ROMPECABEZAS

 


Puzzle impresionista creado por IA 17 de junio de 2024


ROMPECABEZAS

 

Separo las piezas. Primero las de las esquinas, luego las de los lados. Armo el borde y las voy apartando por colores y formas. El cielo es fácil, después los múltiples verdes de las hojas y el arco iris de parques y jardines. Continúo con las líneas horizontales, verticales y oblicuas de las paredes de monumentos, casas, puertas y ventanas; los arcos de los puentes y las curvas zigzagueantes de los caminos. Esta con esta otra va bien, todas van bien, encajan perfecto, me ufano. Mi mente funciona a mil kilómetros por hora. Distingo la forma de cada pieza y ajusto, dispongo, ensamblo; sigo con otra y otra y otra. Compro los cartones, pego prolijamente el rompecabezas y lo enmarco. Persisto hasta que la obra está terminada y colocada en la pared. Ya casi no quedan lugares.

He compuesto escenas de los castillos del Loire; la Tour Eiffel con los jardines de Champs de Mars; la Torre de Londres y el puente sobre el Támesis; los molinos y pólderes de Volendam; Manhattan y el Central Park; hasta el monte Fuyi de Japón. Cada paisaje me sumerge en futuros viajes que planeo para después de que termine este maldito encierro. Tengo cuatro puzzles guardados. Soy lógica, metódica y ordenada. Me abruma el riesgo de que se me acaben. Me compré uno tras otro. Finalmente, el más complejo que pude pedir a la juguetería fue el de diez mil piezas. Me lo trajo el cadete. No me importa que no entre en la mesa. Lo haré por partes. Tampoco me interesa que fomente la creatividad y la lógica, lo que me importa es pasar el tiempo, olvidarme de las horas que se suceden lentas, interminables. Me parece que cada una de ellas es un día completo. Lo único que me acompaña es una copa de vino que lleno una y otra vez. Puedo tomar una botella hasta arrastrarme al sofá y dormir. Total, nadie me lo va a reprochar, me conformo.

Ya no sé qué inventar. La soledad nunca me abrumaba, con mis veinticinco años tengo amigos, salgo mucho; mejor dicho, tenía amigos y salía mucho. Ya no. El trabajo me ocupa parte del día. Estoy obligada a hacer homeoffice lo que implica estar sentada en el mismo ambiente en el que como y miro televisión. Desde que nos encerraron, el 20 de marzo, la situación es penosa para todos. A mí me produce estrés e incertidumbre. Nadie se salva de la cuarentena. Algunos la pasan mal viendo sufrir a sus familiares o, peor aún, sin poder despedir a los que mueren. Es horroroso. Además, solo pienso en las causas de la pandemia y la injusticia de la cuarentena. Ya no quiero escuchar las noticias. Por suerte en mi familia están todos bien. Mis padres se acompañan, mis hermanos con sus mujeres y críos se las arreglan. No sé cómo hacen con los chicos todo el día. Los deberes… no hay tantas computadoras en sus casas; pero bueno, al menos están juntos. A veces hacemos un Zoom y nos vemos. Hasta hemos festejado cumpleaños y aniversarios. Simulamos estar bien, pero se nota el bajón de ánimo y la falsa alegría en las voces. La ausencia de caricias y miradas reales es patética.

 

El tiempo pasa y nada cambia. Al contrario, empeora. Sigo trabajando, aunque a veces me ausento y no doy explicaciones. Mi jefe me reprocha, pero no importa. Lo único que me anima es armar los puzzles. Ahora los termino y deshago para volver a empezar. Ya no me queda lugar donde ponerlos. Cada día me alimento peor.

Oigo la voz de mi madre que me llama a comer, pero cuando voy a la cocina no está. No hay nadie en casa. La pandemia no ha terminado porque veo murciélagos enfermos chocar con la ventana y escucho los gritos desesperados de quienes están por morir sin atención. A veces hay personas que tocan el timbre de mi departamento. Tengo miedo de que me vengan a buscar para hacerme daño. Algunos desconocidos entran y los echo en cuanto puedo. Mi cabeza se llena de voces extrañas. Últimamente ya no puedo armar los rompecabezas. Las piezas saltan a mi alrededor. Cielo, tierra, edificios y árboles se mezclan en un todo informe y confuso. Termino por tirarlos de la mesa.

Su mente finalizó igual que un puzzle desarmado. No logró acomodarse. Ella tan racional no podía distinguir lo real de lo imaginario. No sabía cómo salir de la casa. La llamábamos y contestaba disparates. La acosaban delirios y alucinaciones. Fantaseaba con estar en París, Londres o New York y no había salido de su departamento. Se fue quedando sin alimentos. Su paranoia la llevaba a no contestarnos ni por teléfono. Desesperados, la fuimos a buscar con su padre. El portero tuvo que tirar la puerta abajo.

Recién pudo volver a la normalidad después de un largo tiempo de internación, muchos medicamentos y nuestro afecto familiar.

Nunca más armó un rompecabezas.

 


© Diana Durán, 17 de junio de 2024





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