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INTERMINABLE ESPERA

 


 Ivanastar. iStock

Interminable espera

Dedicado a Amelie

La galería de la casa que habito tiene un cantero lleno de flores contra la vieja medianera. Margaritas, rosas y lilas forman una mata tupida por la que me deslizo sin quebrarlas ni sacarles un solo pétalo. Me puedo trasladar lento y tranquilo entre los pasillos y subir a las ventanas. Nadie me vence en sigilo y precaución.

Hoy la espero en el marco azul hasta que regrese. Es un asiento muy cómodo porque me permite mantener calmo sin estar saltando a cada rato para ver el jardín. Aquí me instalé desde la mañana muy temprano. Debo tener paciencia hasta que vuelva. Cuando se va yo me quedo en la casa y no hay más remedio que aguardar. Me distraigo mirando a través de los vidrios porque no puedo salir. Está prohibido.

No sé cuándo va a regresar. Hoy se fue temprano. Desayunó y partió. Me quedé solo. Tomé agua fresca y comí galletitas. Di vueltas por toda la casa. Una y otra vez rondé por las habitaciones, en especial las que tiene cosas que me gustan, mullidos almohadones y peluches de lana. Cuando me cansé decidí quedarme en la ventana y mirar hacia el exterior. Así pude ver la alameda que como un pasillo se alinea hasta el portón de entrada. Seguro que hoy habrá fiesta en el jardín. Lo sé porque algunos amigos me lo comentaron. Me invitaron, pero no creo que pueda ir. Todo depende de la hora a la que ella vuelva. Afuera se están poniendo de acuerdo para encontrarse al atardecer, durante la hora en que los pájaros vuelan a sus nidos, las liebres se cobijan en sus madrigueras; y los cuises, los cuises no sé a dónde van porque siempre andan corriendo.

Desde la ventana no veo bien el portón de entrada. Estaré como a veinte metros como mucho, pero no lo alcanzo a distinguir, menos en la puesta del sol que me da en los ojos.

Pasan horas, no sé cuántas, y no llega. Empiezo a ponerme nervioso. Agua tengo, la comida se acabó. Vuelvo a la ventana, subo y bajo de ella muchas veces. ¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí sentado? Me da miedo de que no regrese. Siempre temo al abandono cuando no está. Intento dormir en su cama. Pasa un rato y me despierto. Escucho ruidos por todas partes. Si hasta me da ganas de romper algo, pero me contengo.

Son las ocho de la noche. Oigo un ruido de motor. ¡Es el auto de la familia! Ya llegan. Allí vienen por la senda del jardín. Escucho el ruido de la puerta.

¡Max, mi querido michi!, me grita Amelie apretándome fuerte con sus bracitos, y corre a ponerme comida en el comedero. ¿Cómo estás? ¿Me extrañaste? ¡Sí, porque te vi en la ventana espiando! Hoy tardamos un poco porque fuimos de compras. No me olvidé de vos. Mirá qué rico lo que te traje.

 La niña me da un palito de salmón. Me relamo. Ronroneo feliz. Después me miman su papá y su mamá, pero yo la quiero a ella, porque es mi dueña.

© Diana Durán, 23 de marzo de 2024



Gato en la ventana. Acrílico de Diana Durán

ETERNAS ESCRIBIENTES GOYANAS

 


La casona de Goya, hoy. Street View

Eternas escribientes goyanas

 

Goya fue el lugar donde compartieron su amistad durante muchos años. La “petit París” de Corrientes, al borde del Paraná, con sus amplias plazas, paseos costeros y arquitectura colonial. Aunque la ciudad fue azotada por inundaciones que la devastaron en muchas ocasiones.

