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CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA

 


Martín pescador grande. Fotografía: Héctor Correa


Churrinche. Fotografía: Héctor Correa


CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA


Cuando éramos jóvenes, los pájaros nos acompañaban en nuestros itinerarios tempranos. La curiosidad nos inspiraba a avistar sus festivos revoloteos serranos. Era un bullicio sinfónico de trinos. Aves de plumajes rojos de fuego, amarillos de luz, marrones veteados. Picos corvos, rectos, finos.

Él decía que el mundo empezaba en el primer trino. Que no hacía falta reloj si el benteveo pescaba en picada. Yo anotaba sus frases en la libreta, como quien guarda un tesoro sin que el otro sepa.

El chimango compartía el solar de la tijereta. Una pareja de carpinteros reales cavaba el tronco horizontal. Los jilgueros iluminaban los senderos en bandadas inquietas. El hornero construía paciente su casa de barro. En las flores pequeñas libaban los picaflores. El piojito gris empollaba en un diminuto nido. La ratona intentaba mimetizarse, pero lográbamos verla.

A veces él se quedaba en silencio, mirando el agua como si esperara que el biguá le dijera algo. Yo le preguntaba qué pensaba, y él respondía, no hay que tener rumbo para ser libre.

El zorzal colorado daba pequeños pasos y se reclinaba para escuchar su presa. Los cardos alimentaban bandadas de cabecitas negras. El suirirí real se acicalaba en la punta del espinillo. Las calandrias comían semillas de nuestras manos. El churrinche rojo nos seguía en el parque cercano. Divisábamos felices las loicas en la ruta de ida y vuelta.

A su lado escribía, el churrinche nos sigue como si supiera que somos parte de su historia. Hoy releo ese apunte y me parece escuchar sus pasos detrás de mí, buscando la llamarada entre las ramas.

Aquel día, al fin, avistamos al martín pescador luego de horas de espera a orillas del San Bernardo. Él decía que el martín pescador era como nosotros: paciente, pero impredecible. Yo me reía, pero en el fondo sabía que tenía razón.

En el humedal cercano, la lechucita vizcachera miraba fijo, enojada, a pesar de haberse comido un cangrejo. El ostrero común pasaba rasante con su canto de alarma.

Eran incontables las aves que significaban para nosotros libertad, espacio, horizonte. Nuestra lozanía nos permitía seguirlas durante horas o sentarnos a esperarlas. Los aromos y los pinos se balanceaban con el viento fresco que bajaba de la serranía.

Hoy, en el mismo lugar, cierro los ojos y escucho. No sé si son trinos o recuerdos, pero lo veo atento con los binoculares y esa sonrisa porque él siempre encontraba primero al pájaro. Recuerdo nuestra vida custodiada por esa multiplicidad alada que nos regocijaba con historias que al atardecer narrábamos en la cabaña.

El cuaderno sigue ahí. A veces lo abro y leo en voz alta. Él sonríe, como si el zorzal colorado aún estuviera a unos pasos de distancia.

Pero hay días en que no recordamos el nombre del ave. Yo le susurro, es un churrinche, y él lo repite como si fuera un hechizo. Entonces vuelve a sonreír.

La cabaña ya no está. El parque cambió. El arroyo se ha secado, pero el viento sigue bajando del cerro, y los aromos ondulan como si supieran que aún estamos aquí, contemplando.

A veces pienso que aquel cuaderno fue nuestra manera de detener el tiempo. Esto pasó. Esto nos pasó. Esto fuimos. Cada página es un tránsito, y cada especie, una hoja de nuestra historia.

No sé cuánto más podremos salir a buscar. Pero mientras haya un pájaro que cruce el cielo, mientras haya un trino que nos despierte, seguiremos siendo nosotros. Porque mirar juntos es también amar. Porque el horizonte, aunque lejano, aún nos pertenece.


© Diana Durán, 4 de agosto de 2025

Este cuento se basa en las imágenes que pueblan el blog "Nuestras Percepciones".[1]

UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

 Imagen generada por IA

UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

Mateo fue siempre para su familia, la piel de Judas. Cuando menos uno se lo esperaba se le ocurría alguna travesura. Con sus ocho años era movedizo e inteligente; además de flaquito, pero fuerte. Con esas cualidades se atrevía a encarar las aventuras más insólitas que tenían a sus padres pendientes siempre de lo que podía suceder con él. El otro hermano, Enzo, dos años mayor, no daba demasiados problemas, ni en la escuela ni en el transcurrir de la vida familiar.

Corría el año mil nueve sesenta y cinco cuando decidieron disfrutar de unas vacaciones junto a otras dos familias amigas, los Guerrero y los San Martín. Alquilaron entre todos un chalet bastante grande en San Clemente del Tuyú. En esas épocas no era tan difícil veranear para la clase media y, entonces, sin pretender demasiados lujos, rentaron un lugar amplio que tenía varias particularidades. Una de ellas era que distaba de la playa solo tres cuadras. Otra característica era la distribución del chalet. Una construcción principal con tres grandes habitaciones, dos baños y el living comedor donde las tres parejas y sus hijos compartirían las comidas. En un sector más alejado, galería y jardín de por medio, había un departamento más chico, pero igualmente cómodo que ocupó la familia de Mateo y Enzo. El lugar tenía dos habitaciones, un baño y el acceso por la galería al chalet principal. Las familias repartieron proporcionalmente los gastos del alquiler y partieron en caravana desde Buenos Aires para llegar con pocos minutos de diferencia a la villa balnearia. Por aquellos tiempos la ruta dos no era una autopista y a la once recién la estaban pavimentando. Les tomó ocho horas a las tres familias llegar a San Clemente, luego de haber parado para apreciar la extensa Bahía de Samborombón, donde los chicos corretearon un rato en las playas atraídos por las aves migratorias de Punta Rasa. Es la estación de descanso y alimentación de sus largos viajes, explicó uno de los padres más interesado por el tema.

