DISTANCIA EN EL ENCUENTRO
La distancia era un obstáculo insalvable para el amor, aún
en tiempos de virtualidad. Demasiada travesía para el encuentro, kilométrica, tan vasta… Línea meridiana que
unía Monte Hermoso, la ciudad de él, con Recoleta, el barrio capitalino de ella.
Luciano era habitante de la pequeña villa turística, acostumbrado
al mar, a la pesca, a andar en bicicleta por caminos rurales, a la tranquilidad.
Había nacido entre los olivares de Coronel Dorrego y muy joven se había
trasladado a Monte. Veinticinco años en el mismo trabajo. Rutinario como era, le
gustaba estar tranquilo en su casa, leer un buen libro o ver una película
clásica. Cuando llegaba la época veraniega se ocultaba y salía sólo para hacer
compras o caminar en zonas alejadas de las muchedumbres turísticas. Tenía
cincuenta años. Se había divorciado hacía cinco y no había vuelto a tener
pareja. Sus dos hijos varones residían afuera del país. Se sentía tranquilo,
aunque una buena mujer, pensaba, sería agradable compañía y ayuda doméstica. Sobre
todo, esto último. La concebía como una aliada en el hogar. La candidata debía
reunir muchas condiciones, pero por sobre todo ser perfecta ama de casa.
Ema vivía en la gran ciudad, porteña a rabiar. Le gustaba
el ruido, las luces, el centro, los negocios, los cafés, encontrarse con
amigos, salir al cine y al teatro. Para mantenerse tenía que trabajar mucho en
la empresa donde se desempeñaba, pero no le importaba. Apuntaba a pasarla bien
sin ataduras. Había preferido la soltería con el fin de tener una vida libre e
independiente. Con treinta y nueve años no buscaba una pareja estable. Tampoco
tener hijos que limitaran sus deseos de viajar y disfrutar. Como otras mujeres,
había congelado óvulos por si decidía ser madre. Rara avis entre sus
amigas cuarentonas todavía casamenteras. No se imaginaba limitada por un hombre
celoso o dependiente. Vivía más afuera que adentro de su departamento que, sin
embargo, mantenía como un espacio cálido y funcional.
Los años 2001 y 2002 fueron caóticos para el país:
inflación, cacerolazos, saqueos, violencia en las calles, ollas populares, trueque,
aumento de la pobreza, estallido social y represión. A pesar de la situación
extrema, la gente continuaba encontrándose. Ema y Luciano lo habían hecho vía
virtual. Sin demasiadas esperanzas. Solo para probar.
A él le atrajo su fotografía y descripción en la
página de encuentros. Era una morocha interesante y atractiva. Sabía ocultar
sus rasgos mundanos y mostraba una belleza peculiar, exótica, misteriosa. Él la
contactó e iniciaron charlas extensas y seductoras vía chat. Cada uno ocultaba
lo que podía desagradar al otro. Ambos sabían conquistar. Los diálogos fueron
cada vez más asiduos hasta que él llegó a la inesperada conclusión de que
quería conocerla personalmente. Ella aceptó ocultando su interés. Luciano tomó
un vuelo a Buenos Aires y se encontraron en un café-librería de la Recoleta. Un
entorno agradable, una burbuja en la ciudad acaparada por motoqueros, gente
desesperada por recuperar sus ahorros, manteros vendedores de chucherías. Los
bancos estaban cerrados, los ahorristas golpeaban las puertas. La violencia flotando
en el aire. No era un buen momento. Sin embargo, ellos congeniaron. Tal vez por
ser distintos. A pesar de las profundas diferencias, una tan mundana y algo
frívola; el otro, tan sereno y hogareño. La atracción física fue instantánea
como había sido en el mundo virtual. Se contaron sus vidas matizadas con mentiras
piadosas, se engañaron mutuamente a sabiendas de que, en caso contrario, la
relación no avanzaría. Humanas contradicciones.
Él regresó a Monte Hermoso muy atraído por Ema que
lo había seducido, pero odiando Buenos Aires que mostraba la cara más nítida del
contexto dramático argentino. Ella, a pesar de su habitual resistencia a una
relación durable, comenzó a extrañarlo de manera poco común. Difícil
convergencia la de ambos. Tan distintos e iguales.
Durante su regreso a Buenos Aires para verla, dos
meses después, a Luciano lo seguía sorprendiendo su capacidad de haber conquistado
a esa mujer porteña, peculiar para él. Especulaba que no era tan potente su
enamoramiento como el de ella. Le había gustado, sí, pero tenía grandes reparos
sobre su forma de ser. Detrás del encanto e incluso de la pasión, se había
filtrado el arquetipo de la mujer citadina. Su intensidad en el hablar, su
interés por lo mundano, su costumbre de andar de lugar en lugar con la excusa
de mostrarle la ciudad. A pesar de todo habían disfrutado juntos la Boca, el
Teatro Colón, el puerto de Frutos del Tigre, el catamarán por el río Luján, cine
y pizzería en la calle Corrientes, café y espectáculo en el Tortoni. Pocos
escenarios callejeros sin visitar.
La tercera vez que se
encontraron fue en Monte Hermoso durante las vacaciones de invierno. Cómo se
amaron. Caminaron abrazados contra el viento helado de la playa y admiraron el verde
espejo de la laguna Sauce Grande. Un balneario amigable y el paisaje marino los
acarició. Ella se sintió a gusto en su casa, cocinó para él, leyeron fragmentos
de libros que elegía de su gran biblioteca, vieron cine clásico, hicieron largas
caminatas de la mano por el parque soleado. En el hogar de Luciano intimaron
mucho más que en Buenos Aires. Ella se sintió como nunca al lado de ese hombre.
Lloró al despedirlo, en cada parada del micro lo
llamaba. No quería volver a Buenos Aires. Él la consolaba cariñosamente, como
un caballero, aunque no sabía a qué atenerse con ella. Tenía reparos sobre su
verdadera identidad. De vuelta a
su casa Ema parecía transformada. ¿Se había enamorado?
Siguieron escribiéndose y hablando por teléfono. Pasaron
los últimos cuatro meses del año hasta que pudieron reencontrarse en un punto
intermedio, Mar del Plata. Él debía volver enseguida a trabajar, ella también. Poco
tiempo. Parecía que el puñado de historia en común no bastaba. Ella quería
escuchar de nuevo su voz tan deseada, ver su mirada cálida y vespertina, yacer
en sus brazos. Quería unirlo a su vida, pero le resultaba arduo reinventarse
como él deseaba. Se había dado cuenta palmariamente cuál era su modelo de mujer
y a contramano de la historia intentó contrariar el destino. No pudo. Él le
manifestó los profundos reparos hacia sus costumbres tan intensas, tan urbanas.
Ella le ratificó su independencia. Mar del Plata selló la última cita. Desde
allí volvieron a sus distantes rutinas.
Ríos de amor, historias breves, obstinados
encuentros. Tortuosos cursos de amores inolvidables, inevitables pérdidas. Quebradas
nacientes, miradas cercanas, promesas de espera. Cascadas rebeldes los destinos
disgregados en dos. ¿Hacia dónde los llevaron? Desembocaduras tristes.