PASIÓN FUTBOLERA

 


La Bombonera en su entrada por Brandsen. Street View.


PASIÓN FUTBOLERA

 

¿Cómo explicar tanta pasión? El fútbol capta la esencia de Buenos Aires en la Boca de los techos de zinc y las paredes coloridas. Vestigios de la ciudad de los arrabales y viejas calles, escribió Borges. Hay algo de tango en ese ritual de los hombres, sea cual fuera su condición social y procedencia, porteños o bonaerenses, no importa, el fervor por el deporte los une.


Ricardo, alias el “Bocha”, fanático de Independiente, decidió caminar ese domingo a la cancha de Boca desde su casa en Avellaneda. Le esperaba el día más dichoso de la semana viendo al equipo de sus amores. Estaba seguro de que ganaría. Quería disfrutar paso a paso su itinerario al estadio. En la entrada se encontraría con dos amigos para ir a la popular. Eran parte de la hinchada, no barrabravas, pero sí temerarios cuando peleaban. Un poco más de cincuenta minutos de andar le bastarían para llegar a tiempo para comer un chori, un clásico antes de entrar a la cancha. Necesitaba del relax que significaba la caminata para luego aguantar el tumulto del estadio.


Esa mañana soleada partió a paso tranquilo desde la calle Berutti al cuatrocientos donde residía y cruzó el viejo puente Pueyrredón que atraviesa el Riachuelo. El oscuro río le hacía acordar a su padre, estibador inmortalizado en los cuadros de Berni. Él le había contagiado su fanatismo por el fútbol. Se sentía bien en los suburbios. Le gustaba ir por esos caminos a pesar del olor a desechos que se sentía en el cruce. No le importaba, el paisaje portuario familiar y el destino futbolero le permitían superarlo. Sabía exactamente cuánto demoraría hasta llegar a la Boca porque lo había hecho muchas veces. No le pesaba caminar, al contrario, lo desentumecía del trabajo en el lavadero de autos. Agacharse, fregar y volver a levantarse cientos de veces durante las jornadas laborales. Siempre le dolían el cuerpo, los huesos, las piernas.  


A tres cuadras del estadio apuró el paso al escuchar los cánticos:

Señores yo soy del rojo de Avellaneda. Lo sigo a Independiente de la cabeza. El rojo es un sentimiento, que se lleva en el corazón. Daría toda mi vida por ser campeón. Dale dale ro, dale dale ro. Dale dale ro, dale dale ro.


Se puso a tararear el dale dale ro con todo el fervor de un fanático. Así cambiaba su carácter cuando llegaba a la cancha. Entusiasmado y expectante. Pocos hechos lo excitaban tanto como estar junto a la hinchada del equipo de Avellaneda. Encontró a sus amigos y se ubicaron en la tribuna a un costado de donde estaba la barra brava.


Marcos salió temprano de su departamento de Combate de los Pozos para reunirse con la barra en la Bombonera. Era un médico hecho y derecho, pero se convertía en un hincha, bostero de alma, feliz cantando en la cancha con sus amigos. Partió a media mañana, buscó el Peugeot en el estacionamiento de Moreno, a la vuelta de su casa, y se dirigió al estadio. Era un muchacho de clase media cuya pasión por el fútbol había despertado desde chico cuando su padre lo llevaba a la tribuna. Recordaba al viejo más que nunca al ir tarareando las estrofas zeneizes. Tomaría por Entre Ríos, Independencia y la autopista Frondizi, el trayecto más cómodo, hasta la famosa entrada por Brandsen. Allí lo esperaban sus compinches, compañeros del Normal Mariano Acosta. Los unía infancia y adolescencia compartidas y la pasión por el fútbol. El tránsito era tranquilo por la autovía que accedía al estadio. Estacionó a cinco cuadras de la Bombonera para evitar problemas y caminó por el barrio cantando bajito los estribillos.

Señores, yo soy de Boca desde la cuna. Que vamo a salir campeones, no tengo duda. Con un poco más de huevos, la vuelta vamo' a dar. Y todos, de la cabeza, vamo' a festejar. ¡Y dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo!

Era un día perfecto para disfrutar del fútbol. No pertenecía a La Doce. Iba con sus amigos a la platea, pero igualmente sentía la emoción inigualable de asistir al clásico. Una vez adentro la multitud comenzó el duelo de cánticos de siempre y el estadio empezó a rugir y vibrar. Era la fiesta de fútbol que despertaba pasiones.

El partido se desarrolló con la intensidad acostumbrada y las hinchadas empezaron a elevar el duelo hasta alcanzar estribillos amenazantes e insultos feroces. La provocación iba in crecendo. El clima se enrareció aún más cuando el silbato final definió ganador a Boca por un gol de penal en el último minuto. La Doce estaba enfervorizada y se burlaba de los Diablos Rojos rabiosos con el árbitro.

A la salida comenzaron las escaramuzas pese a los intentos de la policía de evitar el cruce de las barras. Sucedieron las corridas. Marcos se había separado una cuadra de sus amigos en el apuro por alcanzar el auto estacionado conque los iba a llevar al centro. Ricardo iba caminando sin rumbo fijo, rojo de odio por el fracaso de su equipo. Cuando se topó con Marcos se dio cuenta de que era bostero por la camiseta y su bronca escaló. El muchacho lo miró y dijo sin pensar, de puro pendenciero, ¡qué te pasa, pobre Diablo! El Bocha sacó la punta rota de un taladro del trabajo que tanteó en su pantalón y lo punzó en el abdomen. Marcos cayó al suelo y gritó desesperado, ¿qué me hiciste, loco? Ricardo no pudo ni mirarlo y huyó. Corrió agobiado hacia la avenida Almirante Brown para llegar a Puente Avellaneda. A pocas cuadras lo alcanzó la policía, advertida por los amigos de Marcos. Ante su resistencia le asestaron un tiro de goma en las piernas.

La calle se había convertido en tierra de malevaje como en aquellos callejones de la secta del cuchillo y del coraje. De aquellos que pasaron, dejando a la epopeya un episodio, una fábula al tiempo, y que sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron [1]. Así fue el desenlace de la vana pelea entre los dos jóvenes; un porteño y un bonaerense; un profesional y un obrero; uno de Boca y otro de Independiente, por un instante convertidos en malevos.

© Diana Durán, 15 de abril de 2024 




[1] El Tango. Poesía de Jorge Luis Borges.

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