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PASIÓN FUTBOLERA

 


La Bombonera en su entrada por Brandsen. Street View.


PASIÓN FUTBOLERA

 

¿Cómo explicar tanta pasión? El fútbol capta la esencia de Buenos Aires en la Boca de los techos de zinc y las paredes coloridas. Vestigios de la ciudad de los arrabales y viejas calles, escribió Borges. Hay algo de tango en ese ritual de los hombres, sea cual fuera su condición social y procedencia, porteños o bonaerenses, no importa, el fervor por el deporte los une.


Ricardo, alias el “Bocha”, fanático de Independiente, decidió caminar ese domingo a la cancha de Boca desde su casa en Avellaneda. Le esperaba el día más dichoso de la semana viendo al equipo de sus amores. Estaba seguro de que ganaría. Quería disfrutar paso a paso su itinerario al estadio. En la entrada se encontraría con dos amigos para ir a la popular. Eran parte de la hinchada, no barrabravas, pero sí temerarios cuando peleaban. Un poco más de cincuenta minutos de andar le bastarían para llegar a tiempo para comer un chori, un clásico antes de entrar a la cancha. Necesitaba del relax que significaba la caminata para luego aguantar el tumulto del estadio.


Esa mañana soleada partió a paso tranquilo desde la calle Berutti al cuatrocientos donde residía y cruzó el viejo puente Pueyrredón que atraviesa el Riachuelo. El oscuro río le hacía acordar a su padre, estibador inmortalizado en los cuadros de Berni. Él le había contagiado su fanatismo por el fútbol. Se sentía bien en los suburbios. Le gustaba ir por esos caminos a pesar del olor a desechos que se sentía en el cruce. No le importaba, el paisaje portuario familiar y el destino futbolero le permitían superarlo. Sabía exactamente cuánto demoraría hasta llegar a la Boca porque lo había hecho muchas veces. No le pesaba caminar, al contrario, lo desentumecía del trabajo en el lavadero de autos. Agacharse, fregar y volver a levantarse cientos de veces durante las jornadas laborales. Siempre le dolían el cuerpo, los huesos, las piernas.  


A tres cuadras del estadio apuró el paso al escuchar los cánticos:

Señores yo soy del rojo de Avellaneda. Lo sigo a Independiente de la cabeza. El rojo es un sentimiento, que se lleva en el corazón. Daría toda mi vida por ser campeón. Dale dale ro, dale dale ro. Dale dale ro, dale dale ro.


Se puso a tararear el dale dale ro con todo el fervor de un fanático. Así cambiaba su carácter cuando llegaba a la cancha. Entusiasmado y expectante. Pocos hechos lo excitaban tanto como estar junto a la hinchada del equipo de Avellaneda. Encontró a sus amigos y se ubicaron en la tribuna a un costado de donde estaba la barra brava.


Marcos salió temprano de su departamento de Combate de los Pozos para reunirse con la barra en la Bombonera. Era un médico hecho y derecho, pero se convertía en un hincha, bostero de alma, feliz cantando en la cancha con sus amigos. Partió a media mañana, buscó el Peugeot en el estacionamiento de Moreno, a la vuelta de su casa, y se dirigió al estadio. Era un muchacho de clase media cuya pasión por el fútbol había despertado desde chico cuando su padre lo llevaba a la tribuna. Recordaba al viejo más que nunca al ir tarareando las estrofas zeneizes. Tomaría por Entre Ríos, Independencia y la autopista Frondizi, el trayecto más cómodo, hasta la famosa entrada por Brandsen. Allí lo esperaban sus compinches, compañeros del Normal Mariano Acosta. Los unía infancia y adolescencia compartidas y la pasión por el fútbol. El tránsito era tranquilo por la autovía que accedía al estadio. Estacionó a cinco cuadras de la Bombonera para evitar problemas y caminó por el barrio cantando bajito los estribillos.

Señores, yo soy de Boca desde la cuna. Que vamo a salir campeones, no tengo duda. Con un poco más de huevos, la vuelta vamo' a dar. Y todos, de la cabeza, vamo' a festejar. ¡Y dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo!

Era un día perfecto para disfrutar del fútbol. No pertenecía a La Doce. Iba con sus amigos a la platea, pero igualmente sentía la emoción inigualable de asistir al clásico. Una vez adentro la multitud comenzó el duelo de cánticos de siempre y el estadio empezó a rugir y vibrar. Era la fiesta de fútbol que despertaba pasiones.

El partido se desarrolló con la intensidad acostumbrada y las hinchadas empezaron a elevar el duelo hasta alcanzar estribillos amenazantes e insultos feroces. La provocación iba in crecendo. El clima se enrareció aún más cuando el silbato final definió ganador a Boca por un gol de penal en el último minuto. La Doce estaba enfervorizada y se burlaba de los Diablos Rojos rabiosos con el árbitro.

A la salida comenzaron las escaramuzas pese a los intentos de la policía de evitar el cruce de las barras. Sucedieron las corridas. Marcos se había separado una cuadra de sus amigos en el apuro por alcanzar el auto estacionado conque los iba a llevar al centro. Ricardo iba caminando sin rumbo fijo, rojo de odio por el fracaso de su equipo. Cuando se topó con Marcos se dio cuenta de que era bostero por la camiseta y su bronca escaló. El muchacho lo miró y dijo sin pensar, de puro pendenciero, ¡qué te pasa, pobre Diablo! El Bocha sacó la punta rota de un taladro del trabajo que tanteó en su pantalón y lo punzó en el abdomen. Marcos cayó al suelo y gritó desesperado, ¿qué me hiciste, loco? Ricardo no pudo ni mirarlo y huyó. Corrió agobiado hacia la avenida Almirante Brown para llegar a Puente Avellaneda. A pocas cuadras lo alcanzó la policía, advertida por los amigos de Marcos. Ante su resistencia le asestaron un tiro de goma en las piernas.