El balneario ofrecía un paisaje ideal para disfrutar vacaciones sin apuros con sus calles de arena, casas bajas y aroma a verano. Era un territorio donde los límites se medían en cuadras y los desafíos infantiles podían incluir desde perseguir gaviotas o jugar sin peligros en las alturas arenosas. Todavía no existía el oceanario, ni el partido de la Costa. San Clemente pertenecía al partido rural de General Lavalle, y era conocido por sus playas de amplias dunas que llegaban a medir diez metros.

Una vez llegados al chalet, cada familia se instaló en el lugar previamente acordado. Luego de comer unos ricos sándwiches de milanesa preparados por las madres, los mayores se pusieron a acomodar los petates, mientras los chicos jugaban en el jardín. Más tarde habría tiempo para pasear por San Clemente, el faro y demás atractivos turísticos. La mamá le recalcó a Enzo, no le saques los ojos de encima a tu hermano.

Los chicos, siete en total, jugaban divertidos al tinenti con pequeñas piedras regulares que habían encontrado en el jardín. Cuando se cansaron de la quietud decidieron continuar más activos, encantados del espacio que tenían a su merced. Todo marchaba de maravillas: los padres luego de ocuparse de organizar la casa habían decidido descansar un rato, mientras dejaron a los mayores a cargo de los más chicos, cuyas edades variaban entre ocho y diez.

Bastó un minuto de distracción de Enzo para que Mateo se escapara de la residencia para recorrer el entorno del chalet. Su ánimo de aventura era superior al miedo que podría generarle vagar en soledad. En realidad, no tenía ningún resquemor. Lo hizo seguido durante unos metros por el gato de la casa que, tras acompañarlo durante un corto tramo, volvió al predio. El niño caminó por las calles de arena que crujían bajo sus zapatillas de lona. El sol abrasaba su cabeza, pero él seguía divertido por su aventura cuando, por alguna razón, dobló en una esquina y se perdió. Siguió su derrotero sin gran preocupación interesado por lo que veía a su alrededor. El balneario era en ese entonces un villorrio con pocas casas, que estaba colmado de turistas.

Primero voy a contar yo, dijo Enzo, al iniciar las escondidas, cuando advirtió que eran seis jugadores en total y, en consecuencia, faltaba uno. ¿Dónde está Mateo?, preguntó al resto. No sabemos, dijo uno de los niños. Hace poco estaba persiguiendo al gato, aclaró la niña mayor de la familia Guerrero. Como conocían al pequeño y luego de revisar el predio Enzo empezó a gritar, mamá, papá, Mateo no está. No sabemos dónde se metió.

Las tres parejas salieron de sus habitaciones alarmadas por los gritos de los chicos y buscaron por todo el predio. El padre de Mateo vio la tranquera entornada y dijo, por aquí salió, vamos a buscarlo, nadie se separe, vamos todos juntos. La madre se quedó en la casa por si el fugitivo volvía. El padre recordó aquella vez en que Mateo intentó trepar al tanque de agua en pleno invierno. De este chico se puede esperar cualquier cosa, murmuró, a la vez que daba las instrucciones del caso con la boca seca por la ansiedad.

La columna de búsqueda partió. Recorrió las manzanas aledañas. Preguntaron a los vecinos. Nadie había visto al pequeño. Comenzaron a alarmarse. Estaban cerca de la playa: ¿y si se había encaminado al mar? Recorrieron algunas dunas costeras. No puede ser que se haya animado a venir por estos lados, indicó preocupado el padre. De Mateo se puede esperar cualquier cosa, contestó el hermano. No hables, vos no tendrías que haberle sacado los ojos de encima, le respondió enojado el papá.

Así fue como el grupo recorrió diez cuadras a la redonda, subió y bajó las dunas de la playa aledaña, en una tarde cuya temperatura había trepado a los treinta grados. Ante lo infructuoso de la búsqueda, los mayores decidieron volver a la casa para dar parte a la policía.

Al llegar al chalet encontraron a la madre en la galería con el gesto desencajado y Mateo al rojo vivo, la piel enrojecida y seca. Lo llevaron a la cocina para ponerle paños fríos en la cabeza y bajarle la temperatura. ¿Qué pasó, cuándo, cómo volvió?, preguntó el padre mientras lo abrazaba, acariciándolo como si así pudiera bajarle el fuego de su piel, pero, a la vez, feliz del reencuentro. Querido, lo trajeron unos vecinos. Me dijeron que Mateo les contó que vivía en una casa donde había un gato negro. No sé cómo la encontraron, o quizás fue por esa insólita descripción.

Así comenzaron las tranquilas vacaciones de las tres familias que, de allí en más, no dejaron de vigilar al travieso que se pasó varios días recuperándose de la insolación sufrida.

 

 

Mientras Mateo leía las aventuras de Tom Sawyer bajo la sombra fresca de la galería, el gato negro no se separaba de él, como si supiera que no hubiera habido aventura sin su especial protagonismo.

