LA CASA DE GOYA
De niños amábamos ir a Goya. El sol, la arena
y el cálido Paraná eran los protagonistas del verano. En ese entonces, la
ciudad se denominaba la pequeña París, por su vida cultural, su arquitectura
afrancesada y sus costumbres refinadas. Viajábamos desde Buenos Aires en vapor,
el Cabo Corrientes. El barco tenía camarotes con baño privado, salón comedor y
cubiertas para pasear mirando el río. Allí, mamá ataba a mi hermano a un
mástil, temiendo que se cayera por la borda de tan terrible que era.
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Miro por el visor la entrada de Caá Guazú.
Las paredes están muy deterioradas. La puerta grande se transformó en garaje.
El algarrobo de la vereda está esquelético; apenas lo viste una raída copa. Una
voz extraña que no sé de dónde procede me dice, ¿volviste?, a lo que yo respondo turbada,
siempre te recuerdo.
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La casa de la abuela Francisca era un
verdadero castillo para nuestra visión infantil. No por lujosa, sino por su aspecto para chicos de departamento. El comedor tenía una mesa para doce comensales, un
reloj que daba campanadas solemnes, sillas de madera tapizadas, cuadros al óleo,
vajilla de plata y jarrones de porcelana.
En el centro de la casa, un jardín inmenso
lleno de plantas y árboles frutales, dos de los cuales el abuelo nos asignó
como tesoros: el de quinotos era mío; el limonero, de mi hermano. Nos sentíamos
poderosos. En el medio del jardín había un aljibe circular, con paredes y piso
de ladrillos. El brocal de mármol tenía un arco de hierro repujado, por donde
pasaba una roldana con la soga y el balde de donde tomábamos un agua
deliciosa. Mi hermano y yo solíamos
asomarnos y tirar alguna piedra pequeña para escuchar el eco que producía al
caer.
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Toco el timbre y espero. El sol de la siesta
correntina me envuelve como antes. Sale una señora mayor, amable, aunque
distante. Le cuento mi historia con ánimo. Ella sonríe levemente, pero su
respuesta me desarma: ya
no hay jardín; solo
un pequeño patio central. Me cuesta imaginarlo, si era el corazón de la casa. ¿Cómo se puede destruir
algo tan bello? me
pregunto. Ya no están el limonero, ni el árbol de
quinoto; los frutales son sucios, dice la mujer con firmeza; ahora
tenemos hermosas macetas de cemento, ordenadas y limpias, con helechos y
palmeras. Siento que
algo se hunde bajo mis pies. Como si mis recuerdos se hubieran desplomado junto
a troncos y follajes.
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Las habitaciones cerradas guardaban tabaco.
No sabíamos entonces que de allí salía una renta importante. Solo nos llamaba
la atención el olor intenso cuando corríamos por la galería. La cocina era
vieja, pero en ella la abuela preparaba manjares. No sé cómo se limpiaba semejante
caserón, pero sí sé que las mujeres de la familia no lo hacían. Había criadas,
tres o más, que mantenían todo pulcro y brillante.
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¿Y el aljibe? interrogo bastante inquieta, porque la mujer
no me deja atisbar los ambientes que recuerdo con tanta claridad. Ya no se usa; lo taparon. Me duele
tanto, como si hubieran destruido el hito más significativo de la casa.
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La abuela me había contado que el bisabuelo,
marino mercante, enseñaba la gravedad girando en el aire un balde lleno de agua.
Creo que de allí nació mi vocación geográfica. También el bisabuelo había dado
clases de geografía sin ser profesor, y se hacía anunciar en los pueblos
cercanos con banda de música incluida. Todo un personaje de época.
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¿Sabía que aquí mi bisabuelo enseñaba a los
vecinos?; lo hacía muy bien, con brújula y mapas, afirmo queriendo dejar una huella. No,
pero me gusta esa historia, responde la señora a la que nunca pregunté su
nombre, ni su relación con la casa.
También vivía aquí un señor llamado Dante; residía
en el fondo y cuidaba el sector cultivado de maíz, mangos y mamones, esos que
trepaban el alambre tejido; con los frutos hacían dulces. La miro fijo como si quisiera que
comprendiera la importancia de mi presencia. Ah, imagino que ese señor habrá
vivido en el terreno de atrás; hace mucho se vendió a una familia de Resistencia que adquirió
el lote cultivado; ahora es una quinta de fin de semana.
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No quiero oír más. Saludo brevemente y me
alejo de la casa. No quiero llorar, pero me quiebro y sollozo. Descubro que mi
pasado infantil ha sido borrado sin pena ni gloria de la historia de esa
casona. Me doy cuenta de que es así y no hay retorno.
Mientras camino de regreso al hotel una voz
me susurra al oído. Aún guardo tus pasos en la galería. Y yo recuerdo tu
perfume de tabaco y azahares. Entonces comprendo que todos esos recuerdos
están en mí y me integran, así como, de algún modo, yo formo parte de esas
paredes tan queridas.
© Diana Durán, 22 de octubre de 2025
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