EL BOSQUE NOS HABLÓ

 


EL BOSQUE NOS HABLÓ

    Mateo respira con dificultad. La fiebre no baja. No lo entiendo. ¿Dónde empezó el calvario?

 

    Cañas colihues, lianas, bosques de pehuenes. La nieve coronaba las cumbres y el camino se volvía acantilado. Las araucarias se aferraban a las rocas en los lugares más inconcebibles, como vigías silenciosos. El paisaje era único: manchones de nieve, lengas retorcidas en banderita, los Andes marcando el límite con el angosto Chile.

  Podríamos cruzar por el paso de Pino Hachado, le propuse. Y encontrarnos con los volcanes simétricos que tanto te gustan, me respondió Mateo, con sonrisa cómplice. Mejor sigamos nuestro itinerario inicial, es más seguro, agregó mi querido.

  Después de explorar el espectáculo ruinoso, partimos hacia Villa Pehuenia. Nos instalamos en la Posada La Escondida, con vistas al lago Aluminé. Cada mañana caminábamos por el sendero Los Coihues hasta la punta de la península, admirados de tanta belleza. Fotografiábamos gaviotas capuchinas, el agua quieta, el cielo abierto.

    Al tercer día decidimos subir al volcán Batea Mahuida. Queríamos ver la laguna que lo cubre desde la cima. El jeep de la excursión se empinó casi vertical. ¡Agarrate fuerte!, me dijo Mateo. Me da vértigo, pero también emoción, le respondí abrazándolo. Bajamos en el último tramo más difícil. Con esfuerzo subimos por la ladera hasta el borde del cráter. El volcán parecía rugir, la laguna burbujear. No estaba apagado. ¿Puede hacer erupción?, pregunté inquieta. No lo creo... pero no yace dormido, nos explicó el guía, atisbando el cráter. Durante el descenso, nos señaló las vertientes que serpenteaban en la aridez. Son arroyuelos nacientes que confluyen en el Aluminé, explicó. De noche ya en el hotel reflexionamos sobre la potencia y los contrastes de la naturaleza. También sobre sus peligros, pero nuestra juventud nos tornaba aventureros.

    Al día siguiente salimos solos. Queríamos sumergirnos en el bosque y fotografiar aves. Llevábamos largavistas y cámara. Caminábamos lento y oteábamos curiosos el paisaje de la península, el lago a ambos lados y pequeñas playas rocosas en las escotaduras. Este lugar parece inventado, una pintura, le dije a Mateo quien apenas asintió, concentrado en el avistaje.

    Armamos un pequeño campamento. Antes, habíamos atravesado un cañaveral florecido, raro de ver, mezclado con los alerces y coihues. La fiesta fue divisar aves de todo tipo, hasta un carpintero gigante negro con cabeza roja. Al volver entre las cañas, sentimos un olor fuerte y penetrante. ¡Corré, vi la sombra de un ratón, puede haber muchos!, advirtió Mateo. Nos apresuramos hasta que el aire se tornó limpio.

    A la mañana siguiente decidimos quedarnos cerca del hotel. Nos esperaba un regreso largo: más de mil kilómetros atravesando los arcos de Patagónides[1], el Alto Valle frutal y, finalmente, las rectas interminables hacia la ciudad.

    Pasaron dos semanas. Mateo empezó a sentirse engripado: fiebre, dolores musculares, fatiga. Lo atribuimos al esfuerzo, al viento del cráter. Pero los días avanzaron y su respiración se volvió pesada, como si algo raro lo invadiera por dentro. Mateo jadeaba. La fiebre no disminuía. Concurrimos al hospital de urgencia. En la sala blanca, el bosque parecía un recuerdo lejano. Pensé que había sido el volcán que emitía gases contaminantes.

 

    Los médicos me dicen que tiene hantavirus. No les creo. Me hablan de una infección que podía incubarse durante ocho semanas. Recuerdo el cañaveral. Entonces pienso. ¿Dónde fue? ¿El bosque nos engañó con su belleza maldita? ¿Dónde empezó? ¿Fue el olor que nos hizo correr?

  Miro las fotos del carpintero gigante, las lengas en banderita, las araucarias aferradas a la roca. Todo parece lejano y armónico, pero también peligroso. Me pregunto si la belleza puede esconder veneno.

   Mateo respira con dificultad. La fiebre no baja. El bosque nos habló y no lo supimos escuchar. Nadie nos advirtió el significado del cañaveral florecido y los ratones colilargos.

 

© Diana Durán, 18 de agosto de 2025


 



[1] El sistema de los Patagónides, sierras de los Patagónides o simplemente Patagónides, es un conjunto montañoso del sur formado por sierras aisladas que superan la altura de las mesetas, desde Mendoza hasta Chubut. Recorre más de 1000 km. Fueron plegadas en el Mesozoico.

 

2 comentarios:

  1. Un viaje en nuestro interminable Sur, con datos muy precisos de vegetación y vida silvestre como traer al presente la historia, acaso falsa de los ratones colilargos.Un viaje compartido.... Un saludo de Vio Rivera.

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  2. Gracias por el comentario, Vio. Si, los ratones colilargos se alimentan de las cañas cuando estas florecen periódicamente. Gran abrazo, Diana

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