 

© Diana Durán, 14 de julio de 2025

EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 


Olivos en los años 70. Instagram. Los rincones de Olivos

EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 

Olivos sobre Libertador cerca de la quinta presidencial. Un barrio mixto residencial, comercial y portuario, donde se mezclan petit hoteles, chalets ultramodernos y altos departamentos suntuosos a la vera de la hermosa avenida donde los jacarandás florecen en primavera que tiñen las calles de lila. También hay cuadras transversales, oscuras y estrechas con lugares extraños y sombríos, como si fuera el patio trasero de la ciudad. Allí se combinan peluquerías de barrio, boliches de dudosas prácticas y casas semiabandonadas cubiertas de hiedras. Algunas callejuelas terminan en un cul-de-sac de irremediable tortuosidad. El paisaje del puerto de Olivos es otro mundo donde emergen yates, veleros, prefectura y demás instalaciones relacionadas con las clases altas que van a los clubes de yacht y, también, con quienes solo son paseantes domingueros. Un lugar apacible, a pesar de que a finales de los años setenta nadie podía sentirse seguro en ningún lugar.

 

 

Matilde viajaba todos los días desde su modesta casa de chapas en la Isla Maciel para cuidar a los niños Echevarría en ese sector de Olivos. Dos horas de viaje que incluían cruzar el Riachuelo y trasbordar varios colectivos hasta alcanzar el lugar donde vivía la familia, en Libertador al dos mil. Los padres, ambos ejecutivos, trabajaban mucho así que todas las mañanas esperaban al servicio doméstico para salir . La pequeña Sofía tenía solo tres años y Leandro recién comenzaba el jardín. Matilde no se quejaba. Adoraba a esos niños a quienes había visto nacer y criaba desde entonces. No había tenido hijos, por lo que ellos eran como suyos.

Los chicos la querían muchísimo y esperaban su llegada con ansiedad pues vivían con angustia el hecho de que sus padres partieran todos los días para volver casi de noche. Siempre subyacía el miedo a quedarse solos. La vecina era muy agradable y cuando Matilde se retrasaba, cruzaba generosamente el pasillo, a pedido de la madre, para quedarse con ellos contándole cuentos mientras llegaba “Mati”, como le decían, que siempre aparecía con su sonrisa cándida y gesto maternal. El tono paraguayo se le percibía en la manera de hablar y en las costumbres que se le habían “pegado” a los niños de tanto estar con ella, como tomar mate o comer chipá.

La empleada se ocupaba de todo. Llevaba al mayor al jardín de infantes acompañada de Sofi; hacía las compras diarias; realizaba habituales paseos con la pequeña por las calles soleadas; preparaba el almuerzo y, después del mediodía, retiraba al niño. El pobre concurría a doble escolaridad en una escuela bilingüe cercana. Todavía no sabía leer y escribir, solo su nombre, pero repetía “hello”, “hi”, “good morning”, “how are you”, y demás frases previas a la alfabetización en su propia lengua.

Matilde discrepaba de los padres en muchos aspectos, pero se guardaba muy bien de decirlo. No quería enfrentarlos y cuidaba su trabajo tan imprescindible dado que su marido solo hacía changas. Era una mujer sencilla, cariñosa y tranquila. Una típica matrona paraguaya regordeta y sonriente.

Una mañana primaveral, de vuelta de buscar a Leandro, Mati decidió cambiar el rumbo hacia la calle Manuel de Uribelarrea para comprar un poco de fruta en la vieja verdulería que quedaba a una cuadra. Con manzanas y peras en el bolso, sorprendió a los chicos al decir, qué les parece si visitamos el puerto un ratito. Total, es temprano. Ambos saltaron de alegría como hacían cuando se salían un poco del itinerario habitual para ir a la plaza o la heladería. Nunca habían ido tan lejos, pero el puerto quedaba solo a cinco cuadras de dónde estaban. Podrían contemplar los veleros y yates, y disfrutar de vistas distintas a las cotidianas. Como nunca habían ido por ese camino y con mucha precaución, la muchacha tomó bien fuerte de la mano a los niños. Cuando los chicos llegaron al puerto sintieron el aire fresco y gritaron sorprendidos al ver los triángulos blancos de las velas en los mástiles y las maderas lustradas de los yates. Les parecía un dibujo de los cuentos del “Pirata Malapata” o el “Barco del Abuelo” que Mati les solía leer. Disfrutaron del aire y del horizonte. No estaban acostumbrados más que ir a la quinta el fin de semana y a Pinamar durante las vacaciones. Qué lindo, exclamó Leandro. Cuando sea grande voy a ser capitán, siguió entusiasmado. La carita de Sofi se había iluminado con una gran sonrisa y saltaba de alegría. Al avanzar la tarde se veía más gente en los alrededores, quizá por el día tibio y soleado. En un momento Matilde advirtió que algunas personas los miraban con cierto recelo e, incluso, sintió murmullos de desagrado. ¿Tal vez por mi apariencia diferente a la de los niños? pensó.

Pasada una hora, la muchacha se dio cuenta de que se había hecho tarde. Propuso entonces, regresemos, pequeños, ya es hora. Lea y Sofi se negaron y empezaron a protestar, primero, y a gritar y llorar, después. Así ocurre cuando están cansados, asumió Mati.

Fue entonces cuando sucedió. Un oficial de la policía portuaria se les acercó y preguntó con clara desconfianza, ¿por qué lloran estos niños? Usted, ¿quién es, señora? Soy Matilde Giménez, la persona encargada de cuidarlos, dijo un poco humillada. Muéstreme sus documentos, espetó el oficial. Matilde no llevaba ningún documento. A esa altura estaba asustada, pero también indignada. Pe nĩ nokuapĩ (1), expresó por los nervios que la sobrepasaron en ese momento.

