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MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

 


Fuente de las Cibeles. Madrid. Street View.


MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

Estaba sola, melancólica y dubitativa en esa tarde gris. Tirada en el sofá miraba la gente pasar a través de la ventana. No sabía qué hacer de su vida. El tiempo le pesaba vacío. Sufría la ausencia de un amor duradero. Estaba sumida en un estado de inercia afectiva. La carencia de una familia contenedora había sido su destino. Los padres ya no estaban y la hermana vivía en Brasil con su pareja. No se hablaban, alejadas por el cambio de residencia y la falta de afinidad. No tenía sobrinos ni tíos. Solo algunas compañeras del colegio que veía muy de vez en cuando y unos pocos colegas. No eran verdaderos amigos, sino conocidos que frecuentaba en las consabidas reuniones de días festivos. El trabajo, una insulsa labor que la aburría infinitamente. Veinte años de la misma rutina, sumida en expedientes y formularios de personal. Un profundo desgano la paralizaba. Hasta los sueños la habían abandonado. Sabía que tenía que buscar otro camino. Faltaba poco para jubilarse y había acumulado vacaciones y algunos ahorros.

Adriana tenía cincuenta y cinco años. Por alguna razón sentía que se iba apagando a pesar de que se mantenía lozana y activa físicamente. Podía hacer lo que quisiera, pero no sabía bien qué.

Lo decidió durante esa tarde lluviosa de octubre entre destellos del atardecer que se filtraban por la ventana aún mojada. Cumpliría el deseo de toda su vida. Se daría el gusto de viajar a Europa. Gastaría sus ahorros. Después vería qué hacer. Sabía que no era bueno tomar decisiones en una situación de apatía. No le importaba. Deseaba cambiar, tener una aventura.

Al día siguiente, volvió presurosa del trabajo para planear el recorrido. Iría a España, solo a ese país, la tierra de sus ancestros. Desde Madrid a Toledo y Segovia y en tren a Barcelona. Vuelta a Madrid. Después viajaría al sur andaluz, a Granada y la medieval Alhambra con sus castillos y fuentes; a Sevilla de tapas y a conocer la barroca Giralda. Había soñado muchas veces ese viaje. Pensó en el trayecto elegido, no demasiado extenso, acorde a sus posibilidades.   

Sacó los pasajes a Madrid. No le importaba su soledad, sabía que podía manejarse como lo había hecho siempre.

Residiría en el barrio de la estación de Atocha. Sería su centro de acción desde donde iría y vendría a los puntos elegidos. Alquiló un pequeño estudio de un solo ambiente. El breve balcón daba a la calle de Argumosa frente al Museo de la Reina Sofía. Fue lo más barato que encontró, pero era un punto accesible para caminar hacia el centro de Madrid por el Paseo del Prado. Desde la calle de Alcalá alcanzaría la Gran Vía, la Plaza Mayor y la Puerta del Sol que había visto en documentales y guías de turismo.

Casi de noche llegó a Barajas y se desplomó de cansancio en su diminuta residencia esperando con ansias el día siguiente para empezar la aventura.

A la mañana se despertó con desacostumbrada energía. Tomó un café con tostadas en una de las confiterías cercanas al museo y echó a andar por el paseo del Prado. La maravillaban los floridos jardines; los cedros, cipreses y eucaliptos de la avenida; y los estanques de nombres griegos que encontraba a su paso. Rodeó lentamente la fuente de las Cibeles. Quedó deslumbrada por la belleza de la diosa y los leones. Se detuvo a tomar fotos y súbitamente lo enfocó. El hombre que también estaba con su cámara en el borde de la plazoleta le resultaba conocido. Era un vecino de la infancia. Estaba segura de haberlo identificado. Intentó distraerse leyendo en su celular que los leones de las Cibeles representaban a los personajes mitológicos Hipómenes y Atalanta [1], quienes enamorados fueron convertidos por Zeus en metálicas fieras. No consiguió concentrarse en detalles. Cuando levantó la vista el hombre había desaparecido. Extraño y súbito encuentro. De Buenos Aires a Madrid después de tantos años. Recordó su nombre, Francisco. Había sido su vecino en la calle Terradas. Al instante surgieron los recuerdos de la infancia compartida, compañero de juegos y risas en la terraza, la vereda y la plaza. Añoró algunas complicidades con ese niño alegre que siempre la esperaba para jugar. No volveré a verlo, pensó, y siguió su camino. Durante todo el día sintió que regresaba a su niñez feliz en Villa del Parque. No había olvidado el rubor de sus mejillas cuando correteaba con Francisco.

