CORRIENTES EN SOLEDAD
Los focos aislados se acoplan. El fuego arrasa, el fuego
encierra, crepitan las llamas. Es un incendio masivo y aterrador. Nada lo
frena. Una chispa y el infierno de Dante. El humo, del rojo al negro y la
muerte.
Don Ramón había trabajado desde muy joven en una estancia
aledaña a los esteros. Una gran extensión ganadera y forestal cerca de
Concepción de la Virgen María[1], donde
había nacido. Dominaba los esteros como la palma de su mano o mejor dicho como
el paso de su caballo por los caminos rurales. No tenía celular ni nada que se
le pareciera. Se comunicaba cabalgando adonde quería.
Amaba los caminos, podía surcar las orillas de los esteros
y hasta internarse en algunas lagunas sin temor a los yacarés. Sabía cuándo
salían a tomar sol. Era el Quijote de los Esteros. Subía a la barda como se le
decía a ese terraplén de tierra que se había construido no hacía mucho para atravesar
la zona. Desde allí divisaba el panorama y bajaba para arrear el ganado a
pastos más tiernos. A veces iba a Concepción por alimentos o alguna herramienta.
También para la “Fiesta provincial del peón rural”, único festejo al que
concurría para comerse un buen asado y conversar con el gauchaje. No necesitaba
mucho, se autoabastecía. Sus padres, nacidos en Colonia Santa Rosa, ya habían
fallecido. La soledad lo acompañaba sin quejas. Su comparsa eran los
carpinchos, el ciervo
de los pantanos, el aguará guazú, los monos aulladores, los zorros, los venados
de las pampas. Había dejado de ver yaguaretés. Intuyó que estaban en peligro. Sabía ver a las familias de los
“chajases” que cruzaban el pajonal con las crías doradas.
El ostracismo de don Ramón estaba acompañado por la
naturaleza. Lo animaba el recorrer los campos inundados naturalmente. Conocía
cada una de las aves magníficas de los esteros. Para él no había límite en sus
recorridos, salvo los arrozales y yerbatales de fincas ajenas. Su piel estaba
siempre quemada a pesar del sombrero chato y de ala ancha que lo protegía. Lapachos
y timbóes le daban sombra en sus paradas. Muchas veces se había preguntado qué
hacían esas palmeras pindó en las lomadas arenosas. Las imaginaba relictos de un
pasado árido cubierto por las aguas de lluvia del presente.
Había tenido problemas con el título de propiedad del pequeño terruño heredado de los
padres y sin pensarlo mucho le pidió prestada una hectárea al patrón para
construir un nuevo rancho de madera a la sombra de un tala. El renunciamiento,
la soledad y la mansedumbre eran su filosofía de vida.
Lo conocí una fresca y luminosa mañana de agosto de dos mil dieciocho.
Lo cruzamos con un grupo de alumnos y profesores que proveníamos desde Saladas
en trabajo de campo para reconocer el impacto de la barda sobre los esteros. Los
chicos habían presentado un trabajo sobre ese tema y me habían invitado a
recorrer en camioneta el paisaje único del Iberá. Don Ramón fue parco pero
amistoso en el encuentro. Logramos que contara su historia de pérdidas y
arraigos. No voy a olvidar jamás su gran porte y sus ojos negros. Nunca bajó
del caballo.
La sequía había empezado un año antes, nos contó. Algo se
notaba en el suelo arcilloso y quebradizo, y en el amarilleo de la vegetación. La
seca llega así muy lentamente y casi no se percibe hasta que está instalada. Entonces
reina la incertidumbre porque no se sabe cuándo termina y puede conducir a los
incendios o al desierto. A don Ramón no lo engañaba, había pasado muchas y la
que se avecinaba le parecía peor. Prefería dos inundaciones a una sequía, nos
dijo. Aprendimos del gaucho más que de cualquier especialista.
En dos mil veintidós el foco se inició en una forestación de pinos a
cincuenta kilómetros de su rancho en las cercanías de Concepción. Desde ahí se
empezaron a quemar primero los campos de pastos naturales y los sembradíos.
Pronto alcanzó las forestaciones de pino, lo más inflamable que puede haber, la
savia, el humo, la brea.
Imaginé a Don Ramón recorriendo la zona en un itinerario
más amplio que nunca. Vio a los yacarés huir con ese trajinar lento por los caminos
rurales, vio a familias enteras de carpinchos quemarse por la lentitud de su andar,
vio miles de aves de los esteros huir despavoridas, tenían la facilidad del
vuelo, pero no así los “chajases” y los ñandúes que yacían carbonizados. Vio
caballos y vacas intentar atravesar los alambrados y morir atrapados. Las reses
que él cuidaba. Por primera vez en su vida las lágrimas corrieron por su ajada
cara. No pensó en él ni en sus modestas posesiones. El espectáculo era
dantesco. Estaba solo.
Lejos, muy lejos del infierno leí y vi las noticias. Las
imágenes satelitales tomadas al Este de Concepción mostraban el daño que habían
provocado las llamas en el Parque Nacional Iberá. Habían alcanzado pastizales,
palmares, montes y bañados. Un fotógrafo escribió, vi
fotografías de yacarés refugiados en una pequeña laguna, mientras alrededor las
llamas lo consumieron todo; un mono que miraba con temor el avance del fuego, y
una serpiente curiyú que escapaba como podía de los incendios[2].
Me comuniqué con una amiga de Saladas que había organizado el
congreso de geografía y me contó que lo estaban pasando muy mal pero que después
de semanas de súplicas habían llegado más bomberos y el ejército. Me quedé un
poco más tranquila por la gente del pueblo. Pero enseguida recordé a don Ramón
y su única compañía, los animales del Estero. Lloré por él. También por Santo
Tomé, Gobernador Virasoro, Caá Catí, Paraje Galarza, Santa Rosa, Mariano Loza,
Santa Lucía, Bella Vista, San Miguel, Curuzú Cuatiá, Ituzaingó, Loreto, San
Martín y Saladas. Por todo Corrientes contenida en la soledad de don Ramón.
[1] Antes
Yaguareté Corá por ser la tierra del gran carnívoro.
[2] Emilio White. Fotógrafo de la
naturaleza.
© Diana Durán. 21 de febrero de 2022
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