En pocos minutos, una gran cantidad de individuos rodearon a la mujer y los dos pequeños. Siguió una escena de cuchicheos y menosprecios de toda índole. Los pobres terminaron demorados en la policía del puerto para averiguación de antecedentes de la mujer. Al cabo de largo rato, pudo Matilde, entre nervios y llantos, comunicarse con los papás de los niños que aparecieron bastante ofuscados por la imprudencia de su empleada. Desde entonces, no volvieron a tenerle la confianza que habían depositado en ella. Se notaba en el trato y en un pedido de anticipación permanente de sus movimientos con los chicos.

La ida y vuelta de la muchacha de su casa a la de los Echeverría se transformó en una larga travesía poco feliz. Se sentía apenada por la desconfianza de los padres. Estos volvieron a tratarla bien, más por necesidad que por respeto. Matilde no volvió a ser la misma. Una sombra había cubierto la relación que tenían. Pensaba en otro trabajo más cercano. No tanto sacrificio. Lo único que la frenaba era el amor por sus “hijitos”, como ella les decía: “kunumi” (2). 

 



(1) Por favor, no me detenga: Esta es la frase más normal en guaraní y se utiliza para pedir a alguien que no interrumpa o detenga lo que uno está haciendo.

(2) Kunumi: significa "muchacho" o "joven" en guaraní y se usa para referirse a los niños con cariño.

 

© Diana Durán, 26 de mayo de 2025

LA SOMBRA DE CATALINA

 


Tornado de 1985 en Dolores. Diario Criterio. Dolores

LA SOMBRA DE CATALINA

 

Dolores es un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Como profecía de su nombre, allí se sobrellevaban considerables angustias pues sus habitantes vivían asediados por los tornados y las inundaciones que periódicamente ocurrían en el lecho del río Salado.

Era una población sufriente desde sus inicios. Sin embargo, tuvo el honor de ser el “Primer Pueblo Patrio”, primigenio lugar fundado en 1817 por el naciente Estado argentino luego de la declaración de la Independencia. En 1821 fue arrasada por tribus indígenas y repoblada en 1827. También fue perdedora en la rebelión llamada “El Grito de Dolores” contra el gobernador Juan Manuel de Rosas.

Las tradiciones dominaban el estilo de vida de sus habitantes. Todos los vecinos se conocían. Las maestras, el comisario, el intendente, el cura, hasta los viajantes y forasteros formaban un conjunto variopinto de personajes típicos de los pueblos pampeanos.

 

Catalina, bella entre las bellas, llegó a Dolores un día de otoño de 1984. Era una muchacha de no más de treinta años, alta, de cabellos largos y ondulados; ojos negros, profundos y expresivos. Tenía una extraña mezcla de encanto, fuerza y misterio. Emanaba de sí un halo de enigma que comenzó a causar dudas en un poblado indiscreto donde todos se conocían.

Bajó de un micro medio destartalado con sus pocas pertenencias. Sentía angustia ante lo extraño. No sabía adónde ir hasta que encontró alojamiento en un modesto departamento de un solo ambiente, a pocas cuadras de la Plaza Castelli.

Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Los hombres empezaron a murmurar y las mujeres a chismosear. ¿Qué hacía sola tan hermosa viajera desconocida? ¿Cuál era su pasado? ¿Qué venía a hacer al lugar? Su sugestivo modo de caminar y su encantadora voz eran el corrillo entre los parroquianos que frecuentaban los bares y las pueblerinas que tomaban el té todas las tardes en los patios dolorenses.

Una vez instalada con sus mínimas pertenencias, la joven se empleó en un hogar de abuelas como mucama. Había encontrado un cartel al caminar por la misma calle Belgrano donde quedaba su departamento. Catalina no parecía destinada a ser doméstica, pero necesitaba el trabajo. Inicialmente no se inmutó por los chismes que le llegaban por boca de sus compañeras de labor. Se decía que había sido una mujer de mala vida escapada de la gran ciudad; que había abandonado a sus pequeños hijos; que era una viuda venida a menos. Ella siguió con su vida. Además, se sentía cómoda con las ancianas con quienes dialogaba e interactuaba con mucha ternura y calidez. Hasta les cantaba con gracia, cuando su trabajo se lo permitía, para que durmieran tranquilas.

La vecindad no se destacaba por ser cuidadosa con sus comentarios y enseguida se corrió la voz de que Catalina recibía extraños en su departamento, cosa que nadie había constatado fehacientemente. Sin embargo, el rumor se echó a correr pronto por la ciudad. Mientras tanto, Catalina iba de su casa al trabajo y del trabajo a su casa sin mostrar interés en relacionarse con nadie, excepto en su trabajo y por obligación.

Los hechos que continuaron demostraron qué clase de persona era. A finales de la primavera un tornado provocó gran destrucción y la ciudad quedó sitiada por las inundaciones. Ocurrió el 25 de noviembre de 1985 en horas de la tarde cuando el gigante invisible de tierra y viento arrasó todo a su paso. El panorama fue desolador: muchas casas, plazas y la periferia urbana fueron destruidas. Se trató de la noche más larga y triste de que se tuviera memoria en la localidad. Las zonas más castigadas fueron la calle Olavarría, Plaza Moreno, el Asilo de Ancianas y el barrio de los frigoríficos.

