NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 


Parque Leloir. Gustavo Olivera. Google Maps.

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 

Ese entorno verde de calles sinuosas y arboladas quedaba en Parque Leloir. Llegábamos desde Devoto con nuestros dos hijos luego de un largo camino por rutas muy transitadas. No nos importaba, la dicha era arribar y saber que íbamos a pasar el fin de semana allí.

La quinta era un rectángulo de quince por treinta metros, pero para nosotros significaba la pampa, el solar, el territorio. Nuestro lugar, aquél donde disfrutar el contacto con la naturaleza, observar el cielo y descubrir los astros; hurgar la tierra y encontrar pequeños insectos junto a diminutas flores rosas y amarillas. Los frutales, la huerta, los pinares y eucaliptos, el fogón, los canteros de hortensias y margaritas, las hamacas y el tobogán. Todo en armonía paisajística. La casa amplia y sencilla. Cada uno disfrutaba de su sector. Las cosas simples de la vida nos unían como pareja y con los chicos después de la semana agitada de trabajo y escuela. Algunos domingos nos visitaban amigos para el consabido asado. En los cumpleaños solíamos reunir a toda la familia.

La habíamos comprado en tiempos de sueldos de clase media acomodada, pero resultante de un gran esfuerzo. Teníamos un departamento en Capital y ahora la quinta. Faltaban pocos trámites para que ese retazo natural nos perteneciera.

Comenzó la desgracia. Debíamos firmar la escritura y no encontrábamos al titular. Teníamos solo el boleto de compraventa. No queríamos saber nada de registros, esperas inútiles, o lo que hubiera sido peor, caer en un juicio. Hicimos el acuerdo de manera privada. Solo unas firmas más y la felicidad sería completa. Habíamos hecho las cosas bien. Restaba pagar y obtener el documento. Tan simple como eso. Sin embargo, no logramos contactar a nadie, todos se habían esfumado. Todavía no habíamos concurrido a un abogado, la idea era ir por las buenas. No hubo caso, no logramos obtener la escritura. Decidimos esperar, había tiempo para enfrentar conflictos.

Un viernes al mediodía llegamos a la quinta luego de un mes de intenso frío y lluvias, gripes de los niños y trabajos ajetreados. Era la primera vez que faltábamos más de una semana. El casero de la propiedad aledaña la cuidaba.

La sorpresa fue tremenda. El tronco de un sauce pegado a la casa había sido quemado para hacer fuego. El pasto contiguo lo demostraba. Los muebles del living estaban desparramados en la galería; trastos dispersos por todos lados; ramas de los frutales cortadas, ciruelos y duraznos fermentados en el suelo; residuos volcados en los distintos rincones del terreno. No dábamos crédito a lo que veíamos. Dos perros nos ladraban amenazantes. El sitio que tanto amábamos era un caos.

La quinta había sido ocupada. Lo peor fue ver las caritas sucias y enrojecidas por el frío de tres niños pequeños que correteaban sobre la huerta arruinada. No sabíamos quién o quiénes estaban adentro de la casa. Supusimos que los padres de los niños. Tuvimos miedo de que fueran violentos. Nadie salió cuando llamamos. Corrimos a ver al casero que nos dijo sin inmutarse que la familia se había instalado hacía veinte días y no había podido detenerlos. Los padres estaban haciendo changas y los niños quedaban solos hasta su regreso. Solo sabía que era gente del norte que había migrado por causa de las inundaciones y la pobreza. La pregunta obvia. ¿Cómo no se había comunicado con nosotros?

Nos quedamos paralizados. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Esperar a los ocupantes para enfrentarlos? No habíamos traído el boleto de compraventa, ¿para qué hacerlo? La firma de la escritura ya no importaba. Todo estaba trastocado. Además, nos invadía un sentimiento de conmiseración frente al espectáculo de los niños solos y desprotegidos en nuestra propiedad. Atontados por la situación inesperada, no podíamos enfrentarla. Reconocimos de nuevo cómo había quedado la quinta. Inhabitable.

Subimos al auto y regresamos en silencio al departamento. Durante el interminable trayecto un sol radiante iluminaba el día. Al llegar, los cuatro corrimos a arremolinarnos en el balcón para percibir su calor, sin espacio, sin verde. Solo cemento y ciudad. 

 

© Diana Durán, 4 de setiembre de 2023

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