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LA TIERRA PROMETIDA

 


Pan Bendito. Madrid. Street View

LA TIERRA PROMETIDA

 

Desde pequeño sintió en carne propia la manera autoritaria en que lo trataba. Rafael, ¡ordena tu habitación! Rafael, ¡báñate ya! Rafael, ¡ven a comer inmediatamente! Nunca se lo decía con cariño, jamás un ¿puedes hacerlo? o una frase que denotara ternura.

Sin embargo, él se resistía a decaer. Sabía cómo hacer para que esas órdenes le resbalaran. De muy chiquito había sido travieso. A la mujer no le hablaba como a una madre. Le decía, ya voy, señora, pero huía al jardín a jugar a las canicas o a buscar escarabajos. Espere un poco, y se ocultaba debajo de la cama con dos soldaditos de plástico porque la guerra de fantasía le resultaba más atractiva que cumplir órdenes. Lo mismo sucedía al volver de la escuela. ¿Hiciste los deberes?, le preguntaba terminado el almuerzo. O le gritaba desde el balcón ¡ven de inmediato que te esperan los mandados! cuando recién había comenzado el partido de fútbol en la cancha de enfrente. Nunca un beso o un abrazo al irse a dormir.

Rafael cumplía con recelo los mandatos impartidos o no los acataba por lo que caía en penitencias. Sin embargo, aguantaba el trato poco cariñoso y las frecuentes injusticias. Era el cuarto niño de una familia de acogida, el más chiquillo de dos mujeres y dos varones. De pequeña altura, menudo para sus diez años, de pelo azabache, penetrantes ojos negros y rodillas siempre lastimadas. Querido por sus amigos y maestros por inteligente y pícaro.

Vivían en un departamento al suroeste de Madrid en Pan Bendito, una de las barriadas periféricas de la gran ciudad, habitadas por clases bajas e inmigrantes. Era un sitio de aspecto homogéneo donde los edificios de ladrillos rojizos y desteñidos conformaban bloques de más de cinco plantas. Para felicidad de Rafael moraban frente a un gran parque deportivo. Amaba ese lugar donde se sentía libre y seguro, lejos de la familia disfuncional que le había tocado en suerte. El niño nada sabía de sus verdaderos padres.

A pesar de la crianza autoritaria, Rafael nunca fue sumiso. Los mandamientos y las reglas no encajaban con su personalidad. Era libre, había nacido así, no lo amilanaban las sujeciones y advertencias inflexibles. Tampoco los gritos y malos tratos, especialmente de quien oficiaba de madre cruel y desamorada. Su esposo ferroviario nunca estaba en la casa. Era una especie de fantasma que muy de vez en cuando aparecía y cuando lo hacía estaba fatigado y ceñudo como para tratar con los niños.


Imagen creada por IA

Desde chico Rafael había soñado con irse de la casa. Descubrir nuevos horizontes. Imaginaba un destino mejor. En la escuela habían leído Las aventuras de Tom Sawyer quien se convirtió en el ídolo de su infancia. Ya encontraré un tesoro y seré rico, pensaba. Cumpliría su deseo, aunque conocía sus límites: la corta edad y la falta de dinero. ¿Adónde iba a ir? No confiaba tampoco en sus hermanos con quienes hablaba poco y despreciaba porque mendigaban cariño y, de esa manera, eran también rechazados sin piedad.

Rafael se escapaba a su mundo de fantasía para soportar sus estudios en la Plataforma Social Panbendito[1]. Emulaba, según los días y las circunstancias, a los personajes de los cómics: Zipi y Zape[2], Mortadelo y Filemón[3] y El Papus[4]. Conseguía las revistas en la escuela o en la plaza porque nunca tuvo las suyas. El universo de Rafael se confundía con esos personajes que aplicaba a sus sueños y juegos imaginativos.

Rafael admiró de adolescente a La Excepción, un grupo musical formado por jóvenes de su barrio que había triunfado al interpretar hip hop con toques flamencos. Eran sus héroes porque habían logrado salir del mismo extramuros donde él vivía y tener éxito en toda España. Rafael había aprendido sus canciones y las cantaba como metáfora de futuro. Ruina, no luchas por tu devenir, ruina, olor a sangre como elixir, de este barrio tengo que salir, ruina, llama al alguacil, no va a venir.       

El muchacho tuvo varios aprietos por querer escapar de la casa de la familia que lo cuidaba. Siempre lo regresaban. Él quería más al barrio que a esos lazos seudo familiares sin amor. Terminó la secundaria y cuando tuvo dieciocho años decidió que era el momento.

Un día armó su mochila y partió. Tomó el autobús cuarenta y siete hasta el final del recorrido, la gran estación de Atocha. Había ahorrado justo lo necesario para viajar en un tren a Sevilla. Por alguna razón le atraía Andalucía, un territorio promisorio, en el que dominaban el sol, los placeres y la esperanza.