La calle se había convertido en tierra de malevaje como en aquellos callejones de la secta del cuchillo y del coraje. De aquellos que pasaron, dejando a la epopeya un episodio, una fábula al tiempo, y que sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron [1]. Así fue el desenlace de la vana pelea entre los dos jóvenes; un porteño y un bonaerense; un profesional y un obrero; uno de Boca y otro de Independiente, por un instante convertidos en malevos.

© Diana Durán, 15 de abril de 2024 




[1] El Tango. Poesía de Jorge Luis Borges.

VIENTOS CRUZADOS

 


Río Colorado, provincia de Buenos Aires.


Vientos cruzados

Se acercaban las fiestas. El 2021 era un año prometedor. La cuarentena había concluido y por fin podíamos viajar. Osvaldo y yo habíamos sufrido tanto el encierro y el aislamiento que la posibilidad de visitar a nuestros hijos en Buenos Aires significaba la gloria. Habíamos podido comunicarnos solo virtualmente durante más de doscientos días contados uno por uno como los presos. Estábamos hartos de videollamadas. Hasta los cumpleaños de los nietos habíamos festejado tras las pantallas.

Casi un año de inventarnos actividades dentro de la casa y de salir solo a hacer compras en el barrio nos habían sumido en un estado alterado. Sabíamos que muchos otros lo habían pasado peor. No éramos personas depresivas, pero el hartazgo estaba cerca y las noticias de muertos y circunstancias horribles que sufría la gente socavaba el espíritu. Lo peor era no ver a Sofía y Diego, nuestros hijos, y a los adorados nietos, la pequeña Lorena de cuatro años y el mayor, Matías, de diez. Mi esposo y yo éramos ingenieros agrónomos dedicados a asesorar a los regantes, productores de cebolla, zapallo, cereales y pasturas de la comarca.

Vivíamos en Pedro Luro, una ciudad pequeña, a ciento veinte kilómetros de Bahía Blanca, situada a orillas del río Colorado y sobre el eje vial más importante de todo el sur marítimo, la ruta nacional número tres. Tierras de Ceferino Namuncurá, de históricos malones y de migraciones europeas como las de nuestros abuelos vascofranceses. El desierto se había transformado en vergel cultivado en el valle gracias al regadío fluvial. De otra manera, la tierra maldita de Darwin hubiera triunfado por causa de los vientos y la aridez patagónica.

No veíamos la hora de sacar los pasajes aéreos a Buenos Aires. Concretarlo nos cambió totalmente el ánimo. Solo nos habíamos enfermado una vez de COVID y con síntomas muy leves.

Emprendimos ilusionados el viaje al aeropuerto Comandante Espora en el auto dejándolo allí estacionado para disponer de él al regreso.

El avión carreteó y durante el ascenso admiramos las aldeas eólicas, esos conjuntos de molinos gigantes dominantes en la llanura del sudoeste bonaerense apenas quebrada por las sierras de Ventania que parecían unas pequeñas arrugas en un mar llano, mosaico de cultivos en distintos tonos de verdes y amarillos.

Atravesamos un manto de nubes para ascender a los diez mil metros. El vuelo fue tranquilo hasta poco antes del descenso cuando comenzaron las turbulencias. No nos preocupamos demasiado, ¿será que hace mucho no viajamos?, comentamos. La azafata anunció que en pocos minutos aterrizaríamos en la ciudad de Buenos Aires. Desde ese momento el avión comenzó a bambolearse de un lado para el otro. Los vientos cruzados eran muy fuertes, mientras la aeronave se aproximaba a la pista de aterrizaje con extraños movimientos laterales y perpendiculares al fuselaje. Parecía que la Patagonia nos hubiera seguido con sus ventarrones eternos. El piloto comunicó tripulación de cabina preparados para el aterrizaje. Al intentar hacerlo apenas pudo elevarse en un vuelo rasante sobre la pista para volver a levantarse con un ruido ensordecedor que sentimos en nuestras vísceras. Nos abrazamos fuerte. Algunos pasajeros gritaban, otros se acurrucaban en sus asientos. Luego de unos terribles minutos de angustia el piloto expresó, señores pasajeros, debido a los vientos que nos impiden aterrizar en el Aeroparque Jorge Newbery lo haremos en pocos minutos en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Nosotros estábamos agarrados de nuestras manos transpiradas mientras nos mirábamos intentando calmarnos. Le dijimos adiós al deseo de abrazar a hijos y nietos que esperaban en tierra. Deberíamos hacerlo en su casa, pero no podíamos usar los celulares. Imaginamos que en el aeropuerto ya se lo habrían comunicado.

Aterrizamos en Ezeiza sin dificultad donde el piloto informó, hemos aterrizado, la temperatura es de veintidós grados centígrados. Los pasajeros que deseen ir a Aeroparque pueden quedarse en el avión pues nos anuncian que podremos aterrizar, los vientos han mermado en Buenos Aires. Osvaldo y yo no necesitamos más que cruzar nuestras miradas para tomar la decisión. Bajaríamos en Ezeiza y de allí que nos llevara el transporte que fuera a la casa de Sofía. Ningún viento, ni patagónico ni local nos iba a limitar. Iríamos por tierra a encontrarnos con la familia.

