EL NIÑO Y EL GATO EN
LA PLAYA
Mateo fue siempre para su familia, la piel de Judas. Cuando menos uno se
lo esperaba se le ocurría alguna travesura. Con sus ocho años era movedizo e
inteligente; además de flaquito, pero fuerte. Con esas cualidades se atrevía a
encarar las aventuras más insólitas que tenían a sus padres pendientes siempre
de lo que podía suceder con él. El otro hermano, Enzo, dos años mayor, no daba
demasiados problemas, ni en la escuela ni en el transcurrir de la vida
familiar.
Corría el año mil nueve sesenta y cinco cuando decidieron disfrutar de
unas vacaciones junto a otras dos familias amigas, los Guerrero y los San
Martín. Alquilaron entre todos un chalet bastante grande en San Clemente del
Tuyú. En esas épocas no era tan difícil veranear para la clase media y,
entonces, sin pretender demasiados lujos, rentaron un lugar amplio que tenía
varias particularidades. Una de ellas era que distaba de la playa solo tres
cuadras. Otra característica era la distribución del chalet. Una construcción
principal con tres grandes habitaciones, dos baños y el living comedor donde
las tres parejas y sus hijos compartirían las comidas. En un sector más alejado,
galería y jardín de por medio, había un departamento más chico, pero igualmente
cómodo que ocupó la familia de Mateo y Enzo. El lugar tenía dos habitaciones,
un baño y el acceso por la galería al chalet principal. Las familias
repartieron proporcionalmente los gastos del alquiler y partieron en caravana desde
Buenos Aires para llegar con pocos minutos de diferencia a la villa balnearia.
Por aquellos tiempos la ruta dos no era una autopista y a la once recién la
estaban pavimentando. Les tomó ocho horas a las tres familias llegar a San
Clemente, luego de haber parado para apreciar la extensa Bahía de Samborombón,
donde los chicos corretearon un rato en las playas atraídos por las aves
migratorias de Punta Rasa. Es la estación de descanso y alimentación de
sus largos viajes,
explicó uno de los padres más interesado por el tema.
El balneario ofrecía un paisaje
ideal para disfrutar vacaciones sin apuros con sus calles de arena, casas bajas
y aroma a verano. Era un territorio donde los límites se medían en cuadras y
los desafíos infantiles podían incluir desde perseguir gaviotas o jugar sin
peligros en las alturas arenosas. Todavía no existía el oceanario,
ni el partido de la Costa. San Clemente pertenecía al partido rural de General
Lavalle, y era conocido por sus playas de amplias dunas que llegaban a medir diez metros.
Una vez llegados al chalet, cada familia se instaló en el lugar
previamente acordado. Luego de comer unos ricos sándwiches de milanesa
preparados por las madres, los mayores se pusieron a acomodar los petates,
mientras los chicos jugaban en el jardín. Más tarde habría tiempo para pasear
por San Clemente, el faro y demás atractivos turísticos. La mamá le recalcó a
Enzo, no le saques los ojos de encima a tu hermano.
Los chicos, siete en total, jugaban divertidos al tinenti con pequeñas
piedras regulares que habían encontrado en el jardín. Cuando se cansaron de la
quietud decidieron continuar más activos, encantados del espacio que tenían a
su merced. Todo
marchaba de maravillas: los padres luego de ocuparse de organizar la casa habían
decidido descansar un rato, mientras dejaron a los mayores a cargo de los más
chicos, cuyas edades variaban entre ocho y diez.
Bastó un minuto de distracción de Enzo para que Mateo se escapara de la
residencia para recorrer el entorno del chalet. Su ánimo de aventura era
superior al miedo que podría generarle vagar en soledad. En realidad, no tenía
ningún resquemor. Lo hizo seguido durante unos metros por el gato de la casa
que, tras acompañarlo durante un corto tramo, volvió al predio. El niño caminó por
las calles de arena que crujían bajo sus zapatillas de lona. El sol abrasaba su
cabeza, pero él seguía divertido por su aventura cuando, por alguna razón,
dobló en una esquina y se perdió. Siguió su derrotero sin gran preocupación
interesado por lo que veía a su alrededor. El balneario era en ese entonces un
villorrio con pocas casas, que estaba colmado de turistas.
Primero voy a contar yo, dijo Enzo, al iniciar las
escondidas, cuando advirtió que eran seis jugadores en total y, en
consecuencia, faltaba uno. ¿Dónde está Mateo?, preguntó al resto. No sabemos,
dijo uno de los niños. Hace poco estaba persiguiendo al gato, aclaró la
niña mayor de la familia Guerrero. Como conocían al pequeño y luego de revisar
el predio Enzo empezó a gritar, mamá, papá, Mateo no está. No sabemos
dónde se metió.
Las tres parejas salieron de sus habitaciones alarmadas por los gritos
de los chicos y buscaron por todo el predio. El padre de Mateo vio la tranquera
entornada y dijo, por aquí salió, vamos a buscarlo, nadie se separe, vamos
todos juntos. La madre se quedó en la casa por si el fugitivo volvía. El
padre recordó aquella vez en que Mateo intentó trepar al tanque de agua en
pleno invierno. De este chico se puede esperar cualquier cosa, murmuró,
a la vez que daba las instrucciones del caso con la boca seca por la ansiedad.
La columna de búsqueda partió. Recorrió las manzanas aledañas. Preguntaron
a los vecinos. Nadie había visto al pequeño. Comenzaron a alarmarse. Estaban
cerca de la playa: ¿y si se había encaminado al mar? Recorrieron algunas dunas
costeras. No puede ser que se haya animado a venir por estos lados, indicó preocupado el padre. De Mateo se puede esperar cualquier cosa, contestó
el hermano. No hables, vos no tendrías que haberle sacado los ojos de encima, le respondió enojado el papá.
Así fue como el grupo recorrió diez cuadras a la redonda, subió y bajó las
dunas de la playa aledaña, en una tarde cuya temperatura había trepado a los
treinta grados. Ante lo infructuoso de la búsqueda, los mayores decidieron
volver a la casa para dar parte a la policía.
Al llegar al chalet encontraron a la madre en la galería con el gesto
desencajado y Mateo al rojo vivo, la piel enrojecida y seca. Lo llevaron a la
cocina para ponerle paños fríos en la cabeza y bajarle la temperatura. ¿Qué
pasó, cuándo, cómo volvió?, preguntó el padre mientras lo abrazaba,
acariciándolo como si así pudiera bajarle el fuego de su piel, pero, a la vez,
feliz del reencuentro. Querido, lo trajeron unos vecinos. Me dijeron que Mateo
les contó que vivía en una casa donde había un gato negro. No sé cómo la encontraron, o quizás fue por esa insólita descripción.
Así comenzaron las tranquilas vacaciones de las tres familias que, de
allí en más, no dejaron de vigilar al travieso que se pasó varios días
recuperándose de la insolación sufrida.
Mientras Mateo leía las aventuras de Tom
Sawyer bajo la sombra fresca de la galería, el gato negro no se separaba de él,
como si supiera que no hubiera habido aventura sin su especial protagonismo.
© Diana Durán, 14
de julio de 2025
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