Cómo no lo iba a cautivar esa región española si era la tierra de sus ancestros, aunque él no lo supiera. La habían poblado una mixtura de íberos, griegos, romanos, árabes y berberiscos. Los rasgos oscuros de Rafael, su alegría y la calidez de su carácter lo semejaban a la gente de la región. Andalucía era el lugar ideal para quien buscara disfrutar de la vida. Hacia allí fue el joven sin saber de sus orígenes.

Se dedicó a mil oficios. Fue obrero, mozo, taxista hasta que encontró un trabajo como guía de turismo. Se sintió libre y feliz. Llegó a tener su propia agencia de viajes. Nunca volvió a saber de su familia de acogida. Olvidó por completo las órdenes de la mujer. No encontró sus orígenes biológicos porque tampoco los buscó. Su orfandad fue eterna.



[1] La Plataforma Social Panbendito es una entidad salesiana que desarrolla su actividad en el popular barrio de Madrid del mismo nombre para atender las necesidades sociales, formativas y laborales de la población de pocos recursos.

[2] Dos hermanos gemelos muy traviesos que prefieren jugar en la calle con sus amigos antes que ponerse a estudiar en casa. 

[3] Cómic más popular de España, se publica todavía hoy en día. Estos personajes nacieron en la década de los 50. Son dos agentes secretos que siempre fracasan en sus misiones porque son muy torpes.

[4]  Revista pionera en la crítica social de la época a través del género del cómic y la sátira gráfica.


© Diana Durán, 30 de setiembre de 2024

EL PIANO ABANDONADO

 


Imagen creada con IA el 15 de julio de 2024

EL PIANO ABANDONADO

 

Eran las cuatro de la tarde. Había tenido solo dos horas de clase porque la profesora de Semiótica había faltado. Bello viernes soleado y apacible. Caminaría unas cuadras hasta la parada del ciento veintiuno y de allí a casa. Si el colectivo tardaba iría a pie. Mientras me dirigía por la calle Agustín Álvarez a tomar el colectivo apreciaba los modernos chalets con frentes de ladrillo a la vista y otros coloniales con rejas repujadas. Me habían distraído dos murales que estaban en la esquina, uno de un hermoso paisaje serrano multicolor y otro algo extraño con raras y pintorescas cabezas de hombres y mujeres. Llegué a la parada en el cruce con Gaspar Campos y me quedé admirando la señorial casa de la esquina. Siempre pensando en historias para escribir. ¿Qué podía suceder en esa casa?, ¿qué personajes la habitarían? Pasaron quince minutos y como no venía el transporte empecé a caminar. Faltaban unas doce cuadras. Muchas veces había hecho ese recorrido.

De forma súbita apareció una camioneta blanca de la que bajaron dos hombres encapuchados que me metieron con brusquedad adentro del vehículo. No alcancé siquiera a gritar cuando me habían tapado los ojos y cerrado la boca con unos trapos sucios.

Me bajaron a los tumbos en un lugar desconocido. Todo estaba oscuro en la habitación del encierro. Difícil que me pudieran rescatar. ¿Quién iba a saber que yo había desaparecido? Mis padres estaban de viaje. No tenía idea de qué querían los secuestradores. No me lo habían dicho. Pensé abatida que nadie me iba a encontrar. Estaba condenada.

Sentí una transpiración fría. Gotas heladas recorrían mi cara, me faltaba el aire y no veía nada. Ese lugar que parecía abandonado debía estar plagado de arañas y ratas. Había golpeado la puerta con impotencia. Me separaba una pared muy gruesa o un muro con una pila de muebles que advertí al atravesarla cuando me llevaron. Era imposible abrir la puerta, aunque golpeara con todas mis fuerzas.

Sabía que la violencia reinaba en los suburbios de Buenos Aires, si bien se suponía que en zona norte la situación era menos temible. Sin embargo, aquí estaba encerrada y sin idea de lo que me podía suceder.

Pasaron horas y nadie aparecía. Solo tenía en mi bolsillo un alfajor que comí con desesperación. Me quedaba un poco de agua en el termo que siempre llevaba al profesorado. Pensé en cuidarla, quién sabe si alguien me traería bebida y comida. Hasta ese momento nadie lo había hecho.

Cuando mi miedo había llegado a su punto cúlmine empecé a escuchar una melodía que surgía tras la puerta del encierro. Primero me causó estupor. ¿Quién tocaba el piano? Reconocí la secuencia de notas. Era si bemol-la-do-si. Yo sabía de música, la había escuchado y estudiado en mi infancia y adolescencia. Mi mente voló y empecé a repasar: ¿Bach, Mozart, Beethoven? Supe que era el principio de la “Tocata y Fuga en re menor” de Bach. Una parte. Luego paró. Mi corazón que se había calmado pegó un brinco. Volví a sentir un pánico sudoroso y frío. Pero al instante siguió la “Sonata para piano N° 16 en Do mayor” de Mozart. Pude tranquilizarme. Quien fuera el intérprete me traía recuerdos de cuando de niña escuchaba a mi madre tocar el piano de cola en la sala de estar. Hasta hoy ese instrumento está en el mismo lugar de la casa cubierto por un paño rojo, pero ya no se percibía más. Mamá había dejado de ejecutar su amada música.

