Torres Catalinas Plaza. Street View
ASCENSO EN LAS TORRES DE LAS CATALINAS
Sus máximos deseos fueron
trabajar en la zona de Catalinas y ejercer una profesión liberal en un gran
complejo de oficinas de empresas multinacionales localizado entre pubs, restobars,
negocios sofisticados y hoteles de lujo. Quería tener la categoría de ejecutiva
y pertenecer a esa clase de mujeres empoderadas que accedían a los edificios
suntuosos y cristalizados de la city porteña. Todos los días se imaginaba a sí
misma en esa situación. Era un ilusorio escudo contra el desánimo cotidiano.
En realidad, Marisa partía a
la mañana desde su barriada popular hacia el lugar de sus quehaceres. Vivía en
Parque Patricios, en el sur de la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en
el “Barrio Alvear”. Allí alquilaban un humilde departamento de dos ambientes,
en el interior de los monoblocks. Era lo máximo que había logrado junto a su
madre cuando pudieron salir del asentamiento “San Pablo”, cerca de la autopista
Perito Moreno y junto a otras villas aledañas. Lo habían conseguido gracias al
denodado trabajo de su mamá que fregaba todos los días en oficinas del centro
de la ciudad. Marisa había conocido “Las Catalinas” mientras estudiaba en el
CENS[1], a
través de los relatos incesantes de su madre. A raíz de esos cuentos había
llegado a la conclusión de que trabajar en “la city”[2] sería su
máxima aspiración pues lograría ascender en la escala social. Además, por la
lejanía a su domicilio, nadie podría imaginar su modesta procedencia.
Cuando terminó el secundario
Marisa logró, a fuerza de estudiar informática básica y, luego de varios
intentos frustrados, trabajar en una cooperativa de crédito localizada en un
edificio discreto de la avenida Alem, cercano a las torres que veneraba. Ella
no tenía dinero ni tiempo para ir a la universidad, pero sí amplias pretensiones.
La mamá le había hecho unos trajecitos de distintos colores cortados igual, de
telas compradas en el Once, completados con camisas baratas de poplín que no denotaban
su austeridad debajo del saco sastre. De esa manera, por fuera, se sentía más
cerca de sus ínfulas vitales.
Algunas veces, antes de
tomar el colectivo para volver a su casa, la muchacha cruzaba la avenida Alem y
disfrutaba de una caminata entre los edificios gigantescos. También se paseaba
por las cercanías del hotel Sheraton. Había mirado desde afuera los veinte
pisos del primer cinco estrellas del país y curioseado en Internet las
habitaciones lujosas. Un día se animó. Ingresó por la entrada dorada, recorrió
con elegancia el lobby y disfrutó al apreciar las galerías. Hasta llegó a subir
a la confitería del piso más alto y admirar la ciudad desde sus ventanales: la Plaza San Martín y la Estación Retiro hacia
un lado y el viejo Puerto Madero hacia el otro. Se sintió en las nubes,
literalmente. También solía sentarse en un banco de la plazoleta del subte, entre las monumentales
edificaciones donde comía un somero sándwich pensando en el futuro prometedor
que le depararía ingresar a algún empleo mejor.
Marisa transcurría su vida
simulando un estatus que no le era propio, pero que la hacía sentir bien, como
si fuera alguna de las abogadas, contadoras o ingenieras que trabajaban en los codiciados
palacios oficinescos. Cuando juntaba un poco de plata, en vez de ir a un cine o
a pasear, la joven almorzaba en las Galerías Pacífico para codearse con las
muchachas que deambulaban por allí con sus paquetes de compras de artículos
importados. Ella no podía hacerlo, pero soñaba con lograrlo.
Un día el jefe le avisó a
Marisa que al día siguiente debería llevar una propuesta bancaria a un joven
senior con oficinas en las Torres Catalinas Plaza. La noche anterior casi no
pudo dormir. Leyó que el edificio había sido diseñado por el
Estudio Peralta Ramos, tenía ciento quince metros de altura y alojaba a
empresas como Google. ¡Google!, nada menos. Era su sueño. La joven se vistió con su mejor traje azul, lo adornó
con un pañuelo simil seda y un make up natural. Estaba entusiasmada.
Imaginó que la rescatarían de su vida mediocre y la emplearían en alguna firma de
ese edificio. A la hora indicada cruzó la avenida Madero e ingresó a la torre.
Marisa esperó con orgullo el
ascensor mezclándose entre los empleados y ejecutivos. Vio pasar a varios a la
espera de su gran oportunidad. Por fin decidió tomar uno de los tantos elevadores.
Le latía con fuerza el corazón. Iba a disfrutar el ascenso de veinte de los
veintinueve pisos de la torre y quién sabe alcanzaría alguna oportunidad ignota.
Iba soñando por el piso noveno
cuando el ascensor paró bruscamente y todo se oscureció. La mayoría de las personas
que iban apretadas en el habitáculo se mantuvieron tranquilas porque ya habían
pasado alguna vez por esas circunstancias durante algún apagón urbano. Sin
embargo, pasaban los minutos y empezaron a murmurar sobre lo ocurrido.
Marisa gritó desesperada cuando se produjo la súbita caída de la cabina y sobrevino un ruido
infernal al sobrepasar la velocidad del ascensor cuyas guías eran mordidas por
rodillos rugientes. Hasta que se produjo la violenta detención.
Al cabo de una hora, en la
más completa oscuridad, desaliñada, sin pañuelo y con la camisa transpirada, la
joven logró salir del elevador junto a los demás cautivos. Fueron guiados por
los bomberos que habían acudido a socorrerlos. Un verdadero aquelarre de gente
comentaba lo sucedido; algunos lastimados, otros solo afligidos por el encierro
o enojados por la demora en sus labores.
Marisa volvió caminando a su
banco, abatida y frustrada, sin haber llegado al destino aspirado. La realidad
la había sacudido como el despertar de una pesadilla. A partir de ese momento
decidió que abandonaría los vanos sueños y estudiaría con dedicación para progresar
a través de sus propias capacidades y no por la fortuita circunstancia de la
subida en un ascensor.
© Diana Durán, 19 de agosto de 2024
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