ESTACIONES
Voy a cumplir mi sueño.
Viviré en el barrio Latino. Pude alquilar un pequeño estudio en la Rue de
Lyonnais a pocas cuadras de la Universidad de París, la antigua Sorbonne.
Investigué cada detalle del lugar de donde voy a residir. Cada café, cada
estación de subte, cada calle. Dos años de preparativos para lograr la beca. Mi vida tiene que
cambiar de rumbo. En Buenos Aires me siento sola con mis treinta años, sin
pareja ni hijos.
Parto feliz al imaginar mi
futuro como estudiante de literatura multen la ciudad de la luz y el amor. A
mitad de camino rumbo a Ezeiza me doy cuenta de que me falta el pasaporte.
Seguro lo dejé en casa de tanto mostrarlo ayer en la reunión de
despedida. Distraída de mí, le confieso al remisero, indicándole
que regrese. El día está lluvioso y la neblina típica de la autopista disminuye
la visibilidad. Bajo a los apurones con un aguacero tan grande que tengo que
sacar de mi mochila el colorido paraguas que me regalaron para el viaje. Al
abrirlo lo engancho en la puerta del auto y patino torpemente.
Me siento fatigada por el largo viaje en
avión. Del aeropuerto Charles De Gaulle hasta los Jardines de Luxemburgo en el
barrio Latino solo median cincuenta minutos en tren para mi destino final. Leo
los carteles. Agüero, Pueyrredón, Pasteur, Callao. Me detengo en Callao a una
cuadra del colegio. Son las siete menos diez de la mañana. Tengo que entrar
puntualmente para la prueba de matemáticas. En cambio, retrocedo y tomo
nuevamente el tren. Me encuentro que se suceden Drancy, Le Bouget, Gare du
Nord. Finalmente, Luxemburgo, a pocas cuadras de mi departamento. Voy a la
feria y cargo mis vituallas y me arrastro como puedo hasta llegar. Qué dolor de
cabeza y zumbido de oídos. Dormir será lo mejor.
Después de desarmar las
valijas decido pasear por Le Village Royal, la calle techada con paraguas
multicolores. Vago entre esculturas gigantes y parasoles verdes amarillos,
rojos y celestes. Deambulo por este mundo casi surrealista hasta que decido anotarme
en las materias. Ese es mi propósito. No debería olvidarme,
pienso nuevamente. Me detengo en la esquina de Callao y Corrientes y veo
pasar alumnos con delantales blancos y otros con uniformes azules. Levanto la
mirada del itinerario marcado en la guía parisina y se me acerca el mozo del
café Saint Médard con un “laite” y un
“croissant” caliente. Me gusta esta mesita redonda en plena calle. Cruzando la fuente central
veo la frutería, la panadería, la quesería. Sus dueños están abriendo
tranquilos. De a poco se van abriendo
los negocios y se anima el espíritu del barrio multicultural. Musulmanes, latinos,
franceses, turistas de distintas nacionalidades. El bullicio de esta Torre de
Babel me confunde. Vuelvo a sentirme fatigada y no recuerdo muy bien los
sucesos del día. Siento una laguna mental.
Me despierto en una cama de terapia intermedia rodeada de mi familia. Me cuentan que el golpe contra el suelo fue tremendo. Todavía tengo síntomas alternados de somnolencia, confusión, pérdida de memoria y un intenso dolor de cabeza. Mamá me explica que tuve diez días con conmoción cerebral. También que en estado de confusión repetí una y otra vez como en una letanía, Sorbonne, libros, Callao, colegio, Le Village, paraguas, Saint Médard, café. Evoco esas palabras, pero no logro relacionarlas con mis recuerdos.
© Diana Durán. 6 de octubre de 2021
Muy bien el flujo del pensamiento
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