La encontraron en la habitación del fondo de un depósito abandonado en las cercanías de la costanera de Vicente López. El cuarto estaba bloqueado por muebles y un piano vertical casi imposible de mover. Cuando la policía le preguntó a la joven cómo había llegado allí y qué le había sucedido solo pudo recordar la música de Bach y Mozart que había escuchado. Ninguna otra circunstancia.

© Diana Durán, 15 de julio de 2024

PASIÓN FUTBOLERA

 


La Bombonera en su entrada por Brandsen. Street View.


PASIÓN FUTBOLERA

 

¿Cómo explicar tanta pasión? El fútbol capta la esencia de Buenos Aires en la Boca de los techos de zinc y las paredes coloridas. Vestigios de la ciudad de los arrabales y viejas calles, escribió Borges. Hay algo de tango en ese ritual de los hombres, sea cual fuera su condición social y procedencia, porteños o bonaerenses, no importa, el fervor por el deporte los une.


Ricardo, alias el “Bocha”, fanático de Independiente, decidió caminar ese domingo a la cancha de Boca desde su casa en Avellaneda. Le esperaba el día más dichoso de la semana viendo al equipo de sus amores. Estaba seguro de que ganaría. Quería disfrutar paso a paso su itinerario al estadio. En la entrada se encontraría con dos amigos para ir a la popular. Eran parte de la hinchada, no barrabravas, pero sí temerarios cuando peleaban. Un poco más de cincuenta minutos de andar le bastarían para llegar a tiempo para comer un chori, un clásico antes de entrar a la cancha. Necesitaba del relax que significaba la caminata para luego aguantar el tumulto del estadio.


Esa mañana soleada partió a paso tranquilo desde la calle Berutti al cuatrocientos donde residía y cruzó el viejo puente Pueyrredón que atraviesa el Riachuelo. El oscuro río le hacía acordar a su padre, estibador inmortalizado en los cuadros de Berni. Él le había contagiado su fanatismo por el fútbol. Se sentía bien en los suburbios. Le gustaba ir por esos caminos a pesar del olor a desechos que se sentía en el cruce. No le importaba, el paisaje portuario familiar y el destino futbolero le permitían superarlo. Sabía exactamente cuánto demoraría hasta llegar a la Boca porque lo había hecho muchas veces. No le pesaba caminar, al contrario, lo desentumecía del trabajo en el lavadero de autos. Agacharse, fregar y volver a levantarse cientos de veces durante las jornadas laborales. Siempre le dolían el cuerpo, los huesos, las piernas.  


A tres cuadras del estadio apuró el paso al escuchar los cánticos:

Señores yo soy del rojo de Avellaneda. Lo sigo a Independiente de la cabeza. El rojo es un sentimiento, que se lleva en el corazón. Daría toda mi vida por ser campeón. Dale dale ro, dale dale ro. Dale dale ro, dale dale ro.


Se puso a tararear el dale dale ro con todo el fervor de un fanático. Así cambiaba su carácter cuando llegaba a la cancha. Entusiasmado y expectante. Pocos hechos lo excitaban tanto como estar junto a la hinchada del equipo de Avellaneda. Encontró a sus amigos y se ubicaron en la tribuna a un costado de donde estaba la barra brava.


Marcos salió temprano de su departamento de Combate de los Pozos para reunirse con la barra en la Bombonera. Era un médico hecho y derecho, pero se convertía en un hincha, bostero de alma, feliz cantando en la cancha con sus amigos. Partió a media mañana, buscó el Peugeot en el estacionamiento de Moreno, a la vuelta de su casa, y se dirigió al estadio. Era un muchacho de clase media cuya pasión por el fútbol había despertado desde chico cuando su padre lo llevaba a la tribuna. Recordaba al viejo más que nunca al ir tarareando las estrofas zeneizes. Tomaría por Entre Ríos, Independencia y la autopista Frondizi, el trayecto más cómodo, hasta la famosa entrada por Brandsen. Allí lo esperaban sus compinches, compañeros del Normal Mariano Acosta. Los unía infancia y adolescencia compartidas y la pasión por el fútbol. El tránsito era tranquilo por la autovía que accedía al estadio. Estacionó a cinco cuadras de la Bombonera para evitar problemas y caminó por el barrio cantando bajito los estribillos.

Señores, yo soy de Boca desde la cuna. Que vamo a salir campeones, no tengo duda. Con un poco más de huevos, la vuelta vamo' a dar. Y todos, de la cabeza, vamo' a festejar. ¡Y dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo!