Mi abuela materna, Francisca, me contó sobre Ema, su gran amiga. Fue su compañera desde la época de la escuela primaria, además de vecina. Compartieron una existencia sencilla. Ellas tomaban mate en la galería de la casona de la abuela que daba al patio interior. El olor a tabaco que provenía de los galpones se mezclaba con el aroma del limonero cargado de frutos. El viejo aljibe dotaba de un ambiente fresco a las charlas. Ni las zanjas en días de lluvia ni el calor agobiante en los veranos impedían el encuentro de las amigas entrañables.

Francisca iba también a la casa de Ema a matear. Allí conversaban sobre temas personales y sociales. Las novedades más sugestivas eran si algún conocido se había casado, su fiesta e invitados; los detalles de noviazgos recientes y, especialmente, los nacimientos sobre los que importaban nombres, sexos y pesos. Rodeadas de pilas de diarios que acumulaba Ema en un ambiente profuso, cargado de muebles y adornos, las amigas se animaban con el correr de la tarde a comentar habladurías de parejas rotas y llegaban al extremo de saber sobre traiciones matrimoniales. Francisca era capaz de sortear zanjas en los días de lluvia para llegar a lo de Ema que le devolvía la visita sin importarle ni el calor ni los mosquitos de esas tierras tropicales.

Muchos años después conocí ese lugar e incluso mi abuela me llevó a visitar a Ema que era una señora muy mayor por esos tiempos. Sin embargo, fue conmigo muy amorosa y me mostró su notable archivo de diarios locales y nacionales.

Las amigas disfrutaron durante años de esos encuentros hasta que llegó el día en que cada una debió seguir su camino. En realidad, fue Francisca quien partió con sus hermanos luego de la muerte de su padre a residir en Buenos Aires. Ema, en cambio, se quedó en Goya en la rutina somnoliente de la apacible ciudad mesopotámica.

La abuela inició en la gran ciudad una vida de soltera en edad de casarse según los cánones de la época. Tenía cerca treinta años cuando tuvo que adaptarse a la gran ciudad, aunque sus costumbres se mantuvieron en la casona de Zapata de su hermano Hernando. Era una mujer tranquila que pasaba las tardes tocando el piano de cola y cantando con suave voz. También concurría a reuniones y fiestas acompañada por sus hermanos. Ellos querían que se casara lo antes posible.

Francisca extrañaba la vida pueblerina y las conversaciones cotidianas con su amiga. Entonces comenzó el intercambio epistolar entre ambas. Lo hicieron durante años. Ema fue la primera en saber del romance cuando Francisca conoció al hombre que amó durante toda su vida. Ema siguió el noviazgo como si fuera una novela, emocionada con los románticos paseos por el Rosedal y la distinguida elegancia del joven griego que cortejaba a su amiga como si fuera una princesa.

Después de casada, la abuela siguió escribiendo extensas cartas a Ema con la letra prolija y cuidada que le habían enseñado en el colegio. De esa manera se narraron sus cuitas, la crianza de los dos hijos que tuvo Francisca, las vicisitudes económicas y políticas del país, las novedades de vecinos y conocidos. Todo lo imaginable. Ema respondía con igual esmero en finos papeles y sobres satinados con una preciosa letra inglesa sobre los nacimientos, casamientos y decesos que se producían en Goya. Ambas sabían todo de la vida de la otra. Ema era la solterona perpetua entre sus diarios y muebles oscuros.

Francisca escribía sus memorias en largos escritos como una metódica y permanente rutina que la acercaba a su ciudad natal. Nada ocultaba. Ambas se vieron durante años en los veranos hasta que los hermanos de mi abuela decidieron vender la casa de Goya y ya no hubo encuentros, pero continuó el persistente intercambio epistolar. Yo fui testigo de esas escrituras porque veía a la abuela hacerlo en un pequeño escritorio de su casa de Belgrano. Era su ligazón con el terruño donde había nacido.

Mi querida abuela fue la única persona que me llamó cariñosamente Dianina. Elaboraba las comidas más sencillas pero deliciosas del mundo y cosía muñecas de trapo hechas con medias y botones. Con ella jugué a las visitas, a la vendedora de bazar con frascos vacíos y a otros pasatiempos únicos y creativos. Sin embargo, lo más importante es que fue la primera escritora que admiré.

