La casona de Goya, hoy. Street View
Eternas
escribientes goyanas
Goya fue el lugar donde
compartieron su amistad durante muchos años. La “petit París” de Corrientes, al
borde del Paraná, con sus amplias plazas, paseos costeros y arquitectura
colonial. Aunque la ciudad fue azotada por inundaciones que la devastaron en
muchas ocasiones.
Mi abuela materna, Francisca,
me contó sobre Ema, su gran amiga. Fue su compañera desde la época de la
escuela primaria, además de vecina. Compartieron una existencia sencilla. Ellas
tomaban mate en la galería de la casona de la abuela que daba al patio
interior. El olor a tabaco que provenía de los galpones se mezclaba con el
aroma del limonero cargado de frutos. El viejo aljibe dotaba de un ambiente fresco
a las charlas. Ni las zanjas en días de lluvia ni el calor agobiante en los
veranos impedían el encuentro de las amigas entrañables.
Francisca iba también a la casa
de Ema a matear. Allí conversaban sobre temas personales y sociales. Las
novedades más sugestivas eran si algún conocido se había casado, su fiesta e
invitados; los detalles de noviazgos recientes y, especialmente, los
nacimientos sobre los que importaban nombres, sexos y pesos. Rodeadas de pilas
de diarios que acumulaba Ema en un ambiente profuso, cargado de muebles y
adornos, las amigas se animaban con el correr de la tarde a comentar
habladurías de parejas rotas y llegaban al extremo de saber sobre traiciones
matrimoniales. Francisca era capaz de sortear zanjas en los días de lluvia para
llegar a lo de Ema que le devolvía la visita sin importarle ni el calor ni los
mosquitos de esas tierras tropicales.
Muchos años después conocí ese lugar e
incluso mi abuela me llevó a visitar a Ema que era una señora muy mayor por
esos tiempos. Sin embargo, fue conmigo muy amorosa y me mostró su notable
archivo de diarios locales y nacionales.
Las amigas disfrutaron durante
años de esos encuentros hasta que llegó el día en que cada una debió seguir su
camino. En realidad, fue Francisca quien partió con sus hermanos luego de la
muerte de su padre a residir en Buenos Aires. Ema, en cambio, se quedó en Goya en la rutina somnoliente de la apacible ciudad
mesopotámica.
La abuela inició en la gran
ciudad una vida de soltera en edad de casarse según los cánones de la época. Tenía
cerca treinta años cuando tuvo que adaptarse a la gran ciudad, aunque sus
costumbres se mantuvieron en la casona de Zapata de su hermano Hernando. Era
una mujer tranquila que pasaba las tardes tocando el piano de cola y cantando
con suave voz. También concurría a reuniones y fiestas acompañada por sus
hermanos. Ellos querían que se casara lo antes posible.
Francisca extrañaba la vida
pueblerina y las conversaciones cotidianas con su amiga. Entonces comenzó el
intercambio epistolar entre ambas. Lo hicieron durante años. Ema fue la primera
en saber del romance cuando Francisca conoció al hombre que amó durante toda su
vida. Ema siguió el noviazgo como si fuera una novela, emocionada con los románticos
paseos por el Rosedal y la distinguida elegancia del joven griego que cortejaba
a su amiga como si fuera una princesa.
Después de casada, la abuela siguió
escribiendo extensas cartas a Ema con la letra prolija y cuidada que le habían
enseñado en el colegio. De esa manera se narraron sus cuitas, la crianza de los
dos hijos que tuvo Francisca, las vicisitudes económicas y políticas del país, las
novedades de vecinos y conocidos. Todo lo imaginable. Ema respondía con igual esmero
en finos papeles y sobres satinados con una preciosa letra inglesa sobre los nacimientos,
casamientos y decesos que se producían en Goya. Ambas sabían todo de la vida de
la otra. Ema era la solterona perpetua entre sus diarios y muebles oscuros.
Francisca escribía sus memorias
en largos escritos como una metódica y permanente rutina que la acercaba a su
ciudad natal. Nada ocultaba. Ambas se vieron durante años en los veranos hasta
que los hermanos de mi abuela decidieron vender la casa de Goya y ya no hubo encuentros,
pero continuó el persistente intercambio epistolar. Yo fui testigo de esas escrituras
porque veía a la abuela hacerlo en un pequeño escritorio de su casa de Belgrano.
Era su ligazón con el terruño donde había nacido.
Mi querida abuela fue la única persona
que me llamó cariñosamente Dianina. Elaboraba las comidas más sencillas pero deliciosas
del mundo y cosía muñecas de trapo hechas con medias y botones. Con ella jugué
a las visitas, a la vendedora de bazar con frascos vacíos y a otros pasatiempos
únicos y creativos. Sin embargo, lo más importante es que fue la primera
escritora que admiré.
Cuando la abuela falleció a los
noventa años acompañé a mi mamá a desarmar el departamento donde vivió. Guardamos
la vajilla tan querida y regalamos su ropa. En una cómoda encontré una caja de
zapatos forrada y atada con cinta de raso celeste donde guardó los borradores
de esas cartas maravillosas que escribió durante tanto tiempo y las respuestas de
Ema. El papel amarillento demostraba el paso del tiempo, pero el contenido que suelo
releer periódicamente es una síntesis acabada sobre el valor de la amistad y el
perpetuo significado de lo cotidiano.
© Diana Durán, 20 de noviembre de 2023
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