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UNA CARTA SORPRESIVA

 


Imagen creada con IA. 9 de setiembre de 2024


Una carta sorpresiva

 

La carta era de su hijo. Totalmente inesperada, absurda. Una correspondencia escrita a mano en papel en tiempos de correos electrónicos y comunicaciones instantáneas. Alexis le describía con detalles que se iría a vivir a Estados Unidos, y, además, como si fuera un documento notarial, autorizaba a su madre hacer ciertos trámites requeridos. En ese momento sus padres vivían a ochocientos kilómetros, en Bahía Blanca, a una hora de avión de la gran metrópolis. Ya les resultaba difícil viajar en tiempos inflacionarios por los costos, pero de una u otra manera conseguían verse para cumpleaños y fiestas de fin de año. Según rezaba el escrito, Alexis residiría con su esposa e hijo en una ciudad sita a diecinueve horas de avión con escalas. ¡Una locura!, pensó acongojada.

La noticia le produjo sorpresa, conmoción, un balde de agua fría, una daga en el corazón. Era un golpe repentino sin anticipo previo, sin una conversación sincera en el último encuentro durante el cumpleaños de su nieto. Él y su esposa tenían excelentes trabajos en Buenos Aires. ¿Con qué objeto probarían esa aventura? Además, y por lógica, no solo se iría la pareja sino también, “se llevarían" a su nieto. A su adorado nieto, la luz de sus ojos. Todo era posible en la viña del señor, menos ese delirio, inconmensurable ausencia de sensatez. ¿Cómo partirían sin más ni más a vivir en un lugar desconocido?

Alexis no explicaba en su carta sorpresa qué iba a hacer con su trabajo actual y con su vivienda que tanto le había costado obtener. La madre pensó en sus propios esfuerzos no tenidos en cuenta por su hijo. Los colegios privados costosos a los que lo había mandado, los años de facultad sustentados por ella y su esposo a puro tesón de trabajo para que se recibiera de ingeniero. ¿Y su hijo? Empleos insignificantes superados por su propia capacidad y esfuerzo que dieron como resultado el bienestar que hoy vivía con su familia. ¿Tiraría todo por la borda? ¿Es que se había vuelto loco? ¿Qué bicho le había picado? ¿Cómo podía dejar al margen a sus padres? ¿No había pensado en lo que iba a ser su vida en una comunidad totalmente diferente en cultura, sociedad, idioma y costumbres?

No se trataba de Miami o New York que poseen considerables colonias argentinas, sino de Charlotte, en el centro este del país, ciudad del estado de Carolina del Norte. Releyó, ¿Carolina del Norte? ¿quién conoce a ese ignoto estado tras los Apalaches? Otros los modos de vida en el interior profundo del país del norte, un territorio seguramente hostil hacia los migrantes latinos que arribaban día a día. Pensó abrumada que con seguridad se trataría de un estado conservador en lo político, republicano a rabiar. No sabía en qué incidiría, pero por principios no le gustaba, si bien era una minucia en comparación con las circunstancias familiares.

Charlotte, vaya nombre de novela romántica, pensó la mujer. Era una ciudad de más de ochocientos mil habitantes localizada en la ribera izquierda del río Catawba, escindida históricamente de Carolina del Sur para convertirse en una colonia independiente. Su hijo trabajaría en una compañía de electricidad, la Duke Energy. Nunca había escuchado hablar de esa empresa. Además, se trataba de un centro turístico, según decía en el escrito, como tantas otras ciudades yankees. La madre investigó todo lo posible sobre el lugar. Supo que allí vivieron los siux y fantaseó con ese pasado feroz y combativo en las raíces identitarias, como si en su imaginación se mantuviera vivo. Sintió mucha preocupación. Luego había sucedido la emigración de irlandeses, ingleses y alemanes. Había estallado allí una de las primeras fiebres del oro de los Estados Unidos. ¿Tendría su hijo una moderna exaltación, pero del dólar? Siguió indagando y encontró que Charlotte poseía una alta tasa de criminalidad en la zona norte de la ciudad. Justo donde él iba a vivir. Dejó de averiguar.  

Siguió especulando, ¿y si no veía más a su chiquito, a su nieto adorado? Ya sabía que con dieciséis años era un adolescente hecho y derecho, pero para ella era como si tuviera cinco y su historia aún le perteneciera. Para más desgracia caviló en la economía argentina, en su edad y la de su marido. ¿Podría ella aseverar que tendría dinero y salud para viajar? Sospechaba que su esposo no la iba a acompañar. Bastante distanciado estaba de su hijo. En realidad, nunca había tenido gran afinidad con Alexis.

Sintió desfallecer. Una opresión en el pecho le contrajo el alma: de dolor, de angustia, de una pena inconmensurables que no tenían remedio. Se recostó y lloró hasta que no le quedaron fuerzas y se durmió a los sobresaltos.

Al despertar se preguntó qué haría. Lo primero que se le ocurrió en un rapto de enojo fue romper el sobre. Así lo hizo. Luego le diría a su hijo que nunca la había recibido. Esperaría un encuentro concreto, que Alexis viniera al sur y se despidiera como correspondía de sus padres.