Era un día perfecto para disfrutar del fútbol. No pertenecía a La Doce. Iba con sus amigos a la platea, pero igualmente sentía la emoción inigualable de asistir al clásico. Una vez adentro la multitud comenzó el duelo de cánticos de siempre y el estadio empezó a rugir y vibrar. Era la fiesta de fútbol que despertaba pasiones.

El partido se desarrolló con la intensidad acostumbrada y las hinchadas empezaron a elevar el duelo hasta alcanzar estribillos amenazantes e insultos feroces. La provocación iba in crecendo. El clima se enrareció aún más cuando el silbato final definió ganador a Boca por un gol de penal en el último minuto. La Doce estaba enfervorizada y se burlaba de los Diablos Rojos rabiosos con el árbitro.

A la salida comenzaron las escaramuzas pese a los intentos de la policía de evitar el cruce de las barras. Sucedieron las corridas. Marcos se había separado una cuadra de sus amigos en el apuro por alcanzar el auto estacionado conque los iba a llevar al centro. Ricardo iba caminando sin rumbo fijo, rojo de odio por el fracaso de su equipo. Cuando se topó con Marcos se dio cuenta de que era bostero por la camiseta y su bronca escaló. El muchacho lo miró y dijo sin pensar, de puro pendenciero, ¡qué te pasa, pobre Diablo! El Bocha sacó la punta rota de un taladro del trabajo que tanteó en su pantalón y lo punzó en el abdomen. Marcos cayó al suelo y gritó desesperado, ¿qué me hiciste, loco? Ricardo no pudo ni mirarlo y huyó. Corrió agobiado hacia la avenida Almirante Brown para llegar a Puente Avellaneda. A pocas cuadras lo alcanzó la policía, advertida por los amigos de Marcos. Ante su resistencia le asestaron un tiro de goma en las piernas.

La calle se había convertido en tierra de malevaje como en aquellos callejones de la secta del cuchillo y del coraje. De aquellos que pasaron, dejando a la epopeya un episodio, una fábula al tiempo, y que sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron [1]. Así fue el desenlace de la vana pelea entre los dos jóvenes; un porteño y un bonaerense; un profesional y un obrero; uno de Boca y otro de Independiente, por un instante convertidos en malevos.

© Diana Durán, 15 de abril de 2024 




[1] El Tango. Poesía de Jorge Luis Borges.

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 


Parque Leloir. Gustavo Olivera. Google Maps.

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 

Ese entorno verde de calles sinuosas y arboladas quedaba en Parque Leloir. Llegábamos desde Devoto con nuestros dos hijos luego de un largo camino por rutas muy transitadas. No nos importaba, la dicha era arribar y saber que íbamos a pasar el fin de semana allí.

La quinta era un rectángulo de quince por treinta metros, pero para nosotros significaba la pampa, el solar, el territorio. Nuestro lugar, aquél donde disfrutar el contacto con la naturaleza, observar el cielo y descubrir los astros; hurgar la tierra y encontrar pequeños insectos junto a diminutas flores rosas y amarillas. Los frutales, la huerta, los pinares y eucaliptos, el fogón, los canteros de hortensias y margaritas, las hamacas y el tobogán. Todo en armonía paisajística. La casa amplia y sencilla. Cada uno disfrutaba de su sector. Las cosas simples de la vida nos unían como pareja y con los chicos después de la semana agitada de trabajo y escuela. Algunos domingos nos visitaban amigos para el consabido asado. En los cumpleaños solíamos reunir a toda la familia.

La habíamos comprado en tiempos de sueldos de clase media acomodada, pero resultante de un gran esfuerzo. Teníamos un departamento en Capital y ahora la quinta. Faltaban pocos trámites para que ese retazo natural nos perteneciera.

Comenzó la desgracia. Debíamos firmar la escritura y no encontrábamos al titular. Teníamos solo el boleto de compraventa. No queríamos saber nada de registros, esperas inútiles, o lo que hubiera sido peor, caer en un juicio. Hicimos el acuerdo de manera privada. Solo unas firmas más y la felicidad sería completa. Habíamos hecho las cosas bien. Restaba pagar y obtener el documento. Tan simple como eso. Sin embargo, no logramos contactar a nadie, todos se habían esfumado. Todavía no habíamos concurrido a un abogado, la idea era ir por las buenas. No hubo caso, no logramos obtener la escritura. Decidimos esperar, había tiempo para enfrentar conflictos.

Un viernes al mediodía llegamos a la quinta luego de un mes de intenso frío y lluvias, gripes de los niños y trabajos ajetreados. Era la primera vez que faltábamos más de una semana. El casero de la propiedad aledaña la cuidaba.

