Crónica de vapores y trenes
Viajábamos con papá y mamá a Goya todos los veranos.
Mi hermano y yo nos divertíamos mucho en esos traslados de horas y horas.
Menuda tarea la de contener a dos pequeños de ocho y nueve años en el vapor “Ciudad
de Paraná” o en el coche de pasajeros del Ferrocarril Belgrano. Tanto nos cuidaba
mamá que muchas veces terminaba atando a Martín a un poste de la cubierta por
miedo a que se cayera al agua. Mi hermano era muy inquieto, un diablillo
imparable. Durante uno de los tantos arribos estivales, al llegar a la finca de
los abuelos, se había caído en una zanja cubierta de agua, típica de las calles
goyanas. Lo rescataron totalmente embarrado para risa de los abuelos y enojo de
mis padres.
El tren era más seguro, aunque había que atar a Martín
al asiento, cosa que hacía papá con un cinturón viejo, además de ubicarlo del
lado del pasillo para que no se asomara por la ventanilla. Una vez que llegábamos
a Reconquista, ciudad del norte de Santa Fe, había que tomar la balsa que cruzaba
el anchuroso río Paraná hasta el puerto de Goya, en la costa del río homónimo. Allí
nos esperaba un auto que nos trasladaba hasta la residencia de verano de los
abuelos.
Cuando viajábamos en tren, durante el trecho final del
arribo a Reconquista era común ver a niños pequeños que pedían monedas. Tirá-tirá,
tirá-tirá, cantaban en una especie de clamor, corriendo a la vera del
terraplén del ferrocarril. Éramos muy chicos como para entender lo que
significaba ese canto infantil en los suburbios de la ciudad chaqueña. Nos
parecía una hazaña verlos correr a la par del tren y admirábamos su destreza
para recoger las monedas. Nuestros padres tenían reservadas pequeñas sumas para
cumplir con el rito de arrojarlas a los niños. Nosotros queríamos participar,
pero no nos dejaban. Nos quedábamos absortos viendo cómo esos chiquitos de
nuestra edad eran capaces de circular peligrosamente a la par de los vagones en
marcha, si bien el maquinista aminoraba la velocidad. Años más tarde comprendí lo que
significaba la pobreza reinante en esas tierras fecundas del tabaco y los
cítricos.
Lo cierto era que en Goya pasábamos
los más hermosos veraneos con mi hermano retozando en el patio del aljibe,
entre árboles frutales y depósitos de tabaco. El encargado, Don Santino, era un
hombre flaco y desgarbado a quien queríamos mucho porque solía contarnos
cuentos sobre el aguará guazú, el yacaré, los carpinchos y otros animales que protagonizaban
aventuras inolvidables al mejor estilo de Horacio Quiroga. El hombre vivía en
un rancho detrás de la gran casona de nuestros abuelos. Recuerdo que yo era dueña,
gracias al regalo simbólico de mi abuelo, de un pequeño árbol de quinotos y mi
hermano de un limonero añejo siempre cargado de frutos. Amábamos esos ejemplares
de los que éramos orgullosos propietarios. La casa colonial de Goya fue testigo
de nuestros juegos en las galerías frescas que daban a las diez habitaciones,
muchas de las cuales servían de depósito de tabaco de la compañía Pando. Esa
gran casona familiar nos parecía un verdadero palacio.
Años después, ya en la adolescencia,
los viajes se hicieron más esporádicos pues la familia prefería ir a la playa y
nosotros bastante reticentes a pasar mucho tiempo en la finca que terminó
vendiéndose.
En 1990 se dispuso la racionalización
de los servicios de pasajeros ordenando el cierre del ferrocarril. Ramal
que para, ramal que cierra, había dictaminado el presidente. Y así fue como
se cometió el más grande desguace de nuestra red ferroviaria. Nunca olvidaría a
los niños que cantaban tirá-tirá, tirá-tirá a la vera de las vías. Los rostros cetrinos de aquellos equilibristas arriesgándose por
unas pocas monedas. Seguramente ya no lo podrían hacer y formarían parte de los
habitantes pauperizados que vivían en la periferia de Reconquista o habrían
migrado a la gran ciudad.
Tampoco el barco
de pasajeros que unía Buenos Aires con Asunción y pasaba por Goya circuló más
por el Paraná. Su historia siguió como hotel
flotante en Puerto Iguazú y a partir de 2010 quedó encallado dentro de un camping en las cercanías de Zárate.
Triste destino el de nuestros barcos y trenes de pasajeros.
Siempre quise volver a Goya y tuve la oportunidad de hacerlo durante un congreso de profesores de geografía. Allí conocí a muchos correntinos, chaqueños y santafecinos, entre ellos, a un hombre encantador que se expresaba en una dulce mezcla de guaraní y criollo. Me senté junto a él en la cena de camaradería y conversamos sobre bueyes perdidos. Así fue como descubrimos circunstancias comunes de nuestra infancia. Me contó que había nacido en Reconquista y que de chico había pedido monedas en el terraplén cercano a la estación, al canto de tirá-tirá, tirá-tirá. Me embargó una profunda admiración por él y, a la vez, cierta esperanza al concluir que ambos habíamos llegado al mismo lugar a pesar de nuestras niñeces dispares.
© Diana Durán, 6 de marzo de 2023
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