SUR DE MÍ
Llueve
y te recuerdo. La pucha, cómo te recuerdo. Estoy recostada en el sofá de mi
departamento del primer piso de la calle Solís. A través de la ventana veo
gente correr, hojas que giran como pensamientos, el cielo plomizo que se parece
a mi tristeza. Detengo la mirada en al café de la esquina, ese donde solíamos
encontrarnos. Distingo una pareja tomada de la mano. Me apago. Me duelo.
Tu
rostro, tu sonrisa, llenaban mi espíritu como si fueran la única luz en medio
del gris. Me pregunto otra vez: ¿por qué el abismo?, ¿por qué no estás si
debieras?, ¿por dónde andarás? Me respondo que te idealicé y me engañé. Pero
también me ilusiono: quizás estés esperando en algún bar cerca de la facultad,
en una esquina donde el tiempo se detiene.
Congreso
huele a papel viejo y a café recién molido. Las baldosas húmedas de la avenida
Rivadavia reflejan un cielo que no se decide. En cada esquina hay un bar que
guarda secretos: mozos que no preguntan, mesas que conservan diálogos que nadie
recuerda. Me imagino caminando por la Avenida de Mayo como quien recorre su
propia memoria. Las librerías de saldo, los pasajes que se abren como heridas,
los afiches descoloridos que anuncian funciones pasadas. Las bellas cúpulas
verdes y rojizas. Todo parece detenido en el tiempo. No es este.
En
el Bar El Federal, el reloj sigue marcando las seis, aunque sean las cuatro. En
el Café de los Angelitos, la música se filtra como un suspiro. Y yo, entre
tanto, sigo buscándote. Como si fueras parte del barrio. Como si fueras una
sombra más entre los parroquianos.
Imagino
tu sonrisa congelada, tus ojos transformados en rocas, impenetrables, ausentes.
Recuerdo el Bar Sur, ese donde me dijiste que me amabas. Era una tarde distinta
a esta, clara y soleada. Yo te creí. Tenía esperanza. Pensaba que podríamos
crear algo juntos, que la desdicha de vivir con alguien a quien ya no amaba
quedaría atrás. Que por fin comenzaría otra historia. Una que me hiciera sentir
viva, libre, mujer.
Pero
aquella otra noche, también lluviosa, también sombría, como la que se aproxima,
me dijiste “no va más”. Yo que siempre te creía, no te creí. Rogué, clamé,
imploré. Por un instante, el trueno nos unió. Nos tomamos de la mano. Nos
miramos, intensos. Pero duró poco, unos instantes. Sin amor de tu parte. Solo
ilusiones. Mi amor, vano. Vos, cruel. Vos, libre. Y yo, consumida.
Ahora,
en este atardecer en que la lluvia no cesa, vuelvo a preguntarme: ¿por qué
el abismo?, ¿dónde quedaste? Me repito que te idealicé, pero al mismo
tiempo sigo esperándote en cada bar donde nos encontrábamos, en cada vuelta del
camino hacia la facultad. Imagino que estás en una esquina, persistiendo desde
el noventa y tres. Sueño con tus manos congeladas, tu risa como un eco
incierto, tu mirada que ya no me ve. Entonces pienso que el laberinto, por
cobarde, te devastará. O acaso te
esconda, te proteja. Tal vez yo también me pierda en él.
Sé
que solo fueron encuentros, convergencias puntuales, poco tiempo. Después, la
soledad. No hay distancias. No hay destierro porque perteneces a la historia, a
mi historia. Integras la conciencia. No hay día ni noche. Sé que mi agonía no
te acompaña. Entonces te borro. O no.
Quizá
nunca estuviste. Quizá yo siga en el bar. Quizá la lluvia no cese. Quizá,
yo tampoco.
Diana Durán, 25 de agosto de 2025