La sorpresa fue tremenda. El tronco de un sauce pegado a la casa había sido quemado para hacer fuego. El pasto contiguo lo demostraba. Los muebles del living estaban desparramados en la galería; trastos dispersos por todos lados; ramas de los frutales cortadas, ciruelos y duraznos fermentados en el suelo; residuos volcados en los distintos rincones del terreno. No dábamos crédito a lo que veíamos. Dos perros nos ladraban amenazantes. El sitio que tanto amábamos era un caos.

La quinta había sido ocupada. Lo peor fue ver las caritas sucias y enrojecidas por el frío de tres niños pequeños que correteaban sobre la huerta arruinada. No sabíamos quién o quiénes estaban adentro de la casa. Supusimos que los padres de los niños. Tuvimos miedo de que fueran violentos. Nadie salió cuando llamamos. Corrimos a ver al casero que nos dijo sin inmutarse que la familia se había instalado hacía veinte días y no había podido detenerlos. Los padres estaban haciendo changas y los niños quedaban solos hasta su regreso. Solo sabía que era gente del norte que había migrado por causa de las inundaciones y la pobreza. La pregunta obvia. ¿Cómo no se había comunicado con nosotros?

Nos quedamos paralizados. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Esperar a los ocupantes para enfrentarlos? No habíamos traído el boleto de compraventa, ¿para qué hacerlo? La firma de la escritura ya no importaba. Todo estaba trastocado. Además, nos invadía un sentimiento de conmiseración frente al espectáculo de los niños solos y desprotegidos en nuestra propiedad. Atontados por la situación inesperada, no podíamos enfrentarla. Reconocimos de nuevo cómo había quedado la quinta. Inhabitable.

Subimos al auto y regresamos en silencio al departamento. Durante el interminable trayecto un sol radiante iluminaba el día. Al llegar, los cuatro corrimos a arremolinarnos en el balcón para percibir su calor, sin espacio, sin verde. Solo cemento y ciudad. 

 

© Diana Durán, 4 de setiembre de 2023

DOS VIDAS, DOS RUMBOS

 


Barrio periférico. Street view


Dos vidas, dos rumbos

 

Ignacio nació el 4 de mayo de 1999 en un sanatorio privado y vivió siempre en un club de campo cerca de Berazategui. Infancia pródiga en lo material, padres ausentes y el destino del encierro a pesar de vivir en espacios abiertos colmados de árboles y jardines. Como niño y adolescente concurrió al colegio del country. Durante los primeros años cuando se levantaba su madre lo llevaba en el carrito de golf. Si se quedaba dormida iba con la mucama caminando. El colegio era para la selecta clase que vivía en el interior del country. Allí transcurrían largas horas de encierro a pocas cuadras de su casa. Almorzaba lejos de su familia. Sus ojitos melancólicos miraban por la ventana del aula con tristeza, la de los niños ricos. Sus traslados fuera del hábitat de encierro eran a la casa de la abuela en Vicente López durante la Navidad; a Punta del Este en los veranos y, más tarde, cuando hizo sus estudios de agronomía, como su padre, a una universidad privada de Belgrano. Todos sus desplazamientos vitales transcurrieron limitados a un eje del cual no quería o no se podía salir. Viajó al exterior a esquiar en Aspen, Colorado (nunca a Bariloche o Mendoza). El país no era su país. Le quedaba lejos de sus experiencias vitales. Hizo viajes de intercambio a un colegio en las cercanías de Londres. Ignacio pocas veces interactuó con amigos que no fueran del barrio cerrado. El country fue una verdadera cárcel que le impedía conocer el “afuera”, exceptuando algunos pocos lugares en los que no era feliz.

Eusebio nació en Concordia, Entre Ríos, el mismo día y año que Ignacio, pero no en un sanatorio privado sino en la salita médica más cercana a su vivienda, una casilla de madera del Barrio Nueva Esperanza, en la entrada a la ciudad. Una gran pobreza reinaba allí. Calles de tierra, sin cloacas, basura por todos lados, hacinamiento. Caballos flacos comiendo hierbas secas en los bordes de los caminos. La extrema falta de recursos. La indolencia provocada por el desempleo en una familia numerosa. Solo el cariño de la madre cuando estaba lo resarcía de tantas carencias. La escuela pública deteriorada fue el camino que condujo al fracaso en primer año y en poco tiempo a la deserción. La intensidad del desamparo en la adolescencia lo alentó a la violencia y a la droga. Así fue como Eusebio fue reclutado por un díler y terminó en el Gran Rosario. Allí vivió sus peores años. Sin embargo, resistió y logró salir de esa vida horrible tras huir a la ciudad de Buenos Aires. Luego de vagar durante unos meses consiguió ser mantero en Plaza Italia y, además, trapito. Se la rebuscaba como podía, pero se sentía libre del cautiverio que había soportado años atrás.

