CULPAS DE VESTIDO LARGO

 


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Corría el año sesenta y ocho. Llegaban los festejos de quince de las mujeres y los bailes de egresados de los varones. Las fiestas de largo se sucedían una tras otra. En el Plaza Hotel, el Savoy o el Círculo Militar; en casas lujosas de Belgrano, pero también en salones austeros de confiterías de Monserrat o Villa del Parque. La mezcla social de la clase media porteña en los liceos así lo permitía. Las madres no daban abasto para terminar de coser o ir a las pruebas de las modistas para culminar los vestidos que lucirían sus hijas. A los cumpleaños de quince se les daba importancia como si fueran las ceremonias de presentación en sociedad durante los bailes de principiantes del siglo XVIII en Inglaterra que se hicieron populares hasta principios del XX. Eran otras épocas y, sin embargo, la historia se repetía más por el interés de los padres que por el de las propias jóvenes.

Durante mi primer baile, en el patio del colegio San José, lucí un vestido de raso turquesa que me había prestado una amiga, a cuyo escote mi madre le agregó una flor para ocultar mi somero busto. Bailé toda la noche sintiéndome una princesa. Todavía mamá no había encontrado la modista que más tarde confeccionaría mi vestuario. Pobre de mí cuando la halló. Yo me ocultaba hasta que ella lograba llevarme a la rastra al taller donde transcurría el tormento de medidas y alfileres. A mí no me interesaban la vestimenta ni los detalles. Solo quería bailar y divertirme. A veces mi padre me acompañaba hasta el lugar de la gala, otras tantas iba con mi hermano si se trataba de amistades comunes. Yo sufría sobremanera los vestidos de gasa, piqué o broderie de colores exasperadamente suaves, tonos celestes cielo, rosa bebé o amarillo patito que me convertían en una niña de seis años vestida de largo. Nada que dejara entrever mi incipiente cuerpo de mujer. No tenía la oportunidad de refunfuñar ni de cambiar el modelo porque en esa época las elecciones de las jóvenes eran mínimas. Al menos en mi caso.

Casi a fin de año me puse de novia con Marcelo, un chico dos años mayor que yo del colegio Marianista. Me habían gustado sus ojos claros y su cabello rubio rizado. Si bien no pertenecía a una familia de alcurnia como la que mis padres pretendían, el muchacho era confiable como para lograr el permiso y poder salir con él. Tenía buenos modales, era dulce y sobre todo fiel, algo raro para esa época, pues cambiábamos de novios como de zapatos, sin tristezas ni remordimientos. Recuerdo que camino a una de las tantas fiestas, tomó mi brazo y me acarició de una manera especial mirándome a los ojos. Casi muero de vergüenza por la sensación turbadora, pero a la vez placentera que me causó. Mis mejillas enrojecieron y entre la culpa y el encanto logré superar las circunstancias. Inocente de mí que solo había bailado con él un poco más juntos y había recibido algunos besos en los labios, no más que eso.

Los padres de mi novio le regalaron al egresar un viaje a Europa con sus compañeros de promoción. Yo estaba recién en tercer año del colegio. Así fue como hasta el día en que partió nuestra relación consistió en concurrir juntos a unos pocos eventos, algunas salidas a caminar por la avenida Santa Fe, cartitas cortas pero amorosas y largas charlas por teléfono, interrumpidas por la burla de mi hermano. Mi flamante pretendiente partió a Europa. Su viaje duró un mes y yo me fui dos de vacaciones con mi familia a San Juan y Mar del Plata. En consecuencia, no nos vimos por tres largos meses.

No lo extrañé mucho ese verano porque era tiempo de diversión, juegos y placeres adolescentes. Eso sí, nos escribíamos largas cartas, pero las guardábamos para el reencuentro ya que no las podíamos intercambiar ante los diversos lugares en que nos hallábamos.

Al regreso a Buenos Aires comencé a sentirme ilusionada con volver a ver a Marcelo. Había idealizado al joven amoroso al que me unía más la fantasía que la realidad. A principios de marzo acordamos la cita. Respondí que sí a su propuesta de venir a casa. Estaba feliz de la vida.

Llegó el día del reencuentro. Me vestí con un jean azul y una remera ajustada. Arreglé mis cabellos con un ondulado natural y el flequillo largo hacia un costado. Esa tarde bailé una y otra vez ante el espejo antes de su llegada al son de “Viento dile a la lluvia”, “Rock de la Mujer Perdida”[1], “Rasguña las Piedras” y “Aprende a ser”[2]. Para ese entonces mi madre no me dominaba en la elección de la vestimenta si se trataba de un encuentro informal. Me sentía atractiva y excitada.

Tocó el timbre a las cinco en punto y abrí la puerta. Me palpitaba el corazón. Allí estaba Marcelo parado con su sonrisa inconfundible. Apenas divisé en sus manos un paquete lleno de regalos porque tuve que mirar hacia abajo para descubrir sus hermosos ojos celestes. En el tiempo en que no nos vimos yo había crecido y le llevaba casi una cabeza a mi querido y dulce novio.

¡Qué desilusión y qué culpa! Una grandísima culpa por desenamorarme en menos de un minuto de aquel petiso que me miraba tierno como siempre, esperando el abrazo intenso que solo fue fugaz y el beso que duró lo que un lirio.

 



[1] Canciones de Los Gatos

[2] Canciones de Sui Generis

© Diana Durán, 9 de diciembre de 2024

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