Catalina se ocupó de las mujeres del hogar. Algunas no podían movilizarse y demostró dotes de enfermera al realizar los primeros auxilios a quienes estaban lastimadas por las roturas que había producido el tornado. Fue la verdadera protagonista entre muebles y trastos destruidos. No descansó hasta que la última residente estuvo a resguardo. El “Compromiso”, diario pionero del pueblo destacó en una nota su valentía y arrojo.

Pasados los crueles eventos meteorológicos se supo que la muchacha había trabajado en un hospital muy importante de Buenos Aires de donde la habían despedido por reducción de personal. Desde la catástrofe se la reconoció y nadie más se atrevió a murmurar sobre ella.

 

A los pocos meses de la tempestad, Catalina se marchó sin dejar rastros. Nunca había aceptado que la maltrataran con corrillos maledicentes. Se había sentido humillada y difamada desde los inicios de su estadía. Atrás quedaron las consecuencias calamitosas del tornado y sus queridas ancianas. Una de ellas preguntó confundida al no verla, ¿dónde está mi heroína, mi querida Catalina?

 

La muchacha volvió a Buenos Aires, la ciudad del anonimato, donde no le interesaba a nadie que regresara a trabajar de noche como una desconocida artista de cabaret.


© Diana Durán, 19 de mayo de 2025

 

LA NOCHE DE LAS LUCIÉRNAGAS

 





LA NOCHE DE LAS LUCIÉRNAGAS

 

Era una noche estrellada en la quinta de Castelar. Habíamos llegado el viernes a la mañana y jugado durante el día a los habituales príncipes y princesas, entre Pininín y Pininón, los pequeños árboles recientemente plantados por Mariano, el papá de Silvana y Anita. Habíamos recogido duraznos del huerto engulléndolos hasta quedar pipones, y rearmado nuestra cabaña de cañas sin techo apoyada contra la ligustrina que daba a la calle "El Payador", lindante al portón de entrada.

Formábamos un cuarteto de chicos felices y traviesos que nos deleitábamos con las moras que nos dejaban la cara y las manos violetas; jugábamos a la guerra con las cápsulas de eucaliptos que juntábamos en las veredas terrosas y explorábamos los maizales de la cuadra adyacente a la quinta.

De noche devorábamos los churrascos de costillas y las papas envueltas en papel de aluminio hechos a la parrilla por nuestros padres.

Ese mismo viernes mi hermano se le había declarado a Anita frente a nosotras, las mayores, sin resultado propicio, lo que no preocupó a ninguno de los cuatro que seguimos jugando sin cesar porque ese era nuestro afán cotidiano de niños sin preocupaciones.

Vuelvo al principio. Era de noche y una vez comidos y bañados había que acostarse para seguir comentando entre risas los sucesos del día. Debatimos entusiasmados sobre la función que presentaríamos al día siguiente de una de nuestras obras de teatro escritas con prolijidad en una carpeta forrada de azul que incluía los diálogos de nuestra autoría, los dibujos de los personajes y la escenografía al aire libre. Mi hermano Francisco debía cumplir varios papeles porque era el único varón y se necesitaban distintos roles de pajes, príncipes y bandidos para tantas doncellas expectantes. Los espectadores, padres y madres. Con ellos bastaba.

Cuando escuchábamos que Mariano nos decía sin mucha convicción ¡silencio! era porque venía al dormitorio para retirar las camas de la pared, por si bajaba, según aclaraba, alguna araña que nos pudiera picar. También separaba los colchones donde dormíamos en el suelo mi hermano y yo porque argüía que alguna de sus hijas podía pisar a los otros si se resbalaban distraídas. Era tan cuidadoso que cuando se retiraba, luego de darnos el consabido beso a cada uno, empezábamos a reírnos de sus exageradas preocupaciones.

Durante el atardecer casi sin luz y sin avisar a los mayores, habíamos juntado luciérnagas en dos frascos de dulce encontrados en el galpón y las habíamos guardado en nuestros bolsos ocultos en el placard. Los recipientes brillaban como linternas y nosotros estábamos felices de la hazaña lograda al conseguir tantos bichitos luminosos. Silvana advirtió ¿y si se mueren por el encierro?, a lo que respondí presurosa, puede ser, mejor los soltamos ahora, total son inofensivos. Francisco estuvo de acuerdo y Anita asintió somnolienta. Silvana procedió a abrir las tapas de los dos frascos y las pobres luciérnagas volaron hacia el techo donde quedaron iluminándolo como si fuera para nuestra imaginativa mente infantil una diminuta Vía Láctea. Como sabíamos de cielos y estrellas empezamos a comparar su disposición en el cielo raso con la Cruz del Sur y las Tres Marías. Estábamos felices con nuestra aventura. De pronto, comenzaron a volar lento y a deslizarse en picada hacia nuestras cabezas y cubrecamas. No nos gustó nada la situación, pero no podíamos contar a nuestros padres la proeza de haber encerrado a los pobres bichos que ahora estaban a punto de morir a causa de la asfixia sufrida. Según nuestro miedo infantil no había más remedio que escapar de la habitación. Luego de buscar a tientas nuestras zapatillas y manotear en la oscuridad algún abrigo nos escapamos en puntas de pie por el comedor y desde allí abrimos la puerta principal y salimos al jardín. Era una noche cálida y bien iluminada, pero nosotros caminábamos temerosos, uno detrás del otro, sin saber el rumbo que iba a tomar nuestra aventura. En un principio parecía exitosa y audaz, pero luego comenzaron los problemas. Desconocíamos la silueta de los árboles y comenzamos a asociarlos con seres desconocidos. Es un Coco[1], nos va a querer llevar, susurré asustada. Para mí son fantasmas de la noche, ¿no escuchan los silbidos?, contestó Francisco con un hilo de voz. Anita y Silvana, enmudecidas, caminaban abrazadas para darse valor.

