DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA

 


Generado con IA el 22 de abril de 2024 por Benjamín Viarenghi


DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA

 

Las hojas del alerce milenario comenzaron a caer en pleno verano sin que hubiera sequía en el bosque. No había explicación para la matizada gama de amarillos y las nervaduras violáceas como venas de manos ancianas. Las ramas de los pinos se quebraban ante cualquier brisa y sus hojas afiladas formaban cúmulos gigantes cerca de los troncos, asemejándose a hormigueros de termitas. Las cortezas de los eucaliptos se desprendieron en forma masiva y cayeron como rígidas cabelleras de madera para liberar a los árboles de los parásitos que los invadían. Los troncos quedaron lisos y cercados por montañas de astillas que daban un aspecto siniestro al ruinoso paisaje forestal. Las hojuelas del estrato de hierbas se habían cubierto de hongos de especies misteriosas que dibujaban manchas amarronadas y verdosas en el pastizal. Las lianas del sotobosque se derrumbaron a los pies de la mayor parte de los árboles en toscas coronas que componían un laberinto intransitable. Asfixiados por nieblas calientes, los arbustos habían podido producir pocos frutos que se habían arrugado como pasas. Las masas forestales quedaron afectadas por la acción de insectos y organismos patógenos hasta extinguirse.

Las consecuencias sobre los animales fueron pavorosas. Los murciélagos huyeron despavoridos por el hambre portando enfermedades. Le siguieron los ciervos, monos y roedores. Los gamos podían saltar los obstáculos en su huida, pero los cervatillos se lastimaban en las trampas naturales y caían moribundos. Los monos contrajeron virus letales y quedaron pocos. Las aves planeaban a baja altura hasta que perturbadas migraron hacia alguna ruta desconocida. Quedaron solo los cuervos con su plumaje negro y lustroso alimentándose de los restos mustios de lo que había sido un bosque verde y lozano.

Los habitantes de la aldea “pachamaya”[1] no querían acercarse a la arboleda enferma, pero necesitaban hacerlo para juntar los frutos y las raíces que acostumbraban comer. Cuando los hombres recolectores se internaron en los restos forestales quedaron atrapados entre lianas espinosas y sus pies sangraban al pisar las ramas desechas de los pinos y las astillas del eucaliptal. Algunos valientes continuaban a pesar de las lastimaduras en la desesperación por conseguir alimentos.

El arroyo que bordeaba la ciudadela tenía cada vez menos caudal y el agua empezaba a escasear en los pozos excavados a mano que abastecían a los clanes. Poco a poco, las chozas de ramas y palos sujetos con tallos retorcidos se transformaron en despojos al no reponer los materiales con los que se construían. Los cerdos salvajes recién domesticados se habían enfermado atacados por los murciélagos rabiosos. Los ratones campestres huyeron hacia la aldea y se comieron los pocos frutos acumulados. Las mujeres no sabían qué hacer con las crías de los ratones que se multiplicaban pese a la escasez de alimentos.

Como nadie leía ni escribía en este pueblo no se podía redactar un edicto para paliar el desastre. Entonces el jefe estableció que las mujeres debían danzar toda la noche alrededor de una fogata de ramas de eucaliptos y pinos. Siempre había ordenado con razón por lo que todas lo obedecieron y bailaron hasta el amanecer cuando cayeron desmayadas por el cansancio. Los hombres pelearon entre sí sumidos en el infortunio y el fracaso. Los niños lloraron sin nadie que los consolara.

El ecosistema estaba casi extinto y con él la vida de todos. No quedaba más que emigrar. Al amanecer todos juntaron las pocas pertenencias en atillos y comenzaron a marchar. En su trasiego, lejos del hábitat enfermo, se encontraron con otros pueblos que vagabundeaban agobiados.

Muchos habían sido advertidos por los chamanes que no debían maltratar al bosque. Pero no les habían hecho caso; continuaron extrayendo los frutos a mayor ritmo que su crecimiento y cazando a los animales al límite de la extinción en su lucha por la subsistencia.

Fue tal el destierro de las tribus procedentes de distintos hábitats devastados que, sin comunicación alguna, terminaron convergiendo en un lugar distante, un borde alejado de todo, un limbo. Allí encontraron agua, suelo, pastos, árboles y animales sanos. Un oasis en medio de la nada misma. Entonces tuvieron que organizarse. Quiénes usarían cada recurso, cómo y cuándo lo harían. Algunos comenzaron a plantar las pocas semillas que llevaban de sus huertos originales; otros decidieron domesticar a los chanchos salvajes para tener carne y alimentarse mejor; los más avanzados construyeron viviendas más resistentes que las primitivas. Las mujeres cantaron a los niños consolándolos de su dolor y cansancio hasta que se durmieron confiados. Entonces se pusieron a limpiar y tejer.

Miles de años después los arqueólogos quedaron estupefactos al descubrir en una excavación los restos de comunidades muy disímiles que habían convivido en el mismo lugar en paz y unidad. Había en el yacimiento una mixtura de artefactos culturales como vasijas, ornamentos, dibujos de bosques y esculturas de animales, que configuraban el patrimonio de pueblos que habían vivido en armonía con el ambiente durante muchos siglos.  

 

© Diana Durán, 21 de abril de 2024



[1] Pueblo de ficción

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