© Diana Durán, 11 de setiembre de 2023

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 


La verdadera Mary Show de los años 80

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 

Mary había aprendido ventriloquía, magia y globología. Tenía habilidades especiales para esas prácticas. Los chicos la adoraban. Se disfrazaba de payasa, pero no cualquiera, sino de una muy elegante, casi una princesa, a la que agregaba una nariz roja y unos zapatones gigantes. Como maga hacía aparecer palomas y conejos de su blusa de brocato, además de cartas y pañuelos que surgían y desaparecían ante la fascinación de los niños. Transformaba los globos en perros, caracoles y monos bien flaquitos que entregaba a quienes cumplían alguna prenda ocurrente. El mayor atractivo de la función era el muñeco Baltazar quien relataba, en diálogo con Mary, cuentos y chistes, con su despeinado cabello rubio y vestido de frac negro, moño y galera rojos. Mary no movía ningún músculo de su cara. Esa era su destreza especial de animadora infantil. Los niños quedaban pasmados con las contestaciones de Baltazar. No, Mary, te equivocás, a mí no me gusta ir a la escuela, y sí sacarme uno en todas las pruebas. Sí, sí, eso es lo mejor, y los chicos se reían a carcajadas. ¿Te gusta ir a la playa, Baltazar?, le preguntaba Mary. No, no me gusta mojarme porque arruino el frac y, además, se puede quemar mi cara de papel maché al sol. ¿Entonces qué es lo que te gusta, Baltazar? Nada, solo quiero dormir y dormir, y se tiraba bostezando ruidosamente sobre el regazo de Mary como si fuera a acostarse. Luego de golpe se levantaba y decía con voz ronca. Me guuuustaaaan estos chiiiiicos, acercándose a ellos de golpe lo que los hacía asustar y reír.

Ese fin de semana le tocaban cuatro cumpleaños, dos el sábado y dos el domingo. Era un trabajo intenso de traslados, desarmar la valija de magia y la de Baltazar, pero no se amilanaba.

El sábado a la mañana Mary concurrió a Boulogne donde se festejaba en una casa sencilla el cumpleaños de una niña de siete años. Todo transcurrió como lo tenía planeado animando a unos pocos niños en el patio soleado. A la tarde el festejo fue en un pequeño departamento de Villa del Parque para las mellizas a quienes celebraba desde los cinco años. Las niñas adoraban a Mary que se esforzaba en cambiar el show para no repetir, intercambiando palomas por conejos cumple tras cumple. Baltazar siempre lograba animar la fiesta recordando cada uno de los nombres de los invitados. Me parece que este año todos han crecido tanto que parecen obeliscos o tal vez jirafas. Los chicos se reían mucho de tan simples ocurrencias. Mary terminó el día cansada pero complacida.

El domingo a la mañana se había comprometido con un merendero de Ciudad Oculta en Villa Lugano. Ocasionalmente hacía algunas presentaciones solidarias. Había tratado con un comedor popular donde eran inefables las caritas felices de esos niños que nunca habían visto un muñeco que hablara. No importaba que el viejo salón estuviera adornado con simples guirnaldas de papel crepé y la merienda consistiera en vasitos de cocoa y porciones de torta servidas en una vieja fuente de loza. Se esmeró más que nunca en hacerlos reír de Baltazar y sus expresiones. ¿Qué te parece este cumpleaños?, le preguntó finalmente Mary, ahhhh, es maravilloso, maravilloso, le contestó. Nunca he visto una fiesta tan divertida y niños máaaaaaaaasssssss lindos, agregó Baltazar con voz cantarina y graciosa. Mary se sintió plena luego del festejo.  

A la tarde subió todos los bártulos al auto y se encaminó a un country camino a La Plata. Le iban a pagar muy bien por la animación de un cumpleaños compartido entre varios niños de seis años. Luego de un largo viaje por la autopista colmada, pasó por varias revisiones y esperas en el puesto de vigilancia de la entrada donde le abrieron con fastidio las valijas y la inspeccionaron como si fuera una potencial delincuente.

Finalmente llegó al Club House donde se hacían los cumpleaños en el que se encontró con un conjunto abigarrado de personajes de dibujos animados, princesas y superhéroes. Estaban la Sirenita, Aladdín, Frozzen, el Rey León, Peppa, muñecos de Toy Story, el Hombre Araña y el Capitán América. Todo revuelto en un griterío infernal de magia, burbujas, colchones inflables, luces, música ruidosa, muchachas disfrazadas que maquillaban a las niñas y chicos que corrían por todas partes. Mary no sabía quiénes cumplían años hasta que dio con la madre que la había contratado. Esta la trató con bastante desgano en medio del bochinche guiándola hacia el escenario preparado para su actuación. No lograban reunir a los chicos confundidos en medio de tanto alboroto. Después de un rato Mary pudo sentar a algunos y decidió sacar a Baltazar de la valija. Los niños no atendieron durante la pequeña función y más bien se burlaron del muñeco atraídos mucho más por los personajes de moda. Qué muñeco más tonto, no es famoso, dijo uno de los cumpleañeros y otro le respondió, es que nadie lo conoce, es viejo y feo. La animadora concluyó rápido la presentación y ni siquiera sacó las palomas. Se fue sin cobrar y llegó a su casa exhausta.

Esa noche Mary tuvo pesadillas horribles en las que princesas y superhéroes se peleaban hasta yacer moribundos. Estremecida se despertó al escuchar cómo lloraba desconsolado su querido Baltazar quien le comunicó entre lágrimas. Amiga, esto ya no es para mí. Me quiero jubilar. Estoy acabado. Soy un mal muñeco. Ya nunca volveré a actuar en Mary Show.

 

© Diana Durán. 31 de julio de 2023

NOTICIAS DEL NORTE. EN VIVO Y EN DIRECTO



Plaza Dorrego. Buenos Aires.


Noticias del Norte. En vivo y en directo

Subieron al tren en la estación Boulogne. Ella viajaba con la mirada fija en el paisaje suburbano. Ensimismada en pensamientos oscuros. Él escuchaba música con sus auriculares. Así se distraía y eludía verla. Prefería obviarla. No soportaba su estado de ánimo.