Cuando rasgó el papel en el que había guardado el escrito, unos impresos alargados cayeron de la envoltura. Se agachó para revisarlos. Eran dos pasajes de ida a Charlotte, para ella y su esposo. Estaba azorada de lo que no había alcanzado a descubrir. Tampoco había visto la pequeña esquela que en el interior de los billetes escribía con gratitud, gracias, mamá y papá, por todo lo que me brindaron en la existencia. Espero que podamos vivir esta nueva etapa todos juntos. Es lo que más deseo en el mundo.

 

© Diana Durán, 9 de setiembre de 2024

ASCENSO EN LAS TORRES DE LAS CATALINAS

 


Torres Catalinas Plaza. Street View


ASCENSO EN LAS TORRES DE LAS CATALINAS

Sus máximos deseos fueron trabajar en la zona de Catalinas y ejercer una profesión liberal en un gran complejo de oficinas de empresas multinacionales localizado entre pubs, restobars, negocios sofisticados y hoteles de lujo. Quería tener la categoría de ejecutiva y pertenecer a esa clase de mujeres empoderadas que accedían a los edificios suntuosos y cristalizados de la city porteña. Todos los días se imaginaba a sí misma en esa situación. Era un ilusorio escudo contra el desánimo cotidiano.

En realidad, Marisa partía a la mañana desde su barriada popular hacia el lugar de sus quehaceres. Vivía en Parque Patricios, en el sur de la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en el “Barrio Alvear”. Allí alquilaban un humilde departamento de dos ambientes, en el interior de los monoblocks. Era lo máximo que había logrado junto a su madre cuando pudieron salir del asentamiento “San Pablo”, cerca de la autopista Perito Moreno y junto a otras villas aledañas. Lo habían conseguido gracias al denodado trabajo de su mamá que fregaba todos los días en oficinas del centro de la ciudad. Marisa había conocido “Las Catalinas” mientras estudiaba en el CENS[1], a través de los relatos incesantes de su madre. A raíz de esos cuentos había llegado a la conclusión de que trabajar en “la city”[2] sería su máxima aspiración pues lograría ascender en la escala social. Además, por la lejanía a su domicilio, nadie podría imaginar su modesta procedencia.

Cuando terminó el secundario Marisa logró, a fuerza de estudiar informática básica y, luego de varios intentos frustrados, trabajar en una cooperativa de crédito localizada en un edificio discreto de la avenida Alem, cercano a las torres que veneraba. Ella no tenía dinero ni tiempo para ir a la universidad, pero sí amplias pretensiones. La mamá le había hecho unos trajecitos de distintos colores cortados igual, de telas compradas en el Once, completados con camisas baratas de poplín que no denotaban su austeridad debajo del saco sastre. De esa manera, por fuera, se sentía más cerca de sus ínfulas vitales.

Algunas veces, antes de tomar el colectivo para volver a su casa, la muchacha cruzaba la avenida Alem y disfrutaba de una caminata entre los edificios gigantescos. También se paseaba por las cercanías del hotel Sheraton. Había mirado desde afuera los veinte pisos del primer cinco estrellas del país y curioseado en Internet las habitaciones lujosas. Un día se animó. Ingresó por la entrada dorada, recorrió con elegancia el lobby y disfrutó al apreciar las galerías. Hasta llegó a subir a la confitería del piso más alto y admirar la ciudad desde sus ventanales: la Plaza San Martín y la Estación Retiro hacia un lado y el viejo Puerto Madero hacia el otro. Se sintió en las nubes, literalmente. También solía sentarse en un banco de la plazoleta del subte, entre las monumentales edificaciones donde comía un somero sándwich pensando en el futuro prometedor que le depararía ingresar a algún empleo mejor.

Marisa transcurría su vida simulando un estatus que no le era propio, pero que la hacía sentir bien, como si fuera alguna de las abogadas, contadoras o ingenieras que trabajaban en los codiciados palacios oficinescos. Cuando juntaba un poco de plata, en vez de ir a un cine o a pasear, la joven almorzaba en las Galerías Pacífico para codearse con las muchachas que deambulaban por allí con sus paquetes de compras de artículos importados. Ella no podía hacerlo, pero soñaba con lograrlo.

Un día el jefe le avisó a Marisa que al día siguiente debería llevar una propuesta bancaria a un joven senior con oficinas en las Torres Catalinas Plaza. La noche anterior casi no pudo dormir. Leyó que el edificio había sido diseñado por el Estudio Peralta Ramos, tenía ciento quince metros de altura y alojaba a empresas como Google. ¡Google!, nada menos. Era su sueño. La joven se vistió con su mejor traje azul, lo adornó con un pañuelo simil seda y un make up natural. Estaba entusiasmada. Imaginó que la rescatarían de su vida mediocre y la emplearían en alguna firma de ese edificio. A la hora indicada cruzó la avenida Madero e ingresó a la torre.

Marisa esperó con orgullo el ascensor mezclándose entre los empleados y ejecutivos. Vio pasar a varios a la espera de su gran oportunidad. Por fin decidió tomar uno de los tantos elevadores. Le latía con fuerza el corazón. Iba a disfrutar el ascenso de veinte de los veintinueve pisos de la torre y quién sabe alcanzaría alguna oportunidad ignota.

Iba soñando por el piso noveno cuando el ascensor paró bruscamente y todo se oscureció. La mayoría de las personas que iban apretadas en el habitáculo se mantuvieron tranquilas porque ya habían pasado alguna vez por esas circunstancias durante algún apagón urbano. Sin embargo, pasaban los minutos y empezaron a murmurar sobre lo ocurrido.

