CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA
Cuando
éramos jóvenes, los pájaros nos acompañaban en nuestros itinerarios tempranos.
La curiosidad nos inspiraba a avistar sus festivos revoloteos serranos. Era un
bullicio sinfónico de trinos. Aves de plumajes rojos de fuego, amarillos de
luz, marrones veteados. Picos corvos, rectos, finos.
Él
decía que el mundo empezaba en el primer trino. Que no hacía falta reloj si el
benteveo pescaba en picada. Yo anotaba sus frases en la libreta, como quien
guarda un tesoro sin que el otro sepa.
El
chimango compartía el solar de la tijereta. Una pareja de carpinteros reales
cavaba el tronco horizontal. Los jilgueros iluminaban los senderos en bandadas
inquietas. El hornero construía paciente su casa de barro. En las flores
pequeñas libaban los picaflores. El piojito gris empollaba en un diminuto nido.
La ratona intentaba mimetizarse, pero lográbamos verla.
A
veces él se quedaba en silencio, mirando el agua como si esperara que el biguá
le dijera algo. Yo le preguntaba qué pensaba, y él respondía, no hay que
tener rumbo para ser libre.
El
zorzal colorado daba pequeños pasos y se reclinaba para escuchar su presa. Los
cardos alimentaban bandadas de cabecitas negras. El suirirí real se acicalaba
en la punta del espinillo. Las calandrias comían semillas de nuestras manos. El
churrinche rojo nos seguía en el parque cercano. Divisábamos felices las loicas
en la ruta de ida y vuelta.
A
su lado escribía, el churrinche nos sigue como si supiera
que somos parte de su historia. Hoy releo ese apunte
y me parece escuchar sus pasos detrás de mí, buscando la llamarada entre las
ramas.
Aquel día, al fin, avistamos al martín pescador luego de horas de espera a orillas del San Bernardo. Él decía que el martín pescador era como nosotros: paciente, pero impredecible. Yo me reía, pero en el fondo sabía que tenía razón.
En el humedal cercano, la lechucita vizcachera miraba fijo,
enojada, a pesar de haberse comido un cangrejo. El ostrero común pasaba rasante
con su canto de alarma.
Eran
incontables las aves que significaban para nosotros libertad, espacio,
horizonte. Nuestra lozanía nos permitía seguirlas durante horas o sentarnos a
esperarlas. Los aromos y los pinos se balanceaban con el viento fresco que
bajaba de la serranía.
Hoy,
en el mismo lugar, cierro los ojos y escucho. No sé si son trinos o recuerdos,
pero lo veo atento con los binoculares y esa sonrisa porque él siempre
encontraba primero al pájaro. Recuerdo nuestra vida custodiada por esa
multiplicidad alada que nos regocijaba con historias que al atardecer
narrábamos en la cabaña.
El
cuaderno sigue ahí. A veces lo abro y leo en voz alta. Él sonríe, como si el
zorzal colorado aún estuviera a unos pasos de distancia.
Pero
hay días en que no recordamos el nombre del ave. Yo le susurro, es un
churrinche, y él lo repite como si fuera un hechizo. Entonces vuelve a
sonreír.
La
cabaña ya no está. El parque cambió. El arroyo se ha secado, pero el viento
sigue bajando del cerro, y los aromos ondulan como si supieran que aún estamos
aquí, contemplando.
A
veces pienso que aquel cuaderno fue nuestra manera de detener el tiempo. Esto
pasó. Esto nos pasó. Esto fuimos. Cada página es un
tránsito, y cada especie, una hoja de nuestra historia.
No
sé cuánto más podremos salir a buscar. Pero mientras haya un pájaro que cruce
el cielo, mientras haya un trino que nos despierte, seguiremos siendo nosotros.
Porque mirar juntos es también amar. Porque el horizonte, aunque lejano, aún
nos pertenece.
©
Diana Durán, 4 de agosto de 2025
Este
cuento se basa en las imágenes que pueblan el blog "Nuestras Percepciones".[1]
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