Tomaba demasiados remedios desde que había empezado a tener un cúmulo de síntomas indefinidos. Padecía mareos, baja presión, ataques de pánico. No dormía bien. Estaba inapetente y había abandonado casi todas sus actividades habituales. Tenía licencia psiquiátrica en el diario. Tan activa como había sido siempre en su profesión de periodista. Le costó mucho aceptar la consulta a un nuevo médico, esta vez a un clínico de renombre. Iba por ir.

Pasaron las estaciones Villa Adelina, Munro y llegaron a Retiro sin pronunciar palabra. Tomaron el colectivo hasta el policlínico de Luz y Fuerza en San Telmo. Largo viaje para ella en su estado. Una y otra vez le decía al marido que se sentía mal. La convivencia con una mujer en ese estado era un suplicio. Él tenía que cocinar, hacer las compras, dejarla custodiada cuando se iba a trabajar. La quería, pero ya estaba cansado de su eterna melancolía.  

Llegaron al sanatorio que quedaba frente a la Plaza Dorrego. Hermoso lugar para disfrutar de un café. Él recordó otras épocas en las que habían recorrido la Feria de Antigüedades. Eran felices en esos tiempos.

El consultorio estaba colmado de gente, pero por suerte había dos asientos que ocuparon enseguida. Ella callada y ausente. Él esperaba terminar pronto para acompañarla a la casa e ir a trabajar.

Había un televisor en una esquina de la sala de espera que apenas se escuchaba por el bullicio de los pacientes. Él seguía abstraído en su música mientras miraba su reloj a cada rato. Ella tenía la mirada fija en la TV. Debía ser lo único que podía distraerla, tanto en su casa como en cualquier otro lugar. Allí se sumergía para intentar olvidar esa sensación de angustia y otros síntomas que la aquejaban.

Un acontecimiento le arrebató su quietud. Vio en la pantalla cómo un avión comercial se estrellaba en un edificio altísimo. Al principio no sabía de qué se trataba. Pensó que era una película, pero reparó en el panorama conocido. Hacía dos años habían viajado a New York y visitado el Bajo Manhattan. Entonces advirtió que se trataba de una de las Torres Gemelas. Se había interrumpido la transmisión normal. Algunas personas que esperaban el turno se sobresaltaron, otros se agarraban la cabeza. No era un film, se trataba de algo real. ¿Un accidente, un atentado terrorista? Pasados unos minutos se vio a otro avión estrellarse en la segunda torre. El personal del consultorio dejó sus actividades para ver qué ocurría. Estaban a miles de kilómetros, pero las escenas eran tan dantescas que impresionaban como si fueran un hecho cercano. Estaba sucediendo algo único e imprevisible.

El mundo había cambiado ese 11 de setiembre de 2001. El desastre era demasiado cruento como para no causar estupor. La televisión en vivo mostraba a las personas que se tiraban de las Torres desde gran altura en un espectáculo dantesco. El polvo lo rodeaba todo. No solo se trataba del World Trade Center, sino que podía continuar una escalada y otros blancos en cadena. Pronto se supo que el Pentágono también había sido atacado y se temía por objetivos como la Casa Blanca y el Capitolio.

Ella pensó en escribir una crónica sobre la terrible noticia. Algo insólito para su estado abatimiento de los últimos tiempos. Una hora después la pareja salió del consultorio tan impactada que ella le pidió parar en un café frente a la Plaza Dorrego. Allí comenzó a llorar. Lloró como hacía tiempo no lo hacía. Como nunca. Él la abrazó fuerte. Ella habló a borbotones. Había salido de manera repentina de su ensimismamiento. Conversaron durante horas del suceso mundial, pero también de su enfermedad y de su relación. Ese día él quiso acompañarla de regreso y se quedó deseoso con ella sin ir a trabajar.

© Diana Durán, 17 de abril de 2023

DOS VIDAS, DOS RUMBOS

 


Barrio periférico. Street view


Dos vidas, dos rumbos

 

Ignacio nació el 4 de mayo de 1999 en un sanatorio privado y vivió siempre en un club de campo cerca de Berazategui. Infancia pródiga en lo material, padres ausentes y el destino del encierro a pesar de vivir en espacios abiertos colmados de árboles y jardines. Como niño y adolescente concurrió al colegio del country. Durante los primeros años cuando se levantaba su madre lo llevaba en el carrito de golf. Si se quedaba dormida iba con la mucama caminando. El colegio era para la selecta clase que vivía en el interior del country. Allí transcurrían largas horas de encierro a pocas cuadras de su casa. Almorzaba lejos de su familia. Sus ojitos melancólicos miraban por la ventana del aula con tristeza, la de los niños ricos. Sus traslados fuera del hábitat de encierro eran a la casa de la abuela en Vicente López durante la Navidad; a Punta del Este en los veranos y, más tarde, cuando hizo sus estudios de agronomía, como su padre, a una universidad privada de Belgrano. Todos sus desplazamientos vitales transcurrieron limitados a un eje del cual no quería o no se podía salir. Viajó al exterior a esquiar en Aspen, Colorado (nunca a Bariloche o Mendoza). El país no era su país. Le quedaba lejos de sus experiencias vitales. Hizo viajes de intercambio a un colegio en las cercanías de Londres. Ignacio pocas veces interactuó con amigos que no fueran del barrio cerrado. El country fue una verdadera cárcel que le impedía conocer el “afuera”, exceptuando algunos pocos lugares en los que no era feliz.

