NUESTRA QUINTA,
Ese entorno verde de calles sinuosas y arboladas quedaba
en Parque Leloir. Llegábamos desde Devoto con nuestros dos hijos luego de un
largo camino por rutas muy transitadas. No nos importaba, la dicha era arribar y
saber que íbamos a pasar el fin de semana allí.
La quinta era un rectángulo de quince por treinta metros,
pero para nosotros significaba la pampa, el solar, el territorio. Nuestro
lugar, aquél donde disfrutar el contacto con la naturaleza, observar el cielo y
descubrir los astros; hurgar la tierra y encontrar pequeños insectos junto a diminutas
flores rosas y amarillas. Los frutales, la huerta, los pinares y eucaliptos, el
fogón, los canteros de hortensias y margaritas, las hamacas y el tobogán. Todo
en armonía paisajística. La casa amplia y sencilla. Cada uno disfrutaba de su
sector. Las cosas simples de la vida nos unían como pareja y con los chicos
después de la semana agitada de trabajo y escuela. Algunos domingos nos
visitaban amigos para el consabido asado. En los cumpleaños solíamos reunir a
toda la familia.
La habíamos comprado en tiempos de sueldos de clase
media acomodada, pero resultante de un gran esfuerzo. Teníamos un departamento
en Capital y ahora la quinta. Faltaban pocos trámites para que ese retazo
natural nos perteneciera.
Comenzó la desgracia. Debíamos firmar la escritura y
no encontrábamos al titular. Teníamos solo el boleto de compraventa. No
queríamos saber nada de registros, esperas inútiles, o lo que hubiera sido peor,
caer en un juicio. Hicimos el acuerdo de manera privada. Solo unas firmas más y
la felicidad sería completa. Habíamos hecho las cosas bien. Restaba pagar y
obtener el documento. Tan simple como eso. Sin embargo, no logramos contactar a
nadie, todos se habían esfumado. Todavía no habíamos concurrido a un abogado, la
idea era ir por las buenas. No hubo caso, no logramos obtener la escritura. Decidimos
esperar, había tiempo para enfrentar conflictos.
Un viernes al mediodía llegamos a la quinta luego de
un mes de intenso frío y lluvias, gripes de los niños y trabajos ajetreados.
Era la primera vez que faltábamos más de una semana. El casero de la propiedad
aledaña la cuidaba.
La sorpresa fue tremenda. El tronco de un sauce pegado
a la casa había sido quemado para hacer fuego. El pasto contiguo lo demostraba.
Los muebles del living estaban desparramados en la galería; trastos dispersos
por todos lados; ramas de los frutales cortadas, ciruelos y duraznos fermentados en el suelo; residuos volcados en los distintos
rincones del terreno. No dábamos crédito a lo que veíamos. Dos perros nos
ladraban amenazantes. El sitio que tanto amábamos era un caos.
La quinta había sido ocupada. Lo peor fue ver las
caritas sucias y enrojecidas por el frío de tres niños pequeños que correteaban
sobre la huerta arruinada. No sabíamos quién o quiénes estaban adentro de la
casa. Supusimos que los padres de los niños. Tuvimos miedo de que fueran
violentos. Nadie salió cuando llamamos. Corrimos a ver al casero que nos dijo sin
inmutarse que la familia se había instalado hacía veinte días y no había podido
detenerlos. Los padres estaban haciendo changas y los niños quedaban solos
hasta su regreso. Solo sabía que era gente del norte que había migrado por causa
de las inundaciones y la pobreza. La pregunta obvia. ¿Cómo no se había
comunicado con nosotros?
Nos quedamos paralizados. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la
policía? ¿Esperar a los ocupantes para enfrentarlos? No habíamos traído el
boleto de compraventa, ¿para qué hacerlo? La firma de la escritura ya no
importaba. Todo estaba trastocado. Además, nos invadía un sentimiento de
conmiseración frente al espectáculo de los niños solos y desprotegidos en
nuestra propiedad. Atontados por la situación inesperada, no podíamos enfrentarla.
Reconocimos de nuevo cómo había quedado la quinta. Inhabitable.
Subimos al auto y regresamos en silencio al departamento.
Durante el interminable trayecto un sol radiante iluminaba el día. Al llegar, los
cuatro corrimos a arremolinarnos en el balcón para percibir su calor, sin
espacio, sin verde. Solo cemento y ciudad.
© Diana Durán, 4 de setiembre de 2023
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