Marisa gritó desesperada cuando se produjo la súbita caída de la cabina y sobrevino un ruido infernal al sobrepasar la velocidad del ascensor cuyas guías eran mordidas por rodillos rugientes. Hasta que se produjo la violenta detención.

Al cabo de una hora, en la más completa oscuridad, desaliñada, sin pañuelo y con la camisa transpirada, la joven logró salir del elevador junto a los demás cautivos. Fueron guiados por los bomberos que habían acudido a socorrerlos. Un verdadero aquelarre de gente comentaba lo sucedido; algunos lastimados, otros solo afligidos por el encierro o enojados por la demora en sus labores.

Marisa volvió caminando a su banco, abatida y frustrada, sin haber llegado al destino aspirado. La realidad la había sacudido como el despertar de una pesadilla. A partir de ese momento decidió que abandonaría los vanos sueños y estudiaría con dedicación para progresar a través de sus propias capacidades y no por la fortuita circunstancia de la subida en un ascensor.

 © Diana Durán, 19 de agosto de 2024



[1] Centro educativo secundario en la Ciudad de Buenos Aires.

[2] Central Bussiness District. Distrito Central de Negocios.

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 


Diseño realizado con IA 5 de agosto de 2024

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 

“Los castillos se quedaron solos. Sin princesas ni caballeros. Solos a la orilla de un río. Vestidos de musgo y silencio. A las altas ventanas suben. Los pájaros muertos de miedo. Espían salones vacíos. Abandonados terciopelos” (María Elena Walsh).

 

La congestión del tránsito era cada día peor. Se había llegado al límite de la circulación. Ni los semáforos andaban. Ya no se podía transitar por el centro ni por los barrios. A veces los autos quedaban varados por horas en algunas esquinas y la gente no llegaba a destino.

Riverside, San Martín y Estudiantes[i] que, según las estadísticas de 2022, eran las barriadas más pobladas, se empezaron a deshabitar. Imposible vivir en ellas. Faltaba el agua potable, la basura se acumulaba, había temibles robos a mano armada.

Mi esposo y yo residíamos en San Martín en un departamento de tres ambientes situado en una esquina soleada y tranquila. Sin embargo, día a día mermaba nuestra calidad de vida. Desde hacía cinco años el barrio se hundía en la dejadez. No se salvaban ni los edificios más elegantes, ni las casas de estilo inglés, antes símbolo de opulencia y prosperidad, ahora deterioradas. Nadie cuidaba las plazas, el pavimento, ni el alumbrado. Los vecinos se mudaban. Nosotros queríamos trasladarnos, pero no sabíamos adónde.

El Soho y Los Ángeles[ii], antes residenciales y modernos, plenos de restaurantes temáticos, bares sofisticados y tiendas de autor, sufrían ataques de pandillas y se iban cerrando. Quedaban solo rastros cubiertos de musgos y hiedras.

En el sur, Los Cobertizos, La Ría, Parque Hidalgo y Vieja Roma[iii], renovados en la década del 2020, iniciaron su decadencia con la expansión de los asentamientos precarios dominados por narcos y bandas que copaban los edificios públicos a los que ya no concurrían los empleados. Los extranjeros no visitaban las callejuelas de artistas ni tampoco el estadio de la Ría. Los circuitos turísticos habían desaparecido.

Ni qué decir de los barrios Clausura, Puerto Leño, Antique y Monte Aserrado[iv], antes dinámicos y céntricos, la city de los negocios y las grandes firmas. Se habían arruinado por la caída de la bolsa y el deterioro ambiental, ahora eran ciudadelas fantasmas.

Las personas se encerraban en sus viviendas y pedían las provisiones como en la época de la pandemia sufrida dos décadas atrás. Preferían no salir de sus casas antes de ser atacadas por bandidos que robaban y lastimaban. La ciudad era una ruina.

Deseábamos irnos a un distrito del oeste del país, pero había que pensarlo bien. Primero había que buscar un lugar donde vivir y un trabajo. Nuestros sueldos estaban menguados por la inflación. Nos quedaba invertir los ahorros en un emprendimiento en alguno de los pocos sitios que reconocíamos como tranquilos. Queríamos un pueblo aislado, alejado de toda interacción con la metrópolis. Averiguamos sobre Los Cerrillos, Desaguadero y Villa La Paz. No nos importaba la lejanía. Solo que el lugar fuera limpio, tranquilo y libre de malhechores.

Con el tiempo en la Gran Ciudad se produjo la disminución del tránsito porque, ante la crisis energética, las familias ya no conseguían combustible. La acumulación de residuos en los contenedores desbordados por la escasa recolección era pavorosa. Los olores, nauseabundos. Las ratas circulaban por todas partes. Las personas en situación de calle que solían dormir en las entradas de edificios huían hacia la periferia adonde podían conseguir comida. La mayoría fue diezmada por las enfermedades. En cambio, se veían depositados en las aceras: muebles nuevos, bibliotecas colmadas de libros, computadoras de última generación, colchones King Size y enseres de cocina relucientes. La clase media, humillada por la pobreza, vivía en la calle.

Nosotros partimos con lo que pudimos a Los Cerrillos, en el centro de las travesías llanas. Nada nos importaba, queríamos alejarnos de la tristeza y la decadencia de la Gran Ciudad. Nos instalamos en una pequeña pero cálida cabaña y abrimos un comedor de cocina casera para lugareños y forasteros. Intentábamos olvidar lo que sucedía en nuestro lugar de origen.

