EL ALBAÑIL
El patio era nuestro sitio
venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos mates
en las tardes serenas. También teníamos una vieja parrilla que ocupaba mucho
espacio. Se trataba del mejor rincón, lleno de plantas y adornos traídos de
viajes por el interior del país. Colgaban helechos, potus, rosarios, lazos de
amor y hasta una orquídea misionera en la esquina más umbría. En macetas de
diversos tamaños y colores había plantado todo tipo de flores, aromáticas y pequeños
arbustos. El espacio era una ventana al cielo del hogar. El único problema era
que durante las frecuentes lluvias solía mojarse, transformándose en un
barrizal al salpicar la tierra.
Luego de largas charlas y
proyectos dibujados con mucho esmero decidimos cerrar ese patio para convertirlo
en un jardín de invierno. Para concretarlo llamamos a Pedro, un albañil
conocido de mi esposo, Hernán. Hombre rudo y corpulento capaz de transportar increíbles
pesos en hierro y mover montañas de escombros para realizar trabajos de herrería
y construcción.
Con él terminamos de diseñar
nuestro espacio
verde interior con ventanales que permitirían que las plantas recibieran luz. Solo había que tirar abajo la parrilla y en su lugar
levantar una pared más baja que la del lado sur del patio. En el frente opuesto
se bajaría la mampostería para dejar un zócalo que permitiera colocar grandes
ventanales. De costado casi no había nada que hacer. En todas las paredes dispondríamos
un cerramiento y agregaríamos una puerta de hierro en la entrada a la escalera.
Todo pintado de blanco. Cuando se concluyera la reforma, volverían a reinar las
plantas y artesanías.
Mi esposo tenía gran
confianza en Pedro, un hombre parco y sereno, a quien conocía al dedillo de la
herrería donde juntos habían trabajado por años.
Calculamos el presupuesto
con el albañil y compramos los materiales. La obra empezaría el lunes siguiente.
La destreza del Pedro estaba asegurada. Primero tiraría abajo las paredes en
base a las medidas del plano dibujado con mi marido para no equivocarse. A la
par construiría los ventanales en la herrería donde tenía el equipamiento necesario.
La obra empezó con los
consabidos golpazos para derribar las paredes. Por suerte yo trabajaba de
mañana, así que no escuchaba más que el inicio de los destrozos. Hernán
acompañaba a Pedro un rato y luego trataba de irse lo más lejos posible para no
sentir los mazazos. En poco tiempo la destrucción del patio estuvo terminada y
mis queridas plantas cubiertas de un polvillo blanco que no hubo caso de
evitar, aunque las acomodara en la única pared libre de escombros que daba a la
cocina, tapadas por papeles de diario. Pero no solo eso, cuando volvía del
trabajo tenía que limpiar toda la casa pues el maldito polvo de alguna manera
se introducía por las rendijas y lo cubría todo. Lo hacía con tolerancia pues el
fin lo justificaba.
La obra avanzó muy rápido
hasta que solo restó iniciar la colocación de los ventanales. En definitiva,
dio gusto ver a Pedro con esa fortaleza que lo caracterizaba. Nos
tranquilizamos al no escuchar más alboroto y disfrutamos de un espacio abierto
que admirábamos pensando cómo iba a quedar terminado.
Durante la tercera semana de
trabajo Pedro empezó a venir de manera intermitente. Un día sí, otro no. Luego
las faltas recrudecieron. Primero, avisó
en la herrería que su madre estaba enferma y tendría que cuidarla pues no había
quien lo ayudara. Pasaron diez días sin tener noticias, hasta que mi esposo fue
al negocio para ver qué sucedía. Allí supo que el problema continuaba sin
solución y que ningún ventanal había sido construido. No quiso ir a la casa de
Pedro para no molestarlo en su desgraciada situación.
Pasado un mes, el albañil apareció
y sin dar grandes explicaciones dijo que necesitaba dinero para afrontar la
enfermedad de su madre. Agregó que pronto recomenzaría el trabajo. Frente a la
necesidad de ver terminado el patio cubierto y por la amistad que nos unía, nos
apiadamos de él y le adelantamos lo que solicitó, según agregó, para comprar
los hierros y armar los ventanales que finalmente colocaría en muy poco tiempo.
Luego de los vidrios nos ocuparíamos nosotros.
Lo esperamos hasta cansarnos
durante varias semanas. Finalmente decidimos concurrir nuevamente a su casa.
Esta vez acompañé a Hernán, enojada como estaba por la impaciente espera. Cuando
llegamos vimos que dos maderas gruesas cruzaban la puerta de entrada de la
vieja casona. Preguntamos a los vecinos y al herrero amigo de mi Hernán y de
Pedro. Nadie lo había visto.
Nunca más se supo del
albañil ni de su madre. Nadie reclamó su presencia y su asombrosa desaparición
pasó a formar parte de los mitos urbanos del lugar. Nuestro patio quedó en
ruinas por un largo tiempo hasta que reunimos nuevamente el dinero para
reconstruirlo.
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