Ese primer día deambuló por Madrid envuelta en sueños, bruma y ficción. Durante la noche en vez de pensar en todo lo bello que había visto soñó con vagas ausencias y con ese caballero de fantasía. ¿Lo había inventado? Lo presentía, sabía que existía, lo invocaba cada vez más. Su presencia era cercana y a la vez ajena, imprevisible, exacta, cautiva. ¿Volvería a verlo? ¿La recordaría? No lo sabía. No habían cruzado ni una mirada.

Durante la mañana siguiente había planificado visitar el Museo del Prado, pero al comenzar el recorrido se encontró enfilando hacia la Fuente de las Cibeles. Caminó recordando los versos que alguna vez había escrito:

A pesar de los pesares, frente a toda circunstancia, el ahora se me va siendo mañana y quiero mi destino, quiero vencer las barreras. Te estoy previendo, hombre, ya lo sabes, no en vano sos utopía.

Al llegar a la rotonda miró para todos lados y no lo encontró. Sintió que su espíritu se desmoronaba. Dio una segunda vuelta por la calle de Alcalá. Difícil recorrido, había turistas por todos lados. Estaba por dejar de soñar naderías y continuar hacia el punto de encuentro camino a Toledo y Segovia, cuando escuchó una voz clara y varonil detrás de sí. Adriana, Adriana, ¿te acordás de mí? Soy Francisco. ¡Qué alegría reencontrarte! Estás igual que siempre, bella, como cuando tenías diez años y tu infancia era mía.

 

© Diana Durán, 16 de enero de 2024

 



[1] Los leones representan a los personajes mitológicos Hipómenes (o Melanión) y Atalanta, la gran cazadora del grupo de Artemisa. Hipómenes se enamoró de ella y consiguió sus favores con la ayuda de Afrodita y del truco de las manzanas de oro, pero al cometer los amantes sacrilegio cuando se unieron en un templo de Cibeles, Zeus se enfureció y les convirtió en leones condenándoles a tirar eternamente del carro de la gran diosa.

CUIDADO CON LAS ETIQUETAS. Aventuras de Macarena III





Viaje en tren de alta velocidad (foto Héctor Correa)


CUIDADO CON LAS ETIQUETAS. Aventuras de Macarena III. 

    Macarena volvió de su periplo por Medio Oriente cansada pero feliz por las experiencias vividas. Únicas, irrepetibles. Debía recomenzar el trabajo docente en pocos días en los colegios secundarios “El Carmelo” y “Regina Mundi” de Granada, su ciudad. Otra vez la rutina, otra vez los horarios. Su cabeza bullía recordando todo lo que había vivido en el viaje. Las callejuelas míticas de Belén, los contrastes de El Cairo, los extraños acontecimientos de Alejandría. Peleaba con las planillas frente a la computadora intentando concentrarse en las planificaciones del Bachillerato. Finalmente decidió que la experiencia le serviría para enriquecer sus clases de lengua y literatura. Macarena era obsesiva, estudiosa, cumplidora. Comenzó a buscar libros, revisar cuentos e indagar historias. Sabía que a los adolescentes les atraían las aventuras. Combinaría las propias andanzas con los relatos del valiente Ulises en su viaje por el mar y las islas míticas. Propondría la lectura del regreso a su amada Ítaca. Quería que sus alumnos aprendieran como ella a interesarse por el mundo antiguo. Recordó “Sinuhé, el egipcio”, y sus viajes por Babilonia, la Creta Minoica y otros pueblos; “Las mil y una noches” y los relatos sobre Aladino, Alí Babá y los siete viajes de Simbad. 