Cuando la abuela falleció a los noventa años acompañé a mi mamá a desarmar el departamento donde vivió. Guardamos la vajilla tan querida y regalamos su ropa. En una cómoda encontré una caja de zapatos forrada y atada con cinta de raso celeste donde guardó los borradores de esas cartas maravillosas que escribió durante tanto tiempo y las respuestas de Ema. El papel amarillento demostraba el paso del tiempo, pero el contenido que suelo releer periódicamente es una síntesis acabada sobre el valor de la amistad y el perpetuo significado de lo cotidiano.   

 

© Diana Durán, 20 de noviembre de 2023

 

ORDEN Y DESORDEN. TERRITORIOS INTERIORES

 


Fuente del mosaico fotográfico: culmia.com y recreo.monoblock.tv Michael J. Lee 


Orden y desorden. Territorios interiores.

 

Ema era ordenada, metódica y hasta obsesiva en su trabajo. Su estudio contable se destacaba por la extrema prolijidad. No requería auxiliar porque reinaba una perfecta organización. Lápices, marcadores, cinta adhesiva, clips, abrochadora colocados con precisión en un amplio escritorio de madera lustrada. La computadora con todos los programas actualizados, resmas de papel de distintos tamaños y tintas de más para que no se produjeran tardanzas en sus tareas laborales. Atendía a los clientes con gran eficiencia y por ello le iba muy bien en la profesión.

 

Había aprendido de una bibliotecaria del colegio a catalogar y aplicaba el método con rigurosidad meridiana. Los libros se disponían de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo en cada estante, con un código según materia y autor indicado en el lomo, y clasificados por colores en un arco iris de obras profesionales, literarias y de consulta general. 

 

En cambio, lo cotidiano, lo hogareño la fastidiaba. No podía con las cosas más simples de la vida. Su casa, excepto el escritorio, era un modelo de extremo desorden. La cocina revuelta, el dormitorio que compartía con Matías, su esposo, atiborrado de ropa en el suelo mezclada con papeles y hasta con algún envase vacío de yogurt, sumado a varias copas abandonadas en la cómoda y las mesitas de luz.

 

Una vez que entraba a su morada desde el trabajo, Ema olvidaba dónde había dejado el celular, la cartera o la campera. Entonces empezaba a divagar de la sala al comedor, como la naranja de María Elena Walsh. Hasta que Matías con paciencia infinita encontraba los objetos perdidos. Exceptuado el escritorio, la casa era una verdadera hecatombe. Durante largo tiempo él se la pasaba buscando efectos cotidianos e incluso sus propias cosas, hasta las más básicas. Si no aparecían su máquina de afeitar, sus pantuflas o su peine era porque ella los había usado y dejado en algún insólito lugar. Quienes lo conocían no podían comprender cómo ese hombre se había casado con una mujer tan disparatada. La razón era el infinito amor que le profesaba y, también, la diversión que le producían sus despistes. Adoraba la alegría de Ema y le causaban regocijo sus rarezas.

 

Matías optó por contratar a una joven, verdadera santa, una cenicienta que arreglaba todo lo que la señora tiraba por los más recónditos lugares. María iba recogiendo la ropa, los zapatos, las cremas por toda la casa y de tanto hacerlo se acostumbró al peculiar trabajo. A veces tampoco lograba ordenar el lío reinante exceptuado, por supuesto, el escritorio que se mantenía en perfecta disposición. María no entendía cómo el señor podía aguantar a su mujer, pero había comprendido que la debía querer mucho, aunque no sabía qué más hacer para poner en cauce tanto desbarajuste.

 

Una tarde Ema empezó a delirar. Decía que se le perdían los objetos porque alguien se los ocultaba. Había cambiado, desvariaba y se confundía de tal forma que veía el mundo de manera equívoca e incluso recordaba hechos que nunca habían sucedido y los daba por ciertos. Su conciencia estaba alterada.

