JUEGO DE NIÑOS




JUEGO DE NIÑOS

 

La quinta y los juegos. Diversión plena. Los cuatro subidos a la higuera, uno en cada rama. Preparábamos ingeniosos platos con hojas, gajos y frutos, cuando no nos comíamos los higos maduros, carnosos, dulces. El tío Rodolfo nos gritaba desde lejos. Abajo todos, me destrozan la higuera. Y descendíamos a pura risa. Formábamos un cuarteto incansable acostumbrado a cometer infinitas travesuras y alborotos.

Nos hamacábamos inclinándonos peligrosamente hacia ambos lados, siempre al borde del choque. Éramos hábiles, no nos lastimábamos en los juegos más intrépidos, pero tropezábamos al correr con cualquier pozo y patinábamos en los charcos de barro. Otro juego ideal para la pandilla: los policías daban dos minutos para que los ladrones huyeran y después salían a perseguirlos. Los bandidos se escondían entre los ligustros, en los recovecos de la galería, tras la vivienda de los caseros y algunas veces en las habitaciones de la casa desde donde la tía Margarita nos sacaba volando.

Durante los pocos momentos de tranquilidad, Martín transportaba de un lado al otro a los perritos de pocos meses de los cuidadores. Divertido verlo llevar por toda la quinta a cada uno de los cachorros a pasear en brazos como si fuera bebés.

La construcción de nuestra choza era ardua y efímera. La hacíamos con tallos de un cañaveral cercano a la quinta. Una vez terminada, las chicas nos dedicábamos a las tareas de limpieza y decorado, cuadros fabricados con ramas, cortinas de hojas de sauce, jarrones de piedra con pequeñas flores amarillas o blancas del césped, las más humildes, porque las rosas y las hortensias estaban prohibidas. Mientras tanto los varones salían a “cazar” para comer. Traían en frascos de vidrio hormigas, ciempiés, escarabajos y otros bichos que iban a parar a una vieja cacerola. Mil historias se labraban allí adentro. Hasta llegué a casarme ficticiamente con Ignacio, ataviada con una funda a guisa de tul, tan vieja que parecía de gasa. Maricel, quieres por esposo a Ignacio, recitaba muy serio Martín. Y después de los consabidos sí padre desfilábamos por el sendero de lajas de la entrada matándonos de risa.

Osman, el padre de Paula y Martín, era un genio, médico y deportista, nos acompañaba en todo. Jugábamos con él al croquet mediante un conjunto desvencijado de palos y bolas de madera. También al fútbol, la felicidad femenina de integrar un juego típico de los varones. Rondábamos los nueve a once años por lo que no había gran diferencia física entre nosotros.

Bajo el nogal de la entrada principal al chalet se jugaba a la canasta, la generala y el truco que alternábamos con el Estanciero y el Scrabel. Si lo hacían los grandes, los chicos revoloteábamos alrededor para ver quién ganaba. De noche dormíamos en una habitación que tenía una cama marinera. En el entrepiso, dos catres y una baranda. Disputábamos para seleccionar quién dormía en lo alto. Siempre tenían que chistarnos porque los murmullos previos al descanso no cesaban.

 

Un jueves de Semana Santa fuimos a la quinta más temprano que de costumbre. Nos esperaban cuatro días de estadía. Estaba algo fresco así que los chicos nos pusimos a jugar a la generala en la soleada galería del frente de la casa. Se escuchaba ladrar a los perros de la casera. Nuestras madres habían ido al supermercado para comprar algunas provisiones faltantes. El tío Rodolfo, un poco sordo, leía el diario adentro de la casa, Osmán estaba hachando unas maderas y mi padre escuchaba música con sus auriculares. Absortos cada uno en lo suyo. Al principio no le dimos importancia porque siempre ladraban, pero al rato los aullidos aumentaron. Hasta que finalmente fueron tan fuertes que decidimos acudir. Entusiasmados por el juego, nadie quería suspenderlo. ¿Dónde estarán los caseros?, nos preguntamos. Ninguno sabía. No quisimos interrumpir a los grandes y sorteamos la tarea con un dado. Le tocó a Paula quien aceptó de mala gana. Al minuto vio a los perros alrededor del tanque australiano cercano a la casa de los caseros. Se acercó y advirtió que uno de los cachorros no podía salir. Desesperada gritó con todas sus fuerzas. ¡Vengan, un perrito se ahoga! Corrimos los tres y fue Ignacio quien lo intentó reanimar sin suerte. Era el que Martín más quería. Nos quedamos desconcertados. Llegó Osmán atraído por los gritos y con mucho cuidado elevó las patas traseras del perrito dejándolo colgado. Luego lo sacudió suavemente para que le saliera el agua. El pequeño revivió. Martín y Paula abrazaron a su padre con admiración. Osmán preguntó por los caseros ante tamaño descuido. Rodolfo extrañado fue a buscarlos y los encontró desmayados uno sobre el otro en el sillón. Se habían intoxicado con el monóxido de carbono del brasero. Una sucesión de hechos dramáticos que no recuerdo, pero sé que vino la ambulancia y se los llevó. Sobrevivieron, pero si no hubiera sido por el ladrido de los perros habrían muerto intoxicados.

Durante esa Semana Santa los episodios conmovedores se resolvieron como pasión, muerte y resurrección, pero de un perrito y una pareja. Los grandes que no eran practicantes se la pasaron hablando de los acontecimientos sin referencia a la Pasión de Cristo. A los chicos por un tiempo no nos resultó divertido ir a la quinta. La impresión sobre la cercanía de la muerte fue implacable. Martín no volvió a transportar los perritos. Paula no se acercó más al tanque australiano. Ignacio aceptaba compartir cualquier juego menos con los dados. Yo soñé durante mucho tiempo que me ahogaba y que mis padres morían intoxicados.

 

 

                                                                             © Diana Durán. 14 de marzo de 2022

2 comentarios:

  1. En el alma de cada niño nuestra patria guarda coloridas viñetas...

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