DE PURO VAGAR
No podía con mi impaciencia.
Siempre fui intranquilo. Parecía estar en mis genes. Me decían que caminaba
inclinado hacia adelante de apurado. Persistente mi cabeza sobrepasando al
cuerpo.
Recuerdo que de niño llegaba
del colegio y hacía lo antes posible los deberes para ir a jugar; terminaba
pronto de retozar en la cortada para ver, mientras tomaba la chocolatada, mi
programa favorito, Piluso y Coquito, los entrañables amigos. Rodaba con la
pelota todo el día. Agotaba a mi madre que no podía ponerme freno. En el
colegio me apresuraba por terminar las pruebas para entregarlas antes
que nadie y sobresalir. Corría como una gacela para alcanzar el primer puesto
en las carreras de cien metros del club. La mayor parte de las veces lo lograba
y, si no refunfuñaba para mis adentros, sin demostrarlo; aunque en ocasiones y
sin razón terminaba peleando. En fútbol siempre jugaba de centro delantero para
poder hacer goles. Por mis características físicas era defensor, sin embargo,
me esforzaba por meter la pelota en el arco y lo lograba.
A pesar de todo, no tenía los
rasgos de un niño hiperactivo. Ni el déficit de atención, ni el desorden, ni la
mala organización de mis tareas caracterizaban mi personalidad. Solo el deseo
imperioso de ganar; de hacerlo todo rápido y bien.
Durante la adolescencia las
actividades se multiplicaron: más deportes, más estudio, muchas fiestas, muchas
amistades, participación en grupos de rock. Un día le dije a un amigo del
colegio descansemos rápido, así llegamos antes. ¿A dónde? Se mató de
risa de mi absurda pretensión.
A los veintitrés, habiendo terminado
la facultad en cuatro años, me recibí de abogado y enseguida empecé a trabajar
en un estudio. Salía de la casa de mis padres para el centro extendiendo la
mano para llamar al primer taxi que aparecía o bajaba las escaleras mecánicas
del subte a toda velocidad para alcanzar los vagones a punto de salir. Casi
siempre entraba cuando las puertas se cerraban a mis espaldas. Siempre apurado,
vaya a saber por qué, pues tenía tiempo de sobra para llegar a Tribunales.
A los veinticuatro me casé
con Silvia, mi novia de la adolescencia, que también había sido compañera de
facultad. La única que podía soportar mis ansiedades perpetuas. Ella no
necesitaba correr como yo. Era tranquila y paciente. Nos complementábamos muy
bien. Aguantaba mis premuras y celeridades. Me apaciguaba. Yo la animaba y
divertía. Nos queríamos mucho. Tuvimos dos hijos en tres años. Un récord. Mi esposa
pronto abandonó su carrera casi sin comenzarla para dedicarse a nuestros dos
pequeños y a la casa. Yo seguía corriendo por más dinero, mejores trabajos,
mayor reconocimiento social. Eso parecía.
Así continué hasta que a los
treinta años me transformé en un ser itinerante. Era una especie de hormiga
inútil recorriendo todos los trasiegos y mil derroteros. Sin necesidad ostensible
comencé a viajar primero por trabajo, después por puro desenfreno. Empecé mi
recorrido cerca de Buenos Aires, en Rosario, donde me dediqué al derecho penal.
Por un caso, supe sobre la entrada y el paso de estupefacientes a través de las
vías terrestres de la región. También analicé otras alternativas que usaban las
bandas de narcotraficantes, como la fluvial y la aérea. Un
tema arduo y complejo pues a Rosario la
atraviesan las principales autopistas y rutas que conectan otras provincias
limítrofes y tiene puertos que son el nodo agroexportador más importante del
país. Todo parecía ir bien hasta que amenazaron a mi familia. Entonces por insistencia
de mi esposa, hastiada de una actividad tan peligrosa en la que me había metido
sin pensar, nos fuimos a Córdoba.