 

Matías, muy alarmado, decidió llevar a su esposa a un neurólogo con la excusa de que lo acompañara para consultar sobre sus propios dolores de cabeza pues no quería que ella se negara. El médico, advertido antes por el esposo, les recomendó a ambos realizarse estudios de rutina.

 

El diagnóstico de ella fue sombrío, le habían encontrado un tumor cerebral que requería inmediata operación. Matías acompañó a su mujer en todo momento. Cuando se restableció de la cirugía le aconsejaron seguir rutinas, cambiar de dieta, descansar más, organizarse a través de distintas indicaciones específicas en la vida cotidiana. Ema respondió tan bien a los consejos que no solo se mejoró de sus síntomas extremos, sino que comenzó a modificar sus conductas. Su esposo estaba azorado y cada día la veía mejor. Ella regularizó todas las obligaciones vitales, tanto que ya no necesitaron los servicios de María quien se fue muy triste porque se había encariñado mucho con la pareja.

 

A la semana de pasada la operación, Ema y Matías cumplieron una visita de control al neurocirujano quien le indicó a la mujer estudios para decidir tratamientos muy cruentos que ella todavía desconocía. El patólogo ya había arriesgado que era maligno. Faltaba el resultado final de lo extraído. Fue sorprendente. El tumor había sido benigno y no reportaba ningún peligro futuro. Nadie comprendió cómo se había producido el error.

 

Lo cierto es que al tiempo Matías dejó de adorar a su ahora cuidadosa y metódica esposa. Extrañaba profundamente el regocijo que le provocaba su alboroto anterior. La vida diaria se había transformado en un devenir lineal y aburrido. Ema acomodaba todo con tenaz obsesión. Su comportamiento sobrevino riguroso y se transformó en prolijo y hasta tedioso. La alegría del hogar se desvaneció.

 

Finalmente, un día, hastiado decidió dejarla.

 

© Diana Durán, 9 de octubre de 2023

EXTRAÑAS FOTOGRAFÍAS

 


El desván de la abuela. @mariaceleste74


EXTRAÑAS FOTOGRAFÍAS

 

    Alicia ordenaba el desván de la casa de la abuela. Quería desocupar de los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando dibujo artístico y diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Tita quien refunfuñando le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que tiraba. Alicia tenía dieciocho años y había iniciado la carrera de bellas artes con el ímpetu que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas agujereadas, valijas de cueros, hasta un huso de hilar y un maniquí apolillado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía dispuesta a que el lugar quedara flamante cuando vio el viejo ropero que la abuela había cambiado por un placar. Pensó que podía ser muy útil restaurarlo para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.

    En lo más alto de uno de los estantes divisó detrás de unas cajas redondas de sombreros y pelucas un paquete forrado en papel floreado que no reconoció. Intentó bajarlo subida a una banqueta, pero no pudo. Trajo una escalera y de puntillas consiguió apenas acercarlo al borde del estante hasta que el paquete se vino abajo, se abrió y se desparramaron fotografías en sepia, blanco y negro y colores. Las imágenes cayeron en un ordenado caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier dispuestas de las más antiguas a las más nuevas. Alicia pensó que se trataba de un hecho ilógico por lo caprichoso de la caída. Se sentó en el suelo para observar la rara disposición de las fotos. Entonces reconoció que la primera de la izquierda era un daguerrotipo descolorido de la bisabuela griega, Delfina. Vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Al lado de esa foto había otras de personas desconocidas para Alicia, hasta que apareció una en sepia del abuelo Desiderio en la cubierta de un barco apoyado sobre la baranda mirando el océano. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro así lo revelaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres inéditas para Alicia. Ella sabía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero éstas sueltas parecían sobrantes. Pensó que eran del cortejo de sus padres, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del desván para centrarse en ellas. Distinguió a sus hermanos y primos en cumpleaños que no recordaba. Había una foto de un montón de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda en el cabello y un vestido de plumetí. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños a las que nunca había ido según sus nebulosos recuerdos? ¿Tan pocas remembranzas de su infancia? Seguían en orden fotos de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados de su adolescencia que nunca había visto. Asaltos en los que no imaginaba haber participado. Lugares exóticos que desconocía, tropicales, lejanos, irreconocibles. Otras de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres estilo Jacky Kennedy y Twiggi. ¿Quiénes serían?, ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecían desfiles de ropa de los años sesenta. Costas con riscos acantilados amenazantes, jardines de lavanda y romero que parecían salirse de los cuadros. No recordaba ninguno de esos paisajes. Todo era muy misterioso, exceptuando las imágenes de su familia.