Mientras tanto, en la metrópolis, la mayor parte de los edificios de oficinas se había enfermado con síntomas de contaminación del aire en los espacios cerrados que provocaban náuseas, mareos y jaquecas a quienes todavía trabajaban. En un principio la Sociedad de Arquitectos recomendó tener las ventanas abiertas en forma permanente y cambiar los sistemas de ventilación, pero luego advirtió que el mal era interno. No se los podían sanar y, en consecuencia, había que demolerlos. Las compañías de derrumbe estaban a la orden del día. Otras construcciones que tenían fallas estructurales también debían ser destruidas a través de la implosión. Era un espectáculo dantesco para los ciudadanos escuchar las detonaciones y ver que la onda expansiva se movía hacia adentro de los edificios que caían como si fueran de arena. Ya ni pájaros había porque hacía mucho tiempo los gorriones y palomas habían migrado hacia los campos en busca de comida saludable.

Supimos por las redes que, frente al caos y el desorden, el Jefe De Gobierno había impartido el toque de queda. Desde las nueve de la noche nadie podía salir de sus casas y menos aún circular. Los negocios debían cerrarse a las siete de la tarde. La capital de la vida nocturna se moría antes del anochecer. Nosotros, en cambio, podíamos escuchar música con los nuevos vecinos en el Centro Comunitario del pueblo.

Por último, y sin saber por qué los edificios comenzaron a caer solos, mientras hombres, mujeres y niños huían despavoridos hacia las zonas rurales. Supimos que los puentes y avenidas de salida estaban abarrotados y los autos chocaban entre sí en la carrera desesperada por huir de la ciudad.

Nosotros empezamos una nueva vida, tranquilos y esperanzados, lejos del desastre urbano. Sin embargo, temíamos cuando llegaba alguna familia a instalarse en el poblado. La huella del pasado envolvía nuestras entrañas. Habíamos dejado atrás el infierno y no queríamos que nadie nos los recordara.

© Diana Durán, 5 de agosto de 2024



[i] Nuñez, Belgrano y Colegiales

[ii] Palermo Soho y Palermo Hollywood

[iii] Barracas, la Boca, Parque Patricios y Nueva Pompeya

[iv] Retiro, Puerto Madero, San Telmo, Montserrat

MI LUGAR EN EL MUNDO

 




Foto: Santiago Durán

MI LUGAR EN EL MUNDO

No sé por qué tantas mudanzas o sí lo sé: deseo de conocer lugares, amor por la naturaleza, sabor de barrios urbanos y suburbanos, impulso de cambio. En suma, espíritu migratorio.

Me mudé de domicilio más de veinte veces. Una asombrosa suma para quien no es un militar o ejerce alguna otra profesión que demande el traslado continuo: viajante, visitador médico, profesor itinerante, camionero. Hay muchas actividades que exigen andar, pero mudarse, no tantas.

En mi niñez y adolescencia tuve tres domicilios, no muchos para mi espíritu de trasiego, claro que no eran mis decisiones en ese entonces. No recuerdo en detalle porque por ser chico no participaba de armar y desarmar canastos. Sí sé que tuve una niñez muy feliz en Villa Urquiza, ese barrio tranquilo y arbolado, un jardín en la ciudad, algo lejano del centro y de los colegios decididos por mis padres. Allí fui dichoso en la vereda, la plaza y la cortada. Hasta en la terraza de una casa sencilla de dos pisos donde tenía muy buenos vecinos y residían muchos niños con los que jugaba.

A mis once años nos mudamos a la avenida Libertador en Belgrano donde estuvimos poco tiempo, menos de un año. Era el conocido barrio de mis abuelos, luminoso y apacible. Allí coexistían enclaves residenciales lujosos con casas antiguas que con el tiempo serían derribadas por la modernidad y el lucro inmobiliario, entre ellas, la de mis queridos viejitos. Entrañable la banda de adolescentes en bicicletas que dábamos la vuelta manzana por la vereda para horror de los porteros. En ese departamento, de hermosa vista a la avenida y cercano a las Barrancas de Belgrano, me divertía mucho con mi hermana. Recuerdo el juego de la librería en el que envolvíamos los libros de la biblioteca familiar con papeles de diario y hasta hacíamos fichas para su simulada venta. También las casas de fantasía construidas alrededor de una vieja cocina sobre el piso de alquitrán de la terraza. Jugábamos mucho a la pelota con la pandilla de varones perseguidos por las vecinas que barrían la vereda o algún comerciante que veía peligrar sus ventanales.

Cuando murió mi abuela paterna, nos mudamos a su departamento en Combate de los Pozos, calle tradicional del barrio Balvanera: céntrico, histórico, kilómetro cero de la historia argentina y localización del Congreso Nacional. En ese tiempo cursé la secundaria y atesoré las amistades esenciales que aún conservo. También allí cometí las peores fechorías junto a mis compañeros del Salvador, colegio no por religioso menos fuente de atorrantes que de día combatían con los portafolios en la esquina y de noche vestían de smoking en las fiestas de quince. Viví en el mismo barrio cuando cursé la carrera de medicina en tiempos políticos fluctuantes entre dictaduras y gobiernos democráticos. Si habré corrido desde la facultad a mi casa luego de tomas o marchas estudiantiles.

