JUICIO A LA ESPERANZA
Había una vez un pequeño pueblo en la llanura
denominado La Esperanza, habitado por doscientas personas. Una maestra enseñaba
en la escuela primaria y dos en el jardín de infantes situados frente a la plaza. Los alumnos no pasaban de quince entre los dos niveles y se corría
el riesgo del cierre del establecimiento pues la matrícula no crecía dada la
baja natalidad y la creciente partida de los jóvenes. El único policía vigilaba
la seguridad zonal, especialmente del robo de ganado y alguna que otra rencilla
entre particulares. El sacerdote vivía en la capilla donde se celebraba misa
todos los domingos e impartía los sacramentos cristianos. Pocos bautismos, menos
comuniones y confirmaciones, bastantes confesiones de personas mayores aún
fieles, escasos matrimonios y la unción de los enfermos. Los creyentes disminuían
de manera notoria, pues parte de la
población se había inclinado por una secta denominada “Movimiento
de la Acción de Dios” que había llegado al poblado hacía poco. Se
trataba de una novedad para el lugar por la organización de cursos y retiros atrayentes.
Un viejo juez de paz actuaba en primera instancia ya que en la región no había
un juzgado. Residían también los dueños de los escasos comercios locales: un
almacén de ramos generales, un bodegón donde se reunían a jugar al truco y
tomar unos tragos los hombres de escasa reputación y un hospedaje que estaba
más cerrado que abierto pues solo concurrían quienes hacían noche en el paraje para
seguir su camino por la ruta principal. Un cartel indicaba el nombre La
Esperanza en grandes letras de cemento blanco en la plazoleta que indicaba el
desvío hacia la localidad.
Los propietarios de las estancias linderas nunca
concurrían al pueblo pues vivían parte del año en los cascos suntuosos y en el invierno
residían en sus casonas de Belgrano en Buenos Aires. Ellos constituían la casta
superior que no pisaba La Esperanza, salvo en el caso extremo de falta de
alguna provisión que, en general, compraban en los shoppings de la gran ciudad situada
a cincuenta kilómetros de la pequeña población.
Un abogado, primogénito del dueño de una de
las estancias, iba de vez en cuando para ocuparse de pocos casos como el asesoramiento
en divorcios o la intervención en ciertos delitos menores. No mucho más, pues
no había disputas sobre propiedades ni orientación sobre derechos laborales ya
que nadie tenía un trabajo formal, excepto las docentes.
Una noche sucedió algo que conmovió a todos
los pobladores. En la ruta cercana al ingreso del pueblo se produjo un choque
frontal entre una Land Rover y una Volkswagen Amarok. En el gravísimo accidente fallecieron
los dueños de las dos estancias contiguas a La Esperanza. Las propiedades tenían más de mil hectáreas que no habían sido deslindadas con precisión por lo que
se superponían en una franja de cien hectáreas. No era una superficie
considerable para las posesiones de los herederos. El tema era que esos
territorios limitaban con el lecho mayor del río Dulce, el más importante de la
zona. Los Bianchi y los Zanella, cuyos jefes de familia murieron trágicamente, tenían
depósitos bancarios cuantiosos en la sucursal del banco de capitales italianos
de la ciudad cercana. Eran piamonteses tradicionales con una extrema cultura del ahorro
lo que sumado a sus propiedades implicaba una copiosa herencia.
El hijo no reconocido del viejo Bianchi vivía
en el pueblo, oculto a la familia excepto para su padre muerto, y se había
enamorado perdidamente de la hija menor de los Zanella, todavía soltera. La
joven lo veía en la clandestinidad. Nadie en la villa lo sabía, excepto los
miembros del “Movimiento de la Acción de Dios” que los refugiaban en sus
encuentros. La secta había sido investigada por prácticas
manipuladoras sobre sus integrantes. Los jóvenes no quedaron exentos de esos
manejos y promovidos por la congregación iniciaron un litigio para liberarse
del yugo de sus familias y, en el caso del varón, obtener una buena suma de
dinero. Así se inició un juicio en el que la localidad quedó dividida en dos bandos; los
que estaban a favor de la pareja y los que por tradición eran fieles a los
dueños de las tierras linderas.
Los novios lograron librarse de la secta y se
casaron en la parroquia local durante el período en que duró el juicio. No les importaba
su futuro económico. Pasaron varios años durante el proceso de filiación sumado
a la disputa por la herencia de las esposas y el resto de los miembros de ambas
familias. Como la ley argentina no discrimina entre los nacidos dentro o fuera
del matrimonio en cuanto a sus derechos sucesorios, el veredicto fue unánime. El
juez tomó
la decisión de reconocer al hijo natural y adjudicar a los esposos el terreno litigado de
cien hectáreas lindantes al río más una cuantiosa suma de dinero.
En el paisajístico solar heredado, pleno de
rincones del río, barrancas, playas y bosques en galería, los esposos construyeron
complejos de cabañas, equipamientos para senderismo, cabalgatas,
pesca y observación de aves. También lograron que se instalaran restaurantes
gourmet, parrillas y cafeterías; atractivos que hicieron de La Esperanza el centro
de turismo rural más valorado de toda la región.
El “Movimiento de la Palabra de Dios”, ante
el fracaso de sus prácticas, partió hacia otros rumbos.
Los restantes miembros de las familias
Bianchi y Zanella continuaron viviendo entre sus estancias y casonas de
Belgrano, sin importarles lo logrado por los jóvenes en la escasa superficie
recibida por herencia, ni tampoco reconocieron al hijo y hermano.
Diana Durán, 25 de noviembre de 2024
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