Eusebio nació en Concordia, Entre Ríos, el mismo día y año que Ignacio, pero no en un sanatorio privado sino en la salita médica más cercana a su vivienda, una casilla de madera del Barrio Nueva Esperanza, en la entrada a la ciudad. Una gran pobreza reinaba allí. Calles de tierra, sin cloacas, basura por todos lados, hacinamiento. Caballos flacos comiendo hierbas secas en los bordes de los caminos. La extrema falta de recursos. La indolencia provocada por el desempleo en una familia numerosa. Solo el cariño de la madre cuando estaba lo resarcía de tantas carencias. La escuela pública deteriorada fue el camino que condujo al fracaso en primer año y en poco tiempo a la deserción. La intensidad del desamparo en la adolescencia lo alentó a la violencia y a la droga. Así fue como Eusebio fue reclutado por un díler y terminó en el Gran Rosario. Allí vivió sus peores años. Sin embargo, resistió y logró salir de esa vida horrible tras huir a la ciudad de Buenos Aires. Luego de vagar durante unos meses consiguió ser mantero en Plaza Italia y, además, trapito. Se la rebuscaba como podía, pero se sentía libre del cautiverio que había soportado años atrás.

Un 4 de mayo de 2018, a desgano por ser su cumpleaños, Ignacio concurrió a la Exposición Rural obligado por la cátedra de Maquinarias Agrícolas. De otro modo no lo hubiera hecho. Allí se encontró con Eusebio quien lo vio estacionar su auto de alta gama. Intercambiaron dos palabras y por un rapto de incomprensión, otro poco de envidia y mucho de azar Eusebio terminó con la vida de Ignacio al usar un arma blanca para amenazarlo. Solo quería su celular. Nunca había visto alguno tan flamante. Mientras se desplomaba Ignacio lo empujó a la avenida y un auto lo arrolló. Los dos cumplían años; ambos murieron el mismo día.

Como en el cuento de Jorge Luis Borges, “Caín y Abel”[i], los muchachos se reencontraron en otro mundo. No se sabe cuánto tiempo estuvieron hablando. Los días no tenían principio ni fin. Detallaron las historias de sus vidas terrenales y se compadecieron mutuamente.

Tras esos intensos intercambios, finalmente, uno no perdonó al otro. Allí estaban, sentados en el peldaño de una ancha escalera que no llevaba a ninguna parte, en una especie de purgatorio desierto. El de los que nacieron el mismo día, pero no pudieron ser felices. Uno envidiando al otro. El otro preguntándose por qué.

Ignacio no excusó a Eusebio, pero no a causa de su muerte. Le reprochó, en cambio, el haber podido dejar su casa, su familia, la escuela y elegir un trabajo. Decidir sobre su propia historia. A pesar de todos los males Eusebio había sido libre. Ignacio jamás lo logró.  

© Diana Durán, 10 de abril de 2023



[i] Abel y Caín

[Minicuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges


Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

 


 


RECUERDOS DE LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS

 


Foto: Street View


Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos

 

La Plaza de los Dos Congresos. Urbana, extensa, arbolada y monumental. Km 0 del país, en realidad son tres plazas en una. La más significativa es la que está frente al edificio legislativo construida en honor a la Asamblea del año XIII y al Congreso de Tucumán.

El primer recuerdo que acude a mi mente es de mi infancia. Apenas tenía siete u ocho años cuando compraba a las vendedoras de maíz, estratégicamente ubicadas en bancos de cemento, aquellos cucuruchos rebosantes de semillas para atraer a las palomas. A veces, no me alcanzaban las monedas para comprarlos, entonces me regalaban un puñado de granos que cabían en mis manitos esperanzadas. Una gran satisfacción la de lograr que las aves las picaran al acercarse con disimulo a mi cuerpo inmóvil como el de una estatua. A veces no les daba de comer, sino que las corría divertida y ellas levantaban vuelo en un instante sin que las pudiera alcanzar. Siempre volvían a posarse en los mismos canteros. Era muy graciosas. También me llamaba la atención cuando alguna más grande (a quien había bautizado “palomón”) perseguía tenazmente a la elegida, más pequeña y grácil.

Evoco cruzar ese espacio histórico de noche y con mucha zozobra junto a mi padre para enterarnos qué sucedía en la Plaza de Mayo. Corría el año 1976 y parecía que iba a ocurrir un golpe de Estado a un gobierno democrático, el de Isabel Perón. A la mañana siguiente una junta militar asumió el poder dando paso a la dictadura más cruenta de la historia argentina.

Cuando fui madre por primera vez, en 1977, también paseé muchas veces por la plaza y lo que más recuerdo fue el orgullo sublime de recorrerla con mi beba, que tomaba sol en su cochecito azul bien arropada y volvía a casa pintada por unas pizcas de hollín en su tersa carita. Como madre enseguida la bañaba para despojarla de cualquier resto de posible contaminación.

A los veinte años, en 1981, desde lo alto de un edificio en el que trabajaba situado en la esquina de la Plaza ví pasar el cortejo fúnebre de un político, Ricardo Balbín. Lo viví como un hecho histórico. Recordé sus discursos elocuentes intentando la reconciliación entre fuerzas antagónicas, peronistas y radicales. Selectiva mi memoria en la que afloran determinados hechos y otros se olvidan…

Caminé infinitas veces por la Plaza de los Dos Congresos de ida y vuelta desde el colegio y la universidad a mi casa en el barrio de Monserrat. Siempre estuvo allí como un hito persistente de mi adolescencia y juventud.

También la recorrí de paso hacia la Plaza de Mayo en circunstancias en que Alfonsín pronunció la famosa frase “la casa está en orden” frente a un levantamiento carapintada. Recuerdo las corridas de las juventudes peronista y radical que competían por ocupar mayores espacios.

En 2001 la plaza quedó devastada por saqueos y desmanes y, viviendo en las cercanías, vi circular motoqueros que hacían un ruido atronador, además del tremendo estallido social que se produjo el 20 de diciembre. Impactaron esos hechos fuertemente en mi historia personal: pérdida del trabajo y la degradación de quien siempre lo había atesorado.

