ROMPECABEZAS
Separo
las piezas. Primero las de las esquinas, luego las de los lados. Armo el borde y
las voy apartando por colores y formas. El cielo es fácil, después los múltiples
verdes de las hojas y el arco iris de parques y jardines. Continúo con las
líneas horizontales, verticales y oblicuas de las paredes de monumentos, casas,
puertas y ventanas; los arcos de los puentes y las curvas zigzagueantes de los caminos.
Esta con esta otra va bien, todas van bien, encajan perfecto, me ufano.
Mi mente funciona a mil kilómetros por hora. Distingo la forma de cada
pieza y ajusto, dispongo, ensamblo; sigo con otra y otra y otra. Compro los
cartones, pego prolijamente el rompecabezas y lo enmarco. Persisto hasta que la
obra está terminada y colocada en la pared. Ya casi no quedan lugares.
He
compuesto escenas de los castillos del Loire; la Tour Eiffel con los jardines
de Champs de Mars; la Torre de Londres y el puente sobre el Támesis; los
molinos y pólderes de Volendam; Manhattan y el Central Park; hasta el monte
Fuyi de Japón. Cada paisaje me sumerge en futuros viajes que planeo para después
de que termine este maldito encierro. Tengo cuatro puzzles guardados. Soy
lógica, metódica y ordenada. Me abruma el riesgo de que se me acaben. Me compré
uno tras otro. Finalmente, el más complejo que pude pedir a la juguetería fue
el de diez mil piezas. Me lo trajo el cadete. No me importa que no entre en la
mesa. Lo haré por partes. Tampoco me interesa que fomente la creatividad y la
lógica, lo que me importa es pasar el tiempo, olvidarme de las horas que se
suceden lentas, interminables. Me parece que cada una de ellas es un día completo.
Lo único que me acompaña es una copa de vino que lleno una y otra vez. Puedo
tomar una botella hasta arrastrarme al sofá y dormir. Total, nadie me lo va
a reprochar, me conformo.
Ya no
sé qué inventar. La soledad nunca me abrumaba, con mis veinticinco años tengo
amigos, salgo mucho; mejor dicho, tenía amigos y salía mucho. Ya no. El trabajo
me ocupa parte del día. Estoy obligada a hacer homeoffice lo que implica
estar sentada en el mismo ambiente en el que como y miro televisión. Desde que
nos encerraron, el 20 de marzo, la situación es penosa para todos. A mí me
produce estrés e incertidumbre. Nadie se salva de la cuarentena. Algunos la
pasan mal viendo sufrir a sus familiares o, peor aún, sin poder despedir a
los que mueren. Es horroroso. Además, solo pienso
en las causas de la pandemia y la injusticia de la cuarentena. Ya no quiero
escuchar las noticias. Por suerte en mi familia están todos bien. Mis padres se
acompañan, mis hermanos con sus mujeres y críos se las arreglan. No sé cómo
hacen con los chicos todo el día. Los deberes… no hay tantas computadoras en
sus casas; pero bueno, al menos están juntos. A veces hacemos un Zoom y nos
vemos. Hasta hemos festejado cumpleaños y aniversarios. Simulamos estar bien,
pero se nota el bajón de ánimo y la falsa alegría en las voces. La ausencia de
caricias y miradas reales es patética.
El
tiempo pasa y nada cambia. Al contrario, empeora. Sigo trabajando, aunque a
veces me ausento y no doy explicaciones. Mi jefe me reprocha, pero no importa. Lo
único que me anima es armar los puzzles. Ahora los termino y deshago para
volver a empezar. Ya no me queda lugar donde ponerlos. Cada día me alimento peor.
Oigo la
voz de mi madre que me llama a comer, pero cuando voy a la cocina no está. No
hay nadie en casa. La pandemia no ha terminado porque veo murciélagos enfermos chocar
con la ventana y escucho los gritos desesperados de quienes están por morir sin
atención. A veces hay personas que tocan el timbre de mi departamento. Tengo
miedo de que me vengan a buscar para hacerme daño. Algunos desconocidos entran
y los echo en cuanto puedo. Mi cabeza se llena de voces extrañas. Últimamente ya
no puedo armar los rompecabezas. Las piezas saltan a mi alrededor. Cielo,
tierra, edificios y árboles se mezclan en un todo informe y confuso. Termino
por tirarlos de la mesa.
Su mente
finalizó igual que un puzzle desarmado. No logró acomodarse. Ella tan racional
no podía distinguir lo real de lo imaginario. No sabía cómo salir de la casa. La llamábamos y contestaba disparates.
La acosaban delirios y alucinaciones. Fantaseaba
con estar en París, Londres o New York y no había salido de su departamento. Se
fue quedando sin alimentos. Su paranoia la llevaba a no contestarnos ni por
teléfono. Desesperados, la fuimos a buscar con su padre. El portero tuvo que tirar
la puerta abajo.
Recién
pudo volver a la normalidad después de un largo tiempo de internación, muchos medicamentos
y nuestro afecto familiar.
Nunca más armó un rompecabezas.
© Diana
Durán, 17 de junio de 2024
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