MUJER MIGRANTE
Carmen partió en un micro desvencijado desde Caacupé, un pequeño pueblo de Paraguay, hasta Asunción. Era una joven de diecinueve años, corpulenta pero armónica en su fisonomía general. Cara redonda, ojos pequeños y piel cetrina. Llevaba un pequeño bolso con sus escasas pertenencias. Había guardado prolijamente sus zapatillas, dos sencillos vestidos, algunos pañuelos, un mantillón y unas pocas fotos familiares. Su único tesoro era una medallita de la virgen de los Milagros, regalo de su madrina Concepción. Hablaba mejor el guaraní que el español y sus saberes eran básicos, sumar y restar; leer y escribir. El micro surcó el camino rojo y ondulado entre los verdes de la llanura. Divisó con nostalgia el lago Ypacaraí y pensó que iba a extrañarlo con toda su alma. Estaba inquieta por un viaje tan largo y un destino incierto. Nunca había salido de Caacupé más que hasta la costa del lago acompañando a la familia cuyos niños cuidaba desde los quince años. En la capital paraguaya la esperaba su tía quien solo la trasladó al micro de larga distancia. Así emprendió el viaje a la Argentina donde la esperaría su madre quien había migrado hacía un año. No había otro remedio. Quedaban en la casa de Concepción muchas bocas que alimentar. De allí la decisión, común a tantas otras migrantes paraguayas cuyo destino es la Argentina. Carmen era la típica kuñaguapa (1), hacendosa y trabajadora, pero de carácter tímido y retraído.
Casi no pudo comer ni dormir en todo el trayecto. Solo algunas galletas y agua. En un principio la tranquilizó el paisaje conocido, tan llano y forestal, lindando el río Paraná. Poco a poco las sucesivas entradas a pueblos y ciudades comenzaron a hacerse interminables. El coche semicama no llegaba más a destino. Carmen comenzó a rezar apretando fuerte su medallita. Al cabo de veinte horas, apenas atardeciendo entró a una ciudad gigantesca, mucho más grande que Asunción. Llegó a la terminal de Retiro agotada y temerosa. La iba a esperar, según le había dicho su madrina, un vecino quien la llevaría a su destino en la Isla Maciel donde la esperaba su madre. Mba'éichapa, (2), Carmen, le indicó alguien al bajar. Sintió un poco de alivio al escuchar hablar en guaraní. Le respondió que era ella y el hombre le ordenó que la siguiera hasta el auto para llevarla a destino.
Así comenzó su martirio. Como tantos otros tacheros porteños andaba a los tumbos por la ciudad. Manejaba rápido, viboreaba para deslizarse entre los autos, se adelantaba a los camiones y micros para pasarlos justo antes de chocar. Carmen iba llorando en silencio. No podía gritar porque no le salía la voz. Viajaba abrazada a su bolso y seguía apretando la medallita e invocando a la Virgen. Se escuchaba una música estridente en la radio del taxi mezclada con órdenes de una voz de mujer gritona que indicaban próximos viajes. La pobre no entendía nada. Por alguna razón desconocida transpiraba frío a pesar del calor. El tránsito era infernal en la autopista y la velocidad que llevaba el taxi hacía que la muchacha pensara que en cualquier momento se iban a estrellar. Se sumaba el desconocimiento de ese hombre que le había hablado una sola vez en todo el viaje. La muchacha no sabía a dónde iban. Temía por su destino. No conocía ese mundo de edificios altísimos, mezclados con depósitos, fábricas y extrañas grúas metálicas. Cuando casi no podía ni mirar comenzó a sentir un fuerte olor a podredumbre. Cruzaron un río color negro totalmente diferente al de las aguas azules del Paraguay. Bajaron súbitamente por un puente. Carmen apenas espió con sus últimas fuerzas una mezcolanza de casas modestas, rústicas, de chapa y madera, de distintos colores, de dos y hasta tres pisos. Estaba anocheciendo, la muchacha no sabía qué pensar, si estaban cerca o lejos del destino, si alguna vez iba a llegar a algún lado, si como en una pesadilla ese viaje no terminaría jamás.
El hombre frenó de golpe el taxi. Desde la bajada a la Isla Maciel, Carmen no se había asomado a la ventana. No me puedo enderezar, creo que me voy a desmayar, pensó. Yacía en posición casi fetal. No sabía qué hacer. Tenía miedo de ver donde estaba. Abruptamente el taxista le ordenó que se bajara. ¿Su viaje había terminado? Miles de imágenes pasaron por su mente, Caacupé, el lago Ypacaraí, su trabajo y su vida sencilla, además de las postales confusas de los lugares que había atravesado. Quién sabe ahora qué iba a ser de ella. Levantó la cabeza con el resto de las fuerzas que le quedaban y entonces vio a su madre con su sonrisa de siempre. Se fundieron en un abrazo interminable. Angá m’hija (3), le dijo, venga que le preparé unos chipás calentitos, debe tener hambre.
(1) Mujer que no se
rinde, en guaraní
(2) ¿Cómo estás?, en guaraní
(3) Pobrecita mi hija, en guaraní
No hay comentarios:
Publicar un comentario