No he vuelto muchas veces más. El destino me llevó lejos de la Capital. Solo la he visto por televisión en días aciagos de nuestra historia reciente. No me gusta contemplarla como un campo de batalla. Es la Plaza de los Dos Congresos, única y significativa. En distintas circunstancias, continente de muchos hechos de mi vida.

© Diana Durán, 9 de marzo de 2023

ENGAÑO

 


Engaño

Caminó lentamente en el primer piso a través de pasillos oscuros franqueados por columnas inmensas que daban al vacío del patio interior. Subió las escaleras y pasó por un corredor sombrío que le daba la sensación de un agobio oprimente. Sabía que le esperaban momentos de tensión e incertidumbre. La solemne severidad del edificio de Tribunales la hacía sentir sola, minúscula y desamparada a pesar del ir y venir de personas que realizaban trámites.

Lo vio de lejos en las escalinatas y casi no lo reconoció. La cabeza gacha y el aspecto desmañado la sorprendieron. Vestía un traje marrón mostaza arrugado que le quedaba grande. Unos zapatos negros que de tan polvorientos parecían grises. El cabello grasoso se le abría en mechones sobre la frente. Parecía arrastrarse con un caminar lento y cansino. Como siempre había sido un tipo agradable y bien parecido, se dio cuenta de que estaba simulando.

Su exmarido siempre había cuidado meticulosamente su apariencia. La misma profesión se lo requería. En cambio, así trazado parecía un menesteroso, justo lo que quería figurar, pensó. Dar la visión de que era un pobre diablo frente al juez de menores con el propósito de reducir la cuota alimentaria. Ella se sintió una ilusa por haberse vestido para la ocasión con un trajecito azul y una camisa blanca. Quería ofrecer la impresión de lo que era: una mujer seria y una madre responsable. ¿A quién? ¿Al padre de sus hijos, al juez, a los abogados? ¡Qué ingenua!

Él vivía en un estudio coqueto de Vicente López. Ella con sus dos hijos en un minúsculo departamento alquilado del barrio de Congreso. La casa que antes habitaban se había dividido entre ambos y con ese dinero ella había sustentado su vida y la de sus hijos durante los años posteriores a la separación. El capital se le había escurrido como arena entre las manos. Lo que ganaba como secretaria ejecutiva no le servía ni para llegar a mitad de mes, mientras los aportes del padre de sus hijos se habían devaluado. Según la ley, los chicos debían mantener el mismo nivel de vida que antes del divorcio. Pero no era así. Apenas pagaba la prepaga, él le había pedido cambiarlos del colegio privado al público y se acordaba a las cansadas de la cuota del club. Ella había pasado de tener servicio doméstico a ocuparse de todas las tareas hogareñas. Cuando los precios se fueron a las nubes empezó a hacer comidas más económicas y ahorrar cada centavo para no verse en figurillas en el mantenimiento de su hogar. Él había dejado el trabajo del municipio donde ganaba muy bien como secretario de obras para que no le pudieran sacar ni un peso de sus ingresos informales. Ahora se dedicaba a la arquitectura por su cuenta y ella sabía por amistades comunes que le iba muy bien.

A dos años de un divorcio controvertido y seis de la separación no quedaba otra que asistir a la audiencia. Llegó al pasillo de la secretaria judicial en la que se encontró con su abogado, viejo amigo de la familia que no le cobraba un peso, pero tampoco era un estratega. Sin embargo, ella lo sabía una buena persona. Siempre le buscaba la mensualidad y se la llevaba a su casa para evitar encuentros enojosos. Luego su ex comenzó a depositársela y ya no lo veía periódicamente. Se anunciaron y sentaron en unos bancos del pasillo.

Entraron uno por vez al despacho del magistrado. Ninguno sabía lo que había dicho el otro, pero por el orden de entrada seguramente el abogado de ella había presentado el caso, solicitando la actualización de la cuota alimentaria frente a la crisis inflacionaria que vivía el país. En cambio, el de su exmarido le exhortaría al juez rebajar la mensualidad con el pretexto de que lo habían echado del trabajo y no podía afrontarla. Exactamente eso había hecho. Rata inmunda, pensó ella. No podía creer una bajeza tan ruin.

La situación durante la audiencia fue horrible para la mujer. Lo veía a él en la antesala del despacho del juez disfrazado de pobre, refregando sus manos, en una actitud que consideraba miserable. Ni siquiera la observaba, mientras ella insistía en prestarle atención para ver si le devolvía la mirada. Nada. Cuando le tocó el turno, entró al despacho del juez de menores que la trató de manera insolente ejerciendo violencia psicológica. Se sorprendió. Le vio cara conocida y pensó de dónde lo conocía. Dejó para más tarde esa indagación e irguiéndose por sobre el mal rato que estaba pasando se ocupó de explicarle con claridad su situación y la de sus hijos. Percibió una indecorosa actitud y hasta cierto encono que corroboró cuando en un momento la amenazó con quitarle la tenencia de sus hijos. No existía ninguna razón para hacerlo. Algo le advirtió sobre su vida amorosa, aludiendo a su indecencia, cuestión que ella no comprendió. Aunque estaba segura de que su pedido era justo, salió desorientada, afligida y, sobre todo, intimidada por ese hombre.

La audiencia resultó inútil. El juez amparó al exesposo y le otorgó el beneficio de la reducción de la cuota. Injusticia. Bajeza. Humillación. Se sintió muy estafada. Su abogado la consoló como pudo.

Mientras salía del Palacio de Justicia con lágrimas en los ojos recordó repentinamente de dónde conocía al juez actuante. Era muy amigo del abogado de su exmarido. Lo había visto en varios beneficios y cócteles a los que había concurrido con él. Eran otros ámbitos, superfluos y acomodados. Por eso no lo había conocido. Rememoró que se trataba de un hombre fino y atento. Un señor, un padre de familia. Había caído en la emboscada. No había advertido que su exmarido conocía al juez. Tampoco previó semejante acuerdo tramposo.

