CRISIS EN LA GRAN CIUDAD
“Los castillos se quedaron solos. Sin princesas ni caballeros. Solos a
la orilla de un río. Vestidos de musgo y silencio. A las altas ventanas suben.
Los pájaros muertos de miedo. Espían salones vacíos. Abandonados terciopelos”
(María Elena Walsh).
La congestión del tránsito era cada día peor. Se había
llegado al límite de la circulación. Ni los semáforos andaban. Ya no se podía
transitar por el centro ni por los barrios. A veces los autos quedaban varados
por horas en algunas esquinas y la gente no llegaba a destino.
Riverside, San Martín y Estudiantes[i] que, según
las estadísticas de 2022, eran las barriadas más pobladas, se empezaron a deshabitar.
Imposible vivir en
ellas. Faltaba el agua potable, la basura se acumulaba,
había temibles robos a mano armada.
Mi esposo y yo residíamos en San Martín en un departamento
de tres ambientes situado en una esquina
soleada y tranquila. Sin embargo, día a día mermaba nuestra calidad de vida.
Desde hacía cinco años el barrio se hundía en la dejadez. No se salvaban ni los
edificios más elegantes, ni las casas de estilo inglés, antes símbolo de
opulencia y prosperidad, ahora deterioradas. Nadie cuidaba las plazas, el
pavimento, ni el alumbrado. Los vecinos se mudaban. Nosotros queríamos trasladarnos,
pero no sabíamos adónde.
El Soho y Los Ángeles[ii], antes
residenciales y modernos, plenos de restaurantes temáticos, bares sofisticados y
tiendas de autor, sufrían ataques de pandillas y se iban cerrando. Quedaban
solo rastros cubiertos de musgos y hiedras.
En el sur, Los Cobertizos, La Ría,
Parque Hidalgo y Vieja Roma[iii],
renovados en la década del 2020, iniciaron su decadencia con la expansión de
los asentamientos precarios dominados por narcos y bandas que copaban los
edificios públicos a los que ya no concurrían los empleados. Los extranjeros no
visitaban las callejuelas de artistas ni tampoco el estadio de la Ría. Los circuitos turísticos habían desaparecido.
Ni qué decir de los barrios Clausura,
Puerto Leño, Antique y Monte Aserrado[iv], antes dinámicos
y céntricos, la city de los negocios y las grandes firmas. Se habían
arruinado por la caída de la bolsa y el deterioro ambiental, ahora eran
ciudadelas fantasmas.
Las personas
se encerraban en sus viviendas y pedían las provisiones como en la época de la
pandemia sufrida dos décadas atrás. Preferían no salir de sus casas antes de
ser atacadas por bandidos que robaban y lastimaban. La ciudad era una ruina.
Deseábamos irnos a un distrito del oeste del país, pero había
que pensarlo bien. Primero había que buscar un lugar donde vivir y un trabajo.
Nuestros sueldos estaban menguados por la inflación. Nos quedaba invertir los
ahorros en un emprendimiento en alguno de los pocos sitios que reconocíamos
como tranquilos. Queríamos un pueblo aislado, alejado de toda interacción con
la metrópolis. Averiguamos sobre Los Cerrillos, Desaguadero y Villa La Paz. No nos
importaba la lejanía. Solo que el lugar fuera limpio, tranquilo y libre de malhechores.
Con el tiempo en la Gran Ciudad se produjo la disminución
del tránsito porque, ante la crisis energética, las familias ya no conseguían
combustible. La acumulación de residuos en los contenedores desbordados por la escasa
recolección era pavorosa. Los olores, nauseabundos. Las ratas circulaban por todas
partes. Las
personas en situación de calle que solían dormir en las entradas de edificios huían
hacia la periferia adonde podían conseguir comida. La mayoría fue diezmada por
las enfermedades. En cambio, se veían depositados en las aceras: muebles
nuevos, bibliotecas colmadas de libros, computadoras de última generación, colchones
King Size y enseres de cocina relucientes. La clase media, humillada por la
pobreza, vivía en la calle.
Nosotros partimos con lo que pudimos a Los Cerrillos, en el centro de las
travesías llanas. Nada nos importaba, queríamos alejarnos de la tristeza y la
decadencia de la Gran Ciudad. Nos instalamos en una pequeña pero cálida cabaña y
abrimos un comedor de cocina casera para lugareños y forasteros. Intentábamos
olvidar lo que sucedía en nuestro lugar de origen.
Mientras tanto, en la metrópolis, la mayor parte de los edificios
de oficinas se había enfermado con síntomas de contaminación del aire en los
espacios cerrados que provocaban náuseas, mareos y jaquecas a quienes todavía trabajaban.
En un principio la Sociedad de Arquitectos recomendó tener las ventanas abiertas
en forma permanente y cambiar los sistemas de ventilación, pero luego advirtió
que el mal era interno. No se los podían sanar y, en consecuencia, había que
demolerlos. Las compañías de derrumbe estaban a la orden del día. Otras
construcciones que tenían fallas estructurales también debían ser destruidas a
través de la implosión. Era un espectáculo dantesco para los ciudadanos escuchar
las detonaciones y ver que la onda expansiva se movía hacia adentro de los
edificios que caían como si fueran de arena.
Ya ni pájaros había porque hacía mucho tiempo los gorriones y palomas habían
migrado hacia los campos en busca de comida saludable.
Supimos por las redes que, frente al
caos y el desorden, el Jefe De Gobierno había impartido el toque de queda. Desde
las nueve de la noche nadie podía salir de sus casas y menos aún circular. Los
negocios debían cerrarse a las siete de la tarde. La capital de la vida nocturna
se moría antes del anochecer. Nosotros, en cambio, podíamos escuchar música con
los nuevos vecinos en el Centro Comunitario del pueblo.
Por último, y sin saber por qué los
edificios comenzaron a caer solos, mientras hombres, mujeres y niños huían
despavoridos hacia las zonas rurales. Supimos que los puentes y avenidas de
salida estaban abarrotados y los autos chocaban entre sí en la carrera
desesperada por huir de la ciudad.
Nosotros empezamos una nueva vida, tranquilos
y esperanzados, lejos del desastre urbano. Sin embargo, temíamos cuando llegaba
alguna familia a instalarse en el poblado. La huella del pasado envolvía nuestras
entrañas. Habíamos dejado atrás el infierno y no queríamos que nadie nos los
recordara.
© Diana Durán, 5
de agosto de 2024
Diana, la esperanza está en encontrar el lugar interior, y en esa búsqueda construímos el exterior... Primero debe morir lo que ya no nos sirve, para nacer lo nuevo... Es una radiografía del fin de un tiempo... gracias por compartir.
ResponderEliminarMuchas gracias, Vio, por tu comentario y lectura del cuento.
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