Allí hice un posgrado en derecho empresarial, a la par que continuaba
trabajando. Mi familia me seguía. Por los sucesivos empleos tenían que mudarse,
cambiar de escuelas y amistades en los distintos destinos.
Continué en Mendoza, provincia
rica en la extracción de crudo y gas convencional del país, donde me dediqué a litigios
relacionados al petróleo. Me ocupaba del extractivismo y los
conflictos socio ambientales, por lo que viajaba de la ciudad capital a
Malargüe por distintas causas. Gané
mucho dinero, pero también por lo estresado y nervioso que estaba siempre, Silvia
decidió regresar a Buenos Aires con mis hijos, cansada de la vida trashumante. A
mí no me importaba el desarraigo, asumía que todo lo hacía por ellos. En
realidad, no maduraba, o no podía hacerlo con mi absurdo trajinar. Mi familia
no podía echar raíces, en cambio yo seguía el rumbo frenético de trasladarme de
un lado al otro. No llegué a irme al norte pues la Patagonia me atrajo con
mayor fuerza. Con la experiencia de Mendoza, partí a trabajar en la compañía “Gas
y Petróleo del Neuquén S. A.” Nunca dejé de enviar dinero a mi familia cada día
más alejada.
Estando solo en esa
provincia empecé a sentir que mi cabeza no funcionaba bien. El primer episodio
fue a los treinta y cinco años. Había perdido por primera vez un caso
importante. Nunca me había pasado. Comencé a experimentar desgano, tristeza,
angustia. Falté al trabajo. Durante días no quería salir de la cama. Llamé
desesperado a mi mujer, pero ella no quiso acompañarme. No estaba segura de lo
que yo le decía. No quería volver a viajar y viajar. Ella había iniciado otro
camino. Con nuestros hijos más grandes y encaminados en los colegios había
podido emprender su carrera en un estudio de derecho contable y su profesión había
tomado impulso. Me pidió que volviera a Buenos Aires. Yo no tenía fuerzas ni
para moverme. Me daba cuenta en esas horas de penuria de que la vida migrante
no tenía sentido. Había perdido de disfrutar la infancia y primera adolescencia
de mis hijos. Estaba exiliado, no tenía rienda ni norte.
A fuerza de mucha terapia,
incluyendo medicación psiquiátrica, superé de a poco la melancolía. Pude salir
del abatimiento, pero por alguna razón de la química de mi cerebro comencé a
vagabundear de nuevo con mayor intensidad que antes. De Neuquén a Comodoro
Rivadavia, de Comodoro Rivadavia a Río Gallegos, hasta llegué a Ushuaia donde
nuevamente caí en la depresión. Esta vez más profunda. Tanto que Silvia tuvo
que viajar a la ciudad para internarme.
Mi historia fue la de un
hombre ansioso, itinerante, bipolar. Al fin lo supe, algo tarde, luego de treinta
años de vagar y vagar, me detectaron esa enfermedad oculta. Hasta entonces poco
se sabía de ella.
Intenté con mucho esfuerzo volver
a mi familia que, al principio con grandes resquemores, pero luego, con mucha
dedicación, me contuvo y ayudó a recomenzar. Busqué una rienda, una dirección,
mis afectos perdidos. Le pedí perdón a Silvia. No quiero condenarte ni necesito
disculparte, querido, siempre te esperé, me dijo, sabiendo que la
mayor parte de mis impulsos se debían a una afección.
¿A dónde ir con la balsa soñada y absolutamente solo?
Tal vez a la
aurora boreal,
al témpano
antártico,
a todos los
puntos
y a ningún
lugar.
Y, sin
embargo,
es posible
encontrar el norte,
virar los
pasos
hacia algún
sitio soleado,
valles,
travesía y sosiego,
calor verde,
pradera, tierra virgen,
ciudad
cercana, central.
Sí, allí va
el sentido,
emergiendo
con muletas, del exilio.
© Diana Durán, 23 de junio de 2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario