus memorias en largos escritos como una metódica y permanente rutina que la acercaba a su ciudad natal. Nada ocultaba. Ambas se vieron durante años en los veranos hasta que los hermanos de mi abuela decidieron vender la casa de Goya y ya no hubo encuentros, pero continuó el persistente intercambio epistolar. Yo fui testigo de esas escrituras porque veía a la abuela hacerlo en un pequeño escritorio de su casa de Belgrano. Era su ligazón con el terruño donde había nacido.

Mi querida abuela fue la única persona que me llamó cariñosamente Dianina. Elaboraba las comidas más sencillas pero deliciosas del mundo y cosía muñecas de trapo hechas con medias y botones. Con ella jugué a las visitas, a la vendedora de bazar con frascos vacíos y a otros pasatiempos únicos y creativos. Sin embargo, lo más importante es que fue la primera escritora que admiré.

Cuando la abuela falleció a los noventa años acompañé a mi mamá a desarmar el departamento donde vivió. Guardamos la vajilla tan querida y regalamos su ropa. En una cómoda encontré una caja de zapatos forrada y atada con cinta de raso celeste donde guardó los borradores de esas cartas maravillosas que escribió durante tanto tiempo y las respuestas de Ema. El papel amarillento demostraba el paso del tiempo, pero el contenido que suelo releer periódicamente es una síntesis acabada sobre el valor de la amistad y el perpetuo significado de lo cotidiano.   

 

© Diana Durán, 20 de noviembre de 2023

 

GEOGRAFÍAS NARRADAS. CUENTOS TERRITORIALES

 


🌎Tengo el placer de presentar este nuevo libro de cuentos que se llama "Geografía narradas. Cuentos territoriales".

📖📖📖Agradezco a Profesgeo 3.0 y especialmente a Nico Agostinucci con quien trabajamos para que salga esta edición antes de fin de año y que los profes puedan contar con ella.

👉👉👉Espero les guste su cuidada diagramación.

CUENTOS

📖 MIGRACIONES
– Se de historias de migrantes
– Nuevos rumbos, al sur
– El secreto de Palmira
– Dos vidas, dos derroteros
– El pueblo que se volaba

📖TERRITORIOS DEL INTERIOR
– Un día en el terraplén serrano
– Encuentro en Pehuen Co
– Crónica de vapores y trenes
– Catriel, el arriero
– Una maestra en la Puna

📖GEOGRAFÍAS PERSONALES
– Gestos
– Pensamientos en vuelo
– La llanura en los sentimientos
– Pinceladas
– La historia de Mary Show y su amigo Baltazar
– Solo como un perro
– La madre, el hijo y el fútbol
– La leyenda de Rosalía y sus ocho perros
– Noticias del Norte. En vivo y en directo

📖REGRESO A LA DEMOCRACIA
– Un arduo camino a la democracia
– Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos
– En un banco de la plaza

UNA LUCHA A CIELO ABIERTO


Nevado de Famatina. Google Maps.


Una lucha a cielo abierto

Amarillo oro; blanco nieve y marrones montanos; verde esmeralda de las vides; naranjas y rojos de hojas otoñales y el ocre de la aridez.

Los colores de esta tierra, mi tierra.

La lucha por el oro es parte de mi vida, pero no para lucir o acumular sino para evitar que mi pueblo se corrompa por su explotación. En Famatina he luchado a cielo abierto por años junto a mujeres dignas que acompañaron esta batalla. Desde joven, antes de saber qué ocurriría.

La historia viene de lejos, desde que Juan Ramírez de Velazco fundó La Rioja. El hidalgo venía en busca de oro pensando en una nueva Potosí. Siempre el oro. Denso, blando, pesado; noble, le dicen. Indigno, le digo.

Los diaguitas de los que soy heredera de sangre y cultura hicieron del cultivo su práctica dominante. Las vides rodean el pueblo y El Camino del Inca es patrimonio de la humanidad. Aquí el rey es el Nevado de Famatina con sus cumbres heladas que nos proveen agua. Nosotros vivimos en este paraíso en el extremo oeste de las Sierras Pampeanas donde domina la montaña. Somos pocos los habitantes de la comarca, pero nuestro amor por la tierra es muy grande. ¡Qué me van a hablar de minería a cielo abierto! La provincia quiere la megaminería. Nosotros conocemos sus consecuencias.

Hicimos asambleas, cortes de ruta, acampes, pintadas entre mates y tortillas. Repartimos folletos a todos los que pasaron por la ruta. Aquí no iban a entrar los extranjeros. Se quedaron con las ganas. Ni los canadienses, ni los chinos. Tampoco los salteños, nuestros hermanos, se pudieron instalar. A ninguno se lo íbamos a permitir. Aquí surgió y seguirá vigente el lema “El Famatina no se toca”.

En las marchas conocí a mi pareja, el Atahualpa, de los pocos hombres que nos acompañaron porque esta fue una guerra de mujeres por la tierra, el cielo y el agua. Ahora que soy jubilada me puedo dedicar más, aunque estoy cansada sigo a pesar de las denuncias y las amenazas.

 

Aquí los docentes enseñábamos a los chicos lo que iba a pasar si las mineras se instalaban. Quizás habría más trabajo y por eso los hombres no nos acompañaron, pero ¿y las consecuencias? Las aguas escurrirían con plomo, mercurio, manganeso y cianuro. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Y el aire con ese polvillo tóxico que lo invadiría todo?

Al oeste del pueblo hay unos abanicos de tierra que caen de las montañas y corre el río que lo bordea y se seca. Las laderas son marrones; las vides son verdes en contraste con el ocre del entorno árido. Con la llegada de la primavera y más aún en verano los tonos de las viñas se tornan verde rabioso. Cuando los días se acortan el color de las hojas va cambiando y se vuelven amarillas, naranjas y hasta rojas. El azúcar corre por sus nervaduras. Nuestra Famatina, estrecho poblado en medio de la sequedad, se rodea de color. ¿Qué pasaría si llegaran a contaminarse las corrientes que la riegan? Aparecerían las aguas “de contacto” que así se llaman porque todo lo intoxican.

 

Hoy mi pueblo encabeza la lucha contra la megaminería en la Argentina. Otros han desistido o abandonado bajo las presiones políticas, el cansancio y la falta de recursos. Nosotros no. Seguiremos peleando siempre.

 

Hasta que el negro de la muerte me excluya.


© Diana Durán, 8 de noviembre de 2023

 

 

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