ESO NO ERA TODO

 


Casita en El Frutillar. San Carlos de Bariloche. Street View.

ESO NO ERA TODO

Santiago Durán

 

El escenario: una tarde más de tantas de consultorio de Clínica Médica. En el listado de turnos no se destacaba su nombre, no me generaba nada distinto. Cuando lo recorrí, su apellido mapuche común para Bariloche pensé: ¡ah! Doña Lilien, seguro que viene a buscar la receta. Vino con su nieto de diez años.


Con puntualidad entró a mi consultorio saludándome como todos los descendientes de aborígenes con la mano extendida, fláccida, con su piel encallecida. Jamás intentan apretar la mano del profesional, quizás por respeto, quizás por aquella huella ancestral del poder chamánico. Vaya a saber.

 

─¿Las recetas doña Lilien?

 

─Si, mi doctorcito.

 

Tenía sesenta y dos años cronológicos y una década más de calidad de vida. Lo atestiguaba la piel de su rostro incendiada de teleangiectasias por la rudeza del clima local.  Sus dedos toscos, sus uñas engrosadas con suciedad noble, de nuestra tierra, no de mugre. Uno lo sabe. Un ojo blanco por una catarata traumática. Su cuerpo encogido e inclinado, marcha renga, deteriorada… Abrigada como una cebolla con varias camisetas y pullovers raídos por el tiempo. Medias de lana largas y un viejo calzado liviano inadecuado para el invierno patagónico. Tapado gris con el forro descosido.

 

Eso no era todo. Ya se iba cuando le pregunté por qué rengueaba. No la recordaba coja y en su historia clínica solo había datos de resfriados, sinusitis y más recientemente su hipertensión arterial.

 

─¿Qué le pasó en la pierna, doña?

 

─Ay, doctorcito, me pasó con un raigón que no vi por la nieve, pero me dijo el traumatólogo que solo son las carnes y que ya me va a pasar.

 

Raigón en la nieve, pensé y me fijé en su historia clínica. Vivía en un barrio muy alto al pie del Cerro Otto. El Frutillar.

 

─¿Qué andaba haciendo, Lilien’?

 

Con una sonrisa vergonzosa me confesó:

Estaba picando palos pa’ la salamandra. Nos cuesta encontrarlos allá arriba cuando nieva. Y na… iba con el nene y no vi el raigón. Caí con la pierna torcida. Tuvimos que bajar con mi nieto, pobrecito, con la leña.

 

El nene con su corta edad, que al revés de su abuela parecía de siete por la madurez y envergadura, ya llevaba vestigios de la rudeza invernal en su piel. Sus cachetes teñidos de púrpura para siempre. Pocos dientes en su diluida sonrisa. Averigüé luego que su madre lo había dejado con su abuela cuando decidió irse con un hombre de plata y nunca más se supo. El tipo era un viejo y no quería al nene. Su madre lo dejó pensando que algún peso le iba a pasar, pero nada. Allí vivían los dos en un ranchito en lo alto del Alto, ladera sur del Otto, con mucha sombra, frío, viento, lluvia y nieve durante varios meses al año. Allí estaban los dos, solos de toda soledad. Ninguno de sus seis hermanos mayores los ayudaba con el nene. Lilien era viuda de un alcohólico que murió de hipotermia o ahogado una vez que, tras una changa, el tinto barato le arruinó la subida nocturna al barrio y cayó inconsciente en una zanja helada.

 

Después supe, porque la vergüenza me apaleaba, porque quise saber más de mis pacientes, que desde el rancho hasta el bosquecito de lengas había unos 600 metros escarpados. Allí llegaban los dos para picar palos, que el nene arrastraba un trineo casero con los palos porque a su abuela el cuero no le dejaba tironear, iban al rancho y cuando la leña estaba húmeda no había forma de calentarse ni siquiera el cuerpo, ni la sopa o el guiso. Si había.

 

Luego de que se fueron pensé mucho. Los imaginé en el medio del silencio removiendo nieve, buscando palos. Asocié que doscientos metros más arriba chicos y jóvenes disfrutaban del esquí nórdico. Imaginé el dolor de cuerpo y alma que aquejaba a mi pobre paciente. La pobreza, soledad, hambre y frío son mucha cosa para esta gente tan vulnerable. También pensé que yo no hacía mucho por ellos. Hay que parir estos sinsabores profesionales, no inculparse y tratarlos con el respeto y la dignidad que merecen. Hay que mirarlos a los ojos. Hacerlos sentir que al menos en ese momento de la consulta, alguien se va a preocupar por ellos. Pero lo peor que de estos casos es que hay cientos de miles. Los médicos somos testigos del abandono social y protagonistas de la impotencia.

 

En el caso de mi paciente, eso no fue todo. Tiempo después en un diario local leí en la primera plana “Anciana y niño mueren calcinados en una casilla del Frutillar”. No quise leer más.  Estuve tentado, pensé, dudé casi desesperado. ¿Serían ellos? Hacía meses que ya no me visitaban. ¿Cambiaría confirmarlo?

 

San Lucas, médico de cuerpo y almas, sentía lo mismo que sus pacientes. Lejos del santo colega sufrí una tibia y triste melancolía por ambos. No me quemaba el cuerpo, me latía la rabia. ¿A quién acusar? Lo mastico aun en un vergonzoso silencio.

 

Ahora sé que, en cada consulta, cuando se escarba y despeja el sufrimiento de los pacientes, siempre hay más. Un adicional enmascarado que estamos obligados a sacar y a protagonizar con sentido profesional. Aunque nos duela. Siempre hay más.


© Santiago Durán, 17 de enero de 2023

 

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