La cabaña, que había sido nuestro refugio durante el día, nos parecía una jaula donde terminaríamos encerrados y las siluetas de los frutales se veían extrañas y amenazantes.

Bordeábamos a tientas el perímetro de la quinta cuando empezamos a ver más y más luciérnagas que sospechamos cobrarían venganza por lo que habíamos hecho con sus compañeras. Fue así como decidimos cruzar el portón, pero los ladridos monstruosos del perro de la quinta de enfrente nos hicieron volver sobre nuestros pasos. Sin embargo, no encontrábamos la entrada de la quinta. Seguimos sin saber qué hacer por un largo rato vagando por el entorno de la finca. Nuestros corazones latían fuerte y temblábamos como hojas.

Súbitamente una voz conocida pronunció un regaño funesto: ustedes no tienen perdón, se han portado muy mal. Están castigados por el resto del fin de semana. Se acabaron los juegos y las funciones de teatro. Nos han asustado mucho con su desaparición. Caminen detrás de mí sin chistar. Así volvimos los cuatro aliviados detrás de Mariano, aunque temerosos de la represalia que solo consistió en dormir entre los apagados destellos de las luciérnagas moribundas.

 

© Diana Durán, 12 de mayo de 2025



[1]Criatura maléfica que se lleva a los niños que no se portan bien, 

CULPAS DE VESTIDO LARGO

 


Imagen generada por IA

Corría el año sesenta y ocho. Llegaban los festejos de quince de las mujeres y los bailes de egresados de los varones. Las fiestas de largo se sucedían una tras otra. En el Plaza Hotel, el Savoy o el Círculo Militar; en casas lujosas de Belgrano, pero también en salones austeros de confiterías de Monserrat o Villa del Parque. La mezcla social de la clase media porteña en los liceos así lo permitía. Las madres no daban abasto para terminar de coser o ir a las pruebas de las modistas para culminar los vestidos que lucirían sus hijas. A los cumpleaños de quince se les daba importancia como si fueran las ceremonias de presentación en sociedad durante los bailes de principiantes del siglo XVIII en Inglaterra que se hicieron populares hasta principios del XX. Eran otras épocas y, sin embargo, la historia se repetía más por el interés de los padres que por el de las propias jóvenes.

Durante mi primer baile, en el patio del colegio San José, lucí un vestido de raso turquesa que me había prestado una amiga, a cuyo escote mi madre le agregó una flor para ocultar mi somero busto. Bailé toda la noche sintiéndome una princesa. Todavía mamá no había encontrado la modista que más tarde confeccionaría mi vestuario. Pobre de mí cuando la halló. Yo me ocultaba hasta que ella lograba llevarme a la rastra al taller donde transcurría el tormento de medidas y alfileres. A mí no me interesaban la vestimenta ni los detalles. Solo quería bailar y divertirme. A veces mi padre me acompañaba hasta el lugar de la gala, otras tantas iba con mi hermano si se trataba de amistades comunes. Yo sufría sobremanera los vestidos de gasa, piqué o broderie de colores exasperadamente suaves, tonos celestes cielo, rosa bebé o amarillo patito que me convertían en una niña de seis años vestida de largo. Nada que dejara entrever mi incipiente cuerpo de mujer. No tenía la oportunidad de refunfuñar ni de cambiar el modelo porque en esa época las elecciones de las jóvenes eran mínimas. Al menos en mi caso.

Casi a fin de año me puse de novia con Marcelo, un chico dos años mayor que yo del colegio Marianista. Me habían gustado sus ojos claros y su cabello rubio rizado. Si bien no pertenecía a una familia de alcurnia como la que mis padres pretendían, el muchacho era confiable como para lograr el permiso y poder salir con él. Tenía buenos modales, era dulce y sobre todo fiel, algo raro para esa época, pues cambiábamos de novios como de zapatos, sin tristezas ni remordimientos. Recuerdo que camino a una de las tantas fiestas, tomó mi brazo y me acarició de una manera especial mirándome a los ojos. Casi muero de vergüenza por la sensación turbadora, pero a la vez placentera que me causó. Mis mejillas enrojecieron y entre la culpa y el encanto logré superar las circunstancias. Inocente de mí que solo había bailado con él un poco más juntos y había recibido algunos besos en los labios, no más que eso.

Los padres de mi novio le regalaron al egresar un viaje a Europa con sus compañeros de promoción. Yo estaba recién en tercer año del colegio. Así fue como hasta el día en que partió nuestra relación consistió en concurrir juntos a unos pocos eventos, algunas salidas a caminar por la avenida Santa Fe, cartitas cortas pero amorosas y largas charlas por teléfono, interrumpidas por la burla de mi hermano. Mi flamante pretendiente partió a Europa. Su viaje duró un mes y yo me fui dos de vacaciones con mi familia a San Juan y Mar del Plata. En consecuencia, no nos vimos por tres largos meses.

No lo extrañé mucho ese verano porque era tiempo de diversión, juegos y placeres adolescentes. Eso sí, nos escribíamos largas cartas, pero las guardábamos para el reencuentro ya que no las podíamos intercambiar ante los diversos lugares en que nos hallábamos.

Al regreso a Buenos Aires comencé a sentirme ilusionada con volver a ver a Marcelo. Había idealizado al joven amoroso al que me unía más la fantasía que la realidad. A principios de marzo acordamos la cita. Respondí que sí a su propuesta de venir a casa. Estaba feliz de la vida.