Reflexionó dos minutos mientras caminaba por Talcahuano. Pegó media vuelta e ingresó nuevamente a Tribunales. Subió corriendo entre esas columnas y estatuas lúgubres que no olvidaría jamás. Ingresó a la oficina del juez cuando él salía. Lo llamó por nombre y apellido, le dijo todo lo que pensaba, cómo la habían engañado, lo injusto de su decisión. Además, le advirtió que realizaría una demanda por violencia de género y se dio el gusto de insultarlo. El hombre quedó alelado y no atinó a nada mientras ella se iba con una leve sonrisa en su cara.


   © Diana Durán, 28 de noviembre de 2022

 

QUIERO TODO

 


QUIERO TODO

Josefina estaba obsesionada por comprar y comprar. Le gustaba especialmente decorar el departamento donde residía con su esposo e hijo. Su última adquisición había sido un conjunto de tres elefantitos de madera de sándalo que completarían el estante donde se situaba la emperatriz de marfil entre dos estatuillas de piedra dura, un buda y un dragón. La disposición era estética, armoniosa y equilibrada. Josefina decía poseer algún antepasado coleccionista ya que, a diferencia de ella, su mamá había sido sumamente sobria, tal es así que en el living materno solo se destacaban un antiguo reloj de madera y dos piezas de cristal de Bacará, una bermellón y otra azul que con el tiempo formaron parte del acervo de su hija. En cambio, Josefina seguía acomodando objetos en la vitrina de marco dorado a la hoja, tallado y repujado con un espejo en la parte trasera y laterales de terciopelo bordó. Siempre había querido tener una así y finalmente la consiguió en el remate que hizo una amiga al mudarse a un departamento más chico. Fue una bicoca el precio, pensó Josefina, pero le pidió a la amiga pagarlo en dos o tres meses, que finalmente se convirtieron en seis.

Cuando era una niña Josefina iba con sus padres a la residencia de la tía Eugenia donde se detenía maravillada frente a dos esculturas chinas colocadas sobre pedestales de mármol de Carrara en la entrada pasando la puerta cancel. Luego se quedaba extasiada frente a un cristalero de pie donde lucían los juegos de comedor de porcelana en miniatura; docenas de copas de cristal de múltiples colores; estatuillas de pájaros, leones, tortugas y demás animalejos en cuarzo blanco, pasta blanda y hueso; entre otros múltiples adornos. Las paredes estaban totalmente cubiertas de platos ingleses de cacería y franceses de doncellas y flores. En el gran comedor separado del living había una mesa de roble tallada para veinte personas y en la pared, un estante de madera que rodeaba todo el ambiente situado a gran altura repleto de jarrones de porcelana. Josefina los miraba con admiración mientras transcurría el almuerzo dominical. Había observado con tanto detalle esa residencia fabulosa que cuando se casó la usó como modelo para decorar la suya. Pero claro, sus tíos eran ricos, situación nada comparable con la suya, esposa de un visitante médico de relativa capacidad económica. Igualmente, ella pensaba que su departamento estaba muy bien engalanado y le gustaba hacer reuniones en las que desplegaba la vajilla y la cristalería que le habían regalado para su casamiento a la que sumaba nuevas adquisiciones de fuentes, posa cubiertos y candelabros, entre otros enseres. Así se sentía feliz.

Usualmente salía con su vecina Sarita a pasear por la calle Cuenca. Siempre encontraban adornos para comprar. La amiga, esposa de un comerciante de muy buen pasar no tenía problemas de dinero. En cambio, Josefina engañaba a su esposo con las compras pues extraía los fondos de las cuentas e impuestos a pagar que él le encargaba. No tenía ningún remordimiento por esas trampas, sino que disfrutaba de sus adquisiciones. Se tiraba en el sofá y miraba en detalle cada objeto nuevo pensando donde ubicarlo o cuál de ellos reemplazar. En varias ocasiones habían quedado cuentas impagas, pero la mujer no cesaba de mentir a su marido en un ajedrez delirante de préstamos y ahorros para poder pagarlos. Pensaba que ella podía hacer lo mismo que Sarita. Tenía la rara cualidad de ubicar sus novedades sin que fueran muy notorias o esconderlas e ir cambiándolas por otras que ya se había cansado de ver a sabiendas de que ni su esposo ni su hijo repararían en sus acciones. Este último, sin embargo, ya le había dicho que su casa parecía un museo, pero ella ni se inmutaba. Continuaba pensando en más tesoros que obtener.

Lo que más anhelaba era una porcelana de Lladró. Había visto una estatuilla de una mujer con un cántaro en la galería Santa Fe. Quedó extasiada, pero era imposible acceder a la compra. Obnubilada había entrado al negocio dejando una seña que nunca recuperó. El sueño de Josefina era ir a Europa y además de visitar París, Londres y Roma, comprar unas piezas de Sevres y Limoge con sello, auténticas, aunque sabía que en Bavaria estaban las mejores, por lo que también quería viajar a Alemania. Hasta soñaba con traerse algún plato alusivo a la reina Isabel del palacio de Windsor.

El anhelo y la acción de adquirir objetos a partir de los ingresos de su esposo no tenían límites. Llegó un momento en que el síndrome de la compra compulsiva abarcó no solo adornos sino también ropa, maquillaje, libros de colección y cualquier otro elemento atractivo para su insaciable ansiedad consumidora.

Todos los objetos se iban acumulando en el departamento y Josefina llegó a padecer de irritabilidad cuando no podía salir de compras y, a su vez, tenía que canjear pagos imprescindibles como la luz, el gas o el teléfono por elementos que se acumulaban en los placares sin ton ni son. Ello implicaba nuevos préstamos y prestamistas.