    Alicia decidió preguntarle a la abuela Tita sobre tan extraña exhibición. No quería dejar el despliegue de imágenes y apurada tomó una foto al conjunto con el celular, pero su curiosidad era mayor. Bajó a los tumbos a ver a la abuela y le contó qué había encontrado y si podía explicarle quiénes eran. La abuela sentada en un sillón palideció. No Alicita, no te puedo contar, fue la escueta respuesta. A pesar de la insistencia de la nieta, la abuela se mantuvo firme en su negativa. Pero abue, qué pasa, por qué, alcanzó a murmurar mientas la abuela se incorporaba. Tengo que cocinar, no me agobies querida. Alicia quedó asombrada y volvió a subir al desván. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

    En el altillo solo estaban en su lugar los trastos que había descartado. Las fotos habían perdido su orden de caída original y se habían acomodado como por arte de magia en el maletín de flores de colores. Desorden convertido en orden. Se asustó mucho, pero prefirió no volver a tocarlo. Alicia decidió borrar de su mente los extraños hechos y continuar con la feliz tarea de armar su atelier.

    A la noche, cansada pero contenta de haber avanzado con su proyecto pensó en lo sucedido y buscó en su celular. La fotografía de las fotografías mostraba las imágenes desordenadas de rostros desconocidos en ilusorios festejos fantasmales sepias, blancos y negros y de colores cálidos y fríos. La borró inmediatamente.


 © Diana Durán, 13 de junio de 2022

 

 

 

INFANCIA COMPARTIDA

 




INFANCIA COMPARTIDA

    Anoche soñé con vos, Santiago, y surgieron muchos recuerdos de la infancia compartida.

    Caminamos las dos cuadras desde nuestra casa hasta la plaza de Devoto, tomados de la mano o corriendo a distintos ritmos. Como si fuera una hazaña nos balanceamos parados en las hamacas; en la calesita competimos por la sortija con caballos andantes y leones rígidos; nos deslizamos como flechas por el tobogán y quedamos cristalizados para siempre en el sube y baja de un solo lado, en aquella fotografía sepia, abrazados uno contra el otro como koalas.

    Íbamos a la escuela solos, con ocho añitos yo y siete vos, desde la estación de tren Villa Urquiza, para luego combinar en Federico Lacroze con el troley hasta llegar al centro de la ciudad, qué proeza. A la vuelta, casi todos los días, nos divertíamos en la vereda, la cortada y la terraza. Desde la mancha, la escondida y la farolera hasta el fútbol de los varones, en el que sólo me aceptaban por ser tu hermana. Inventábamos todo tipo de aventuras en las escaleras del departamento de Nazca o desde balcón a balcón; nos escondíamos en la cortada de la otra cuadra para que nadie supiera dónde estábamos. En la terraza, nos reuníamos con los chicos del edificio, con Marcelito, Horacio, Emilio y Patricia, para hacer kermeses sencillas pero muy bien organizadas. Nos reíamos viendo a los vecinos mojarse al intentar morder y extraer una manzana que flotaba en el tacho de chapa con agua; voltear los muñecos de madera con pelotas fabricadas con medias; tirar al blanco con flechas caprichosas a los cartones dibujados con crayones y demás juegos caseros parecidos. Después, con las monedas que recaudaba la “banda de Nazca” comprábamos chocolatines como premio para las futuras kermeses, o alguna pelota de goma que reemplazara a las perdidas en las alcantarillas o pinchadas de tanto jugar y jugar.