    Macarena advirtió que conseguir bibliografía para enseñar era un buen argumento para viajar de nuevo. Pensó en salir durante la Semana Santa. Esta vez con un trayecto más corto. Recorrería pocas ciudades en camino a París con el tren de alta velocidad. Un día en Madrid para comprar los libros que le faltaban y dos en Barcelona. Amaba la movida juvenil de los catalanes. Aprovecharía para pasear por el distrito del Ensanche con sus bares y discotecas de las ramblas, paseos y avenidas. Y después, París, la ciudad de sus sueños. Había alquilado un estudio pequeño frente a los Jardines de Luxemburgo, en pleno distrito de La Sorbona donde se mezclaría con los estudiantes. Su idea era averiguar las condiciones de alguna beca en Historia del Arte y Arqueología para hacerla con tiempo. 

    En abril emprendió el viaje a Madrid y a Barcelona. Disfrutó al recorrer librerías, bares y tiendas de ropa. Luego partió hacia París en el tren. A pesar de los trescientos kilómetros por hora podía admirar los paisajes mediterráneos en transición a la cuenca parisina histórica, cerealera e industrial del corazón francés. Los cultivos aterrazados de vid, los bosquecillos, los asentamientos tan típicos de intensiva ruralidad. 

    Enfrente a su asiento se instalaron dos muchachos. Lindos chicos, pensó Macarena. Rubios, altos. Hablaban en alemán. Tendrían la misma edad de ella. A poco de acomodarse entablaron conversación en inglés con ella. Otis y Derek le contaron que habían estado en Zagreb y Liubliana, las históricas capitales de Eslovenia y Croacia, países de la ex Yugoslavia que valía la pena conocer, según dijeron. A Macarena le atrajo la figura de Derek con el que intercambió miradas y sonrisas especiales. Les relató sus viajes mientras ellos referían sus aventuras en un diálogo muy animado. Durante abril habían estado en el oriente europeo, Grecia, Eslovenia, Croacia y Hungría. Macarena describió sus andanzas en Belén, la experiencia de bañarse en el Mar Muerto y remató con sus aventuras en el Bajo Egipto. Les comentó entusiasmada que había comprado libros en Madrid que le hubiera gustado mostrarles, pero estaban en su valija cubierta de etiquetas de Medio Oriente. Se ufanó señalándola. El diálogo continuó con muchas otras referencias a experiencias vividas por los tres. Hasta intercambiaron turrones y bebidas. Macarena estaba feliz de practicar su inglés con alemanes. No era algo tan común. Llegando a Lyon, en el corazón de la región del Ródano, los jóvenes anunciaron sorpresivamente que se bajaban para continuar su viaje. Enseguida intercambiaron saludos y contactos con Macarena. Ella, algo sorprendida por lo abrupto de la despedida, volvió a pensar en su recorrido. Pronto estaría en París. El tren no había partido cuando la joven pensó en su valija que estaba en los estantes de metal cerca de la puerta del vagón. Miró desde su asiento y no la vio. Debería estar mezclada con otros equipajes. Se levantó para buscarla. No la encontró por ningún lado. Consultó a un guardián y a los pasajeros cercanos. Nada. El corazón le latía. Por alguna razón sospechó de los jóvenes que había tratado. Cuando el tren arrancaba los vio caminando muy tranquilos en el final del andén. Iban charlando animados. Llevaban sus dos mochilas y Derek, la valija de Macarena. Ella se sorprendió por una acción de semejante audacia y calaña. Ningún pasajero había visto a los chicos cuando se bajaron. Pensó que era un chiste. Recordó que tenía los teléfonos y llamó a Derek. El abonado no está disponible, dijo la operadora. Con Otis pasó lo mismo. La habían engañado. ¿Con qué propósito absurdo? ¿Llevarse su ropa, sus libros, sus enseres básicos? Se dio cuenta de que había mencionado las etiquetas de su valija por lo que era fácil de reconocer. Seguramente esos dos farsantes venderían su ropa y sus libros en alguna feria para hacerse de unos euros que no le servirían de mucho. Se sintió muy humillada. 

    A pesar de que Macarena llevaba con ella dinero y documentos en su mochila, se había quedado sin su equipaje y, principalmente, sin sus compras. Tendría que volver a Granada o adquirir alguna ropa básica en París para seguir su viaje. Lamentó especialmente la pérdida de los libros. Quedó abatida, se tendió en el asiento y descubrió que la confianza y la apertura no la habían llevado por buen camino. Los simpáticos “turistas” le había jugado una muy mala pasada.

© Diana Durán. 24 de enero de 2022

  

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