LA BIBLIOTECA DEL SILENCIO
Mi padre leía hasta en francés.
Leía como si no viviera con nosotros, como si el sillón Berger fuera una
cápsula que lo aislara en otro tiempo. A veces lo acompañaba una sinfonía
estridente; otras veces, el silencio. Yo lo observaba desde el umbral del
living, sin atreverme a interrumpir. Los libros que sostenía tenían títulos
largos, difíciles, en idiomas que yo no comprendía. À la recherche du temps
perdu, decía uno.
Yo no sabía qué significaba, pero el título me parecía una promesa: buscar el
tiempo perdido, me tradujo la abuela. ¿Cuál tiempo?, ¿el suyo?, ¿el mío?
Las bibliotecas de madera
brillaban como si fueran de bronce. Enciclopedias, diccionarios, novelas en
papel biblia, colecciones completas de Emecé y Losada. Todo estaba ahí, al
alcance de la mano, pero fuera de mi mundo.
Mi padre nunca me ofreció un
libro. Su biblioteca era suya. Su lectura, un ritual privado. Yo era apenas una
sombra que pasaba con sigilo. Mi madre estaba ocupada con la casa. Mi hermano
vivía en movimiento. Yo me quedaba quieta, mirando los lomos de los libros como
quien mira una puerta cerrada.
Fue mi abuela materna quien me
enseñó que los libros podían hablar. No ellos, en realidad, sino las historias.
Sentados en una silla de madera torneada, como si fuera un trono, nos narraba
cuentos con una entonación que convertía cada palabra en música. La Cenicienta,
La Bella Durmiente, Pulgarcito. Mi hermano y yo la escuchábamos. Era la reina de
la imaginación. Ella no tenía una gran biblioteca, pero tenía voz. Y eso
bastaba.
A los nueve años, empecé a leer
sola. Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Heidi. Esa edición de Heidi que aún
conservo, con ilustraciones de la niña y su abuelo en el establo oscuro;
parecía un espejo de la relación con mi abuelo. Él solo leía en griego, pero
sabía contar historias de guerra, de barcos, de tierras lejanas. Era mi héroe
natural. Mi padre, en cambio, era un lector sin palabras.
Después vinieron Mujercitas,
Señoritas, Hombrecitos. Yo leía y releía la escena en la que Jo se cortaba el pelo
para ayudar a su familia. Su única belleza, habían dicho. Ese gesto me había
conmovido profundamente. Era un acto de amor, de entrega, de rebeldía. Como si
Jo hiciera lo que mi padre nunca concibió, mirar hacia afuera, ofrecer algo de
sí.
La adolescencia fue el momento
en que empecé a leer, cuando me quedaba sola, lo que no estaba destinado a mí.
No porque alguien lo prohibiera explícitamente, sino porque esos libros
parecían reservados para otro tipo de lector: uno más erudito, más adulto, más
masculino. Yo los tomaba igual. Me sentaba en el suelo, con las piernas
cruzadas, y abría los tomos de François Mauriac, de Flaubert, de Simone de
Beauvoir. Leía sin entender del todo, pero con una intuición que me guiaba. Madame
Bovary me habló de una mujer que buscaba algo más allá de su entorno, y
aunque no entendía sus decisiones, comprendía su hastío.
También descubrí a Pearl Buck y
su saga de La buena tierra. Esa historia de campesinos chinos, de
mujeres silenciadas, de hijos que se alejan, me pareció extrañamente cercana.
Fue el primer libro que me hizo pensar en la escritura como oficio. No solo
como escape, sino como forma de mirar el mundo.
Con el tiempo entendí que no era
la lectura lo que nos separaba, sino el modo en que él la habitaba. Para mi
padre, leer era un acto solitario, un escondite. Para mí, leer era una forma de
acercarme a los demás. A mi abuela, a mi abuelo, a los personajes que me
hablaban desde las páginas.
Nunca me ofreció un libro. Nunca
me preguntó qué estaba leyendo. Y, sin embargo, su biblioteca fue el lugar
donde me formé. Me apropié de sus libros como quien se apropia de una herencia
no reconocida. No por reclamo, sino por necesidad.
A veces pienso que si me hubiera
dicho una sola vez este libro te puede gustar, todo habría sido distinto. Pero no
lo hizo. Y yo aprendí a leer sola. Aprendí a buscarme en los libros. Mucho después, aprendí a escribir para no desaparecer.
Hoy,
cuando entro a mi biblioteca, no busco títulos difíciles ni idiomas ajenos.
Busco el eco de aquella niña que se acercaba a los estantes sin saber qué elegir.
La que abría tomos pesados con la esperanza de encontrar una señal, una mirada,
una invitación.
Ya
no me duele que mi padre no me haya ofrecido un libro. Aprendí que hay
silencios que no se rompen con palabras, pero que pueden transformarse en
gestos propios. Él me enseñó, sin saberlo, que los libros pueden ser refugio,
pero también frontera. Yo elegí convertirlos en un puente. Puentes como
liebres, escribió Mario Benedetti.
Hoy
le digo a mis hijos, este libro te puede gustar. Y en ese gesto siento
que cierro un círculo. Que la biblioteca ya no es un lugar vedado, sino un
territorio abierto. Que el silencio de mi infancia se ha convertido en voz.
Tal
vez mi padre nunca supo que yo leía sus libros a escondidas. Tal vez nunca
entendió que cada página robada era una forma de acercarme a él. No lo recuerdo
con rencor. Porque sin
saberlo, él me otorgó el deseo de leer. Y ese deseo, ahora, es mío. Y lo
comparto.
© Diana Durán, 15 de setiembre de 2025
Hermoso Diana, rescatar nuetro linaje... saber cómo y por qué fueron y están en nosotos...
ResponderEliminarGracias, Vio. Siempre tu comentario es muy atinado y enriquecedor. Abrazo
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