    Te veo tan único y divertido, tan pícaro. Tus pecas salpicando el rostro redondo con hoyuelos en los cachetes siempre sonrosados; la pancita sobresaliente, a pesar de tu inquietud constante; las rodillas eternamente sucias de tanto correr, saltar, caerte y volver a empezar; tus bellos ojos color caramelo de mirada cómplice pensando en la próxima travesura.

    Eras la fuente permanente de risas para todos. Metiste la cabeza en los barrotes de la cama y desesperaste a toda la familia hasta que pudieron serrucharlos para salvarte. Era un clásico perderte y volverte a encontrar en cuanto lugar visitáramos. En San Clemente del Tuyú cuando te escapaste el mismo día en que llegamos y como a las tres horas, unos vecinos te trajeron al rojo vivo por el sol de la caminata. Les habías dicho “estoy en una casa donde vive un gato”. Ignoré la manera en que los pudiste guiar, pero esa explicación tan curiosa como poco precisa, era digna de tu originalidad.

Surgen las anécdotas de los animalitos y vos. El pato de la casa de los Sarmiento, al que te acercaste apenas llegamos al cumpleaños de la dueña de casa. Lo agarraste del cuello y lo hiciste girar como una matraca. Pobre animal, quisimos salvarlo, pero yacía ajusticiado en el piso del patio, para conmoción de los invitados, risas de los varones y espanto de las nenas. Sonrío al pensar en los perros, gatos y pajaritos que fueron el blanco de tus salvajadas. Por eso nuestros padres nunca te compraron una mascota, cuestión que quedó grabada en tu mente como un desafío futuro y provocó que de grande tuvieras tus entrañables perros y gatos; calafates, urracas y hasta un mirlo azul.

    Vuelvo a nuestros juegos. Recuerdo que hasta con una puerta nos divertíamos. Me causaba mucha risa el “juego del marciano” que era la puerta de entrada al departamento con muchos herrajes. No nos teníamos que chocar con ella, sí dar un paso y luego otro paso, según se apretara cualquiera de las cerraduras, candados y mirillas hasta estrellarnos fingidamente, una y otra vez, contra la puerta. Y en lo de los abuelos, se repetían otras historias: la de los hermanos pobres que guardaban detrás de los cuadros del dormitorio más grande los billetes ganados para comprar comida, vos trabajando de peón y yo planchando; la de la casita fabricada alrededor de una destartalada cocina, donde bullía imaginariamente una sopa de verduras elaborada con hojas del árbol de la terraza; y el juego de las visitas con la abuela como personaje principal que daba la palabra: a vos, el sacerdote vestido con el largo sobretodo negro del abuelo John; y a mí, la dama que se iba a casar con un estanciero y lucía sombrero y cartera muy antiguos.

    Ya en la adolescencia, la relación fue un poco más distante, como es lógico, aunque siempre fuiste el proveedor de chicos para los asaltos y fiestas de quince. Desde el Colegio del Salvador al que ibas, al Normal Nº 1, mi colegio; desde allí procedieron los novios que tuve y los de mis amigas. Vos siempre acompañándonos, siempre afable y contenedor de las chicas que “planchaban”. No me voy a olvidar que con tu franqueza adolescente le dijiste a Paola, “ya que nadie te saca, te saco yo”. Fue la anécdota del año. Cómo olvidar que me presentaste al novio de la adolescencia cuando con tu amigo Pino, también compañero de colegio, decidieron que no era posible verme tan triste por haber “cortado” con Franco, luego de dos años de gran enamoramiento.