Durante la etapa universitaria afloró en mí la idea de residir en el sur. Por aquellas épocas se consideraba un destino relevante para los jóvenes. Probé en Neuquén donde se presentó la oportunidad de una residencia en cirugía. Viré mi destino diametralmente a gran distancia de mis afectos. Sin demasiada conciencia dejé un tendal de nostalgias familiares. Durante un lustro me fui mudando por etapas a distintas localidades del rosario urbano del Alto Valle. Ninguna me convencía. Volví a Buenos Aires por un corto período, pero no me atrajo residir nuevamente en la gran urbe. No me conformaba el ser porteño, me sentía limitado por el gris urbano, el anonimato y la ciudad de la furia (1).

Entonces encaré el gran cambio de mi historia. Fue cuando resolví probar en San Carlos de Bariloche, tierra de turismo y aventura, algo banal, pero prometedora y pujante. Allí tuve que crearme un sentido diferente al vivido hasta entonces, una existencia adaptada a un medio contrastado a la gran ciudad. Busqué disfrutar del paisaje potente de la cordillera andina, las nieves eternas, los lagos cristalinos, los bosques selváticos. Así fue como gocé de cada rincón del terruño, tanto que pude conocerlo como la palma de mi mano. Cada playa rocosa, cada sendero de ascenso a un refugio, cada circuito grande o chico, cada brazo del gran Lago Nahuel Huapi, el perfil de los cerros, las cascadas escondidas y los arroyuelos sinuosos. Terminé dominando al dedillo mi entorno local. Poco a poco me fui construyendo una identidad barilochense, a pesar de que se tratara de una comunidad cerrada y heterogénea.

Logré pertenecer gracias a mi profesión y a mi espíritu aventurero. Lo cierto fue que cuando recalé en Bariloche culminó la búsqueda. Me acostumbré al frío invernal; a los aislamientos por la nieve residiendo en los kilómetros (2); a la necesidad de acumular víveres y tener un grupo electrógeno para cuando se corta la luz por los cables truncados en épocas de nevadas severas. Pero también a disfrutar de los maravillosos colores estacionales del jardín; a los zorzales de pico naranja, las bandurrias de puntas corvas y los cauquenes reales de torsos rojizos. Pude integrarme tanto a los compañeros adinerados de golf y la clase media del ámbito médico, como a mis pacientes mapuches. Y, por si todo esto fuera poco, aquí formé una familia. Nacieron y fueron criados mis hijos.

Supe finalmente que no iba a mudarme más, al menos fuera de esta ciudad. Había encontrado mi lugar en el mundo.

© Diana Durán, 22 de julio de 2024



Canción de Gustavo Ceratti.

2 Se dice “los kilómetros” a la distancia entre el kilómetro cero de Bariloche y los kilómetros de la ruta al Llao Llao.

DE PURO VAGAR


 Imagen creada por IA el 24 de junio de 2024

DE PURO VAGAR

 

No podía con mi impaciencia. Siempre fui intranquilo. Parecía estar en mis genes. Me decían que caminaba inclinado hacia adelante de apurado. Persistente mi cabeza sobrepasando al cuerpo.

Recuerdo que de niño llegaba del colegio y hacía lo antes posible los deberes para ir a jugar; terminaba pronto de retozar en la cortada para ver, mientras tomaba la chocolatada, mi programa favorito, Piluso y Coquito, los entrañables amigos. Rodaba con la pelota todo el día. Agotaba a mi madre que no podía ponerme freno. En el colegio me apresuraba por terminar las pruebas para entregarlas antes que nadie y sobresalir. Corría como una gacela para alcanzar el primer puesto en las carreras de cien metros del club. La mayor parte de las veces lo lograba y, si no refunfuñaba para mis adentros, sin demostrarlo; aunque en ocasiones y sin razón terminaba peleando. En fútbol siempre jugaba de centro delantero para poder hacer goles. Por mis características físicas era defensor, sin embargo, me esforzaba por meter la pelota en el arco y lo lograba.

A pesar de todo, no tenía los rasgos de un niño hiperactivo. Ni el déficit de atención, ni el desorden, ni la mala organización de mis tareas caracterizaban mi personalidad. Solo el deseo imperioso de ganar; de hacerlo todo rápido y bien.

Durante la adolescencia las actividades se multiplicaron: más deportes, más estudio, muchas fiestas, muchas amistades, participación en grupos de rock. Un día le dije a un amigo del colegio descansemos rápido, así llegamos antes. ¿A dónde? Se mató de risa de mi absurda pretensión.

A los veintitrés, habiendo terminado la facultad en cuatro años, me recibí de abogado y enseguida empecé a trabajar en un estudio. Salía de la casa de mis padres para el centro extendiendo la mano para llamar al primer taxi que aparecía o bajaba las escaleras mecánicas del subte a toda velocidad para alcanzar los vagones a punto de salir. Casi siempre entraba cuando las puertas se cerraban a mis espaldas. Siempre apurado, vaya a saber por qué, pues tenía tiempo de sobra para llegar a Tribunales.

A los veinticuatro me casé con Silvia, mi novia de la adolescencia, que también había sido compañera de facultad. La única que podía soportar mis ansiedades perpetuas. Ella no necesitaba correr como yo. Era tranquila y paciente. Nos complementábamos muy bien. Aguantaba mis premuras y celeridades. Me apaciguaba. Yo la animaba y divertía. Nos queríamos mucho. Tuvimos dos hijos en tres años. Un récord. Mi esposa pronto abandonó su carrera casi sin comenzarla para dedicarse a nuestros dos pequeños y a la casa. Yo seguía corriendo por más dinero, mejores trabajos, mayor reconocimiento social. Eso parecía.  