Cuando conoció la existencia de Mercado Libre, Josefina ya no tuvo límites. Se pasaba horas revisando múltiples publicidades. No paraba de conseguir chucherías a bajo costo sin ni siquiera salir de su casa. Con solo poner el rubro deseado en la lupa de la página, elegía y llenaba el carrito virtual con todo tipo de trastos inservibles que cargaba a las extensiones de las tarjetas que le había proporcionado su esposo hacía unos años.

Josefina alcanzó el máximo desequilibrio cuando ocultó la compra de una mesa para veinte personas como la de la casa de su tía rica. El día en que se la trajeron estaban su esposo y su hijo. Los repartidores no tenían donde disponerla por lo que fue devuelta inmediatamente. Josefina quedó en estado de estupor cuando su marido le canceló todas las tarjetas y se fue de la casa con su hijo dejándola en medio de un mar de porcelanas y adornos inservibles.


© Diana Durán, 7 de noviembre de 2022

 

REFLEXIONES DE UNA MADRE POBRE

 


Calle Bartolomé Mitre, Once. Street View.


Reflexiones de una madre pobre

 

Esta noche no sé qué les voy a dar de comer. Al mediodía se acabó el último paquete de fideos de la bolsa que recibo del movimiento. Estoy desesperada. Ya no puedo pedir más fiado en el almacén. No volví por la vergüenza de no poder pagar lo que debo. Mis padres están peor que yo. Con la mínima los dos, no me pueden ayudar, tapados de deudas. Me pregunto para qué se jubilaron, pero, aunque sea tienen para comer de la huerta y el gallinero. Extraño mis pagos. Mi Corrientes. Mi Empedrado. Mi yvy[1].

Los chicos me miran con ojos tristes porque saben lo que pasa. Esa pena me pide comida. A Romancito le di la teta hasta hace poco. Va a cumplir cuatro. Lo vengo engañando para que tenga algo en la pancita. Pero se da cuenta. Lo mismo pasa con Diego. A veces como cena les doy mate cocido con el pan de sobra que me regalan en la panadería de la vuelta. Hacemos cola para conseguirlo. Mi hijo mayor aguanta más porque tiene ocho, hasta se las arregla solo. Va al bar de la otra cuadra y pide, aunque sea una porción de pizza, a veces lo sacan cagando. No sé cómo pueden ser tan desgraciados. También pasa por el Mac Donald’s de Rivadavia y revisa las sobras, encuentra algunas papas o el resto de una hamburguesa. Lo que tiran. Después le duele la panza, muchas veces sufre por lo que come. Se le hincha el estómago y a mí me lastima como a él, pero es la tristeza que me duele.

En el colegio recibe el almuerzo, de lunes a viernes. El fin de semana es de terror. No me gusta mandarlo al colegio sin las fotocopias del libro y que se atrase porque no tengo plata. A veces tenemos que copiar del cuaderno de otro chico. Debo dos meses de alquiler. Si no consigo un trabajo mejor nos van a echar. Le dije a la asistente que con la asignación que tengo me alcanza para pagar el alquiler de este cuarto de pensión roñosa. Baño y cocina compartidos. Olor rancio. Se escuchan peleas. Mantengo limpio nuestro cuarto, aunque el resto sea un asco y las cucarachas entren por debajo de la puerta. Fue lo único que encontré. No me hallo en este barrio, me pongo triste cuando paso por Cromañón, pobres pibes. Pero está a un paso de la estación de Once cerca de todos lados. A veces voy al merendero de la otra cuadra. Se llama “Luz y Esperanza”, como si la hubiera. Es de la Rama Cartonera del movimiento Evita. Muchos van.

El padre, bien gracias, desaparecido en acción. Pensar que era buen hombre. Trabajador. Lo echaron de la curtiembre y empezó a tomar. Yo me fui con mis hijos de la casita donde vivíamos en Mataderos apenas se puso violento. Ya vi mucha violencia en mis pagos. No me iba a agarrar a mí, me la vi venir y al primer cachetazo me fui con los críos.

No me queda otra que ir a los cortes, aunque no soy piquetera. Ellas sí que se organizan, arman trueques y cocinan en los comedores. Algunas van contentas. A mí no me gusta porque tengo que llevar a Román a cuestas mientras Diego está en el colegio y después lo tengo que ir a buscar. La AUH me sirve solo para el alquiler de este cuarto. No quiero volver con mi marido. Ni sé en qué andará. Aquí por lo menos trabajo por hora. Junto mil, mil quinientos por día. No puedo laburar mucho porque me tengo que ocupar de mis hijos. No quiero que se queden solos porque me da miedo. ¿Y si se los llevan? Ha pasado.

Es domingo. Son las once de la mañana. A pesar del frío y la llovizna, hacemos fila en la puerta del comedor. Hoy hay guiso de lentejas. Al menos van a comer al mediodía. Después se verá.

Pienso en esta vida desgraciada, en morir. A veces imagino dejar a los chicos en algún lugar. Después miro esas caritas y me arrepiento. Me abrazo a ellos de noche y sueño con otra historia.

        Hoy me desperté con una idea. Regresar a donde nací, a la casa de mis padres, a mis pagos. Salir de esta mugre, de la tristeza, de la calle de Cromañón. Que mis hijos conozcan el verde y el cielo. Volver a los esteros claros, a las costas coloridas del río Paraná, a oler el aroma de los pinos y eucaliptos, a trabajar la tierra. No importa lo duro que sea. Se que allá también hay pobreza. Pero es distinto. Tengo que ahorrar para los pasajes. ¿Podré? Ahora tengo un sueño, una esperanza.


Allí va el futuro, emergiendo con muletas del exilio.



[1] Yvy: tierra en guaraní


© Diana Durán, 24 de octubre de 2022

DELIRIOS

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