Llegó el día del reencuentro. Me vestí con un jean azul y una remera ajustada. Arreglé mis cabellos con un ondulado natural y el flequillo largo hacia un costado. Esa tarde bailé una y otra vez ante el espejo antes de su llegada al son de “Viento dile a la lluvia”, “Rock de la Mujer Perdida”[1], “Rasguña las Piedras” y “Aprende a ser”[2]. Para ese entonces mi madre no me dominaba en la elección de la vestimenta si se trataba de un encuentro informal. Me sentía atractiva y excitada.

Tocó el timbre a las cinco en punto y abrí la puerta. Me palpitaba el corazón. Allí estaba Marcelo parado con su sonrisa inconfundible. Apenas divisé en sus manos un paquete lleno de regalos porque tuve que mirar hacia abajo para descubrir sus hermosos ojos celestes. En el tiempo en que no nos vimos yo había crecido y le llevaba casi una cabeza a mi querido y dulce novio.

¡Qué desilusión y qué culpa! Una grandísima culpa por desenamorarme en menos de un minuto de aquel petiso que me miraba tierno como siempre, esperando el abrazo intenso que solo fue fugaz y el beso que duró lo que un lirio.

 



[1] Canciones de Los Gatos

[2] Canciones de Sui Generis

© Diana Durán, 9 de diciembre de 2024

JUICIO A LA ESPERANZA

 


Pueblo "La Esperanza". Imagen generada por IA

JUICIO A LA ESPERANZA

 

Había una vez un pequeño pueblo en la llanura denominado La Esperanza, habitado por doscientas personas. Una maestra enseñaba en la escuela primaria y dos en el jardín de infantes situados frente a la plaza. Los alumnos no pasaban de quince entre los dos niveles y se corría el riesgo del cierre del establecimiento pues la matrícula no crecía dada la baja natalidad y la creciente partida de los jóvenes. El único policía vigilaba la seguridad zonal, especialmente del robo de ganado y alguna que otra rencilla entre particulares. El sacerdote vivía en la capilla donde se celebraba misa todos los domingos e impartía los sacramentos cristianos. Pocos bautismos, menos comuniones y confirmaciones, bastantes confesiones de personas mayores aún fieles, escasos matrimonios y la unción de los enfermos. Los creyentes disminuían de manera notoria, pues parte de la población se había inclinado por una secta denominada “Movimiento de la Acción de Dios que había llegado al poblado hacía poco. Se trataba de una novedad para el lugar por la organización de cursos y retiros atrayentes. Un viejo juez de paz actuaba en primera instancia ya que en la región no había un juzgado. Residían también los dueños de los escasos comercios locales: un almacén de ramos generales, un bodegón donde se reunían a jugar al truco y tomar unos tragos los hombres de escasa reputación y un hospedaje que estaba más cerrado que abierto pues solo concurrían quienes hacían noche en el paraje para seguir su camino por la ruta principal. Un cartel indicaba el nombre La Esperanza en grandes letras de cemento blanco en la plazoleta que indicaba el desvío hacia la localidad.

Los propietarios de las estancias linderas nunca concurrían al pueblo pues vivían parte del año en los cascos suntuosos y en el invierno residían en sus casonas de Belgrano en Buenos Aires. Ellos constituían la casta superior que no pisaba La Esperanza, salvo en el caso extremo de falta de alguna provisión que, en general, compraban en los shoppings de la gran ciudad situada a cincuenta kilómetros de la pequeña población.

Un abogado, primogénito del dueño de una de las estancias, iba de vez en cuando para ocuparse de pocos casos como el asesoramiento en divorcios o la intervención en ciertos delitos menores. No mucho más, pues no había disputas sobre propiedades ni orientación sobre derechos laborales ya que nadie tenía un trabajo formal, excepto las docentes.

Una noche sucedió algo que conmovió a todos los pobladores. En la ruta cercana al ingreso del pueblo se produjo un choque frontal entre una Land Rover y una Volkswagen Amarok. En el gravísimo accidente fallecieron los dueños de las dos estancias contiguas a La Esperanza. Las propiedades tenían más de mil hectáreas que no habían sido deslindadas con precisión por lo que se superponían en una franja de cien hectáreas. No era una superficie considerable para las posesiones de los herederos. El tema era que esos territorios limitaban con el lecho mayor del río Dulce, el más importante de la zona. Los Bianchi y los Zanella, cuyos jefes de familia murieron trágicamente, tenían depósitos bancarios cuantiosos en la sucursal del banco de capitales italianos de la ciudad cercana. Eran piamonteses tradicionales con una extrema cultura del ahorro lo que sumado a sus propiedades implicaba una copiosa herencia.

El hijo no reconocido del viejo Bianchi vivía en el pueblo, oculto a la familia excepto para su padre muerto, y se había enamorado perdidamente de la hija menor de los Zanella, todavía soltera. La joven lo veía en la clandestinidad. Nadie en la villa lo sabía, excepto los miembros del “Movimiento de la Acción de Dios” que los refugiaban en sus encuentros. La secta había sido investigada por prácticas manipuladoras sobre sus integrantes. Los jóvenes no quedaron exentos de esos manejos y promovidos por la congregación iniciaron un litigio para liberarse del yugo de sus familias y, en el caso del varón, obtener una buena suma de dinero. Así se inició un juicio en el que la localidad quedó dividida en dos bandos; los que estaban a favor de la pareja y los que por tradición eran fieles a los dueños de las tierras linderas.