Un 4 de mayo de 2018, a desgano por ser su cumpleaños, Ignacio concurrió a la Exposición Rural obligado por la cátedra de Maquinarias Agrícolas. De otro modo no lo hubiera hecho. Allí se encontró con Eusebio quien lo vio estacionar su auto de alta gama. Intercambiaron dos palabras y por un rapto de incomprensión, otro poco de envidia y mucho de azar Eusebio terminó con la vida de Ignacio al usar un arma blanca para amenazarlo. Solo quería su celular. Nunca había visto alguno tan flamante. Mientras se desplomaba Ignacio lo empujó a la avenida y un auto lo arrolló. Los dos cumplían años; ambos murieron el mismo día.

Como en el cuento de Jorge Luis Borges, “Caín y Abel”[i], los muchachos se reencontraron en otro mundo. No se sabe cuánto tiempo estuvieron hablando. Los días no tenían principio ni fin. Detallaron las historias de sus vidas terrenales y se compadecieron mutuamente.

Tras esos intensos intercambios, finalmente, uno no perdonó al otro. Allí estaban, sentados en el peldaño de una ancha escalera que no llevaba a ninguna parte, en una especie de purgatorio desierto. El de los que nacieron el mismo día, pero no pudieron ser felices. Uno envidiando al otro. El otro preguntándose por qué.

Ignacio no excusó a Eusebio, pero no a causa de su muerte. Le reprochó, en cambio, el haber podido dejar su casa, su familia, la escuela y elegir un trabajo. Decidir sobre su propia historia. A pesar de todos los males Eusebio había sido libre. Ignacio jamás lo logró.  

© Diana Durán, 10 de abril de 2023



[i] Abel y Caín

[Minicuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges


Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

 


 


ESO NO ERA TODO

 


Casita en El Frutillar. San Carlos de Bariloche. Street View.

ESO NO ERA TODO

Santiago Durán

 

El escenario: una tarde más de tantas de consultorio de Clínica Médica. En el listado de turnos no se destacaba su nombre, no me generaba nada distinto. Cuando lo recorrí, su apellido mapuche común para Bariloche pensé: ¡ah! Doña Lilien, seguro que viene a buscar la receta. Vino con su nieto de diez años.


Con puntualidad entró a mi consultorio saludándome como todos los descendientes de aborígenes con la mano extendida, fláccida, con su piel encallecida. Jamás intentan apretar la mano del profesional, quizás por respeto, quizás por aquella huella ancestral del poder chamánico. Vaya a saber.

 

─¿Las recetas doña Lilien?

 

─Si, mi doctorcito.

 

Tenía sesenta y dos años cronológicos y una década más de calidad de vida. Lo atestiguaba la piel de su rostro incendiada de teleangiectasias por la rudeza del clima local.  Sus dedos toscos, sus uñas engrosadas con suciedad noble, de nuestra tierra, no de mugre. Uno lo sabe. Un ojo blanco por una catarata traumática. Su cuerpo encogido e inclinado, marcha renga, deteriorada… Abrigada como una cebolla con varias camisetas y pullovers raídos por el tiempo. Medias de lana largas y un viejo calzado liviano inadecuado para el invierno patagónico. Tapado gris con el forro descosido.

 

Eso no era todo. Ya se iba cuando le pregunté por qué rengueaba. No la recordaba coja y en su historia clínica solo había datos de resfriados, sinusitis y más recientemente su hipertensión arterial.

 

─¿Qué le pasó en la pierna, doña?

 

─Ay, doctorcito, me pasó con un raigón que no vi por la nieve, pero me dijo el traumatólogo que solo son las carnes y que ya me va a pasar.

 

Raigón en la nieve, pensé y me fijé en su historia clínica. Vivía en un barrio muy alto al pie del Cerro Otto. El Frutillar.

 

─¿Qué andaba haciendo, Lilien’?

 

Con una sonrisa vergonzosa me confesó:

Estaba picando palos pa’ la salamandra. Nos cuesta encontrarlos allá arriba cuando nieva. Y na… iba con el nene y no vi el raigón. Caí con la pierna torcida. Tuvimos que bajar con mi nieto, pobrecito, con la leña.

 

El nene con su corta edad, que al revés de su abuela parecía de siete por la madurez y envergadura, ya llevaba vestigios de la rudeza invernal en su piel. Sus cachetes teñidos de púrpura para siempre. Pocos dientes en su diluida sonrisa. Averigüé luego que su madre lo había dejado con su abuela cuando decidió irse con un hombre de plata y nunca más se supo. El tipo era un viejo y no quería al nene. Su madre lo dejó pensando que algún peso le iba a pasar, pero nada. Allí vivían los dos en un ranchito en lo alto del Alto, ladera sur del Otto, con mucha sombra, frío, viento, lluvia y nieve durante varios meses al año. Allí estaban los dos, solos de toda soledad. Ninguno de sus seis hermanos mayores los ayudaba con el nene. Lilien era viuda de un alcohólico que murió de hipotermia o ahogado una vez que, tras una changa, el tinto barato le arruinó la subida nocturna al barrio y cayó inconsciente en una zanja helada.