Así continué hasta que a los treinta años me transformé en un ser itinerante. Era una especie de hormiga inútil recorriendo todos los trasiegos y mil derroteros. Sin necesidad ostensible comencé a viajar primero por trabajo, después por puro desenfreno. Empecé mi recorrido cerca de Buenos Aires, en Rosario, donde me dediqué al derecho penal. Por un caso, supe sobre la entrada y el paso de estupefacientes a través de las vías terrestres de la región. También analicé otras alternativas que usaban las bandas de narcotraficantes, como la fluvial y la aérea. Un tema arduo y complejo pues a Rosario la atraviesan las principales autopistas y rutas que conectan otras provincias limítrofes y tiene puertos que son el nodo agroexportador más importante del país. Todo parecía ir bien hasta que amenazaron a mi familia. Entonces por insistencia de mi esposa, hastiada de una actividad tan peligrosa en la que me había metido sin pensar, nos fuimos a Córdoba. Allí hice un posgrado en derecho empresarial, a la par que continuaba trabajando. Mi familia me seguía. Por los sucesivos empleos tenían que mudarse, cambiar de escuelas y amistades en los distintos destinos.

Continué en Mendoza, provincia rica en la extracción de crudo y gas convencional del país, donde me dediqué a litigios relacionados al petróleo. Me ocupaba del extractivismo y los conflictos socio ambientales, por lo que viajaba de la ciudad capital a Malargüe por distintas causas. Gané mucho dinero, pero también por lo estresado y nervioso que estaba siempre, Silvia decidió regresar a Buenos Aires con mis hijos, cansada de la vida trashumante. A mí no me importaba el desarraigo, asumía que todo lo hacía por ellos. En realidad, no maduraba, o no podía hacerlo con mi absurdo trajinar. Mi familia no podía echar raíces, en cambio yo seguía el rumbo frenético de trasladarme de un lado al otro. No llegué a irme al norte pues la Patagonia me atrajo con mayor fuerza. Con la experiencia de Mendoza, partí a trabajar en la compañía “Gas y Petróleo del Neuquén S. A.” Nunca dejé de enviar dinero a mi familia cada día más alejada.

Estando solo en esa provincia empecé a sentir que mi cabeza no funcionaba bien. El primer episodio fue a los treinta y cinco años. Había perdido por primera vez un caso importante. Nunca me había pasado. Comencé a experimentar desgano, tristeza, angustia. Falté al trabajo. Durante días no quería salir de la cama. Llamé desesperado a mi mujer, pero ella no quiso acompañarme. No estaba segura de lo que yo le decía. No quería volver a viajar y viajar. Ella había iniciado otro camino. Con nuestros hijos más grandes y encaminados en los colegios había podido emprender su carrera en un estudio de derecho contable y su profesión había tomado impulso. Me pidió que volviera a Buenos Aires. Yo no tenía fuerzas ni para moverme. Me daba cuenta en esas horas de penuria de que la vida migrante no tenía sentido. Había perdido de disfrutar la infancia y primera adolescencia de mis hijos. Estaba exiliado, no tenía rienda ni norte.

A fuerza de mucha terapia, incluyendo medicación psiquiátrica, superé de a poco la melancolía. Pude salir del abatimiento, pero por alguna razón de la química de mi cerebro comencé a vagabundear de nuevo con mayor intensidad que antes. De Neuquén a Comodoro Rivadavia, de Comodoro Rivadavia a Río Gallegos, hasta llegué a Ushuaia donde nuevamente caí en la depresión. Esta vez más profunda. Tanto que Silvia tuvo que viajar a la ciudad para internarme.

Mi historia fue la de un hombre ansioso, itinerante, bipolar. Al fin lo supe, algo tarde, luego de treinta años de vagar y vagar, me detectaron esa enfermedad oculta. Hasta entonces poco se sabía de ella.

Intenté con mucho esfuerzo volver a mi familia que, al principio con grandes resquemores, pero luego, con mucha dedicación, me contuvo y ayudó a recomenzar. Busqué una rienda, una dirección, mis afectos perdidos. Le pedí perdón a Silvia. No quiero condenarte ni necesito disculparte, querido, siempre te esperé, me dijo, sabiendo que la mayor parte de mis impulsos se debían a una afección.


¿A dónde ir con la balsa soñada y absolutamente solo?

Tal vez a la aurora boreal,

al témpano antártico,

a todos los puntos

y a ningún lugar.

 

Y, sin embargo,

es posible encontrar el norte,

virar los pasos

hacia algún sitio soleado,

valles, travesía y sosiego,

calor verde, pradera, tierra virgen,

ciudad cercana, central.

 

Sí, allí va el sentido,

emergiendo con muletas, del exilio. 

© Diana Durán, 23 de junio de 2024


PASIÓN FUTBOLERA

 


La Bombonera en su entrada por Brandsen. Street View.


PASIÓN FUTBOLERA

 

¿Cómo explicar tanta pasión? El fútbol capta la esencia de Buenos Aires en la Boca de los techos de zinc y las paredes coloridas. Vestigios de la ciudad de los arrabales y viejas calles, escribió Borges. Hay algo de tango en ese ritual de los hombres, sea cual fuera su condición social y procedencia, porteños o bonaerenses, no importa, el fervor por el deporte los une.