Los novios lograron librarse de la secta y se casaron en la parroquia local durante el período en que duró el juicio. No les importaba su futuro económico. Pasaron varios años durante el proceso de filiación sumado a la disputa por la herencia de las esposas y el resto de los miembros de ambas familias. Como la ley argentina no discrimina entre los nacidos dentro o fuera del matrimonio en cuanto a sus derechos sucesorios, el veredicto fue unánime. El juez tomó la decisión de reconocer al hijo natural y adjudicar a los esposos el terreno litigado de cien hectáreas lindantes al río más una cuantiosa suma de dinero.

En el paisajístico solar heredado, pleno de rincones del río, barrancas, playas y bosques en galería, los esposos construyeron complejos de cabañas, equipamientos para senderismo, cabalgatas, pesca y observación de aves. También lograron que se instalaran restaurantes gourmet, parrillas y cafeterías; atractivos que hicieron de La Esperanza el centro de turismo rural más valorado de toda la región.

El “Movimiento de la Palabra de Dios”, ante el fracaso de sus prácticas, partió hacia otros rumbos.

Los restantes miembros de las familias Bianchi y Zanella continuaron viviendo entre sus estancias y casonas de Belgrano, sin importarles lo logrado por los jóvenes en la escasa superficie recibida por herencia, ni tampoco reconocieron al hijo y hermano.


Diana Durán, 25 de noviembre de 2024

HALLAZGO SERRANO

 



Sierra de la Ventana. Foto Durán

HALLAZGO SERRANO

 

La región estaba asolada por la aridez. Poco a poco los habitantes migraban a otros solares mejor provistos.

La escasez de agua se había instalado lentamente en el curso de un año. Al principio pensamos que iba a ser solo de tres meses con lo cual afectaría la floración y los cultivos, pero llegó a un punto en que la falta de lluvias hizo que las napas se secaran y los suelos se resquebrajaran. Había que llevar el ganado a los establos. Las pasturas habían amarillado y decidimos segarlas para guardarlas en los silos. En su lugar solo crecían matorrales espinosos que ni las cabras querían.

Los arroyos que bajaban de las sierras vertían hilos de agua hasta que terminaron secándose y las rocas ya no brillaban como cuando eran torrentosos. Todo se había tornado pajizo y gris. Solo en el fondo de los cauces se pintaba un verde musgo, restante de épocas húmedas. Se había situado un extremo desecamiento hidrológico que había afectado también a otros sitios pampeanos. La provincia había declarado el estado de emergencia.

Mis padres y mi esposo estaban azorados por los hechos. Nunca habíamos tenido una seca tan grave. Vivíamos en una finca que se extendía desde la ladera a la parte más alta de la Sierra de la Ventana. Mis tres hijos, varones pequeños, concurrían a una escuela rural que dada las condiciones ambientales había cerrado temporalmente. Los chicos estaban inquietos y peleadores si bien tenían mucho espacio para jugar. Ahora podían explorar las quebradas pues se lo permitíamos ya que los arroyos no tenían agua. Los tres jugaban como potrillos entre peñascos y cauces secos en la búsqueda afanosa de alguna lagartija u otra alimaña que cazar pues quedaban pocos animales en la zona. ¿Quién sabe dónde habrían migrado las liebres, cervatillos, zorros e incluso algunos jabalíes que solían revolcarse por allí? Las vertientes estaban vacías. Los pájaros se arremolinaban en los bosquecillos. Zorzales, benteveos, calandrias y horneros se avistaban en inciertos vuelos en círculos como queriendo despegar hacia otros lares.

Teníamos miedo de que los pinares se quemaran por las altas temperaturas expandiéndose hacia los pastizales. Esa circunstancia podía provocar una catástrofe. A los álamos y sauces se les caían las hojas fuera de la estación correspondiente.

        Todo estaba trastocado. Veíamos cómo el sacrificio de muchos años se esfumaba. Pensábamos con mi esposo que debíamos irnos, pero nos lo impedía el amor por ese terruño tan nuestro.

Una tarde los chicos nos pidieron explorar por la ladera opuesta a la casa, poco recorrida por todos nosotros. Era una gran aventura para ellos. Como no había peligro lo aceptamos. Llevaron sus mochilas con agua y unos sándwiches especiales preparados por la abuela.


 

Con gran entusiasmo los muchachitos se internaron en una quebrada muy estrecha, cubierta de matas espinosas y se ocultaron de la observación de sus padres. Estaban tan entusiasmados con la aventura que comentaban alborozados sus observaciones. Me parece que los pájaros están cantando en aquel bosquecillo, dijo el más grande. Por aquí se ven revolcaderos de jabalíes húmedos, ¡qué extraño!, le respondió el menor. El del medio les gritó: ¡vengan, miren, encontré agua que sale entre las piedras! Así fue como encontraron entre las rocas de una pequeña garganta un manantial del que escurría agua cristalina a borbotones y luego se volvía a internar en una caverna subterránea. Era un hallazgo asombroso. Como los muchachitos sabían manejarse en las sierras memorizaron la posición y corrieron a avisar la gran noticia a sus padres y abuelos.

 

El descubrimiento permitió realizar un canal desde la fuente descubierta y recuperar agua para nuestra subsistencia, el regadío y el ganado. Fueron nuestros hijos quienes nos salvaron de la migración.


© Diana Durán. 20 de noviembre de 2024

CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA

  Martín pescador grande. Fotografía: Héctor Correa Churrinche. Fotografía: Héctor Correa CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA Cuando éramos jóvene...