 

Después supe, porque la vergüenza me apaleaba, porque quise saber más de mis pacientes, que desde el rancho hasta el bosquecito de lengas había unos 600 metros escarpados. Allí llegaban los dos para picar palos, que el nene arrastraba un trineo casero con los palos porque a su abuela el cuero no le dejaba tironear, iban al rancho y cuando la leña estaba húmeda no había forma de calentarse ni siquiera el cuerpo, ni la sopa o el guiso. Si había.

 

Luego de que se fueron pensé mucho. Los imaginé en el medio del silencio removiendo nieve, buscando palos. Asocié que doscientos metros más arriba chicos y jóvenes disfrutaban del esquí nórdico. Imaginé el dolor de cuerpo y alma que aquejaba a mi pobre paciente. La pobreza, soledad, hambre y frío son mucha cosa para esta gente tan vulnerable. También pensé que yo no hacía mucho por ellos. Hay que parir estos sinsabores profesionales, no inculparse y tratarlos con el respeto y la dignidad que merecen. Hay que mirarlos a los ojos. Hacerlos sentir que al menos en ese momento de la consulta, alguien se va a preocupar por ellos. Pero lo peor que de estos casos es que hay cientos de miles. Los médicos somos testigos del abandono social y protagonistas de la impotencia.

 

En el caso de mi paciente, eso no fue todo. Tiempo después en un diario local leí en la primera plana “Anciana y niño mueren calcinados en una casilla del Frutillar”. No quise leer más.  Estuve tentado, pensé, dudé casi desesperado. ¿Serían ellos? Hacía meses que ya no me visitaban. ¿Cambiaría confirmarlo?

 

San Lucas, médico de cuerpo y almas, sentía lo mismo que sus pacientes. Lejos del santo colega sufrí una tibia y triste melancolía por ambos. No me quemaba el cuerpo, me latía la rabia. ¿A quién acusar? Lo mastico aun en un vergonzoso silencio.

 

Ahora sé que, en cada consulta, cuando se escarba y despeja el sufrimiento de los pacientes, siempre hay más. Un adicional enmascarado que estamos obligados a sacar y a protagonizar con sentido profesional. Aunque nos duela. Siempre hay más.


© Santiago Durán, 17 de enero de 2023

 

LA MADRE, EL HIJO Y EL FÚTBOL

 


Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol

El sacrificio, los miedos y la compañía del hijo. Enfrentaba la vida con todas las fuerzas de una joven dispuesta y laboriosa. Ella y su soledad. Ella y su hijo. Ella y su trabajo. Ella y su suerte.

Se había mudado de la Capital a un suburbio del oeste para disminuir costos. Su hijo tenía un año. Era su sol, su norte, su fortaleza.

Vivían en una pequeña casa en las cercanías del centro comercial de Ramos Mejía. Abigarrado como toda la ciudad más allá de la General Paz, pero barrio al fin. Había plazas, verde, vecindad, buenos accesos. Paisaje urbano unido a la Capital, pero más sencillo, más económico y, sobre todo, más residencial.

Antonella recorría el vecindario con una bolsa llena de ropa para vender en los tortuosos caminos que había aprendido a dominar como la palma de su mano. No era un trabajo formal sino una actividad a pulmón con la que pagaba todas las cuentas y la manutención de la pequeña familia. Circulaba en bicicleta con el niño, casi un bebé, a cuestas. Vaya a saber cómo lograba el equilibrio necesario, sorteando perros, pozos y charcos por las calles de tierra en un radio que llegaba a los límites con San Justo y Ciudadela. Había logrado contar como clientas a muchas mujeres que la apreciaban. Simpatía y solidaridad de género. El padre del niño había quedado muy lejos, en las antípodas. Ella no se amilanaba. Había adquirido una fuerza superior para sostener a su hijo. Su familia la apoyaba, aunque residía en el centro capitalino. El día a día lo enfrentaba junto a su hijo, sin traumas, excepto por el miedo de que tuviera alguna enfermedad. Cuando sucedía, iba a la guardia del hospital y suspendía toda actividad hasta verlo mejor. A la noche, se abrazaba a su retoño y dormía con él.

Desde el año, cuando aprendió a caminar, Martín jugaba a la pelota con su madre. Ante el menor reclamo ella estaba allí para atajar, rematar y gambetear. Con ese chiquito cuya cara feliz la animaba a dejar lo que fuera para acompañarlo. Sus piernitas se fortalecieron con la zapatilla, una especie de triciclo con el que daba mil vueltas a la manzana a toda velocidad sorprendiendo a los habituales vecinos. Primera infancia de esfuerzo y dedicación absolutas. Nada para ella. Su vida consagrada al hijo.

