Graneros. Tucumán. Street View
Una mujer que trabaja y está sola
Palmira nunca deja de cumplir con su trabajo. No falta.
Va con lluvia, viento o granizo; caminando, en bicicleta o colectivo. Siempre
llega exactamente en el horario acordado, las ocho y treinta de la mañana. Es
un reloj cotidiano.
Se despierta a las seis treinta para tomar unos mates
con galletas y salir. Su vida es el afuera. La propia es permanecer sola de
toda soledad. Los únicos gustos que se da en su casa son coser o ver un programa de televisión. Cose para la
hija y los nietos que viven en otra ciudad, para algún vecino y para los fieles
de la parroquia. Otros clientes ignotos son mencionados al pasar. De su casa
solo sale para hacer las compras del día, a la mercería o a algún té o bingo de
la iglesia. Luego trabaja y trabaja sin cesar.
Vino de Tucumán, vía Buenos Aires. Recuerda en ocasiones
su infancia, no directamente, sino que, en alguna conversación cotidiana, alude
a las tareas del campo y a la comida que le hacía su madre. De allí vienen seguramente
esas empanadas riquísimas que sabe cocinar con perfecto repulgue. Debe haber
residido en el campo cañero, porque su cuerpo está algo encorvado, quizás de
tanto carpir, sembrar, cosechar y cuidar de los animales y la huerta. Pero no
lo cuenta como anécdota, le sale al pasar como pinceladas de una historia
personal ajena, como si no fuera de ella.
Palmira es pequeña, morocha, su pelo muy corto, su
edad indescifrable. Cuando entra a la casa saluda y cuenta algunas novedades habituales
de las personas con las que interactúa en otros lugares donde trabaja. Narra,
refiere, relata, describe lo que vivencia en un continuum impreciso. Observa la
vida de los otros. No se trata de chismes, simplemente de un relato persistente
hasta que uno termina de desayunar entre medio del ruido del lavarropas, la
radio y la organización de los cacharros de la limpieza. Cuenta cómo evoluciona
el esguince del pequeño de la calle Dufour, qué enfermedad tiene el señor de las
oficinas que limpia, cómo sigue de la operación la señora de Irigoyen. Los
temas médicos dominan su narración. No la escucho mucho porque a esa hora
intento despabilarme como puedo y el murmullo de su voz monótona termina por aturdirme.
A la vida de su hija y nietos alude con menor frecuencia. No se sabe dónde nació,
quién fue el padre. Cuál fue su trasiego entre Graneros y Tres Arroyos pasando
por Buenos Aires. Es un misterio. No lo cuenta, no dice nada. Por respeto a su historia
de migrante, callo.
Reflexiono. Se que tuvo otra historia. Una violenta.
Lo presiento. Lo ausculto en su mirada triste. Lo advierto en sus silencios. Algo
me dice que su parquedad, su soledad incluyen un drama, una vergüenza profunda,
algo que no puede ni quiere expresar. Reflexiono. La miro. La sondeo. Entonces advierto a la mujer que sufrió lo indecible, que fue golpeada, maltratada y despreciada
por un mal tipo. Se me ha puesto en la cabeza que es así. Su postura gacha, la preminencia
de su vida exterior, su gesto perdido me lo anticipan. Ese es el secreto de
Palmira. No hay duda. Y en él el de todas las mujeres que sufren violencia. Sin
salida. Nada que las salve, excepto la consabida muerte que está al acecho.
Palmira la espera agazapada en su sostenida soledad.
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