Ricardo, alias el “Bocha”, fanático de Independiente, decidió caminar ese domingo a la cancha de Boca desde su casa en Avellaneda. Le esperaba el día más dichoso de la semana viendo al equipo de sus amores. Estaba seguro de que ganaría. Quería disfrutar paso a paso su itinerario al estadio. En la entrada se encontraría con dos amigos para ir a la popular. Eran parte de la hinchada, no barrabravas, pero sí temerarios cuando peleaban. Un poco más de cincuenta minutos de andar le bastarían para llegar a tiempo para comer un chori, un clásico antes de entrar a la cancha. Necesitaba del relax que significaba la caminata para luego aguantar el tumulto del estadio.


Esa mañana soleada partió a paso tranquilo desde la calle Berutti al cuatrocientos donde residía y cruzó el viejo puente Pueyrredón que atraviesa el Riachuelo. El oscuro río le hacía acordar a su padre, estibador inmortalizado en los cuadros de Berni. Él le había contagiado su fanatismo por el fútbol. Se sentía bien en los suburbios. Le gustaba ir por esos caminos a pesar del olor a desechos que se sentía en el cruce. No le importaba, el paisaje portuario familiar y el destino futbolero le permitían superarlo. Sabía exactamente cuánto demoraría hasta llegar a la Boca porque lo había hecho muchas veces. No le pesaba caminar, al contrario, lo desentumecía del trabajo en el lavadero de autos. Agacharse, fregar y volver a levantarse cientos de veces durante las jornadas laborales. Siempre le dolían el cuerpo, los huesos, las piernas.  


A tres cuadras del estadio apuró el paso al escuchar los cánticos:

Señores yo soy del rojo de Avellaneda. Lo sigo a Independiente de la cabeza. El rojo es un sentimiento, que se lleva en el corazón. Daría toda mi vida por ser campeón. Dale dale ro, dale dale ro. Dale dale ro, dale dale ro.


Se puso a tararear el dale dale ro con todo el fervor de un fanático. Así cambiaba su carácter cuando llegaba a la cancha. Entusiasmado y expectante. Pocos hechos lo excitaban tanto como estar junto a la hinchada del equipo de Avellaneda. Encontró a sus amigos y se ubicaron en la tribuna a un costado de donde estaba la barra brava.


Marcos salió temprano de su departamento de Combate de los Pozos para reunirse con la barra en la Bombonera. Era un médico hecho y derecho, pero se convertía en un hincha, bostero de alma, feliz cantando en la cancha con sus amigos. Partió a media mañana, buscó el Peugeot en el estacionamiento de Moreno, a la vuelta de su casa, y se dirigió al estadio. Era un muchacho de clase media cuya pasión por el fútbol había despertado desde chico cuando su padre lo llevaba a la tribuna. Recordaba al viejo más que nunca al ir tarareando las estrofas zeneizes. Tomaría por Entre Ríos, Independencia y la autopista Frondizi, el trayecto más cómodo, hasta la famosa entrada por Brandsen. Allí lo esperaban sus compinches, compañeros del Normal Mariano Acosta. Los unía infancia y adolescencia compartidas y la pasión por el fútbol. El tránsito era tranquilo por la autovía que accedía al estadio. Estacionó a cinco cuadras de la Bombonera para evitar problemas y caminó por el barrio cantando bajito los estribillos.

Señores, yo soy de Boca desde la cuna. Que vamo a salir campeones, no tengo duda. Con un poco más de huevos, la vuelta vamo' a dar. Y todos, de la cabeza, vamo' a festejar. ¡Y dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo!

Era un día perfecto para disfrutar del fútbol. No pertenecía a La Doce. Iba con sus amigos a la platea, pero igualmente sentía la emoción inigualable de asistir al clásico. Una vez adentro la multitud comenzó el duelo de cánticos de siempre y el estadio empezó a rugir y vibrar. Era la fiesta de fútbol que despertaba pasiones.

El partido se desarrolló con la intensidad acostumbrada y las hinchadas empezaron a elevar el duelo hasta alcanzar estribillos amenazantes e insultos feroces. La provocación iba in crecendo. El clima se enrareció aún más cuando el silbato final definió ganador a Boca por un gol de penal en el último minuto. La Doce estaba enfervorizada y se burlaba de los Diablos Rojos rabiosos con el árbitro.

A la salida comenzaron las escaramuzas pese a los intentos de la policía de evitar el cruce de las barras. Sucedieron las corridas. Marcos se había separado una cuadra de sus amigos en el apuro por alcanzar el auto estacionado conque los iba a llevar al centro. Ricardo iba caminando sin rumbo fijo, rojo de odio por el fracaso de su equipo. Cuando se topó con Marcos se dio cuenta de que era bostero por la camiseta y su bronca escaló. El muchacho lo miró y dijo sin pensar, de puro pendenciero, ¡qué te pasa, pobre Diablo! El Bocha sacó la punta rota de un taladro del trabajo que tanteó en su pantalón y lo punzó en el abdomen. Marcos cayó al suelo y gritó desesperado, ¿qué me hiciste, loco? Ricardo no pudo ni mirarlo y huyó. Corrió agobiado hacia la avenida Almirante Brown para llegar a Puente Avellaneda. A pocas cuadras lo alcanzó la policía, advertida por los amigos de Marcos. Ante su resistencia le asestaron un tiro de goma en las piernas.