    Si me veías melancólica, hacías algo para contentarme que seguro era una payasada. También peleábamos como cualquier par de hermanos, pero nos unieron vigorosamente el miedo a la zapatilla de papá, las noches solos con la portera, los adorables juegos infantiles, las amistades de la adolescencia, en definitiva, la convivencia de todos esos años.

    Todo eso te debo, Santiago.

    Anoche soñé con vos. Despierto sobresaltada en la cabaña de Sierra de la Ventana que alquilamos en estas vacaciones de invierno, y reflexiono a mis sesenta y seis años sobre nuestra infancia, adolescencia, juventud y madurez. Estoy sola porque mi marido decidió salir temprano a avistar unas aves del humedal. Entonces decido quedarme un rato más en la cama, remoloneando y pensando. Un rayo de sol entra por la ventana y me deja admirar el paisaje serrano. Me inunda una rara sensación y concluyo por fin y de una vez por todas, que fue mejor que partieras al sur a hacer tu vida, eligieras todas las veces que desearas a tus parejas, disfrutaras con tus amigos cuanto quisieras, jugaras al golf al tenis o a lo que anhelaras, y te fueras de viaje todas las veces que decidieras a Reikiavik, Gales o Boston.

    Y entonces, al fin valoro esa bendita forma de querernos. Amigo fiel, hermano mío.


© Diana Durán, 17 de enero de 2022


FEMINISMO ADOLESCENTE

 



Carmen Rey Berrocal. Adolescencia



    Transcurría la década de los sesenta en la Argentina, un período de ebullición en el que comenzaban a gestarse ideales y utopías en su generación. Ellos vivían en otra dimensión. Oprimidos por la educación normalista, ella, y religiosa, él, no participaban de movimientos estudiantiles. Sus ideales no iban más allá de los típicos de la clase media argentina. Sus destinos yacían en ser profesionales y constituir una familia. Las dictaduras y democracias débiles de esos tiempos no los rozaban. Su sociedad era pacata y tradicional. Estaban muy lejos de conocer las rebeliones juveniles de Europa o Estados Unidos. 

    El verano del setenta fue decisivo en sus vidas. Él se fue a la estancia de los tíos en Catriló. Ella con sus padres a Mar del Plata. Se quedarían los tres meses del verano. Comenzó una intensa etapa de noviazgo epistolar. Cartas de amor iban y venían. En un principio eran tiernas y edulcoradas. Él le narraba sus cabalgatas, sus ganas de ir a vivir al campo y de alejarse un poco de los mandatos familiares. Deseaba vivir en el interior. Ella de a poco desvió el tono sentimental de sus cartas y le contó el argumento de “El Rehén” del Clan Stivel que la había atrapado. Nunca había concurrido a una función de teatro alternativo. En poco tiempo él se dio cuenta que el tenor de sus escritos era diferente. Había dejado atrás las novelas románticas para leer a Simone de Beauvoir. Le escribió que devoró el libro “El segundo sexo” que la hizo pensar que su destino de mujer debía ser otro. Subrayó en una de las cartas la frase, “en la humanidad la superioridad es acordada no al sexo que engendra, sino al que mata”. También le expresó fervientemente su rabia por la crianza machista que había recibido. 

    Cuando se reencontraron eran personas distintas. Ella le explicaba sus nuevos ideales y debatían sobre la situación de la mujer. Quería estudiar filosofía en la universidad estatal. Él le decía que era peligroso porque corrían tiempos políticos violentos. A veces lo increpaba. Él se sentía irritado por sus ideas feministas. No abandonaba sus firmes creencias religiosas, mientras ella seguía a Simone al pie de la letra y la dominaba la rebeldía. Una tarde ella le leyó con vehemencia algunos párrafos en los que se preguntaba por un mundo igualitario. En ese momento él se dio cuenta de que no sabía qué responderle. Los caminos se habían bifurcado.

© Diana Durán
20 de octubre de 2021

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