VERANO
EN TIERRAS GAÚCHAS
Emprendimos
el viaje a Porto Alegre y las playas del sur de Brasil con la alegría ingenua
de quienes piensan que todo será fantástico y grandioso. Éramos dos familias
inseparables, unidas por años de afecto y rituales compartidos que se repetían
como marcas felices. Juntos habíamos
pasado Navidad y Año Nuevo; cumpleaños de todos los integrantes del clan
familiar y fines de semana en la quinta de mis padres. Era la segunda vez que
planificábamos un veraneo juntos. La primera había sido a San Luis en camping,
con toda la prole a cuestas. Había resultado óptimo y nos habíamos llevado de
maravillas, chicos y grandes.
Esta
vez, cruzaríamos la frontera. El primer viaje al exterior para nuestros hijos. Con
promesas de mar tropical, aguas templadas, paisajes de morros típicos de
Brasil. Se sumaban compras sin premuras de dinero.
¿Están todos listos? —preguntó mi esposo, mientras ajustaba el
último bolso en el Falcon rojo. ¡Sí!; ¡nos vamos a Brasil! —gritaron los
chicos, con entusiasmo infantil.
La ruta era larga. Más de mil cuatrocientos
kilómetros. Dividimos el trayecto en dos etapas: una parada en Porto Alegre
para compras; y, luego, el último tramo por la “Estrada do Mar”; ésta era una
carretera en la que actualmente no pueden
circular camiones ni ómnibus, pero en aquella época acechaba un mar de grandes
vehículos que nos pasaban como liebres.
El Falcon llevaba a nuestras hijas y a las
dos de los Figueroa. Las cuatro jugaban a las muñecas sin parar. En el Peugeot
504 iban los Garzón, sus hijos y la mucama. Sí, hasta ese gusto podíamos
costear. Era la época del “uno a uno”, de la “plata dulce” y los sueños vanos, accesibles
para la clase media argentina.
El larguísimo viaje, mediado por el puesto internacional Paso
de los Libres-Uruguaiana, transcurrió sin sobresaltos. Lo mismo la breve
estadía en Porto Alegre desde donde partimos hacia Torres cargados de compras
de todo tipo: ropa, zapatillas, juguetes, enseres varios y hasta gomas nuevas
para los autos. Un despilfarro de dinero típico de la época.
Torres nos recibió con el calor veraniego, playas
de arena blanca, morros que parecían monumentos rocosos y puestas de sol rojas,
amarillas y naranjas reflejadas sobre las aguas turquesas. Se agregaba la
vibrante alegría carioca. El chalet, cómodo y amplio, era perfecto para ambas
familias.
Las fiestas de fin de año fueron opulentas.
Cenas opíparas en restaurantes repletos de argentinos, los consabidos brindis
con caipiriñas, el fragor de los bailes de lambada y samba. Un cóctel de
desenfreno al que no estábamos habituados. A eso se le agregaban juegos de
cartas y dados que se extendían hasta la madrugada en el living del chalet cuando
los chicos ya dormían.
Durante el día ellos jugaban sin pausa en la
playa y en el jardín. Nosotros, los grandes, no parábamos de comprar
comestibles en el supermercado para el batallón que éramos y hablábamos de
trivialidades, sumadas a las eternas discusiones de política y economía sin
demasiados fundamentos. Todo marchaba sobre rieles.
Hasta que un mediodía sobrevino el vuelco. La
playa estaba atestada. El sol caía vertical y las sombrillas se multiplicaban
como un jardín de colores.
Habíamos decidido volver al chalet para
almorzar, cuando notamos su ausencia. Soledad, la menor de los Figueroa, no
estaba con el resto de los chicos. No jugaba en la orilla, no corría con los demás.
No aparecía por ningún lado.
¿La viste, Marita? —pregunté tranquila a mi hija mayor para no
asustarla. No la vi, mami; creo que estaba con nosotros cuando fuimos a
buscar las paletas —respondió con voz temblorosa.
El padre de Soledad, al principio sereno,
comenzó a caminar afligido entre las sombrillas, llamándola con voz firme. ¡Sole,
Sole!; ¿dónde estás? Nada. Solo el bullicio de los veraneantes y detrás el
murmullo de las olas. No pudo haberse ido lejos. Vamos a dividirnos; vos
llevá a los chicos al chalet; nosotros seguiremos buscando —ordenó mi
esposo, con el ceño fruncido.
Avisamos
a los guardavidas. La alarma se propagó como un eco en el gentío. Un desfile de
turistas se sumó a la búsqueda. El mar, antes sereno, parecía ahora una amenaza
inquietante. Ni siquiera nos habíamos percatado del estado del oleaje o la
marea.
En el chalet, los chicos se tornaron más y
más inquietos. Mara lagrimeaba en silencio. Yo intentaba mantener la calma,
pero el corazón me latía desbocado. ¿Y si se metió al agua sola? susurró
Marita; no digas eso —respondí con una firmeza que apenas lograba
sostener.
Pasaron dos horas. Eternas. Cuando los padres
de Soledad regresaron, sus rostros estaban blancos por el terror de lo que
pudiera haber pasado. Lloraban. Nadie se atrevía a preguntar.
Entonces, como en una escena de película, un
auto se detuvo frente al chalet. De él bajó una pareja joven y sonriente; y, en
brazos de la mujer, con los ojos llorosos y el cuerpo cubierto de arena,
apareció Soledad. ¡Mami!, ¡papi!, ¡acá estoy! —gritó, corriendo hacia
ellos. El abrazo y la emoción fueron imborrables. La mujer explicó en perfecto
español que la niña los había alcanzado en el límite del balneario cuando
estaban por partir de la playa. Les había contado que estaba perdida y con lujo
de detalles les había explicado dónde quedaba la casa, incluso el color del
portón. Una genia la nena; nos guio mejor que con un mapa —aclaró el
hombre.
Nadie rio. El silencio se quebró con un
suspiro colectivo. Esa noche, no hubo póker ni generala. Solo abrazos estrechos,
miradas cómplices y una certeza compartida: no importaban las compras, ni los
viajes extraordinarios que quedaron en el olvido. El verdadero lujo era estar
juntos.
Diana Durán, 29 de setiembre de 2025
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