La calle se había convertido en tierra de malevaje como en aquellos callejones de la secta del cuchillo y del coraje. De aquellos que pasaron, dejando a la epopeya un episodio, una fábula al tiempo, y que sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron [1]. Así fue el desenlace de la vana pelea entre los dos jóvenes; un porteño y un bonaerense; un profesional y un obrero; uno de Boca y otro de Independiente, por un instante convertidos en malevos.

© Diana Durán, 15 de abril de 2024 




[1] El Tango. Poesía de Jorge Luis Borges.

VIENTOS CRUZADOS

 


Río Colorado, provincia de Buenos Aires.


Vientos cruzados

Se acercaban las fiestas. El 2021 era un año prometedor. La cuarentena había concluido y por fin podíamos viajar. Osvaldo y yo habíamos sufrido tanto el encierro y el aislamiento que la posibilidad de visitar a nuestros hijos en Buenos Aires significaba la gloria. Habíamos podido comunicarnos solo virtualmente durante más de doscientos días contados uno por uno como los presos. Estábamos hartos de videollamadas. Hasta los cumpleaños de los nietos habíamos festejado tras las pantallas.

Casi un año de inventarnos actividades dentro de la casa y de salir solo a hacer compras en el barrio nos habían sumido en un estado alterado. Sabíamos que muchos otros lo habían pasado peor. No éramos personas depresivas, pero el hartazgo estaba cerca y las noticias de muertos y circunstancias horribles que sufría la gente socavaba el espíritu. Lo peor era no ver a Sofía y Diego, nuestros hijos, y a los adorados nietos, la pequeña Lorena de cuatro años y el mayor, Matías, de diez. Mi esposo y yo éramos ingenieros agrónomos dedicados a asesorar a los regantes, productores de cebolla, zapallo, cereales y pasturas de la comarca.

Vivíamos en Pedro Luro, una ciudad pequeña, a ciento veinte kilómetros de Bahía Blanca, situada a orillas del río Colorado y sobre el eje vial más importante de todo el sur marítimo, la ruta nacional número tres. Tierras de Ceferino Namuncurá, de históricos malones y de migraciones europeas como las de nuestros abuelos vascofranceses. El desierto se había transformado en vergel cultivado en el valle gracias al regadío fluvial. De otra manera, la tierra maldita de Darwin hubiera triunfado por causa de los vientos y la aridez patagónica.

No veíamos la hora de sacar los pasajes aéreos a Buenos Aires. Concretarlo nos cambió totalmente el ánimo. Solo nos habíamos enfermado una vez de COVID y con síntomas muy leves.

Emprendimos ilusionados el viaje al aeropuerto Comandante Espora en el auto dejándolo allí estacionado para disponer de él al regreso.

El avión carreteó y durante el ascenso admiramos las aldeas eólicas, esos conjuntos de molinos gigantes dominantes en la llanura del sudoeste bonaerense apenas quebrada por las sierras de Ventania que parecían unas pequeñas arrugas en un mar llano, mosaico de cultivos en distintos tonos de verdes y amarillos.

Atravesamos un manto de nubes para ascender a los diez mil metros. El vuelo fue tranquilo hasta poco antes del descenso cuando comenzaron las turbulencias. No nos preocupamos demasiado, ¿será que hace mucho no viajamos?, comentamos. La azafata anunció que en pocos minutos aterrizaríamos en la ciudad de Buenos Aires. Desde ese momento el avión comenzó a bambolearse de un lado para el otro. Los vientos cruzados eran muy fuertes, mientras la aeronave se aproximaba a la pista de aterrizaje con extraños movimientos laterales y perpendiculares al fuselaje. Parecía que la Patagonia nos hubiera seguido con sus ventarrones eternos. El piloto comunicó tripulación de cabina preparados para el aterrizaje. Al intentar hacerlo apenas pudo elevarse en un vuelo rasante sobre la pista para volver a levantarse con un ruido ensordecedor que sentimos en nuestras vísceras. Nos abrazamos fuerte. Algunos pasajeros gritaban, otros se acurrucaban en sus asientos. Luego de unos terribles minutos de angustia el piloto expresó, señores pasajeros, debido a los vientos que nos impiden aterrizar en el Aeroparque Jorge Newbery lo haremos en pocos minutos en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Nosotros estábamos agarrados de nuestras manos transpiradas mientras nos mirábamos intentando calmarnos. Le dijimos adiós al deseo de abrazar a hijos y nietos que esperaban en tierra. Deberíamos hacerlo en su casa, pero no podíamos usar los celulares. Imaginamos que en el aeropuerto ya se lo habrían comunicado.

Aterrizamos en Ezeiza sin dificultad donde el piloto informó, hemos aterrizado, la temperatura es de veintidós grados centígrados. Los pasajeros que deseen ir a Aeroparque pueden quedarse en el avión pues nos anuncian que podremos aterrizar, los vientos han mermado en Buenos Aires. Osvaldo y yo no necesitamos más que cruzar nuestras miradas para tomar la decisión. Bajaríamos en Ezeiza y de allí que nos llevara el transporte que fuera a la casa de Sofía. Ningún viento, ni patagónico ni local nos iba a limitar. Iríamos por tierra a encontrarnos con la familia.

© Diana Durán, 11 de setiembre de 2023

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