A los seis el pequeño se repartía entre el colegio y la práctica de fútbol en una escuelita de barrio. Antonella también jugaba en un club local. Siempre recordaba la afinidad con su hermano adolescente comentando los partidos que escuchaban en la radio cuyos goles marcaban con toda prolijidad en el diario dominical. Ahora lo tenía lejos físicamente, pero cercano al corazón.

De adolescente Antonella había sido una diablilla graciosa. Jugaba a todo lo que practicaban los varones, las figuritas, los autitos, la Player y, por supuesto, al fútbol. Por eso no le costaba acompañar el crecimiento lúdico y deportivo de su hijo. Los mismos juegos, los mismos intereses aggiornados con el correr de los años.

El primer partido oficial de Martín fue en una cancha polvorienta cercana a la estación de tren. Sin un solo cuadro de césped, Martín inició su práctica continua, entre el olor a hamburguesas y la presencia saltarina de los perros callejeros interviniendo en las jugadas. Él estaba feliz, iluminado por una sonrisa franca, la cara redonda y animada, bronceada por el sol, orgulloso de su camiseta recién comprada. Siempre ante la presencia de su mamá.

Dos años después comenzó la fase en la que pudo entrar a la Rabona Fútbol Club de Ramos. Fue en “la 2010”, porque ese era el año de su nacimiento. La felicidad de su madre al contemplar el carnet. La escuelita de fútbol. El rostro colmado de satisfacción al final de los partidos ganados, la decepción en las derrotas, la algarabía de meter un tanto. Hoy hice un pase de gol, mami, viste. Hoy me adelanté y se la pateé perfecto al centro delantero. Cada vez que hacía un tanto, Martín miraba a la tribuna señalando con el brazo extendido donde estaba su madre como si fuera un jugador profesional. El consabido chori del almuerzo después del partido. Los viajes en micro a partidos de la zona para competir fueron un regocijo para ambos. Las medallas y los pequeños trofeos empezaron a invadir su dormitorio. Antonella se preocupaba por equilibrar su dedicación al juego con las tareas escolares. Quería que el deporte fuera un suplemento de su formación, aunque no siempre lograba el mismo interés. Ella no había sido una alumna dedicada y ahora debía lidiar con la falta de una profesión que le diera un pasar mejor. No quería eso para su hijo.

Por esas épocas, el fútbol femenino se había afianzado, entonces él acompañaba a su madre más que feliz. Mami juega a la redonda como yo, comentaba en la escuela orgulloso. Unión que los estrechaba y los fusionaba. Inquebrantables.

Antonella había crecido también en un barrio tranquilo, entre cortadas y baldíos. Jugaba con los varones en la calle. Nadie la discriminaba. Practicó en el equipo de niños del colegio hasta que fue una adolescente. Entonces no la aceptaron más. Todavía el fútbol de mujeres no se había desarrollado, ellas se dedicaban al hockey. Estaba mal visto jugar al fútbol. Pero a la niña no le importaba. Se sentía feliz y no producía ningún rechazo en sus compañeros.

Abandonó el fútbol durante algunos años hasta que en Ramos pudo retomarlo. La práctica femenina comenzaba a abrirse camino. Jugaba en cualquier puesto. Era mayor que sus compañeras, pero siempre le ponía garra. Se la transmitió a su hijito. Mientras ella entrenaba, él peloteaba al lado de la cancha estudiando las jugadas de las mujeres.

Vivían en un departamento de pasillo, con un pequeño patio. Allí creció los primeros años, allí aprendió a jugar, en el corredor y en ese cuadrado íntimo solo compartido por ambos. Sus piernas curtidas por el amor al fútbol no dejaban una pelota sin patear. ¿Puedo ir con vos?, era la frase más repetida. La acompañó por años a jugar hasta que los papeles cambiaron y ella lo hizo con él.

La lucha de la madre por acompañar a su hijo fue indecible. Primero a todos los entrenamientos y juegos cuando era pequeño. Luego, solo los domingos a los partidos porque él, ya adolescente, recorría los itinerarios que conducían al club en bicicleta para la práctica. No había peligro. Él conocía la vecindad y saludaba a todos con el brazo en alto como en los partidos. Juntos se acompañaron, se divirtieron, diría que hasta crecieron a la par.

Cuando fue grande, Martín no se convirtió en un futbolista. Estudió y se recibió de abogado. Siguió jugando, pero como un pasamiento más. Sin embargo, esas horas, esos días que compartió con Antonella su gran pasión futbolera lo marcaron en carácter, temple y valores. 

Ya casado Martín concurre con sus hijos a ver partidos domingueros. A veces graba alguna buena jugada con el celular y se la envía a su querida vieja. Acompaña el filme con una gran sonrisa junto al gesto del brazo en alto que alude al recuerdo de una dupla indestructible que no relegará jamás.

 

 © Diana Durán, 15 de diciembre de 2022

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